jueves, 28 de marzo de 2019

La mirilla



Estaba leyendo “Un saco de huesos”, de Stephen King, su escritor de novelas de terror favorito, cuando llamaron a la puerta. Consultó el reloj. Eran las seis de la tarde.

Vio, por la mirilla, a un individuo alto y muy delgado que no conocía de nada y cuyo aspecto le dio mala espina. Aún así, y sin saber por qué, le abrió.

Según le dijo el desconocido, trabajaba para la oficina del censo y necesitaba recopilar una serie de datos con fines estadísticos. Así pues, le hizo pasar y le invitó a tomar asiento.

─Veo que le gusta Stephen King ─le dijo el visitante observando la novela que descansaba sobre la mesita junto a la butaca en la que estaba sentado su anfitrión.
─Pues sí. Me encanta la literatura de terror ─asintió éste, mientras la tomaba en sus manos y le mostraba la portada.
─Siento haberle interrumpido ─añadió aquél con cara de circunstancias.
─No importa. Estaba a punto de dejar la lectura pues va a empezar Bones, mi serie de televisión favorita ─le contestó, dándose cuenta de que lo dicho equivalía a culparle de otra interrupción.
─¿Le gusta la investigación forense?
─Me gusta ésta en particular. Resolver un asesinado a partir de los huesos de un cadáver me resulta fascinante.
─Los muertos revelan muchas más cosas que los vivos ─dijo el hombre sonriendo enigmáticamente.

Sus modales educados, el tono de voz y su sonrisa parecían contradecir la impresión inicial que le había causado aquel sujeto, pero había algo en su mirada que no acababa de agradarle. A su edad, era gato viejo y sabía cuándo alguien escondía algo y aquel hombre no era lo que decía ser. Pero le había dejado entrar y ya no había vuelta atrás.

El interrogatorio al que le sometió acabó por intrigarle. ¿Qué interés podían tener para el censo aspectos como su estado de salud, sus últimas voluntades, si era donante de órganos, si tenía familia o amistades y cosas por el estilo?

Una vez se hubo ido el intruso, sintió un repentino escalofrío. Aquellas manos frías como témpanos, su mirada inquisitiva y su sonrisa sardónica al despedirse, no parecían propias de un ser vivo. Parecía como si la muerte le hubiera visitado.

─¡Será posible! Estás paranoico ─se dijo en voz alta.

Miró el reloj con fastidio, seguro que Bones ya habría terminado, pero… ¡tan solo habían transcurrido unos minutos! ¿Cómo era posible!?

Desconcertado, se sentó en su sillón y encendió el televisor. El episodio de Bones acababa de empezar, pero fue incapaz de prestar atención. No podía dejar de pensar en aquel individuo y en sus preguntas. De pronto se sobresaltó, pues comprendió el propósito de toda aquella farsa. Trabajara para quien trabajase, ese hombre le quería a él o, mejor dicho, a su cadáver. Quizá pertenecía a una red de traficantes de órganos y el propósito de su visita era asegurarse de que vivía solo, sin amigos ni parientes que pudieran interesarse por él en caso de desaparecer.

Parecía una locura pero no podía dejar de pensar en ello. Pero peor fue por la noche. No podía pegar ojo dando vueltas y más vueltas en la cama. ¿Quién sería y qué pretendía en realidad aquel hombre? ¿Volvería a por él? Y si era así, ¿cuándo? Si le contaba a alguien sus sospechas, ¿le creerían o le tomarían por loco? No sabía qué hacer.

Cuando despertó, se halló sentado en el sillón y con el televisor encendido. A sus pies yacía la novela de Stephen King y el punto del libro en su regazo. Tras unos segundos de confusión, comprendió lo que había ocurrido: se había quedado dormido mientras leía la novela. No sabía en qué momento pudo haberle ocurrido como tampoco se explicaba el miedo que le invadía. Supuso que era producto de una pesadilla que había olvidado por completo. Miró el reloj. Era ya media mañana. ¿Cómo había podido dormir tantas horas sentado? Le dolían los huesos.

Confundido y con un terrible dolor de cabeza, decidió prepararse un café bien cargado. Antes de llegar a la cocina, llamaron a la puerta. Vio, por la mirilla, a un individuo alto y muy delgado que no conocía de nada y cuyo aspecto le dio mala espina. Aún así, y sin saber por qué, le abrió. Al hacerlo, tuvo una desagradable sensación de déjà vu.


jueves, 21 de marzo de 2019

Sala de espera



Si normalmente el consultorio está prácticamente vacío los días, como hoy, de frío y lluvia, la sala de espera está en estos momentos abarrotada. Hoy se han producido muchas urgencias, lo que obliga a atender al público con bastante retraso, y eso se nota en el ambiente.

─Con lo bien que estaría en casa, tan a gusto, y tengo que estar aquí, soportando esta demora interminable. Ya llevamos un buen rato esperando, y total para qué. Yo no creo en las vacunas, pero es lo que recomiendan hoy en día. Hay que seguir los consejos sanitarios a rajatabla. Que yo sepa, a mis padres jamás les vacunaron de nada. Claro que, ahora que lo pienso, murieron jóvenes y nunca se supo de qué. Eran otros tiempos ─salta de pronto uno de los que esperan, que ya se está impacientando.
─Pues yo me encuentro la mar de bien y aquí me tenéis. Es ella ─y señala con la cabeza a la mujer que tiene sentada a su lado y que parece dormitar─ la que se empeña en que me hagan un reconocimiento rutinario, como le gusta llamarlo. “Ya tienes una edad y quiero estar segura de que estás bien de salud”, me repite cada dos por tres. No conozco a una mujer más pesada que ésta. A mis amigos no les incordian tanto como a mí con esto de la salud. Pero qué le vamos a hacer. Callo y así la tengo contenta ─tercia el que está sentado a su derecha.
─Pues yo creo que haces bien en hacerle caso. Más vale prevenir que curar. Yo no me pierdo ni una sola revisión ─asiente uno con aspecto de vagabundo que está a la izquierda del primero que habló.
─Sí, sí, más vale prevenir, pero cuando te detectan algo malo, si eres tan mayor como yo, ya no hay nada que hacer. Nosotros hemos venido porque hoy nos darán los resultados de las pruebas que me hicieron la semana pasada. Como confirmen lo que me temo, me queda poco tiempo en este mundo ─ comenta, suspirando, el que está sentado enfrente de los tres, aprovechando que la joven que lo acompaña ha ido al baño─. Aunque ya no oigo tan bien como antes, entiendo perfectamente lo que cuchichean a mis espaldas. “Un tumor que puede haberse extendido”. Eso es lo que dijeron. Y añadieron que según qué órganos estuvieran afectados, habría que decidir qué hacer. Yo preferiría dejar las cosas como están. Ya soy demasiado viejo. Pero, aunque quisiera, no puedo decírselo. No lo entenderían.
─Vaya, pues sí que lo siento ─dice quien inició la conversación.
─Y yo ─añade el que está a su derecha.
─Yo también soy de esa opinión ─afirma el que está a su izquierda. Cuando llegue a viejo, no quiero que me prolonguen la vida inútilmente.
─Joder, tíos, os he estado escuchando y me parecéis patéticos, tal cual. Que si vengo porque las normas sanitarias así lo exigen, que si estoy aquí porque hay que cuidarse y para no contrariar a la jefa, ¡calzonazos!, y el viejo contando sus penas de un modo tan melodramático que casi me da asco ─les escupe a la cara un cachas de pelo muy negro y aspecto peligroso, que está en un rincón, alejado del resto.
─¡Parece mentira que les hables así! ¿Tú crees que eso son modales? Pero ¿de qué vas? Chulo, que eres un chulo ─tercia una sílfide rubia con un flequillo que le oculta los ojos.
─Veo que no me conoces, guapa. Si supieras con quién hablas, ni te atreverías a dirigirme la palabra. Así que no me tientes, porque si no... ─le espeta el cachas con pinta de matón, irguiéndose amenazante.
─Como te acerques a mí, te dejo esa cara de mastín hecha una cuadrícula ─responde a gritos la rubiales.
─Oye, oye, qué te has creído tú para hablarle así a esta joven. Seré muy mayor pero todavía me quedan arrestos para darte un sopapo ─tercia el que espera el veredicto sobre su tumor, en defensa de la valiente rubia de larga melena.

De pronto, todo el personal allí presente, toma cartas en el asunto para evitar que la cosa se desmadre.

─Eeeehhhh, shhhh, pero ¿qué les pasa a estos? Que alguien les haga callar ─exige un hombre entrado en carnes, que no para de pasearse, nervioso por el retraso.
─Sí, no sé por qué se han puesto así de repente ─interviene una mujer de cierta edad que, por cómo va acicalada, pretende parecer mucho más joven.
─¿Qué mosca les habrá picado? ─se pregunta la recepcionista, con cara de pasmo.

De pronto se abre una puerta a sus espaldas y todos se giran expectantes.

─A ver, a ver, silencio por favor. Hagan callar a estos animales. ¿Quién es el siguiente? ─interroga una mujer que, ataviada con una bata verde, hace su aparición en la sala de espera.
─Nos toca a nosotros ─afirma una mujer alta y delgada, con aire refinado─. Vamos Black. Venga, no te hagas el remolón, que sabes que no hay para tanto. Siempre igual. Luego te daré un premio. Ay, qué perro más cobardica ─añade arrastrando a un gran mastín negro por la correa.


jueves, 14 de marzo de 2019

Si lo llego a saber...



Siempre me decían que era un ingenuo, que me fiaba de todo el mundo y que ello me llevaría, si no al fracaso, sí a una gran decepción. “La gente no es buena”, me decía mi abuela, “nadie da duros a cuatro pesetas”, decía mi padre, “nada es lo que parece”, añadía mi madre. Y con tantas advertencias, voy y meto la pata hasta la ingle.

También debo decir que, si bien era una persona muy crédula para con mis semejantes, era todo lo contrario para con las enseñanzas religiosas, lo cual me ha acabado pasando factura. Era un redomado ateo, muy a pesar de que mis padres eran creyentes y practicantes. Y ahora me arrepiento de ello, como también me arrepiento, ahora que me acuerdo, de haberme reído un día en la clase del padre Ángel, nuestro profesor de religión, cuando habló de la resurrección de la carne. Me costó una expulsión de la clase y el típico castigo de escribir cien veces “no me reiré de la resurrección en clase de religión”. Solo me hizo gracia por la rima, pero me costó una bronca monumental de mi padre, que tuvo que firmar un “recibí” en la nota manuscrita con letra temblorosa ─no sé si por la edad o la cólera con que fue escrita─ en la que se me acusaba, como mínimo, de hereje.

También fui obligado a confesarme por el grave pecado cometido al ofender a Nuestro Señor Jesucristo, quien resucitó al tercer día. De hecho, yo solo hice burla al comentar por lo bajini ─confiando en la dureza auditiva del viejo cura─ a mi compañero de pupitre que, si de verdad resucitáramos después de muertos, más bien pareceríamos los de la serie The Walking Dead, lo que nos provocó un ataque de risa que intentamos infructuosamente reprimir. Pero solo yo recibí el castigo, por haber sido el promotor del escandaloso comportamiento.

Sé que todos tenemos algo de lo que arrepentirnos y que, por mucho que nos duela, ya no podemos remediar. Aun así, siempre me recriminaré haber escuchado la propuesta de aquella chica de larga melena rubia, tan dulce y tan candorosa que, a la salida del hospital donde me habían operado de una apendicitis aguda que casi acaba conmigo, despertó mi habitual faceta altruista. Solo después de haber firmado, me asaltaron las dudas al recordar los sabios consejos de mi familia.

Pues bien, si no hubiera sido tan descreído, por un lado, negando la existencia de otra vida, ni tan generoso, por otro, donando todos mis órganos, ahora no estaría vagando eternamente sin poder comunicarme con nadie. Solo me dejaron el cerebro, y eso porque todavía no era trasplantable (no sé si lo llegará a ser algún día). Claro que para lo que me sirve… Me siento como el protagonista de “Y Johnny cogió su fusil”. Es horrible. Y encima me quedará para siempre la duda sobre la identidad de aquella motorista que se me llevó por delante. Solo recuerdo su larga melena rubia que asomaba por el casco y su extraña sonrisa. ¿Por qué me dejaría convencer? Si lo llego a saber…


jueves, 7 de marzo de 2019

Ahora o nunca



He tardado muchos años para ver cumplido mi deseo, pero por fin ha llegado la hora. Lo tengo todo preparado. Después de tanto discurrir cómo hacerlo, no puedo fallar.

─Pero ¿por qué ahora, después de más de… cuántos, quince años?
─Depende del caso, pero entre diez y quince años.
─Y ¿por qué has esperado tanto? No se acordarán de nada.
─¿No has oído nunca que la venganza se sirve en plato frío? O que la venganza es un plato que se sirve frío, ahora no recuerdo muy bien cómo va la cosa, pero más o menos es así.
─Te refieres a la película, ese western sobre un tío que quiere vengarse de una tribu india que se cargó a toda su familia, pero que al final se entera de que…
─No hombre, no, bueno sí, de eso va esa película, pero a lo que me refiero es al significado.
─¿Y qué significa exactamente?.
─Coño, pues significa que para vengarse hay que esperar el tiempo que sea necesario para que todo se apacigüe aparentemente y no actuar en caliente. Hay que tomarse tiempo para no fracasar. Calcular bien cómo perpetrar la venganza para que nada falle. Es lo que hace el tío ese de la película, ¿o no?
─Bueno, sí, pero él, al final, salva a una india y entonces cambia de opinión porque…
─Bueno, déjalo ya, ¿quieres? Qué más da lo que hiciera o dejara de hacer. Lo que importa es lo que voy a hacer yo.
─Vale, vale, no te pongas así. Pero ¿puedo preguntarte algo?
─Adelante, ¿qué quieres saber?
─El por qué.
─¡¿Que quieres saber el por qué?! ¿Acaso no te lo he contado cientos de veces?
─Sssssi, pero no acabo de entender por qué te sientes obligado a hacer algo así y, como te he dicho, después de tantos años. ¡Si tan solo eran unas niñas tontas!

Unas niñas tontas, dice ese imbécil. Claro, como a él nunca le han rechazado, como a mí. No sabe lo que es sufrir la humillación de que te digan que no una y otra vez. Y delante de tus amigos. Que seas el hazmerreír de todos. Él era el único que me animaba. “Venga, hombre, que no hay para tanto. Tú sigue intentándolo, que alguna vez lo conseguirás”, me decía. Y me dejaba allí, en medio de la pista de baile como una mierda pegada a un palo. Siempre la misma excusa, siempre estaban cansadas, y cuando me daba la vuelta, zas, ya estaban bailando con otro.

Pero eso no es lo que me ha llevado a tomar esta decisión. Sí, estaba rabioso con todas esas niñatas tontas, para las que la entrada a la disco era gratuita, mientras yo, imbécil de mí, pagaba por dos, con la esperanza de ligar, para luego calentar el vaso y pasarme la tarde de pie. Pero no, no son esas crías anónimas las que me han llevado a tomar esta terrible decisión. Esas se borraron de mi memoria, eran simples figuras, siluetas, contornos, aprendices de mujer florero, unas tontas superficiales e inmaduras que solo se fijaban en el físico. Casi las disculpo por no haberme dado una oportunidad. Es lo que hay a la edad del pavo.

Quienes más daño me hicieron fueron las que, ya en la Facultad, conociéndome y creyéndolas mis amigas, me rehuían o me ignoraban. Esa era la peor forma de rechazo. Alentado por algunos de mis mejores amigos, entre ellos Héctor, el que ahora parece no entender nada, me armé de valor y, en cuanto tuve la mínima ocasión, me lancé al ruedo, desgranando todo lo que sentía por ellas. Fueron cinco, en cinco años, las que me rechazaron sin contemplaciones. Hubo una, Elisa, que incluso se rio de mí.

Sí, ha pasado más de una década. Acabo de cumplir los treinta y cinco, y por mi cumpleaños me prometí que no pasaría un año más sin llevar a cabo mi venganza. La venganza será terrible.

─¿Cómo dices?
─Eeeh, ah, pues digo que la venganza será terrible.
─Joder tío, que no hay para tanto.
─Y dale. Déjame en paz, ¿quieres? Si lo sé no te cuento nada. A veces soy un bocazas. Anda, lárgate y déjame en paz, tengo que pensar en los detalles.
─Pues ahí te quedas. Allá tú. Si me preguntan, yo no sé nada.
─Será lo mejor.

**

Hoy es el día. Las he reunido a todas mediante un engaño que recuerda a una novela de Agatha Christie. Las he citado a todas en un mismo lugar. Las cinco estarán pronto en mis manos. Unas simples invitaciones anónimas, alegando un encuentro sorpresa y han picado en el anzuelo.

Acaba de llegar la última, Cristina. Los primeros serán los últimos. Tiene gracia la cosa, pues ella fue la primera que clavó un dardo envenenado en mi corazón. Todavía no se habrán percatado de la trampa, creerán que han sido las primeras en acudir a la cita y que el resto de los invitados no tardará en llegar. Ingenuas. No saben lo que les espera. Solo con imaginar la cara de sorpresa que pondrán cuando me vean, me entran escalofríos de satisfacción.

Respiro hondo. Estoy junto a la puerta, abierta de par en par, del salón donde supuestamente tiene que celebrarse el evento. Me asomo con discreción y las observo. Están guapísimas. Se nota que se han acicalado para la ocasión. Y se nota que están un poco turbadas, pues se estarán preguntando qué tipo de sorpresa es esta y quién más acudirá a la cita. En unos segundos, ese corrillo que han formado se deshará como un ovillo de lana en las garras de un gato juguetón. Solo que yo me siento como un tigre que va de caza. Ha llegado el momento. Ahora o nunca.

Me planto ante la puerta. Yo también me he vestido para la ocasión. esmoquin blanco y corbatín negro. Todas se giran hacia mí. Les sonrío y me acerco lentamente. Me miran de arriba abajo. No han abandonado sus aires de superioridad. Me devuelven la sonrisa con un tono burlón. Presumo que no me han reconocido. Elisa, la que se burló más cruelmente de mí, da un paso al frente y, mirándome a los ojos, me dice: “Pero, ¿se puede saber a qué esperas a servirnos algo? Y mirando al resto de compañeras, añade: “Es que los camareros de hoy en día son una calamidad, no tienen ni modales ni nada”. Y, volviéndose hacia mí, remata: “Pero ¿todavía estás aquí, como un pasmarote? Anda y tráenos algo para beber y picar, idiota”.

Siento cómo me tiemblan las piernas. No puedo controlar la rabia que siento. Le propino una sonora bofetada que la hace tambalear. Todas la sujetan y me miran horrorizadas. Elisa se recompone y con cara de odio me grita: “Pero ¡qué te has creído, cabrón!” Levanta la mano para, a su vez, abofetearme, pero la detiene en alto al ver que empuño un arma.

Todas gritan y se agrupan en un rincón del salón, como si de este modo se sintieran protegidas.

Con la mano izquierda, saco la pitillera del bolsillo y la abro, mientras que con la derecha sujeto el arma en alto. Les ofrezco un cigarrillo. Todas niegan con la cabeza, los ojos como platos. Veo reflejado un miedo incontrolable en sus pupilas, totalmente dilatadas por efecto de la adrenalina. Me pongo un cigarrillo entre los labios. No se pierden ni un solo movimiento de mis manos. Acerco la pistola a mi cara y aprieto el gatillo. Más gritos. Todas se protegen con los brazos, ilusas. Como si de ese modo una bala no llegara a su destino. Pero como no oyen ningún disparo, bajan los brazos y me miran de nuevo para ver qué ha ocurrido. Estoy fumando tranquilamente y me guardo la pistola-encendedor en el bolsillo derecho. Suelto una sonora carcajada, que es la señal convenida. Menos mal que todo ha salido como esperaba.

Cuando el camarero hace entrada, se acerca con paso ligero al grupo, que sigue arrinconado en el mismo lugar, pero que ahora luce una expresión de consternación. El joven, totalmente ignorante de lo que se está cociendo, levanta la bandeja a la altura de la cara de mis, todavía, prisioneras y, con una pequeña reverencia les ofrece lo que lleva en ella: cinco bolas, cada una marcada con sus respectivos nombres. “Tomad vuestra bola”, les ordeno. Dudan, pero finalmente se acercan, una a una, y con mano temblorosa toman la bola que les corresponde. Una vez se han servido, le pido al camarero que les traiga lo que deseen, aunque creo que lo mejor sería, dadas las circunstancias, una infusión de tila. Sigo al camarero hasta le puerta y me despido de ellas con un “que os aproveche”.

Llego a casa y me tumbo en la cama boca arriba. Ni siquiera me desvisto, solo me quito la endiablada y ridícula pajarita. Apago la luz y me pongo a imaginar las caras que debieron de poner al ver el contenido de las bolas y la que deben estar poniendo al leer las cartas que he estado escribiendo para cada una de ellas, cartas personalizadas, como me gusta llamarlas, relatando todas y cada una de las afrentas que me hicieron. Me he despachado a gusto, no he escatimado calificativos. Me he esmerado para devolverles, cien veces aumentados, todos los desplantes recibidos. Ojo por ojo. Ahora sabrán lo que es sentirse humillado.

**

Hoy he vuelto al lugar de los hechos y he buscado al camarero que me auxilió, sin saberlo, en mi venganza. Al verme, se ha mostrado gratamente sorprendido y ha venido a mi encuentro con una amplia sonrisa en los labios.

─Pero ¿qué había en aquellas bolas, si se puede saber?
─No es cosa suya ─le he espetado, molesto por su falta de educación.
─Disculpe, disculpe, pero solo lo he preguntado por curiosidad. Es que reían tanto…
─¿Que reían, dice?
─Uy, si las hubiera visto. Y después de servirles unos refrescos, al decirles que estaban invitadas por usted, no pararon de beber en toda la noche. Si hasta tuvimos que ayudarlas a subir a los taxis, pues no estaban en condiciones de conducir. Por cierto, ya tenemos preparada la factura. No se asuste cuando la vea. Yo solo seguí sus instrucciones.
─Pero, ¿llegó a oír lo que decían?
─Pues algo sí, pero muy poco porque no se las entendía, de tanto que reían. Pero no sé si debo repetirle lo que sí pude entender. Mejor no se lo digo. Me resulta muy violento. No había oído decir tantas palabrotas a unas chicas tan finas. En todo caso, hable con ellas. Ahora, si me lo permite, tengo mucho que hacer. En el mostrador de recepción le entregarán la factura.

¿Qué le voy a decir ahora a Héctor cuando me pregunte cómo resultó mi venganza? Mejor no se lo cuento, no soportaría una burla más.