viernes, 24 de enero de 2014

Tejiendo la venganza


Gonzalo se había ocultado en el bosque a la espera de su momento, el momento de la gran venganza que llevaba mucho tiempo tejiendo, poco a poco, con paciencia.

Tuvo que pasar penurias para sobrevivir, soportar malos tratos, frío y hambre pero se impuso la obligación de resistir todas las penalidades del cuerpo y del alma sólo para tener la oportunidad de hacer justicia. Durante años había esperado la ocasión y finalmente ésta había llegado. Ahora sólo debía confiar en que las cosas sucedieran como tenía previsto.

Desde los doce años, cuando tuvo que echarse a los caminos para ganarse la vida, Gonzalo había dedicado todo su tiempo a localizar el paradero de los verdugos de sus padres, aquéllos que los despojaron de todo lo que tenían y que fueron los causantes de que ardieran en la hoguera, como herejes, movidos por la envidia y la avaricia.

Si la inquisición fue el brazo ejecutor, aquellos miserables fueron los protagonistas de una traición e injusticia sin parangón y que merecía ser vengada.

Desde que supo de ellos, tras años de paciente búsqueda, no había cesado de urdir la venganza y esa no podía ser otra que pagarles con la misma moneda pero con la diferencia de que él, Gonzalo Platero, hijo de un honrado orfebre, sería quien, con sus propias manos, haría que los Paniagua ardieran, primero en la tierra y luego en el infierno, donde un día se encontrarían.

Así sería cómo caería sobre aquellos bastardos el peso de la justicia humana, ya que la divina no se había pronunciado.

Lo tenía todo preparado. El próximo miércoles, como todos los primeros miércoles del mes, tendría lugar en Turégano el gran mercado al que acudían todos los mercaderes y vecinos de los alrededores y sabía que los Paniagua habían llegado, en su carromato, con la intención de vender sus cachivaches y baratijas. Estaban viejos ya pero los reconoció al instante y desde ese glorioso instante se apostó en el bosque, junto al camino, para hacerles caer en la trampa que debía acabar con sus vidas.

Montura, carro y sus ocupantes, irían a parar al fondo del foso que tantos días le había costado cavar para luego ocultar prudentemente. La cuba de aceite y brea que había dispuesto en lo alto de aquel árbol y una antorcha harían el resto. La hoguera purificadora les llevaría directos al infierno. Su alma pagaría por ese pecado pero la entregaba con gusto al diablo a cambio de sentirse en paz durante los años que le quedaran de vida en este mundo.

Por fin había llegado el día largo tiempo ansiado, el día de su auto de fe particular. Esperaría a la noche cuando, de regreso, sus víctimas pasaran tranquilamente por el camino pensando en los dineros recién adquiridos y en volver a casa cuanto antes. Entonces él, al amparo de la oscuridad, les tendería la trampa. Llamaría su atención, haría que se desviaran unos metros de la calzada y cuando el suelo cediera, habría llegado el momento de inmolarlos. El foso era lo suficientemente profundo para que no pudieran escapar. Los gritos de dolor mientras sus carnes se derretían por el fuego le recordarían los que salieron de las gargantas de sus seres más queridos. Ojo por ojo y diente por diente.

Pero con lo que Gonzalo no contaba, al ver a sus futuras víctimas en el mercado, fue que entre ellas había dos niños de corta edad, un niño y una niña que debían tener su misma edad cuando aconteció la brutal ejecución de sus progenitores. Dos críos que no tenían culpa alguna de los pecados de sus mayores.

Cuando, ya de noche, divisó el carromato y oyó las voces y risas de sus enemigos, tembló de temor, de excitación pero también de remordimiento por llevarse por delante a dos inocentes. Pero, bien mirado, los hijos del pecado también era pecadores, eso es lo que decía aquel viejo fraile que le recogió de pequeño y quien le educó, a golpes, en la fe cristiana.

Así pues, siguiendo con el plan, consiguió captar la atención de aquellos desgraciados y, atrayéndolos con malas artes hacia el lugar donde caerían víctimas de su venganza, hizo que se detuvieran justo encima del foso oculto por las ramas que tan cuidadosamente había dispuesto a modo de tosca y mísera alfombra.

Para su asombro, el suelo no cedió un ápice, ni siquiera tembló. Pasaron unos minutos sin que aquel artilugio funcionara y sin que Gonzalo tuviera más excusas para retener a aquellos canallas que, sospechando algo turbio, quizá una emboscada de ladrones, visto el atuendo de su visitante nocturno, arrearon al flaco jamelgo y se marcharon por donde habían venido.

Parado sobre la supuesta trampa, Gonzalo no podía dar crédito a lo ocurrido, hasta que un crujido de ramas lo devolvió a la realidad y, con un estruendo que lo sobresaltó, su cuerpo se abalanzó hacia lo más profundo de ese foso que no esperaba su visita.

Al poco, se sintió impregnado por un apestoso y grasiento líquido que le cayó desde lo alto y que, con la antorcha que todavía mantenía fuertemente agarrada, convirtió aquel lugar en una gran pira funeraria.

¿Fue la justicia divina o un ángel protector de aquellos niños inocentes que hizo, finalmente, acto de presencia? Gonzalo sería el único en saberlo cuando su alma volara hacia la eternidad.

Su cuerpo calcinado fue hallado días después por unos lugareños que se habían acercado al lugar para cazar.

Nadie supo explicar quién había cavado un foso de tales dimensiones y que, a modo de agreste mausoleo, contenía el cuerpo carbonizado de un muchacho que nadie supo identificar y a quien nadie echó en falta.

Todavía hoy, más de un siglo después, los niños de aquel lugar cantan una cancioncilla relatando el extraño hallazgo y cuyo estribillo dice así:

Cazador, buen cazador, ve con cuidado, ve con cuidado
No sea que encuentres al fantasma abrasado, abrasado
 
 

 

2 comentarios:

  1. Simplemente me ha encantado. Tremendo cuento con el que has conseguido como siempre captar toda mi intención deseando el final para ver como terminaba, pero me he llevado una tremenda sorpresa, nunca pensé que el cazador en este caso, iba a ser cazado.
    Una historia genial para darse cuenta, que la venganza seguramente nunca lleva a buen termino.
    Un gusto pasar por tus letras Josep.
    Un abrazo.

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    1. Como siempre, muchas gracias por tus comentarios. Sí, este ha sido un relato un tanto fuerte en el sentido de que tiene un fin, en mi opinión, bastante agridulce. Efectivamente, el odio y la sed de venganza sólo conduce a la desgracia.
      Un abrazo.

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