jueves, 29 de octubre de 2020

La mosca

 

Siempre me han disgustado los insectos, de todas las familias, géneros y especies, pero lo que menos soporto es la presencia de moscas en casa, algo casi inevitable en verano. Cuando menos te lo esperas, zas, entran por un resquicio de una ventana o por la puerta que da al jardín, salvando cualquier escollo, ya sean plantas repelentes de insectos, cortinas disuasorias o incluso mosquiteras que pretenden hacer de cortafuegos. Da igual, en cuanto llega el calorcillo se nos cuela en casa algún ejemplar de mosca, por no hablar de sus congéneres los mosquitos chupasangre.

Pero con un poco, o mucha paciencia, siempre hemos acabado con esos intrusos, a base de tortazos con la pala matamoscas o, cuando no hay otro remedio, con un buen chorro de insecticida, y que el medio ambiente me perdone.

Generalmente era mi mujer la que se encargaba de la exterminación de todos esos okupas. Le dejaba a ella ese menester porque se le daba muy bien. Y le encantaba, sea dicho de paso. Lo hacía con tanta enjundia que casi me daba miedo mirarla a la cara en pleno trance. Parecía una psicópata asesina.

Como habréis adivinado, si hablo en pasado es porque mi mujer ya no vive conmigo. Me dejó hace cosa de un año. Y todo por culpa de una mosca cojonera, como ella la llamaba.

Resultó que no había forma de matarla. Era muy lista. Estaba por todas partes. Tenía el don de la ubicuidad. Pero, en realidad, no molestaba. Se quedaba quieta sobre cualquier superficie, ya fuera una lámpara, un cuadro, el televisor o cualquier otro mueble de la casa. Inmóvil, como si desde su puesto de observación nos vigilara. Mi mujer se volvió histérica ante la imposibilidad de acabar con ella, bien aplastándola, bien echándola mediante toda clase de aspavientos blandiendo un trapo de cocina u otro objeto que tuviera a mano.

El caso es que, al cabo de unos días, le pedí que abandonara el intento y que la dejara tranquila, que ya se iría cuando quisiera o se cansara de nosotros. Pero no fue así y acabó convirtiéndose en un miembro más de la familia. Hasta el perro se acabó acostumbrando a su presencia y dejó de dar bocados al aire cuando la veía volar. Para mí acabó siendo otra mascota, pero con la ventaja de que no teníamos que cuidarla, se cuidaba sola.

Desde que la dejamos tranquila, me seguía a todas partes. Debió verme como su protector. Cuando me sentaba ante el ordenador, se quedaba junto a mí, posada sobre el marco de la pantalla o bien a una distancia prudencial, pero siempre alerta. Acabé creyendo que su presencia tenía un motivo providencial y no tardé mucho en darme cuenta de cuál era. Y es que desde que apareció en mi vida, mis ideas brotaban con una facilidad pasmosa, rebosaba inspiración y nunca había sentido tantas ganas de escribir. La novela que tenía encallada desde hacía meses, la completé en tres semanas. Increíble pero cierto.

Cuando se lo confesé a mi mujer, me tomó por loco. Nuestras discusiones por culpa de “mi mosca” —así fue como acabó refiriéndose a mi musa díptera— se hicieron cada vez más frecuentes y violentas, hasta que decidió marcharse a casa de su madre. Y encima se llevó con ella al perro. Así pues, como nuestros dos hijos ya hace tiempo que se independizaron, me he quedado completamente solo en casa. Bueno, solo no, con mi mosca. Y es que, ahora más que nunca, me hace mucha compañía. Solo tengo que llamarla y acude veloz a mi lado. Cuando veo la televisión, se posa en mi hombro o en el reposabrazos de mi sillón, y cuando me acuesto en la cama matrimonial lo hace sobre la otra almohada. Somos una pareja feliz. Cuando se lo conté —no sin cierto reparo— a mi mujer, me amenazó con declararme mentalmente incapacitado si seguía con esa historia.

 

Mi novela se publicó y, según mi editor, promete ser todo un éxito. Reservé un ejemplar para dedicárselo a mi mujer. Así vería mi buena disposición y el resultado de tanto sacrificio. Furioso como estaba cuando me dejó, no la mencioné en el apartado que suele utilizarse para las dedicatorias. Solo puse “A mi musa, que me ha acompañado en todo momento a lo largo de esta aventura”. Y, claro, sabría que no me refería a ella. Eso podría soliviantarla todavía más y no deseaba más disputas sino la reconciliación. Tenía que pensar, pues, en una dedicatoria apropiada para doblegar su animadversión hacia mí y mi mosca.

El día del lanzamiento oficial del libro acabé agotado. Demasiadas emociones. El brindis, los beneplácitos, la firma de ejemplares, para terminar con una cena con un reducido grupo de críticos invitados por la Editorial —supongo que los tienen en nómina.

Al llegar a casa, de noche, vino a saludarme mi amiga voladora. Como no estaba para cháchara, me fui directamente a la cama con un ejemplar de mi novela en la mano. Lo abrí por la página donde quería escribir mi dedicatoria personal, pero no se me ocurría nada mínimamente imaginativo y romántico. Se me cerraban los ojos y tenía la cabeza cada vez más turbia. Me había pasado con el Cava. Aun así, hice un esfuerzo y logré escribir: “Para mi querida Isabel, por haber tenido que soportar mis ausencias físicas y mentales a lo largo de la creación de esta obra”. No era precisamente una dedicatoria romántica ni original, pero fue todo lo que se me ocurrió en mi estado de semiinconsciencia. Una vez cumplido mi propósito, cerré el libro, lo lancé sobre la cama y, rendido, apagué la luz.

A la mañana siguiente, cuando fui a la cocina para desayunar, me sorprendió no encontrar a mi querida mosca revoloteando por la cocina o bien posada sobre la mesa, esperando a que sirviera, como cada mañana, las tostadas con mantequilla y mermelada de naranja que tanto le gustan. La busqué por todas partes. Ni rastro de ella. Se había esfumado. Intenté hacer memoria de dónde la había visto por última vez. En el dormitorio, ayer por la noche, recordé. De pronto, me invadió un sobresalto. Un terrible mal presagio me dominó de tal modo que me dirigí corriendo hacia allí ¡No, no, no, por favor, no!, no dejaba de repetir.

En mi cama, todavía revuelta, yacía el ejemplar del libro. Lo tomé con manos temblorosas. Un grito de horror brotó de mis entrañas. ¡No podía ser! Mi mosca yacía espachurrada sobre la colcha. Debí aplastarla al lanzar el libro sin reparar en ella. La pillaría desprevenida; últimamente había engordado mucho, se había vuelto lenta y descuidada. Y eso, en un insecto, se paga caro. ¡Pobre mosca! ¿Qué sería de mí?

A pesar de todo, le envié a mi mujer el libro dedicado. Al poco recibí un mensaje por WhatsApp: “Muy bonita la dedicatoria, pero ¿qué es ese asqueroso manchón negro que hay en la portada? Podrías, al menos, haber tenido el detalle de enviarme un ejemplar inmaculado, ¿no? Por cierto, ¿sigue en casa aquella mosca?” No le contesté. No me sentía con fuerzas para contarle lo ocurrido. Conociéndola, se habría reído y dicho algo así como «¡pobre mosquita muerta!»

Desde ese luctuoso acontecimiento no levantaba cabeza. Caí en un estado depresivo y de una pasividad creativa sin precedentes. Debía buscar una solución sin demora. ¿No dicen que un clavo saca otro clavo? Resultaba mezquino, pero quizá debía ponerlo en práctica. Encontrar una sustituta. A tal fin decidí dejar la puerta del jardín permanentemente abierta. Quizá volvería a repetirse el prodigio. Pero lo único que conseguí fue vivir rodeado de bichos de todo tipo y calaña que no dejaban de importunarme. Mi cuerpo se llenó de picaduras, ronchas e hinchazones. No dejaba de tomar antihistamínicos, que solo me producían más y más somnolencia.

Tuve que acabar adoptando una decisión drástica y pragmática: fumigar toda la casa. Ya no habría más puertas ni ventanas abiertas. Decidí olvidar todo ese increíble episodio y concentrarme única y exclusivamente en la escritura siguiendo el consejo de mi editor: “Escribe, escribe y escribe. Cada día, a todas horas. Algo bueno acabará saliendo. Debes confiar en ti”. Pero, por mucho que me esforzaba, no lograba escribir nada decente.

Por si fuera poco, unos días más tarde hallé una araña en una esquina del salón. Debió colarse sin que me diera cuenta. Iba a liquidarla cuando recordé que días atrás había leído que existe la creencia de que las arañas dan buena suerte y que, por ello, no hay que matarlas. No sé cuánto tiempo debía haber estado el animalillo en ese rincón, pero ya había tejido una pequeña red, desde la cual me observaba atentamente con sus cuatro pares de ojos. Me miraba y tejía a la vez. Muy hacendosa ella. Me cayó bien. Quizá también tenga el don de inspirarme, pensé, esperanzado.

Como, lógicamente, no podía seguirme a todas partes, decidí trasladar mi lugar de trabajo al salón. Tras dos días y sus noches ante el teclado no se me ocurría absolutamente nada. Quizá mi nueva inquilina necesitaba aclimatarse y tomarme confianza. Pero lo único que noté en ese tiempo fue que el tamaño de la telaraña había aumentado considerablemente. ¿Y si solo es una vulgar araña? Debería tener a mano, por si acaso, una escoba y el insecticida, me dije.

Consulté la Wikipedia y se trataba, por su morfología y tamaño, de una hembra de la especie Araneus diadematus, conocida también como araña de jardín o araña de la cruz. Es una especie bastante inofensiva, no suele picar a menos que se sienta acorralada y, aun así, su picadura, aunque molesta, es inocua. Menos mal, pensé.

Pero con lo que yo no contaba es que, la muy pícara, había copulado antes de buscar refugio en mi salón, pues me percaté, de pronto, que había tejido un capullo, que protegía celosamente y del que emergerían en breve vete tú a saber cuántas arañitas tocapelotas. Muy a mi pesar, no tuve más remedio que echar mano de mis armas mortíferas. Y si eso me traía mala suerte, pues que así fuera. Peor ya no me podía ir. ¡Qué ingenuo fui! Creer que podía repetirse el prodigio…

 

A falta de mi mosca viva, enmarqué una de las fotos que le hice cuando todavía gozaba de buena salud. Podría ser un buen sucedáneo, mi amuleto de la suerte, pensé. Y si algún día venía a verme mi mujer, solo tenía que esconderla y ya está. Pero han pasado ya tres meses y las ideas siguen sin fluir. ¡Cuánto echo de menos a mi mosca! Y también me pregunto si hice mal cargándome a aquella pobre araña y a toda su prole. Quizá sí que, a la larga, me habría traído suerte. Estoy hecho un lío. No sé qué hacer ni a quién recurrir. No sé…, quizá podría escribir una historia sobre todo lo que me ha ocurrido. ¡Qué gran idea!  Siempre me ha fascinado el género fantástico. Nadie tiene que saber que está basada en hechos reales. Y si llega a publicarse, espero que mi mujer sepa mantener la boca cerrada.

 

jueves, 15 de octubre de 2020

Mambrú se fue a la guerra

 


Su padre siempre quiso que siguiera su oficio de alfarero. «Los artesanos no se hacen ricos, pero son gente respetada y siempre tendrás un plato en la mesa», le repetía. El pequeño Humam, quería, en cambio, ser soldado.

—Pero, ¿por qué quieres ser soldado, hijo?

—¿Acaso mi nombre no significa “el valeroso”, padre?

—Sí, hijo, pero se puede ser valeroso de muchas formas, sin necesidad de empuñar un arma. Las armas solo traen dolor y muerte, recuérdalo siempre.

 

Ahora, diez años después, Humam recuerda, como si fuera ayer, esas palabras que pronunció su difunto padre cuando él todavía no había llegado a la adolescencia.

La noche es muy fría, está aterido y acurrucado en un rincón de un edificio medio derruido que huele a heces, orina y sudor. A lo lejos se oye el estruendo de las bombas. Por las rendijas de las contraventanas no se ve ni un alma. O todos han abandonado la ciudad o están, como él, agazapados en algún escondrijo invisible a ojos del enemigo.

Para mitigar el miedo y la soledad se pone a tararear aquella cancioncilla popular que tantas veces había cantado de niño y por la cual sus compañeros de escuela le habían puesto el apodo de Mambrú: «Mambrú se fue a la guerra, qué dolor, qué dolor qué pena…» Y ahí se detiene. Ya no le resulta tan grata esa canción que tiene un final tan triste. Él no quiere acabar como su protagonista.

¿Volveré algún día a casa o acabaré como Mambrú?, se pregunta.

Las pilas de su destartalada linterna flaquean arrojando una luz débil e intermitente sobre el ajado calendario, en el que ha ido tachando, uno a uno, los días de cautiverio, pues se siente cautivo por esa guerra indeseada e indeseable a la que le han forzado a participar. Ahora reniega de su deseo infantil.

Lleva seis meses en ese infierno y solo le falta una semana para cumplir los veintiún años. No tuvo ocasión de pedir la mano de Amina, cuyo nombre hace justicia a su forma de ser. Significa mujer calmada, leal, sincera y fiel, en la que se puede confiar. Seguro que le estará esperando, tal como le prometió la última vez que se vieron, él de uniforme y ella secándose las lágrimas. Todavía la recuerda de pie, diciéndole adiós con la mano y haciéndose cada vez más pequeña a sus ojos, mientras el camión se alejaba hacia la línea de fuego, dejando atrás una estela de polvo.

 A Humam, el frío y el cansancio le producen una somnolencia que le hace dar cabezadas. Tiene que dormir, no soportará otra noche en vela. Está solo y en cualquier momento puede aparecer un soldado enemigo y acabar con él y con todos sus sueños. Cierra los ojos intentando descansar y dejarse llevar por la ensoñación, que es el único recurso que tiene para no desesperar.

 

—¿Cómo te llamas? —le preguntó aquella chiquilla a la que solo conocía de vista, pero de la que se prendó desde el primer día que la vio llenando una jarra de agua en la fuente de la plaza donde él vivía.

—Mi nombre es Humam —le contestó, azorado, pues nunca una niña le había dirigido la palabra—. Y tú, ¿cómo te llamas?

—Me llamo Amina. ¿A que es bonito? Significa…

—Mujer bella de ojos claros —se adelantó el chico, sonriendo tímidamente y haciendo alarde de una osadía que no sentía.

—Pero ¿qué dices? No significa esto, significa que soy, hum… ¿cómo te lo diría?, una chica buena y formal, que se puede confiar en mí. Leal, ¡esa es la palabra! Mi padre dice que me pusieron ese nombre porque el nombre hace que una persona se convierta en lo que significa. Y el tuyo ¿Qué significado tiene?

—Humam quiere decir valeroso.

—¡Qué bien!, así, de mayor serás un hombre muy valiente. Yo quiero casarme con un guerrero fuerte y valeroso —le dijo la niña mientras se alejaba con la jarra apoyada en una de sus caderas, perdiendo agua a cada paso. Y así, siguiendo el rastro húmedo que Amina fue dejando en el suelo arenoso de aquel barrio de Alepo, supo donde vivía esa hermosura de tez morena y ojos claros.

 

El eco de una ametralladora devuelve a Humam a la realidad. Mira a través de la grieta de la pared que hace tan solo dos días un obús ha dejado, como cicatriz incurable. Huele a pólvora y la noche sigue siendo negra y fría. Calcula que los disparos se producen, por lo menos, a un kilómetro de distancia.

«¿Dónde estará mi destacamento?, se pregunta angustiado. Hace días que no sé nada de él. ¿Por qué se fueron sin avisarme? Me dejaron de guardia y me dormí. Debieron tener que marcharse rápida y sigilosamente y no repararon en mí o bien no tuvieron reparos en abandonarme por haber sido tan negligente. Por lo menos tengo un arma, aunque con escasa munición. Si los soldados del ejército rebelde llegaran a descubrirme sería mejor entregarme que luchar. Mientras tanto, sobrevivo milagrosamente al hambre y la sed sin salir de este agujero, como una rata asustada. No puedo engañarme, nunca he sido valiente, mi única heroicidad fue vencer mi terrible timidez para declararme a Amina. Su solo recuerdo llena mis horas de soledad y me anima a sobrevivir. Su fotografía dedicada que llevo en el bolsillo es como un bálsamo que me ayuda a superar estos momentos de angustia.  Sueño que regreso con vida y que me recibe con los brazos abiertos, llorando de alegría porque, por fin, seremos felices convertidos en marido y mujer, como nos prometimos antes de separarnos».

 

Cuando Amina cumplió la edad de ser entregada en matrimonio, su padre convino la boda con un tal Mahdi, que significa “el salvador”. Y, en efecto, casarse con ese hombre, veinte años mayor que ella, significaba la salvación de su familia, que estaba en la bancarrota. Los negocios del padre de Amina se fueron al traste. Con la guerra a las puertas. ¿quién quería comprar ropa, alfombras, cortinas y todo tipo de baratijas? Los campesinos, en cambio, se estaban enriqueciendo. La fruta y las verduras se habían convertido en un bien escaso. Los precios habían subido exageradamente, la gente no tenía más remedio que pagar lo que se les pedía. Solo los ricos podían permitirse el lujo de comer carne. Y Mahdi, no se sabía cómo, tenía ese privilegio. Nadaba en la abundancia. Nadie se atrevía a preguntar de dónde salía todo ese dinero que gastaba a espuertas, como ostentación ante su futura familia.

Cuando Humam se enteró, se quería morir. Todavía era aprendiz de alfarero en el taller de su padre y nunca podría aspirar a ser tan rico como aquel viejo. Amina, por su parte, no sabía el modo de impedirlo. Su madre hacía oídos sordos a sus súplicas y su padre le habría dado una paliza al mostrarse reacia a aceptar su mandato. La entregaría a un hombre desconocido, un viejo para ella, y que, con toda seguridad, la trataría como a una esclava. Amina llegó a rogarle a Humam que se la llevara lejos de Alepo, aunque tuvieran que vivir de la mendicidad, corriendo el riesgo de ser juzgados y castigados por haber faltado al dictado de las leyes, cuyo primer precepto es respetar a los progenitores.

 

        «Ojalá lo hubiera hecho. Ahora seguramente no estaría aquí, no me habrían arrastrado a esta guerra que no siento mía. Viviríamos muy lejos de este infierno que solo depara sufrimiento y muerte».

«Esta noche procuraré dormir, porque de seguir así, ni siquiera seré capaz de levantarme y andar cuando me tomen preso».

«O mis oídos me engañan o los disparos suenan cada vez más cercanos. Tengo que tomar una determinación por arriesgada que sea. No puedo seguir así, sin comida ni agua. Si no ha sido destruida por el último bombardeo, había una fuente junto a la vieja escuela. Comida, en cambio, no podré obtener si no logro llegar hasta donde estén las tropas, aunque sean las enemigas. Si es necesario, me entregaré, cambiaré de bando, a cambio de cobijo y alimentos. Cuando amanezca, saldré de aquí, a esas horas nunca se producen escaramuzas».

 

Entre el silencio y la oscuridad de una noche sin luna, a Humam le parece oír un silbido que va repitiendo el mismo estribillo una y otra vez. Poco a poco, se hace más perceptible, hasta que despierta al joven de su duermevela. Presta atención. Reconoce esa canción. «Mambrú se fue a la guerra, qué dolor, qué dolor qué pena», repite la melodía. ¿Quién puede ser? ¿Será casual? A fin de cuentas, es una canción muy antigua y tradicional, muchos la conocen. Pero a qué viene silbarla ahora, de noche, y aquí, en un lugar como este. ¿Y si es un compañero que le conoce y sabe que se ha escondido allí sin atreverse a salir? Quizá sea una llamada de alguien que quiere identificarse como amigo.

Humam se yergue y saca la cabeza hasta la nariz por el hueco de lo que queda de una ventana. Usa sus prismáticos de visión nocturna y los enfoca hacia donde cree que está el silbador. Ve un casco que se mueve. Es él, sin duda. Le devuelve el silbido de la cancioncilla. Ahora parecen dos aves nocturnas tratando de comunicarse y paliar así su desamparo y soledad. Pero ese soldado le conoce, sabe que es Mambrú y de ahí que silbe esa canción de su infancia. Ahora que ya se han identificado, su nuevo vecino le hace señales con una linterna. Por fortuna, Humam sabe leer morse. Entiende que le pide que vaya a su encuentro, que se halla malherido y casi no puede caminar. Pero dispone de agua y unos pocos víveres. Le dice que al día siguiente llegarán tropas de refuerzo. Humam le pregunta quién es. El desconocido se identifica como Marwan Eljal. ¡Marwan!, su mejor amigo de la escuela. ¡Qué sorpresa tan agradable! ¿Cómo y cuándo habrá llegado hasta allí?

Marwan fue quién le enseñó a usar el tirachinas y a pescar. Aún recuerda sus escapadas para avistar aves nocturnas y las correrías por las que Humam fue castigado por su madre en más de una ocasión. Fue él quien le bautizó como Mambrú para mofarse y que acabó siendo su apodo para siempre entre sus compañeros. No había sabido nada de él desde que se separaron al ser enrolados por el ejército gubernamental. Si todo iba bien regresarían juntos sanos y salvos.

Tras asegurarse de que la calle está desierta y que no se oyen disparos ni explosiones, Humam sale de su escondrijo. Antes de llegar al edificio en ruinas donde está su amigo, se oye un disparo. No se sabe de dónde ha salido el francotirador. Los debía de haber oído silbar y estaba esperando la ocasión. Humam cae tendido de espaldas sobre un montón de cascotes. Sangra abundantemente. Entre las sombras aparece un soldado, pero no es de los suyos. Es del ejército rebelde. Se acerca, se pone de cuclillas junto a él y se quita el casco, que deja en el suelo. Acerca su cara a la de Humam y parece que esboza una sonrisa irónica. Es Marwan. Si no fuera por esa sonrisa, parecería que siente la muerte de su antiguo amigo, pues menea la cabeza de derecha a izquierda, negando la evidencia. «¡Quién lo iba a decir!», parece dar a entender.

—¿Por qué no te pasaste al bando rebelde, Mambrú? ¿Ves lo que he tenido que hacer? Llevaba días acechándote. El viejo Mahdi murió en un bombardeo de la casa donde tenía su negocio. Ahora el camino ha quedado despejado. Cuando vuelva, le presentaré mis respetos a los padres de Amina y les pediré su mano. Ahora mi familia tiene mucho dinero. La guerra ha sido su mejor aliado. La suya está en la ruina, pues todo lo que poseía aquel viejo asqueroso desapareció pasto de las llamas. Ahora es mi turno. Siempre estuve enamorado de esa preciosidad de tez morena y ojos claros, como tú la llamabas. Lo siento, amigo. —Añadió algo más, pero fue enmudecido por una gran explosión.

Humam, o Mambrú, qué más da, antes de perder la consciencia esboza una sonrisa de pena y de satisfacción a la vez; pena al comprender que no volverá a ver a Amina, y satisfacción al ver cómo desde lo más alto caen sobre ellos grandes bloques de piedra que los sepultará para siempre.


martes, 6 de octubre de 2020

Cuestión de principios

 


Veinte años de servicio y un historial impecable. No habría llegado a comisario de no haber demostrado mi valía. Desde que entré en el cuerpo de policía quise formar parte del departamento de homicidios. Enseguida vieron que tenía un ojo clínico para desenmascarar al más escrupuloso de los asesinos. Mario, mi compañero de fatigas durante todos esos años, me decía, con sorna, que, de haber vivido en el Londres de 1888, sin duda habría descubierto la identidad de Jack el destripador. Pobre Mario. También prometía, y mucho. Habría llegado muy lejos de no haber sido por aquel inesperado y desgraciado incidente. Gajes del oficio. Es lo malo de meterse en asuntos turbios sin la debida preparación y sin nadie que te cubra las espaldas. Quería hacer méritos muy deprisa y eso le hizo demasiado intrépido y negligente. Ante los psicópatas, toda precaución es poca, pues son astutos e inteligentes. Por mucho que se lo repetí, no hubo forma de que me hiciera caso.

Mario y yo nos disputábamos el honor de ser el policía con más casos resueltos. Pero siempre le ganaba por goleada y creo que eso espoleó su ego y lo llevó a sentir una evidente antipatía hacia mí. De colega amistoso se convirtió en mi peor enemigo. Se convirtió en mi sombra, siempre buscando un fallo o desliz con el que pudiera desprestigiarme.

No dejo de pensar en él. Su muerte fue un daño colateral que nadie pudo evitar. No sabía a lo que se enfrentaba. Pisó el acelerador demasiado a fondo y no pudo frenar a tiempo. El hecho de actuar solo lo llevó a la tumba y a mí me dejó con un sentimiento de culpabilidad que los años me han ayudado a superar.

Su envidia por mis logros se disparó cuando empecé a gozar de la admiración de todo el departamento. Había resuelto uno de los casos más complicados a los que habíamos tenido que hacer frente. En una semana se habían cometido cuatro asesinatos. Cuatro prostitutas habían aparecido degolladas en unos descampados cercanos a la carretera donde ofrecían sus servicios. El modus operandi era el mismo: un corte en el cuello producido por un cuchillo de filo serrado y una carta del Tarot junto al cadáver, la carta de la Muerte. No había duda de que se trataba del mismo autor. El comisario de entonces me había encargado el caso, solo yo podía resolverlo, me dijo. Mi estimado predecesor confiaba mucho en mis cualidades de sabueso. De él aprendí mucho, prácticamente todo lo que sé sobre mentes criminales.

El caso es que a los pocos días de iniciar la investigación di con el asesino. Mario lo achacó a un golpe de suerte, pero fue en realidad mi astucia lo que me llevó al éxito. Mario no supo digerirlo.

El asesino resultó ser un alcohólico, un sintecho que había ido entrando y saliendo de varios centros de rehabilitación que solo consiguieron convertirlo en un sociópata. Su cerebro estaba tan trastornado que ni tan solo fue capaz de explicar por qué tenía en su poder el cuchillo del crimen, con sus huellas, y cuatro barajas del Tarot, a las que le faltaba la carta de la Muerte.

Aquello me valió mi primer ascenso. Me nombraron inspector jefe.

Pero ahí no acabaron mis hazañas. El siguiente caso fue todavía más llamativo. En esa ocasión, los asesinados eran tres indigentes como el que había acabado con la vida de aquellas cuatro mujeres de la calle. Habían sido quemados vivos mientras dormían arrebujados entre cartones. Los habían rociado con gasolina y prendido fuego. Mario se apresuró a conjeturar que se trataba de alguien que quiso vengar la muerte de aquellas prostitutas, una compañera sin duda. Pero yo demostré que estaba totalmente equivocado, lo cual exacerbó su inquina hacia mí.

En esta ocasión también di en el clavo en menos que canta un gallo. Mis sospechas recayeron en un tipo perteneciente a un grupo neonazi que hacía poco había protagonizado varias agresiones a mendigos que también dormían al raso. Por la descripción que hicieron de él, todo apuntaba a ese hijo de puta, pero el juez no quiso firmar una orden de registro por falta de pruebas y porque —todo hay que decirlo— era el hijo de un magistrado amigo suyo.

Pero para mí no había obstáculos y me las ingenié para conseguir esa orden. Tuvimos que echar la puerta abajo. Cuando entramos en su piso lo encontramos muerto. Sobredosis. Y también hallamos algunos bidones de gasolina. 

Gracias a ese nuevo éxito, otro ascenso vino a recompensarme. Sucedí a mi jefe que, por un desafortunado accidente automovilístico, dejó vacante el cargo.

Todo había resultado perfecto. Hasta que Mario se inmiscuyó. No sé cómo lo descubrió. Debió de seguir mis pasos, día y noche, sin que yo me percatara, algo muy extraño en mí. En eso debo reconocerle el mérito. No pude evitar eliminarlo. Sin duda me habría delatado. Después de lo que me había costado encontrar a aquellos dos chivos expiatorios y preparar las pruebas incriminatorias, por no mencionar mi perfecta imitación de la firma del juez. Manipular los frenos del coche de mi predecesor fue, en cambio, coser y cantar. 

No podía permitir que todo se fuera al garete. Mario no quiso atenerse a razones, por más que intenté convencerle de lo correcto de mis actos.

Siempre he detestado la prostitución y la mendicidad. Es cuestión de principios.



900 palabras

Ilustración: Anthony Hopkins en el papel de Hannibal Lecter en "El silencio de los corderos"