jueves, 20 de febrero de 2020

¿Y ahora qué?



Ha sido un proceso largo y muy duro, pero ya he llegado al punto final. Un camino lleno de dificultades. Estudiar y trabajar al mismo tiempo no es tarea fácil. Y a mi edad no es habitual cursar una carrera universitaria. Siempre pidiendo favores a los compañeros y compañeras para que me dejaran los apuntes de las asignaturas a cuyas clases no podía asistir. Tuve que acostumbrarme a sus miradas furtivas y a sus sonrisas condescendientes. Y ellos se acabaron familiarizando con la presencia de ese tipo mayor. ¡Pero si podría ser mi padre!, debían pensar. Pero no soy tan mayor como para eso, aunque lo pueda parecer. Las canas me salieron muy temprano. Mi padre decía que a él le salieron también de muy joven de tanto trabajar. No sé si será por eso.
Mi padre. ¡Qué orgulloso estaría si pudiera verme! Y mi madre aún más. «Una carrera abre muchas puertas», me decía. De momento, esas puertas todavía se mantienen cerradas. Espero que pronto se abran.
¡Cuántas noches en vela y cuántos días levantándome al alba para ir a trabajar a la panadería del señor Martín! Pero esta vida está a punto de concluir.
Cuando me casé, me prometí que haría realidad mi ilusión y la de mis padres. He tenido la gran suerte de que Julia siempre me ha ayudado con su comprensión y apoyo.
Cuando nacieron las gemelas ni siquiera nos podíamos permitir desembolsar el dinero que costaba la matrícula. Mis padres habían fallecido y los de Julia no andaban muy bien económicamente, ya habían hecho suficiente por nosotros al casarnos. Así las cosas, tuve que pedir un adelanto al bueno del señor Martín, que fui devolviéndole poco a poco, según mis posibilidades. Para los siguientes cursos preferí recurrir a préstamos bancarios. Pero no me arrepiento de los sacrificios que he tenido que hacer para llegar hasta aquí.
Y ahora me encuentro en un momento crucial. El último obstáculo. Creo que estoy en condiciones de poder salvarlo. He trabajado duro. Merezco tener éxito. Aunque nunca se sabe. Pero no sé por qué me agobio. ¡Con la de veces que he pasado por lo mismo; parece mentira! Pero, claro, lo de hoy es definitivo. Me juego mucho y no quiero dilatar más esta situación. Necesito acabar cuanto antes.
Si todo sale bien, solo me faltará encontrar trabajo. Sé de sobras que la cosa está muy difícil. Pero el señor Martín dice que tiene un primo que dice que podría echarme una mano. Trabaja en una empresa en la que está muy bien considerado y en la que, al parecer, necesitan a alguien con mi formación y sin experiencia. Podría hablarles de mí. Sabe que he sido un buen estudiante. Un empujoncito siempre va bien. Luego, claro está, deberé demostrar mi valía, pero por lo menos ya tendría un pie dentro.
Ojalá todo llegue a buen puerto. Tengo tantos planes… Cuando gane un buen sueldo, nos cambiaremos de coche, porque el que me dejó mi padre ya está para el arrastre y resulta un despilfarro en reparaciones. Y haremos ese viaje de novios que todavía tenemos pendiente. Más adelante me gustaría cambiar de piso, a uno más amplio, más soleado y mejor situado. Ahora bien, tampoco es cuestión de pasarse. No hay que estirar más el brazo que la manga, como decía mi padre. Habrá que ir poco a poco, a medida que vaya ascendiendo en el trabajo. En fin…

—Eh, usted. ¿Acaso está en Babia?
—¿Qué? ¿Cómo dice?
—Que si está en las nubes. ¿Qué hace ahí, como un pasmarote, sin siquiera haber dado la vuelta a la hoja? Hace ya casi una hora que se les ha dicho que podían empezar el examen. Ya solo le queda, a lo sumo, una hora y cuarto, así que espabile.
—¡¿Cómo que solo me queda una hora y cuarto?!
—Lo que le digo. ¡Venga, hombre, no pierda más el tiempo!
—¿Qué es lo que ocurre aquí?
—Pues que no sé qué le pasa a este alumno, doctor. Todavía no ha empezado el examen y le estaba advirtiendo que el tiempo apremia.
—Pero hombre de Dios. ¿Qué le sucede? ¡Póngase las pilas!, que esta es la última asignatura de la carrera. Y si no se ve capaz de hacer el examen abandone el aula y váyase a casa.
—¿Qué? ¿Irme a casa? ¡Ni hablar! Lo siento. No sé qué me ha ocurrido. Estaba…
—Pues no se hable más, que cuanto más hablamos más corre el tiempo. Venga, póngase manos a la obra. ¿Y ustedes qué miran? Cada uno a lo suyo. Y como pille a alguien copiando, repite curso.

—Pero ¿qué me ha pasado? Debo haberme quedado ensimismado. ¡Ay Dios! Tengo que darme prisa. A ver, a ver. Menos mal que solo son dos temas a desarrollar.

—¡Joder, joder, joder! De los dos temas, han tenido que poner justamente uno de los últimos del temario, el que no tuve tiempo para estudiármelo bien. Y ¿ahora qué? Si, por lo menos, sacara un aprobado justito…



jueves, 13 de febrero de 2020

Futuro incierto

El relato que hoy publico en este espacio se presentó al XII Concurso de Microrrelatos sobre Abogados. El texto no podía exceder las 150 palabras y debía contener las cinco palabras siguientes: promover, crecimiento, inclusivo, empleo y productivo.
Tras dudarlo mucho, acabé presentándolo. El resultado era previsible. Si queréis conocerlo, id al pie del relato.



Eduardo tenía un buen empleo en una multinacional. Como abogado y director de Recursos Humanos, le encomendaron la misión de promover un espíritu de trabajo en equipo. De este modo, el sistema productivo sería mucho más eficiente. El crecimiento personal y profesional de los empleados tendría que ser el punto de partida. Tenía ante sí un reto que quería cumplir cuanto antes, según la encomienda recibida desde la dirección general. Necesitaba, pues, una idea innovadora. Tras meditarlo detenidamente, se le ocurrió un método inclusivo: recabar la opinión de todos sus empleados. Siempre había creído que la satisfacción de los trabajadores reside en hacerles partícipes de los objetivos de la Empresa.
Formó un equipo constituído por varios representantes de cada departamento para que llegaran a un consenso. Al cabo de tres meses de arduas discusiones, le presentaron una propuesta infalible: renovar el ochenta por ciento de la plantilla.

(147 palabras)


A los pocos minutos de acusar recibo de mi relato y agradecer mi colaboración,  me comunicaron que el jurado lo había desestimado por no cumplir los requisitos.
Debí imaginarlo: entre los abogados no abunda el sentido del humor.

viernes, 7 de febrero de 2020

La caja fuerte


Cuando el vendedor nos enseñó la casa, estaba tan oculta que no me percaté de su existencia. Cuando semanas más tarde, ya convertidos en propietarios, volvimos para tomar medidas y hacer los preparativos para su decoración, entonces la vi. Estaba en el fondo del armario del dormitorio principal. Cerrada a cal y canto. Al no conocer la combinación, lógicamente no pudimos abrirla. Pero ¿para qué? si no teníamos nada de valor para proteger de manos ajenas y, por otro lado, seguro que estaba vacía. ¿Quién en su sano juicio vendería su casa dejando objetos de valor en su caja fuerte?
Pero como soy, por naturaleza, muy curioso, no pude evitar sentir un deseo irrefrenable de abrirla. Y así, día tras día, le estuve dando el coñazo a Marta, mi mujer.
—Si no contuviera nada de valor, ¿tú crees que el anterior propietario la habría dejado cerrada sin darnos la combinación? —le argumentaba una y otra vez.
—No seas borrico. Si hubiera alguna cosa de valor, ¿tú crees que se habría marchado sin vaciarla?
—¿Acaso no viste, cuando firmamos la escritura, que es un hombre muy mayor? Si debe rondar los noventa. Ya le debe fallar la memoria.
—Los ancianos no tienen memoria según para qué, pero en cuestión de dinero ya te digo yo que están muy lúcidos. Mira, si no, a mi abuelo.
—Pues a mí me pareció que tenía Alzheimer. El notario le tenía que explicar las cosas como si se tratara de un niño de cinco años.
Y aunque así fuera, ¿qué quieres hacer exactamente? —concedió finalmente, harta de dar tantas vueltas al asunto.
—Pues ir a verle y pedirle la combinación. Le diría simplemente que necesitamos guardar documentos y joyas de valor. ¿Qué sino?
Dicho y hecho, me presenté en el piso del Eixample donde ahora vivía el señor Dalmau.
—Pues lamento mucho decirle que el señor Dalmau, mi tío, falleció de un ataque al corazón el pasado sábado por la noche —me informó un joven bien parecido y vestido elegantemente como si fuera a un bodorrio.
—Vaya, pues sí que lo lamento. Yo soy el nuevo propietario de la casa de Valldoreix que su tío, en paz descanse, nos vendió —me presenté—. Es que verá, hemos encontrado una caja fuerte dentro del armario del dormitorio principal y, como no sabemos la combinación, no podemos abrirla. Si usted fuera tan amable de facilitárnosla, le quedaríamos muy agradecidos. Mi mujer y yo desearíamos poder guardar en ella algunos objetos de valor y sin conocerla, ya me dirá usted de qué sirve tenerla.
Hecha esta aclaración, me pareció notar por un instante un amago de sorpresa en su cara, tras lo cual dijo:
—Pues lo siento, pero no tengo ahora mismo esa información. Pero no se preocupe, precisamente me he instalado aquí por unos días para poner un poco de orden y recoger algunas pertenencias de mi difunto tío. Ya sabe, cosas de la familia y recuerdos que uno quiere conservar. Así pues, si encuentro algún papel en el que figure la combinación que necesita, le llamaré.
Pasaban los días y no tenía noticia alguna de aquel joven, y cuanto más tiempo pasaba más intrigado estaba.
—Marta, ¿no ha llamado nadie preguntando por mí?
—Te he dicho mil veces que no, No seas pesado.
—Es que me extraña mucho que con lo formal que parecía ese joven, no haya llamado, aunque sea para decir que no ha encontrado nada. Y en el contestador tampoco hay ningún mensaje suyo. Qué idiota fui al no pedirle su número de teléfono o haberle dado también el de mi móvil. Quizá ha perdido el papelito que le di con nuestro número fijo. Desde luego…
—¿Quieres olvidarte del tema, de una vez, por favor? Si no podemos abrir esa dichosa caja fuerte, pues no pasa nada, la dejamos como está y santas pascuas. ¿Verdad que no molesta? Total, está empotrada en el fondo del armario y no nos quita espacio.
—Pero es que…
—¡Es que nada, jolines! Mira que eres pesado. Olvídalo ya, ¿quieres hacer el favor?
—¿Sabes que haré? Que iré a verle de nuevo.
—Haz lo que te dé la real gana, pero si hubiera encontrado el número de la combinación nos habría llamado. Si no lo ha hecho es porque no lo tiene. Y aunque hubiera perdido nuestro número de teléfono, sabe dónde vivimos, ¿no?
—Vale, pero por probar…
Y probé, pero esta vez nadie abrió la puerta. El conserje me dijo que el sobrino del señor Dalmau hacia días que no aparecía por ese domicilio. Solo sabía que el piso se había puesto a la venta.
—Si el sobrino, que seguramente es el heredero, ha puesto el piso a la venta, puedo llamar a la inmobiliaria y contactar con él.
—Me vas a volver loca, carajo. Esto acabará conmigo y contigo. Esa obsesión por esta maldita caja fuerte ya es enfermiza. O dejas el tema en paz o tendremos un disgusto.
Y vaya si tenía razón, pero el disgusto me lo llevé yo.
Al cabo de un par de días de haber dejado ese maldito asunto definitivamente zanjado, ocurrió algo inesperado. Llevaba un rato durmiendo cuando me despertó un ruido. Presté atención. ¡Un intruso había entrado en casa! Solo podía ser alguien que tuviera las llaves. ¡Qué imbéciles fuimos al no cambiar la cerradura! El único que podía tener un duplicado era aquel individuo, el guapo sobrino del anterior propietario. Debió encontrar otro llavero entre las cosas del viejo. Ahora entendía su expresión de sorpresa cuando le conté que su tío había dejado en la casa que nos vendió una caja fuerte cerrada. Debía saber que el hombre poseía objetos, del tipo de fuera, de mucho valor y al no hallarlos en el piso en el que su tío se había instalado, dedujo que los teníamos nosotros sin saberlo. Y ahora venía a por el botín.
Pero cuando iba a encender la luz de la mesilla de noche para alertar a Marta, noté un golpe violento y muy doloroso en la cabeza que me nubló la vista y me hizo perder el conocimiento.
Y ahora estoy en un hospital, con una buena brecha en la cabeza que ha precisado de un número indeterminado de puntos. Lo peor es que no sé qué ha sido de Marta. Parece como si se la hubiera llevado el diablo. La policía me ha dicho que alguien debió entrar a robar, pues han encontrado, dentro de un armario, una caja fuerte abierta y completamente vacía. «¿Recuera usted lo que contenía?» —me ha preguntado. «¿Encontrarán a quién lo ha hecho?» —le he preguntado a mi vez. Por toda respuesta se ha encogido de hombros. ¡Porca miseria!