lunes, 10 de marzo de 2014

Justicia poética


A Joao Silveira, nacido en Faro, en el Algarve, hacía treinta y cinco años, todo le había salido bien hasta ahora, llevaba más de cinco años burlando a la policía española que, no sólo no había dado con él, sino que ni siquiera conocía su identidad, la del asesino más buscado de las últimas dos décadas.

No podía evitarlo, era algo superior a sus fuerzas. Cuando las veía, no podía reprimir un deseo casi sobrenatural de acabar con ellas.

Decían de él que era un asesino despiadado pero, a fin de cuentas, era lo que habían hecho de él. Lo que hacía no era más que justicia. Desde niño, todas esas chicas se habían burlado de él y se juró a sí mismo que se vengaría.

También le habían calificado de fetichista por el mero hecho de quedarse con aquellas partes de sus víctimas que más le atraían: los ojos azules, las delicadas manos, las orejas de contorno fino y lóbulo carnoso, la piel tatuada o la cabellera azabache de rizos naturales. En fin, pequeñas piezas de colección para su museo particular que, junto a su preciado instrumental quirúrgico, eran sus posesiones más valiosas a la vez que las pruebas materiales que podían delatarle.

Si al principio, esos actos de revanchismo le producían un enorme placer, ahora lo que más le excitaba era el hecho de esquivar a sus perseguidores, de borrar todo rastro de su autoría, de hacerse invisible a los ojos de los guardianes de la ley y el orden. Su “trabajo” era simplemente magistral. Seguro que incluso tenía más de un admirador y quién sabe si algún burdo imitador. Podría decirse que era un virtuoso del camuflaje y de la desaparición de pruebas. Tenía a la policía desconcertada. ¿Cuántos sospechosos habían detenido hasta ahora? Diría que se contaban por decenas y todo gracias a sus maquinaciones, dejando tras de sí falsas pruebas que incriminaban a inocentes.

Después de un año muy agitado, en el que había superado el record de asesinatos del año anterior, seis ni más ni menos, uno cada dos meses, necesitaba darse un respiro para acometer una nueva oleada de crímenes más elaborados, sin cabe. No quería repetirse, eso sería vulgar. A su modo, era un artista. Sus conocimientos de medicina hacían aparecer sus “trabajos” como la obra de un cirujano pulcro y meticuloso. Las fotografías de sus víctimas, antes y después de su intervención, llenaban, y seguirían llenando, las paredes de las comisarías de las poblaciones en las que había dejado su huella.

Últimamente, sin embargo, se había relajado demasiado y la policía había estrechado el cerco, por lo que tenía que ser más prudente, no podía dar un paso en falso y de ahí que hubiera decidido su reclusión temporal en el país que le vio nacer. Allí no le encontrarían. Todavía andarían buscándole por las principales ciudades españolas donde algunos decían haberle visto.

Aun recordaba la ronda de reconocimiento a la que había tenido que someterse en Sevilla tras aquella estúpida redada, y todo por culpa de haberse confiado demasiado. Afortunadamente todo acabó en una “lamentable confusión”, como le dijo, con más recelo que convicción, aquel viejo comisario tan pertinaz. De ahí que hubiera tenido que abandonar su último centro de operaciones, ese apartado y viejo chalé a las afueras de la capital hispalense, llevándose consigo todas las pruebas incriminatorias que sin duda encontrarían en caso de que aquel terco sabueso decidiera solicitar una orden de registro.

Ahora sólo necesitaba descansar de tanto estrés y recuperar fuerzas antes del nuevo asalto. Podía operar en el extranjero pero no sería lo mismo. Aquí fue donde sufrió los peores ataques a su autoestima y aquí se resarciría de tantos años de agravios.

Había alquilado una casita en una playa de Lagos, localidad cercana a su ciudad natal, para desaparecer temporalmente y disfrutar de paz y tranquilidad junto a esa costa meridional portuguesa que tantos recuerdos de la niñez le traía. Aun recordaba las excursiones en barca a esas cuevas y grutas abiertas en la roca caliza tan abundantes en aquella zona, que parecían haber sido cinceladas por la mano de un coloso. Ahora, una de esas cuevas le sería de gran utilidad.

A la mañana siguiente, al amanecer, escondería las pruebas y el cuantioso botín en joyas y dinero obtenido de sus muchas víctimas allí donde nadie podría hallarlos hasta que, pasado un tiempo prudencial, llegara el momento de reiniciar sus actividades.

El lugar no podía ser mejor pues nadie, en su sano juicio, se adentraría en esas cuevas talladas en la pared del acantilado. De muchacho, había intentado desembarcar en aquel lugar en más de una ocasión pero había tenido que desistir por culpa del peligroso oleaje que rompe ferozmente contra las rocas, pero ahora era distinto, iba bien preparado. Dejaría la lancha anclada frente a esa oquedad natural y llegaría a nado, pues contaban que en esa cueva en particular había un acceso subacuático que llegaba hasta sus entrañas. Los pocos submarinistas que se habían aventurado contaban que no había nada digno de ver en aquel siniestro lugar, así que difícilmente atraería el interés de otros visitantes. Se sentía como el pirata que esconde su tesoro en una isla desierta.

Joao Silveira llegó a la cita con su preciada y a la vez temida cueva, como tenía previsto, al despuntar el alba, cuando ni siquiera las gaviotas sobrevuelan el lugar. Lo que no tenía previsto, por extraño que parezca, fue la brusca aparición de la pleamar que, junto con la fuerte corriente marina reinante en aquella zona, convirtió esa gruta natural en una profunda y gigante tolva succionadora, un pozo sin salida, una trampa mortal.

Joao, que se había vanagloriado de eludir todos los peligros conocidos y por conocer, no pudo escapar de ese sarcófago natural que acabó siendo su mausoleo de piedra caliza.

Lo que encierra aquella cueva nadie en este mundo lo sabe ni sabrá, como nadie en Lagos sabe ni sabrá jamás qué fue de aquel portugués, apuesto y de exquisitos modales, que alquiló la casita de la playa.

Sólo hay un lugar donde veinte almas descansan en paz porque saben que, por fin, se ha hecho justicia.
 
 
 
 

4 comentarios:

  1. Jose Mª, se me han puesto los pelos de punta, es tan creíble…

    Me ha encantado leerte y sobre todo llegar a ese final. Qué terapéutico es que, aunque sea literariamente, podamos aplicar justicia. Es una manera de acallar nuestra indignación y miedos.

    Besos y abrazos

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  2. Cuando no se hace justicia humana apelamos a la divina o nos imaginamos que, a la postre, alguien o algo acabará impartiendo justicia.
    Muchas gracias por haber venido a leerme. Aprecio mucho tus comentarios.
    Un abrazo.

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  3. Parece ser que todos los criminales en serie, han tenido sus problemas de cualquier tipo cuando eran pequeños... y con esa mente débil y retorcida, da el producto.
    Una historia estupenda y muy bien llevada como es costumbre en ti. Esta me ha gustado mucho. El final es genial y muy acertado para acabar el relato.
    La imagen que has puesto, es estupenda.
    Un abrazo.

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    1. Gracias mi querida y fiel lectora. Siempre es agradable leer unos comentarios tan halagadores pero me conformo con saber que lo que escribo agrada a alguien que ha tenido el detalle de venir a leerme.
      Un abrazo.

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