lunes, 17 de marzo de 2014

El viejo payaso


Cuando de niño decía que de mayor quería ser payaso, todos se reían pues pensaban que era cosa de críos, ya se sabe, ese tipo de deseos que se exteriorizan sin pensar, del tipo quiero ser policía, bombero o astronauta.

Sin embargo, su insistencia acabó haciendo pensar a sus padres y hermanos mayores que aquel deseo bien pudiera ser debido a una verdadera vocación.

Ahora lleva ya cincuenta años de profesión, desde que se enrolara en aquel circo destartalado que pasó por el pueblo el verano del 64, y la verdad es que le fue bien. Aprendió el oficio como si hubiera nacido para payaso y el público llegó a elogiar sus números cómicos en solitario, al estilo de su idolatrado Charlie Rivel.

Pero tras muchos años de ir de circo en circo, a cuál más famoso, cuando empezaron a asomar las primeras canas, empezó su declive, el declive de una vejez incipiente, la pérdida de la fama que tanto le costó ganar para caer, finalmente, en el olvido del público y acabar bajo la vieja y raída carpa de ese circo del tres al cuarto.

A punto de cumplir los sesenta y ocho, durante los últimos diez años no pasó de ser uno más de una insulsa y ridícula troupe de payasos, uno del montón, de esos que, con sus caras pintarrajeadas, esconden su verdadera faz y su verdadera alma de artista frustrado, intentando hacer reír a los más pequeños y a algún que otro adulto ingenuo.

Puede parecer un tópico, la historia del payaso triste, que hace reír por fuera mientras llora por dentro, ridi pagliaccio, la de quien vive una vida en la que se ha instalado la pena y de dolor, pero al Gran Ronald o, lo que es lo mismo, a Juan López Romero, lo que le dolía y le corroía, tanto o más que el olvido, era la soledad.

Mujeres hubieron en su vida trashumante y a todas las perdió por querer saltar de una pista a otra más grande, de un cartel a otro mayor, de ser simplemente conocido a famoso, de ganarse bien la vida a ganar mucho dinero en giras internacionales, de recibir aplausos a cosechar ovaciones, de pasar, en definitiva, de “Ronald el Payaso” a “El Gran Ronald”. Y para ello, tuvo que soltar lastre, hacer el camino en solitario.

Llegado el final de su brillante carrera, so
lo, sin más compañía que su viejo loro, casi tan viejo como él, y siendo un perfecto desconocido para las nuevas generaciones de niños, pensó que todavía podía tener un momento de gloria, su gran momento, y decidió llevar a cabo un número con el que le recordarían para siempre.

Y tenía que ser esa noche o nunca, antes de que se enfriaran los ánimos, antes de que fuera demasiado tarde.

Aquella noche, la última que el Gran Circo Impala actuaba en esa pequeña capital de provincia, cuando, llegado el momento más hilarante del repertorio, en el que, en medio de una tremenda trifulca de pantomima con sus compañeros de oficio, el Gran Ronald fingía dispararse con ese pistolón amañado para que saltara de él un chorro de agua, tras accionar el gatillo con mano trémula, una detonación inusualmente fuerte lanzó la cabeza y el cuerpo del viejo payaso contra la arena, que se tiñó de rojo con una sangre tan real y abundante como la amargura que Juan López Romero llevaba guardada desde hacía demasiado tiempo.


2 comentarios:

  1. Magnifico relato Josep, también me ha gustado mucho porque lo haces muy ameno, sin meter paja, como se suele decir.
    Lo que puede causar la soledad!!, pero siempre suele suceder estas cosas en personas que no se hacen a vivir con lo que les toca, personas propensas a las depresiones y se dejan llevar por las tristezas de cualquier tipo.
    Fue un gusto venir a leerte.
    Abrazo.

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  2. El gusto es mío por recibir tu visita. Siempre es un gusto saber que alguien lee estas cosas que se me ocurren y que luego escribo. Sí, la soledad es muy mala compañía, valga la paradoja, pues puede llevar a quien no sabe o no puede soportarla, a situaciones límite.
    Un nuevo abrazo.

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