La vasija resultó no tener valor alguno, salvo el estético. Era llamativa y nada más. Eso lo supe gracias a un amigo coleccionista de obras de arte.
―¿Tu crees que alguien va a meter las cenizas de un difunto en un objeto de gran valor? –me espetó, no sin razón.
Un modo de iniciar mis pesquisas fue contactar con la inmobiliaria que había intervenido en la compra-venta de la casa. Solo ellos podían darme detalles del antiguo propietario. Me lo habían presentado en el acto de la firma de la escritura de la propiedad pero de él solo supe su nombre y apellido: George Wells. Era un joven apuesto, elegante y muy educado. Pero desconocía ciertos detalles que se me antojaban importantes, como cuánto tiempo había vivido en la mansión que ahora era de mi propiedad y qué sabía de la vasija que había encontrado en ella. Pero en aquel encuentro se mostró extrañamente esquivo. Se marchó tras la firma y no tuve ocasión de hablar con él y, por lo tanto, de interrogarle sobre la vasija que presuntamente se había dejado olvidada. Teníamos, pues, una conversación pendiente.
Pero antes de eso, llamé a mi buen amigo Jacques Bells para saber si había llevado a cabo el análisis de la muestra que se llevó y, de ser así, cuál había sido el resultado y qué opinaba al respecto.
No tuve tiempo de llamarle que mi móvil sonó. Era Collins, su adjunto y amigo común que también había asistido a mi fiesta de inauguración. Lo que me dijo me dejó sin habla.
―¿Whitehouse? Oye, esto…, no sé si sabes la noticia –y ante mi mutismo, continuó-, Bells ha fallecido.
―Pero, ¿cómo?, ¿cuándo? –logré articular todavía bajo el efecto del shock emocional.
―Pues ha sido esta noche, mientras dormía. Su mujer se lo ha encontrado tieso, al pobre. Un infarto agudo de miocardio, me ha dicho. Y eso que hacía tan solo unas semanas se había hecho un chequeo. Ya sabes lo meticuloso que era con su salud. Como me extrañó que se retrasara, ya sabes que era un obseso de la puntualidad, he llamado a su casa y…
Yo ya había desconectado. Collins seguía hablando pero mi mente retrocedía a la noche anterior, cuando el bueno de Bells introducía, circunspecto, una muestra de las cenizas en un sobre que yo mismo le facilité y que no le dio tiempo a analizar.
George Wells Jr., como figuraba en los documentos de compra-venta, era el hijo del anterior propietario de la mansión, George H. Wells, de quien heredó la mansión al morir este. El joven Wells resultó ser muy huidizo. Cuando le llamé y le mencioné la vasija –no utilicé el término urna para evitar suspicacias- dijo no saber de qué le hablaba. Intenté fijar una cita con él pero siempre estaba muy ocupado, reuniones y viajes le tenían atrapado y le resultaba casi imposible dedicarme ni siquiera unos minutos. Así que decidí presentarme en su casa un domingo por la mañana.
Vivía en un típico cottage, de dos pisos, de aspecto más bien ruinoso pero rodeado de un cuidado jardín. Se parecía mucho a la vivienda que yo tenía antes de convertirme en un hombre rico.
Su cara, al verme frente a la puerta con la vasija bajo el brazo, era todo un poema. Fue tan evidente su turbación que no pudo eludir por más tiempo mi acoso verbal y acabó invitándome a entrar y satisfacer mi curiosidad.
Una vez acomodados en un saloncito que hacía las veces de comedor, apareció una bellísima joven alta, rubia y de refinados modales que George me presentó como Margaret, su esposa, quien se unió a nosotros con evidentes signos de curiosidad por mi inesperada visita. Tras las presentaciones de rigor, mi obligado anfitrión tomó la palabra.
―Cuando mi padre falleció heredé la mansión familiar. Demasiado grande para mi gusto y el de mi mujer. Además, no nos gustan los lujos. Así que decidimos venderla –me comentó como si le hubiera exigido una justificación.
―Todo eso me parece muy bien, pero ¿por qué solo dejó esta vasija? –inquirí.
Ante su mutismo –yo notaba que intentaba hallar una excusa mínimamente creíble sin éxito-, decidí ir al grano.
―Mire, lo que contiene esta vasija, ¿o debería decir urna? –al usar esta palabra noté en su cara claros síntomas de alarma-, son las cenizas de un difunto –me aventuré a afirmar aun sin tener una certeza absoluta- y mucho me temo que pertenecen a su familia. ¿No serán acaso las de su padre? –añadí.
―!Pero qué dice usted! –exclamó, alzando la voz-, los restos de mi padre descansan en el cementerio municipal. No tengo ni idea de lo que contiene ese recipiente –pronunció este término con evidente aprensión-. Se lo debieron de olvidar los de la mudanza. Además, no lo había visto antes. Últimamente apenas frecuentaba la mansión. Debió ser una de las últimas antiguallas adquiridas por mi madre –acabó argumentando.
―Ya que menciona a su madre, ¿también falleció?–pregunté desde el extremo del sofá donde me había acomodado junto a la vasija de mis desvelos.
Observé que al mencionar a la madre de George, Margaret miró de refilón a su marido como quien espera una respuesta a una pregunta comprometida. Aquél, tras un leve carraspeo, y mirando a su esposa en busca de apoyo, dijo:
―¿Le apetece un té? Lo que le voy a contar me va a tomar un buen rato.
Unos minutos más tarde, de las tres personas sentadas alrededor de un pulcro servicio de té, dos removían nerviosamente sus infusiones y la tercera –yo, quién sino- se disponía, alerta como un perro de caza, a escuchar lo que el joven Wells iba a contar.
―Mire, no tengo porqué darle explicaciones pero, al fin y al cabo, es un hecho de conocimiento público y tarde o temprano acabaría por enterarse. No hay nada de lo que tenga que avergonzarme. Y como nuevo propietario de la que fue nuestra casa familiar, prefiero que lo sepa por mí que por habladurías sin fundamento.
Y tras un momento de vacilación, continuó.
―Mi madre padecía esquizofrenia. Tenía pensamientos delirantes. Durante los últimos años, vivir en esta casa resultó un infierno. Mi pobre padre tuvo que aguantar lo indecible. Yo le insistía en que debía internarla pero él se resistía. Llegó un momento en que yo temí por la integridad física de mi padre, pues los arrebatos de violencia de mi madre eran cada vez más frecuentes y agudos. Cuando mi madre desapareció, suponemos que bajo el efecto de una de sus crisis, yo ya no vivía con ellos –acabó diciendo, tomando un sorbo de su té mientras su mujer le observaba, de reojo, visiblemente nerviosa.
―Y si no es indiscreción, ¿de qué murió su padre? –pregunté, a sabiendas de estar comportándome como un metomentodo de remate.
―Mi padre amaba mucho a mi madre y su desaparición acabó con él. Murió mientras dormía. Un infarto agudo de miocardio.
―¿Sufría su padre del corazón? –inquirí, presa de un pálpito.
―Pues no. De hecho estaba muy sano y se cuidaba mucho. Pero era mayor y ya se sabe, el corazón, a esa edad… -dejó la frase inacabada mientas que su mujer asentía dándole afectuosas palmaditas en el brazo.
Así que un infarto agudo de miocardio mientras dormía. ¿Una simple coincidencia con lo que le ocurrió al pobre Bells?
Debí parecer una estatua de mármol empotrada en aquel mullido sofá. Sentí que me invadía una sudoración fría y la tacita de porcelana empezó a traquetear en mis manos.
―¿Y dice usted que su padre está enterrado en el cementerio de esta localidad? –insistí.
―Efectivamente. Si lo desea, puede comprobarlo usted mismo –me contestó molesto por mi insistencia.
―No, no. Disculpe usted mi pegunta. No pretendía poner en duda sus palabras; solo que no sé de quién pueden ser las cenizas que contiene esta urna –dije mirándolo fijamente a fin de vislumbrar cualquier atisbo de incomodidad o nerviosismo, como si yo fuera un polígrafo y él un embustero patológico.
―Pues, sin ánimo de ofenderle, yo creo que, sea lo que sea lo que contiene esa vasija –dijo mirándola de soslayo-, es ridículo pensar que sean restos humanos incinerados. En todo caso, ahora que lo pienso, podrían ser las cenizas de Nelson, el mastín que mi padre adoptó. Si mal no recuerdo, el pobre animal ya era bastante mayor cuando lo rescató de la perrera municipal.
Aquella era la respuesta más peregrina que había oído desde mi época de colegio, cuando intentábamos convencer al profesor de por qué no habíamos hecho los deberes. Tras un minuto de silencio, y no por un motivo luctuoso sino porque nadie sabía qué decir, George Wells Jr., claramente incómodo ante tanta pregunta, decidió poner fin a nuestro encuentro.
―Ahora, si me disculpa, nos espera una tarde muy ajetreada. Mi esposa y yo marchamos a París mañana temprano y todavía tenemos que hacer el equipaje y algunas gestiones.
La encantadora pareja formada por George y Margaret, me acompañó hasta la salida. Lo último que observé antes de que la puerta se cerrara a mis espaldas fue una mirada de complicidad entre aquella bellísima joven y su apuesto marido.
CONTINUARÁ
Enganchada me tienes imaginándome qué demonios contiene la dichosa vasija/urna. Genial Josep.
ResponderEliminarUn abrazo.
Me alegra haberte enganchado.
EliminarY te agradezco tu mensaje privado. Siempre hay algún gazapo que se escapa, como si fuera un fantasma. Y eso que lo revisé un montón de veces, pero una cosa es la vista y otra el cerebro.
Un fuerte abrazo.
No le des mucha importancia, Josep, a mí me pasa muchas veces. Antes de colgar un post, leo y releo varias veces el texto y lo publico creyendo que está bien. Luego, cuando ya está en el blog me doy cuenta que tiene errores.
EliminarO, a lo peor, es la urna esa que anda haciendo de las suyas...
Ayyyyyyyy por favor pon la siguiente entrega pronto que me mata la curiosidad.
ResponderEliminarMe ha encantado, considero que está muy bien narrado.
Un abrazo.
Pronto, pronto. Ya está en el horno. ¿O debería decir en la urna?, jaja
EliminarGracias por tu lectura y comentario.
Un abrazo.
Ummmm que intriga. Deseando leer más, esta pareja esconde algo y espero que nuestro protagonista lo descubra por fin.
ResponderEliminarMuy bueno. Me encanta.
Un abrazo.
Nuestro protagonista es un viejo sabueso. Así que seguramente acabará descubriéndolo todo pero ¿a qué precio?
EliminarMuchas gracias por comentar.
Un abrazo.
Ay que genial Josep, estás en vías de una novela de misterio, yo que tú, con ese poderío que tienes de imaginación y tu pluma esplendida, seguiría muchos capítulos hasta completar lo que he dicho, una novela.
ResponderEliminarEsto está intrigante.
Gracias por el buen rato. Un abrazo.
Uy, lo de escribir una novela son palabras mayores. Lo mío son los relatos cortos aunque, como en este caso, sea un poco más extenso de lo habitual. Quizá algún día me atreva con la novela pero, sabiendo las dificultades para publicar, se quedaría en un cajón durmiendo e sueño de los justos.
EliminarMuchas gracias, Elda, por tu constante apoyo.
Un abrazo y que pases un feliz fin de semana.
Muy buena la continuación y sigue el misterio...¿Qué pasa con esa urna?¿Qué esconden esa pareja? muy interesante y muy bien llevado el ritmo.
ResponderEliminarEsperaré la continuación.
Saludos
Los secretos siempre conllevan intriga por parte de quien desea que sean desvelados. Espero que, en esta ocasión, sea así y todos veamos cómo se hace la luz (o la oscuridad) en esta historia.
EliminarTe agradezco, Conxita, tu presencia y tu comentario.
Un abrazo.
Con tu elaborada prosa y un argumento interesante, mantienes un ritmo que me tiene totalmente pendiente del relato.
ResponderEliminarVamos a por esa tercera parte, que no se haga mucho de rogar maestro.
un abrazo.
Muchas gracias por lo de "maestro", pero sin pretender ostentar una falsa modestia, más bien estoy en el rango de auxiliar en prácticas, jeje
EliminarAgradezco que sigáis con interés esta historia, que espero no os acabe defraudando. Sí es cierto que el suspense está servido junto al té de los Wells.
Un abrazo.
Cada vez nos tienes más intrigados con la urna y lo que pueda contener realmente. Está claro que la atractiva pareja esconde algo y sabe más de lo que dice, pero ¿qué?. Si lo que pretendías es engancharnos, lo has hecho mejor que bien, je, je. Espero impaciente la siguiente antrega, Josep. Me encanta este relato de misterio :)
ResponderEliminar¡Un abrazo y feliz domingo!
Pronto se conocerá lo que la pareja oculta. ¿Qué verdad encierra la mansión y la urna?
EliminarMi pretensión era mantener el suspense a lo largo de un buen trecho. De momento estoy en ello y estamos en el nudo de la historia. Veremos cómo sigue y cómo resulta el desenlace. De momento, paciencia, jaja
Muchas gracias, Julia, por seguirme y comentar.
Un abrazo.
He leído las dos partes del relato y ciertamente es intrigante. Es difícil darle salida a este magnífico cuento enigmático.
ResponderEliminarEn efecto, idear una historia es relativamente fácil. Lo difícil es darle cuerpo y, sobre todo, un desenlace que no deje demasiados (por no decir ninguno) cabos sueltos. Veremos cómo avanza y termina este cuento enigmático, como bien lo has calificado.
EliminarMuchas gracias, José Luis, por la lectura y por tu comentario.
Saludos.
Pues si escribir una novela policíaca es igual de difícil que escribir poesía, lo tengo crudo pues este último género se me resiste bastante. Claro que todo es probar e ir ejercitando. Quizá es que, como bien dices, no he llegado nunca a tomármelo en serio, es decir a ponérmelo como un reto. Quizá algún dia.
ResponderEliminarUn abrazo.
Esto se va poniendo interesante... ¿Que ocultará la joven parejita? Y lo del infarto de miocardio... Seguiré la pista de cerca a esta historia, intrigado me tienes ; )
ResponderEliminarHola Ramón. Me gusta la intriga y que mis lector/as deseen seguir mis historias de misterio hasta el final, pues significa que han hallado en ellas el suficiente "gancho". Espero seguir en la línea.
EliminarSaludos.
Nos tienes en ascuas y que misterio o veneno esconde la urna, es casualidad que mueran de corazón los que tienen contacto con la urna. Que esconde en su interior. Voy a por la 3ª que me he retrasado en leer esta. Un abrazo
ResponderEliminarMuchas gracias, María del Carmen, por tu interés y te agradezco el seguimiento que estás haciendo de esta historia de misterio. Espero no defraudarte.
EliminarUn abrazo.
¿De un perro? ¡Ja! Quiero ver el desenlace de esta historia, de verdad que sí ^^
ResponderEliminarJajaja.
EliminarHay quien se inventa cada cosa...
Si sigues leyendo, amigo, te enterarás.
Un abrazo.