martes, 27 de octubre de 2015

Otros premios




Mi apreciada compañera de letras y bloguera María Jesús Fernández, me ha nominado para dos premios, dos, que si ella, con tan buen criterio, lo dice, debo merecer.

Muchas gracias, María Jesús, por haber pensado en mí al incluirme entre tus nominados a:

-The Blogger House

-The Versatile Blogger Award

Como todos debéis saber, María Jesús es la propietaria del blog “Reinvenciones”, que sigo con asiduidad y que os recomiendo encarecidamente visitarlo si todavía no lo habéis hecho.

Es una escritora muy prolífica, mucho más que yo pues raro es el día en que entre en sus dominios y no haya  publicado un relato nuevo y original.

Según he leído, el primero de los premios antes mencionados se otorga atendiendo a la constancia, la calidad con la que se publica, y a la pasión por lo que se publica.

El segundo se concede por méritos parecidos, a los que se les añade la imaginación, el ingenio, la singularidad de los temas tratados, y al amor que se muestra en las palabras escritas.

Teniendo todo ello en cuenta, quizá sí sea merecedor de estos premios, digo yo. Porque, por lo menos, no escatimo amor y pasión a la hora de ponerme a escribir. Sin pasión o amor por lo que uno escribe, no tendría sentido dedicar tiempo y esfuerzo a la escritura y a exponerse a un público virtual pero exigente, que a su vez publica incansablemente.

No puedo juzgar, sin caer en la presunción, la calidad de mis relatos. Lo único que puedo decir es que me gustan y me siento orgulloso de haberlos engendrado. Pero, claro, para todos los padres su hijo es el más hermoso. Son los lectores quienes deben juzgarlo. La imaginación es algo fundamental, es el origen de cualquier historia. Sin imaginación e ingenio caeríamos en la mediocridad y provocaríamos el aburrimiento del lector.

¿Soy un trabajador incansable? No lo sé. Lo que si sé es que soy pertinaz aunque con algún que otro altibajo. Sigo escribiendo después de tres años de haber creado este blog sin demasiado éxito. Y aunque un día, al comienzo de esta loca carrera sin fin, acuñé una frase que me salió del alma y de la que me sentí orgulloso, al poco tuve que rectificar reconociendo mi error.

La frase en cuestión decía así: “Escribo por placer, no para complacer”. ¿A que suena bien? Corta y contundente. Y además la dije con absoluta convicción, tanta como inexperiencia emocional en esto de la escritura. Porque al poco de haber iniciado mi andanza en este mundo de las letras, para mí totalmente desconocido, me percaté que si lo que uno escribe no lo lee nadie ¿dónde van a parar nuestras historias? ¿Qué sentido tiene escribir y publicar si no existe un receptor al otro lado? Y si lo hay pero ignoramos lo que opina del fruto de nuestra imaginación ¿cómo saber si lo que escribimos es de una mínima calidad? Así pues escribimos para un público imaginario que esperamos se manifieste de algún modo para reafirmarnos en que lo que hacemos vale la pena.

He leído que quien acepta la nominación a estos premios debe cumplir con algunos requisitos. La mayoría ya los he cumplido aunque de una forma anárquica, como a mí me gusta. Quedan los dos que me resultan más difícil de cumplimentar: contar siete cosas sobre mí y nominar a 10 blogueros que, según mi criterio, sean también merecedores de estas distinciones.

Vamos allá:

- Amo la naturaleza y la respeto como a mí mismo. Me tira mucho la montaña. ¿Será porque vivo junto al mar? Como extensión de ese amor por la naturaleza, amo también a los animales. Tengo un perro al que le he dedicado algún relato y hasta un poema.
- Siempre me ha gustado escribir aunque no fue hasta que me retiré de la vida laboral que puse en práctica esta afición. De niño gané dos veces el primer premio de redacción en el colegio. Esos debieron ser mis inicios.
- Soy un obseso del orden y de la organización. En más de un test psicológico me definieron por perfeccionista. Pero que nadie se lleva a engaño, no es una virtud, para mí es un defecto. Se sufre mucho. Nunca estás satisfecho con el resultado de tus obras.
- Siempre he estado rodeado de mujeres. En casa y en el trabajo. Madre, dos hermanas y una abuela. Mujer y dos hijas, y ahora una nieta. Y en el trabajo siempre dirigiendo a mujeres. Esta última parte es la más dura. Menos mal que ya me jubilé. (Una aclaración para las feministas: mi sentido del humor no tiene límite, no os sintáis ofendidas).
- Soy tremendamente malo para el bricolaje. He sido un autodidacta para muchas cosas menos para los trabajos manuales (creo que la escritura es la única excepción aunque de manual tiene muy poco).
- Si algo he aprendido esos últimos años es que hoy en día de lo único que no conviene hablar es de política si no quieres perder amigos. Aunque bien pensado, si los pierdes es que nunca lo fueron.
- No entiendo a quienes no les gusta la lectura. No podría vivir sin tener un libro en mis manos o en la mesilla de noche y otros esperando su turno. Desde mi primer libro, a los diez años, “Las Aventuras de Tom Sawyer”, no he dejado de leer. Los precursores de la lectura de libros fueron, como no, los tebeos o, como ahora se les llama, los comics. Quien no lee no puede escribir.

Finalmente, si contar siete cosas sobre mí no es tarea fácil, nominar a diez blogs sin volver a mencionar a los mismos, evitando así una endogamia literaria, me resulta altamente complicado. Sigo un limitado número de blogs. Mi tiempo libre dedicado a la lectura de blogs es breve, me ocupa una hora al día aproximadamente. Me dedico a otros muchos menesteres. Por lo tanto, es inevitable recurrir a mi reducido círculo de bloguero/as a sabiendas de que más de uno/a ya habrán recibido la misma distinción. Intentaré, sin embargo, no repetirme demasiado:

- Apócrifos y compulsivos, de Ragnar Lothbrok
- De aquí y de allí, de Paola Panzieri
- El mirador, de José Antonio López Rastoll
- Escritora mamá, de María Campra Peláez
- Las cosas de la caja, de Vichoff
- Más poesía, menos hipocresía, de Moon Om
- Mi pluma de cristal, de María Perlada
- Palabras Narradas, de Ricardo Zamorano Valverde
- Pequeños retazos del pensamiento, de Elda
- Relatos Antilógicos, de Santiago Estenas Novoa


jueves, 22 de octubre de 2015

Rebelde con causa



Alfredo era el empleado perfecto: puntual, disciplinado, sumiso, prudente, organizado y leal. Digamos, para abreviar, que era un perfeccionista. Pero de todas sus virtudes la única de la que no se sentía orgulloso era la sumisión. Le provocaba muchos más perjuicios que ventajas. No sabía decir que no ni siquiera a las propuestas más descabelladas de sus superiores. Quería cumplir a rajatabla los objetivos que, de una forma generalmente arbitraria, le fijaban. Cuando no lograba cumplirlos se sentía frustrado. Si, por el contrario, tenía éxito en sus propósitos, no recibía recompensa alguna, ni tan solo unas palabras de reconocimiento.

A pesar de todos estos inconvenientes, a Alfredo le agradaba su trabajo. Tenía una gran experiencia acumulada después de más de veinte años en la misma empresa. Últimamente, sin embargo, las cosas no marchaban bien. La crisis había afectado las ventas, los beneficios iban menguando y habían tenido que reducir la plantilla. “Para sobrevivir a esta crisis hay que optimizar los recursos”, era la consigna de la dirección general. Si no lograban superar ese bache, los primeros en caer serían los directivos. En este escenario, era lógico que los altos cargos presionaran a los empleados del modo en que lo hacían. La empresa tenía que producir más con menos personal y menores salarios.

Alfredo era un mando intermedio. Dirigía un pequeño grupo de empleados. Todos excepto uno eran mucho mayores que él. Rondaban los sesenta años. El más joven era Eduardo, con veintisiete, veinte años menos que Alfredo. Era la última incorporación a la empresa. En solo tres años había demostrado poseer dotes de liderazgo. Era un buen trabajador pero también un arribista, lo que se conoce coloquialmente como un “trepa”. En más de una ocasión, Alfredo tuvo que reprenderle por incitar a sus compañeros a rebelarse contra su autoridad. Como responsable del departamento, se encontraba entre dos bandos: la empresa que le pagaba un buen salario y el personal al que dirigía. Muchas veces debía dar unas órdenes que consideraba injustas. Cada vez eran más las ocasiones en que pensaba que sus subordinados tenían razón al exponer sus quejas, pero debía hacer cumplir el mandato de sus superiores. Él no podía rebelarse. Su puesto de trabajo estaba en juego. No tenía más remedio que aguantar el chaparrón.

Cuando llegaba a casa, abatido y desmotivado, su mujer, con la mejor de las intenciones, le espoleaba diciéndole que no permitiera que nadie le pisoteara. Debía hacer frente a cualquiera que intentara minar su autoridad y autoestima. Él valía mucho –le repetía- y no debía dejarse amilanar, ni por un superior ni por un subordinado.

A medida que el ambiente laboral se caldeaba a su alrededor, Alfredo fue, poco a poco, calentándose mentalmente. Su cerebro bullía cada vez que recibía una orden que consideraba inapropiada pues anticipaba las quejas airadas de sus subalternos. Éstos le reprochaban su falta de coraje para negarse a obedecerlas. “Un buen jefe debe ser como un paraguas. Debe proteger a sus empleados de las injusticias y amenazas laborales” –le increpaba Eduardo ante la aquiescencia del resto del grupo. Y Alfredo no sabía qué contestar. Intentaba persuadirles de que se trataba de una situación pasajera, que debían tener paciencia y que, por el bien de todos, debían acatar las órdenes de quienes aseguraban sus puestos de trabajo.

A finales del pasado mes de julio, a dos días del inicio de las vacaciones de verano, Alfredo fue llamado al despacho del director de Recursos Humanos. Olía mal, muy mal. Los últimos despidos se habían producido justo unos días antes de las vacaciones de Navidad y de Semana Santa, así que debía tratarse de eso. Alguien de su departamento se iría a la calle en menos de veinticuatro horas. De ser así, su equipo se reduciría a un nivel intolerable para la carga de trabajo que llevaban soportando desde hacía tiempo. Si habían decidido prescindir de alguno de sus empleados, en esta ocasión lucharía como un jabato en su defensa, aunque se tratara del incordio de Eduardo. Por muy molesto que resultara, era un trabajador muy válido.

La sorpresa que se llevó Alfredo fue mayúscula. El despedido era él. El motivo: no saber dirigir de forma eficiente a un pequeño grupo de fieles y esforzados trabajadores. Los resultados estaban muy claros: el rendimiento había disminuido notablemente los últimos meses. Le sustituiría Eduardo. Savia nueva. Tenía lo que a él le faltaba: iniciativa, empuje y dotes de líder. Y sacando cuentas, se ahorraban unas buenas decenas de miles de euros al año. “Optimizar recursos, ¿recuerda? Esta es la filosofía de la empresa, una filosofía que, al parecer, a usted se le ha olvidado” –fue lo que le espetó aquel individuo sentado al otro lado de la mesa, con cara de perro.

Más de veinte años dedicados a esa empresa que ahora le dejaba en la calle con una mísera indemnización. ¿Dónde estaba su arrojo? ¿Y su amor propio? A su mente le vinieron los consejos de su mujer pero se sentía incapaz de ponerlos en práctica. Ante los tribunales no podría ganar un litigio contra la empresa. Ésta usaría cualquier pretexto y nadie saldría en su defensa.

Al volver a su despacho, solo con ver la cara de satisfacción contenida de Eduardo y las de pena mal disimulada de sus hasta entonces colaboradores, supo que le habían traicionado. Aquel joven ambicioso y sin escrúpulos se había apoderado –vete tú a saber con qué artimañas- de su puesto y los demás habían secundado su pretensión. Pero aquello no podía quedar así. No se resignaría a permanecer con los brazos cruzados. Pero ¿qué podía hacer?

Le habían dado veinticuatro horas para que pusiera al corriente a su sucesor en el cargo y le traspasara toda la información necesaria para el buen funcionamiento del departamento. “Esperamos que demuestre su profesionalidad hasta el último momento y colabore en todo lo necesario para que el señor Moreno –Eduardo- pueda desempeñar perfectamente su trabajo sin dilación –le había manifestado el de la cara de perro.

Si tenía veinticuatro horas para “colaborar” con sus verdugos, bien podía emplear unos minutos para hablar con su  mujer. Se encerró en su despacho, atrancó la puerta con una silla y la llamó desde su móvil, no fuera que tuvieran intervenida la línea en la centralita. “Dales su merecido” –fueron las últimas palabras de ella antes de colgar.

Cuando volvió a abrir la puerta, todo su ex equipo le observaba desde sus puestos de trabajo. Eduardo le observaba de reojo desde la máquina de café. Nadie podía sospechar lo que Alfredo se disponía a hacer. Su mujer le había dado la idea al recordarle una de las anécdotas más sorprendentes que él le había contado de su infancia: la de la cristalera.

De niño, Alfredo había cometido un acto de rebeldía muy sonado. Era domingo de Ramos y habían venido a almorzar sus abuelos y sus tíos paternos y maternos. Toda la familia al completo. 

Después de la comida, cuando los mayores se hallaban en el salón tomando el café, Juan, el bruto de su hermano menor, chutó la pelota con la que jugaban con tan mala fortuna que la estrelló contra la cristalera del comedor. El vidrio sufrió un evidente y feo desperfecto --una grieta en forma de uve justo en el centro-, pero quedó de una pieza. No obstante, esa horrible fisura arruinaba por completo la magnífica vidriera modernista de la que tanto se enorgullecía su madre, y que tenía más de cien años, tantos como la casa donde vivían.

Cuando se presentaron todos en tropel para comprobar qué había provocado aquel estruendo, Juan señaló con mano acusadora a Alfredo. “Ha sido él, ha sido él” –repetía sin cesar. Y, ante la cara de asombro de éste, todos creyeron a Juan, el pequeño, el obediente. Por mucho que Alfredo desmintió al embustero de su hermano, por mucho que gritó defendiendo su inocencia, no hubo forma de convencer a sus padres de que él no había sido el autor de aquel atentado artístico. El castigo se adivinaba de gran calibre, tan grande como el mal genio que gastaba su padre, que era quien aplicaba los correctivos. Ante tamaña impotencia, la rabia inundó todo el cuerpo y la mente de Alfredo. Su reacción no se hizo esperar. Pensó que si le iban a castigar, que fuera por algo que hubiera hecho de verdad. Se encaminó hacia su cuarto, dejando con la palabra en la boca a su progenitor mientras enunciaba la cadena de castigos que le caerían encima. Al poco reapareció, rojo de ira, con un bate de beisbol en la mano, el que le había regalado su querido padre las últimas Navidades, y ni corto ni perezoso aporreó con él una y otra vez la hermosa vidriera que de herida pasó a peor vida quedando hecha añicos. “Ahora sí que me merezco el castigo” –fue todo lo que exclamó Alfredo antes de desaparecer, dejando a la concurrencia con la boca abierta.

Ahora Alfredo, más de treinta años después de aquel suceso, iba a darles a todos aquellos bastardos un escarmiento. Ya no le importaba las consecuencias. Poco más podía perder y mucho que ganar: su autoestima.

Su acto solo le llevó unas pocas horas. Su meticulosidad le fue de gran ayuda. Recorrió pasillos. Entró en todos los despachos donde solía reunirse con los responsables de otros departamentos. Accedió a los talleres y laboratorios en los que su presencia era habitual. Abría y cerraba armarios y archivadores ante la mirada impasible del personal que ignoraba lo acontecido. Lo único extraño era la fruición con la que parecía remover tal cantidad de papeles. Cuanto más material manipulaba más satisfecho se sentía. Parecía un niño jugando con sus nuevos juguetes. Cuando por fin se marchó para no volver, había dejado tras de sí un caos documental de tal magnitud que ni el listo de Eduardo podría resolverlo en varias semanas. Le había bastado con traspapelar, desordenar y esconder los suficientes documentos imprescindibles para la organización, planificación y contabilidad como para paralizar la empresa durante un tiempo. Pedidos archivados como mercancías servidas, facturas pendientes de cobro registradas como ingresos, procedimientos de trabajo guardados junto a los materiales publicitarios, certificados de calidad junto al inventario de productos en desarrollo. Nadie podría trabajar de forma eficaz y segura. Los números no cuadrarían y el desorden los devoraría. No tendrían más remedio que colgar el cartelito de “cerrado por inventario”. De lo contario sería la ruina.

Esta fue la segunda vez en su vida que Alfredo se rebeló ante una injusticia. En la primera muchos fueron los testigos; en ésta nadie podría atestiguar en su contra. Nadie le había visto hacer aquella “fechoría”, como algunos la calificaron después. No podría contar con unas buenas referencias a la hora de encontrar un nuevo empleo pero ya se las apañaría. Cambiaría de profesión. Hacía tiempo que se planteaba un cambio. Ahora lo tenía claro. Se dedicaría al coaching. Estaba de moda y daba mucho dinero. Experiencia no le faltaba.
 
Fotografía: James Dean, protagonista de la célebre película "Rebelde sin causa"
 
 

martes, 20 de octubre de 2015

Un premio


Hoy voy a hacer un breve paréntesis y dedicaré esta entrada a un hecho que calificaría de “especial”: mi estimada y admirada Julia C. Cambil (Palabras y Latidos) ha nominado este blog para el premio Parabatais justamente cuando acaba de contabilizar algo más de 20.000 visitas tras dos años de existencia, lo que no es mucho, francamente, habida cuenta de lo que abunda a mi alrededor. Así pues debo sentirme honrado y satisfecho que un blog tan modesto como el mío haya sido merecedor de un premio. Gracias, Julia.

Éste no es el primer premio que recibe uno de mis blogs, por lo que más de uno/a sabréis que para esto de los premios soy, digamos, también “muy especial”. No es que me dé reparo recibir una distinción de este tipo, al contrario. Lo que ocurre es que siempre he sido atípico en muchos aspectos y he rehuido la notoriedad, he preferido pasar desapercibido y en este mundo de los blogs la verdad es que no me prodigo mucho. Pero, claro, si abres un blog de relatos es con la intención de que te lean y que guste lo que escribes y esto conlleva una serie de deberes para con quien te sigue. Pero es que fuera del ámbito laboral soy un poco anárquico e intento no ceñirme a las reglas. Me incomodan las normas y el protocolo.

Una vez me definí como “rarito” cuando, amablemente, creo yo, decliné seguir con la cadena de nominaciones y contestar a una serie de preguntas, que es la norma que debe seguir quien recibe uno de estos premios. A mí estas cosas no me van, soy así, y por ello he obviado en alguna ocasión cumplir con la norma. Espero no haber ofendido a nadie.

Dicho esto a modo de presentación y justificación, voy a quebrantar mis “principios” y, además de mi agradecimiento a Julia por haber pensado en mí y en este blog, voy a resumiros mi perfil y el de “Retales de una vida”, saltándome, cómo no, el programa y dándole mi “toque personal”. Creo que lo importante no es la forma sino el fondo:

-Este blog lo crearon y diseñaron mis dos hijas como obsequio de mi 63 cumpleaños. Yo solo tuve que añadir mi perfil y empezar a escribir. Sabían de mi gusto por la escritura y llevaba algún tiempo escribiendo relatos breves que colgaba en facebook y que, por aquel entonces, tenían un tono claramente intimista. Eran relatos mezcla de ficción y realidad, basados en experiencias de mi infancia y adolescencia y alguna que otra reflexión existencial. De ahí que le bautizaran con el nombre “Retales de una vida” (la mía).

-Al cabo de un tiempo, sin embargo, e impulsado esta vez por mi mujer, que bien conoce mis “dotes” de imaginación, el contenido del blog viró hacia la pura ficción y fantasía, abarcando, si no todos, muchos géneros literarios, según iban fluyendo de mi cabeza.

-Al principio, las ideas (y los relatos) se me agolpaban y en más de una ocasión tuve que levantarme de la cama, a medianoche, para escribir lo que se me acababa de ocurrir, no fuera que el sueño reparador borrara las ideas. Ahora, en cambio, suelo publicar en este blog un relato a la semana. Debo decir que, al margen de que mi inspiración pueda estar sufriendo un enfriamiento momentáneo, también tengo otros dos blog a los que alimentar.

-Mis publicaciones están al alcance de quien tenga acceso a mi cuenta de facebook (uso mi nombre real) y de Google+, donde las comparto de forma pública.

-Más que bloguero (que lo soy por el mero hecho de tener un blog activo), me considero aspirante a escritor, aunque prefiero llamarme escribidor, pues el término escritor me va todavía un poco grande. Aunque he estado tentado por la novela, de momento me siento muy a gusto con los relatos. Asisto desde hace dos años a un taller de escritura creativa que se imparte en mi población y, de este modo, voy obteniendo el utillaje necesario para saber desenvolverme con cierta “dignidad” en el mundo de la escritura.

-Me apasiona la lectura. No podría vivir sin un libro que leer cada día. Leer es la mejor forma para aprender a escribir y es, a la vez, una fuente de inspiración.

-Escribo a partir de cualquier vivencia, idea, imagen, comentario, que recala en mi cerebro y este lo procesa y se las ingenia para darle un toque de suspense, humor, terror, romance, etc., etc.

-Tras la mutación de los “Retales de una vida” hacia el género libre de la ficción, creé otro blog, al que llamé Cuaderno de bitácora, que tomó el relevo de aquél en lo concerniente a las reflexiones y relatos más intimistas y reales. El tercer y último blog, lo creé para poderme expresar en mi lengua paterna (digo paterna y no materna porque mi madre era de Murcia), el catalán, como un modo de ahondar en mi bilingüismo.

Espero seguir contando con vuestra presencia y animo a todos los que visitan este blog a que dejen sus comentarios. Para mí, ésta sería la mejor forma de premiar mi esfuerzo y dedicación.

Y finalmente, quiero, a mi vez, nominar, por orden alfabético (uno es así de meticuloso), a los diez blogs de los que soy un asiduo seguidor, aun sospechando que algunos ya habrán recibido esta misma distinción con anterioridad:

-Absurdamente, de Pedro Fabelo
-Desde mi rama, de Pedro Pablo de Andrés
-Contigo en la distancia, de Elda Gallego
-Ese otro tiempo, de MariCarmen Fabre
-Las letras suicidas, de Campanilla Feroz
-Mari Carmen Azcona
-Palabras nómadas del viento, de Fanny Sinrima
-Relatos oscuros, de Federico Rivolta
-Rincón creativo de Edgar K. Yera
-Testamento de miércoles, de Nanny Ogg (Dolo Espinosa)


 

martes, 13 de octubre de 2015

El actor



Cuarenta años sobre los escenarios, más de cien películas en mi haber y hasta ahora no me habían concedido ni un maldito premio. Dinero y fama me sobran pero ¿quién puede preciarse de ser un gran actor sin un galardón en toda su carrera?

Me han dicho que en la próxima gala de los Premios Emmy me entregarán el de mejor actor por mi papel protagonista en Georgetown Nigthmare, una de las series de televisión de mayor éxito en Norteamérica. Más de diez años en pantalla en prime time, más de quinientos episodios y un share promedio superior al 20 por ciento. Todo un record. Me lo merezco, no cabe duda, pero a estas alturas, cuando mi médico me aconseja insistentemente que me retire, parece una broma de mal gusto. Si me retirara alegando problemas de salud el público creería que se trata de un premio honorífico por toda mi carrera, el típico premio de consolación para quien no ha recibido jamás uno, y no por mi brillante papel en esta serie.

Si alguien supiera lo que le preocupa al bueno del doctor McPherson estaría acabado. Me habla de un síndrome que cree que padezco desde que me impliqué en cuerpo y alma en esa serie. A veces pienso que es él quien no está del todo cuerdo. Debería confiar en su profesionalidad pero últimamente le veo muy alterado y temo que ese vejestorio peque de indiscreción. Por absurda que sea una calumnia, la gente tiende a creérsela siempre que afecta a los famosos. Ah, la envidia.

Reconozco que el papel que interpreto me ha afectado un poco. Me he identificado tanto con el personaje que a veces hasta hablo y gesticulo como él. Pero tiene su explicación. Nunca había interpretado un papel de tanta fuerza durante tanto tiempo. Es lógico que al cabo de más de una década algo se te acabe pegando de tu personaje. Así que no me preocupa demasiado. El único preocupado es mi buen doctor, al que por cierto he invitado hoy a cenar para comunicarle personalmente lo del premio, pues aun no se ha hecho público.

Son las ocho y todavía no ha llegado. Quedamos a las siete y media. Espero que no me dé plantón después del trabajo que me ha llevado prepararlo todo. No ha resultado fácil disponer de lo necesario para esta pequeña sorpresa. Tengo ganas de ver la cara que pondrá el flemático e impertérrito doctor McPherson cuando vea lo que he preparado en agradecimiento a sus desvelos.
 
 
-¿Inspector Gallaghan? Soy el doctor McPherson. Disculpe que le moleste de nuevo pero creo que hoy llevará a cabo lo que ha estado planeando desde hace tiempo. Temo que esta noche acabará conmigo.
-Tranquilícese, doctor. Una cosa es que padezca, según asegura usted, el síndrome de Béla Lugosi y se crea que es el descuartizador de Georgetown o como se llame esa dichosa serie de televisión, pero de ahí a que pueda actuar como tal en la vida real… ¿En qué se basa para creer que hoy pretende acabar con usted?

-Me han llamado de los estudios de televisión. Han desaparecido los utensilios que usa el personaje en la serie para asesinar y descuartizar a sus víctimas.
-Pero serán objetos simulados, no serán sierras y cuchillos de verdad, digo yo.
-Al principio así fue pero últimamente se empeñó en que tenían que ser auténticos, para dar más realismo a las escenas. Incluso amenazó con abandonar la serie si no se hacía como él quería. ¡¿No le digo que está perturbado?!
-Muy bien. De acuerdo. Voy a darle un voto de confianza. Iré con usted.
-Pero inspector, si ve que voy acompañado, le alertaremos y no sé cómo reaccionará. Podría acabar con los dos.
-No se preocupe doctor. No me verá. Mientras usted llama a la puerta principal, yo subiré por la escalera de incendios y me introduciré en su domicilio al abrigo de la noche. Además voy armado. Una vez su lunático actor le haya hecho pasar, intente distraerle mientras yo registro el apartamento en busca de cualquier cosa que le delate.
 
 
Tengo el cuerpo entumecido de estar tanto rato de pie mirando por la ventana. Como James Stewart en “La ventana indiscreta”. Pero por lo menos no tengo que estar en una silla de ruedas, jaja. ¡Qué grande Hitchcock! ¡Cuánto me hubiera gustado interpretar a Norman Bates en Psicosis!

Ahí está. Por fin ha llegado. Ese es su coche. Lo reconocería a un kilómetro de distancia. No sé cómo puede ir con ese trasto ni cómo todavía funciona. Debe tener tantos años como él. Pero… veo que no viene solo. ¡¿Cómo se atreve a traer a un desconocido?! ¿Quién será el intruso? ¡Pero si es el inútil de Gregory M. Hayes, el agente de Scotland Yard empecinado en darme caza! No le había reconocido sin su capa y su bombín. Mira cómo corre a esconderse. ¡Será iluso! No importa, tendré que adecuar mi plan a la nueva situación. Me llevará más tiempo despedazar dos cuerpos pero ya no hay vuelta atrás. The show must go on.
 
 
 

martes, 6 de octubre de 2015

Todo empezó y acabó en verano (2ª parte)


Aun la veo subiendo por las escaleras que daban al dormitorio, contoneándose como una modelo en la pasarela y a cada paso despojándose de alguna prenda, la pashmina de seda, el cinturón de piel, los zapatos de talón de aguja, lanzándolas indolentemente a lo largo del camino.

La voluptuosidad de sus movimientos al desnudarse me puso al borde del colapso emocional. No sé si sería por el efecto del alcohol o de la sobreexcitación que me embargaba pero sentía todo mi cuerpo arder y temblar a la vez. Su desnudez superó con creces mis expectativas. La rotundidad de sus formas, hasta entones mal disimuladas por su ceñida vestimenta, superaba lo que mis ojos habían vaticinado, Allí, sentado al borde de la cama, observaba embobado una escena que me recordaba a Siete semanas y media pero sin banda sonora. No puedo describir con palabras lo que siguió. Dos cuerpos en uno, agitándose y vibrando a la par en una danza lasciva y feroz hasta la extenuación, hasta que el último clímax mitigó nuestras urgencias, dando paso al sosiego y a la luz del día. Fue…. Sublime, quizá sería el término más apropiado.

Todavía tengo grabada la escena de mi marcha: su cuerpo desnudo, medio oculto por la sábana, mostrando la espalda tersa y dorada por el sol y una pierna asomando por un costado; el brazo izquierdo acomodando su mejilla derecha y dejando su hermoso perfil cubierto por el pelo enmarañado; los labios entreabiertos como pidiendo ser besados. Esa imagen era, en la penumbra envolvente, una  visión dulce y erótica a la vez. Le di un beso en la sien susurrando un “hasta luego”, emitió un leve gemido, y abandoné la casa con sigilo, esperando volver a verla, al cabo de unos días, en su despacho.

Al llegar a casa me acosté para liberarme de la resaca que todavía me aturdía. Dormí hasta el mediodía y al despertar mi primer pensamiento fue hacia ella, desando ya volver a verla. De repente caí en la cuenta. Según me había dicho la noche anterior, volvía esa misma mañana a Barcelona para reanudar sus quehaceres profesionales y, imbécil de mí, no tenía su dirección ni el número de teléfono de su oficina. ¿Cómo iba a verla sin saber su paradero? Quizá Joan sabría darme razón de ella y dónde podría encontrarla.

-¿Ágata? ¿Aquella morenaza despampanante de ojos verdes con la que te vi tan embelesado? –contestó Joan cuando le pregunté por ella, no sin un deje de desafecto-. Ni idea, pero si quieres puedo preguntárselo a nuestro anfitrión.

Al cabo de unos días –dejé pasar un tiempo que me pareció prudencial- me presenté en la dirección que Joan me había facilitado no sin antes advertirme que fuera con cuidado con aquella mala pécora. Tras preguntar por Ágata a la recepcionista de lo que resultó ser, para mi sorpresa, un bufete de abogados, ésta me hizo aguardar en una sala de espera. Si bien me extrañó esa circunstancia -¿qué podía hacer una agente literaria en una oficina de picapleitos?-, no pensaba en otra cosa que volver a verla. Al cabo de unos minutos apareció por la puerta, mucho más informal pero igualmente elegante, con un semblante turbado. Yo, que esperaba una expresión de alegría por la sorpresa del grato encuentro, me encontré ante una mujer que parecía querer asesinarme con la mirada.

-¿Se puede saber qué haces aquí? ¿Cómo conseguiste esta dirección? –me espetó sin apenas darme tiempo a saludarla.
-Yo, pues… venía a verte –contesté abrumado por sus inesperados modales.
-¿Para qué? ¿No me dirás que te creíste que era una agente literaria? –preguntó con sorna.
 
Y como viera que mi expresión confirmaba su sospecha, añadió:

-¿De verdad? No te creía tan ingenuo. Solo fue una forma de entrarte, vamos, de ligar. Siento haberte defraudado pero, si quieres, puedo darte la dirección de un par de agentes que…

Ya no oí nada más, mis oídos se negaron a seguir escuchándola. Di media vuelta y me marché de allí como huyendo del diablo. ¿Mala pécora? Joan se había quedado corto. Algo debió oler que yo no supe apreciar.

A Joan no le conté la verdad, por supuesto; temía que se burlara de mí y, aun peor, que aprovechara para tirarme los tejos.

Todavía sigo buscando quien se interese por mi novela y ya no frecuento mucho Palamós, así que he perdido la pista de Joan y, por supuesto, de Ágata. Pero al menos me queda el recuerdo de aquella experiencia apasionante y apasionada. En las noches de soledad, me recreo en la imagen de aquel cuerpo de ninfa que me dio tanto placer aunque solo fuera por unas horas. Acabo de empezar una nueva novela que titularé “Todo empezó y acabó en verano”. Supongo que adivináis en quien me inspiraré.

 
FIN
 
 

viernes, 2 de octubre de 2015

Todo empezó y acabó en verano (1ª parte)



Nunca le he contado a nadie mi frustrado inicio como escritor. Solo a ti, lector, porque no me conoces. Aun recuerdo aquel verano, aquella noche y aquella fiesta. Y a Ágata, por supuesto.

Asistí al evento gracias a Joan, mi vecino y amigo, que conocía mis flirteos con la literatura y que -entonces todavía no lo sabía-, estaba secretamente enamorado de mí. Me convenció porque, según me aseguró, asistirían personas que podrían dar un espaldarazo a mi incipiente carrera literaria. “Quizá sea tu noche de suerte, pues seguro que entre los invitados hay algún editor”, fue todo lo que me dijo. Y eso fue más que suficiente para que aceptara la invitación.

La velada la organizaba un famoso empresario, cuyo nombre omitiré por prudencia, y a la que solo invitaba a sus amigos -entre los que Joan se vanagloriaba de poderse contar-, solos o acompañados de sus respectivas parejas. Era la cena de despedida de las vacaciones de verano que se celebró, en aquella ocasión, el dos de septiembre, en su casa de Palamós.

Siempre recordaré la escena al descender por las escaleras que daban al jardín. Serían las ocho, ya había oscurecido y los cientos de farolillos que iluminaban el lugar le daban un ambiente mágico, realzado por una música cautivadora. Todos los invitados reunidos alrededor de la piscina iban vestidos de etiqueta, los hombres de esmoquin y las mujeres con vestido de noche, a cual más espectacular. Yo iba, en cambio, en plan casual aunque (yo era un “pijo” por aquel entonces) con ropa de marca. “No te preocupes, estás guapo te pongas lo que te pongas” –me había dicho Joan.

Era, con mucho, el más joven de los allí reunidos, lo cual me hizo sentir inseguro, no sé muy bien por qué. A los pocos minutos de llegar, Joan me dejó un momento solo, lo que aproveché para tomar una copa de cava de una bandeja que llevaba en alto un estirado camarero. Cuando tuve la copa en la mano y miré a mi alrededor, me sentí abandonado. No conocía a nadie, excepto a mi amigo y acompañante que no veía por ninguna parte. Mis ojos recorrieron docenas de caras esperando –algo absurdo- encontrar alguna conocida. Pero no fue así. Todo el mundo estaba enfrascado en sus charlas. Nadie me miraba, nadie me prestaba atención. Excepto ella. Desde un rincón del jardín una mujer morena me observaba como si hubiera descubierto un espécimen extraordinario para su colección de insectos. Solo que su mirada iba acompañada de una sonrisa que me cautivó de inmediato. Mis piernas, sin que yo les diera permiso, se pusieron en movimiento hacía aquella mujer que, sentada sola, me atraía como un imán.

Calculé que tendría unos cuarenta y pocos. Aunque yo tenía por entonces veinticinco, me vino a la cabeza la película “El Graduado”, yo interpretando a Benjamin Braddock y ella a la señora Robinson. ¡Qué estupidez! Tal era el influjo que ejercía aquella mujer de ojos verdes sobre mí, un amante todavía inexperto a pesar de mi edad. Pero el motivo de este relato no es contar mi desafortunada y pobre vida amatoria sino mis peripecias como escritor novel.

Cuando estuve frente a ella, me tendió la mano presentándose con un simple “hola, soy Ágata, ¿y tú?” No sé qué fue lo que más me sedujo, si su voz aterciopelada, su boca sensual o sus ojos claros y rasgados que sonreían más que sus labios. Al poco de haberme sentado a su lado me alegré de haber aceptado la proposición de Joan. No sabía qué me depararía aquella noche pero solo por haberla conocido ya había valido la pena. No me explicaba cómo una belleza como aquélla pudiera estar sola. Y eso fue lo que le pregunté justo después de haberle dicho mi nombre.

-Si lo que quieres saber es si tengo pareja, no, no tengo –me contestó con una sonrisa seductora.

En pocos minutos intuí que Ágata iba a ser muy importante en mi vida. Mi atracción por ella iba más allá de lo que nunca había sentido hasta entonces por una mujer en una primera cita.

Me sentía flotar. Me parecía estar soñando. La vista era maravillosa, el intenso olor que despedían los jazmines –todavía en flor en esa época del año- inundaba todo el espacio. La brisa marina balanceaba sus largos cabellos ondulados y, entre sorbo y sorbo, me miraba y me hacía mil preguntas. Cuando le dije que escribía, que tenía una novela esperando a que alguien se interesara por ella, abrió mucho los ojos en clara señal de sorpresa.

-Yo soy agente literaria –afirmó con una expresión de orgullo –pero ya hablaremos de esto en otro momento, ahora disfrutemos de la noche, no quiero hablar de trabajo.

De qué hablamos ya no me acuerdo. Solo recuerdo lo que sentí junto a ella. Recuerdo la imagen de sus interminables piernas, que cruzaba y descruzaba con estudiada sensualidad y que dejaba al descubierto desde lo más alto de sus bronceados muslos.  En su mano derecha sostenía un cigarrillo que apuraba con deleite casi sexual y en la derecha un vaso de Whisky. Cada vez que se inclinaba para dejar el vaso sobre la pequeña mesa rinconera que nos separaba, su generoso escote dejaba ver unos espléndidos senos libres de contención y en cada ocasión me dirigía una pícara sonrisa mientras yo me apresuraba a desviar la mirada de aquella sugerente y profunda abertura para no ser sorprendido en falta. La provocación era para mí tan patente que me sentí como un adolescente antes de su primer lance amoroso. No pude evitar imaginarme desnudando ese cuerpo tan voluptuoso y haciendo el amor como dos posesos. Desde ese instante se me agolpan aun más los recuerdos.

Recuerdo su perfume. Recuerdo su aliento cuando me hablaba mirándome a los ojos mientras bailábamos. Recuerdo sus dedos acariciando mi nuca. Pero su mirada de deseo fue lo que acabó por disparar mi libido. Y también recuerdo el gesto torcido y la mirada dolida de Joan cuando nos descubrió bailando. Yo solo quería que la velada no terminara y acabar en brazos de la mujer más bella que jamás se había cruzado en mi vida.

Todos mis sentidos estaban a flor de piel. El olor que despedía los variados y originales manjares que nos sirvieron, el colorido del entorno, la suave música envolvente bañada por el sonido del oleaje, incluso las risas apagadas de los comensales, todo me resultaba enormemente placentero. Y ello se debía a su presencia.

No sé cómo se las apañó para sentarse frente a mí en una de las largas mesas distribuidas por el amplio comedor que daba al jardín. La mirada furibunda de Joan, sentado a un extremo, me taladraba, aunque su forzada sonrisa, cada vez que le miraba, simulaba ser complaciente. El sabor de las delicadezas culinarias que paladeaba a cada bocado era sazonado con la traviesa mirada de Ágata. Parecía que estuviéramos compartiendo algo más que un lugar en la mesa. Parecía que comía de sus labios. Hasta la forma de llevarse el tenedor a la boca resultaba excitante. ¿Qué tenía aquella mujer que me hacía sentir tan vulnerable a sus encantos?

Cuando la cena hubo terminado y nos disponíamos a salir de nuevo al jardín pensé que había llegado el gran momento. Deseé con todas mis fuerzas que aquella relación recién estrenada se convirtiera en algo sólido y duradero. Sentía que la amaba. ¿Me habría vuelto loco? Acababa de conocer a una mujer que me superaba en edad más de quince años, de la que no sabía nada, y pretendía amarla? En todo caso me había enamorado, siempre he sido un enamoradizo, pero no debía hacerme ilusiones de mantener con ella una relación más allá de un escarceo amoroso de una noche de verano. Lo que sucediera a partir de aquel momento lo dejaba en manos del azar. No tomaría la iniciativa, no quería malinterpretar unas señales probablemente equívocas que luego me hicieran sentir ridículo. 

Joan, mi vecino y ya menos amigo desde entonces, nos vio partir cuando casi clareaba. “¿Tomamos la última copa en mi chalet?” -me había dicho Ágata. Pero su “chalet” resultó ser una mansión casi tan grande como la de nuestro anfitrión. “El trabajo de agente literaria le debe reportar mucho dinero”, pensé con solo atravesar la cancela. Y entonces caí en la cuenta de que aquella relación, de progresar, podía depararme beneficios no solo sentimentales sino también profesionales. Pero de inmediato me sentí culpable por ser tan materialista en tales circunstancias y decidí aparcar mis ilusiones literarias por un momento y centrar por completo todos mis sentidos a lo que me había llevado hasta allí: vivir una noche de pasión desenfrenada.