lunes, 7 de abril de 2014

Maite, Maitetxu mía



Tenía dieciocho años y todavía era virgen, ni siquiera tenía novia. Aquel curso, el primero de carrera, se sentaba, por primera vez en su vida, con chicas como compañeras de clase después de más de diez años de ir a un colegio exclusivamente para chicos, como estaba mandado en aquella época.

Tímido como era, entre tantas chicas de su edad pero que parecían mayores que él, se sentía como un niño y el hecho de fumar torpemente sus primeros cigarrillos no le daba la seguridad y madurez que pretendía aparentar. 

Desde el primer día, decidió dedicar tiempo y esfuerzos a la búsqueda de una compañera sentimental que llenara ese vacío que llevaba prendido en el alma desde que se le despertaron los instintos amatorios que, todo hay que decirlo, fueron muy precoces.

Pero no debieron de pasar muchos días para descubrir, entre la abundancia de alumnas del curso, a quien había estado esperando largo tiempo. Maite, que así se llamaba, tenía una sonrisa tímida y encantadora. Físicamente era una chica agraciada, nada fuera de lo común, de cabello castaño-rojizo brillante y nariz ligeramente aguileña pero que le daba un atractivo singular y enigmático. Cuando, salvando su gran timidez, se dirigía a ella, Maite siempre le devolvía una sonrisa franca y arrebatadora, al igual que su mirada. Pensó que si una chica le miraba y le hablaba de aquella forma, debía ser porque le resultaba, de un modo u otro, interesante. 

El problema era que Maite nunca estaba sola pues siempre había con ella una amiga que parecía actuar de carabina. Por ello, decidió que debía procurar alejarla de ese escudo protector y tenerla cerca de él fuera de la facultad y, con ese objetivo, logró que se apuntara a unas clases de refuerzo que se impartían en una academia cercana. Y así fue como las puertas del cielo se le abrieron de par en par, penetrando en la antesala del paraíso, con Maite a su alcance, sin obstáculos que salvar y con las únicas miradas cómplices de los pocos compañeros de la clase vespertina de matemáticas. Podría hablarle antes y después de las clases, acompañarla un trecho al término de las mismas y así, poco a poco, ir estrechando lazos hasta…. bueno, hasta donde sus posibilidades y la diosa fortuna le llevaran, tampoco quería hacerse demasiadas ilusiones. Pero se las hacía.

Transcurrieron los primeros días en el nuevo escenario y, poco a poco, fue calentando motores. Maite, la única chica del grupo, se sentía un poco cohibida ante tanto varón pero para eso estaba él, para darle confianza y ganarse su afecto con sus comentarios y ocurrencias atropelladas. Durante los minutos que precedían a la clase, mientras esperaban en el vestíbulo a que salieran los alumnos del grupo anterior, charlaban animadamente y él ponía a prueba su seguridad y su incipiente poder de seducción. Pero los días pasaban volando y no hacía demasiados progresos. Pero tiempo al tiempo, debía tener paciencia y perseverar pues era preferible ir despacio pero seguro, pensaba.

Al cabo de unas semanas, cuando ya se creyó con el valor suficiente para dar el gran paso, iba andando por la calle, ensimismado y pensando, como siempre, en ella, en dirección a la academia, cuando la vio unos metros por delante. Pero no iba sola. Un chico, vistiendo traje, de porte clásico, repeinado y algo mayor, la tenía sujeta por la cintura y ella, de vez en cuando, apoyaba lánguidamente la cabeza en su hombro mientras avanzaban a paso lento y acompasado. Redujo la marcha para no tener que adelantarlos y para contemplar la escena con más detalle, una escena que revelaba claramente a un par de enamorados que, para prolongar al máximo el placer de compartir un dulce momento, parecen querer detener el tiempo. No fueron necesarios más detalles para comprender que estaba derrotado mucho antes de iniciar la batalla.

Al llegar al portal de la academia, un modesto achuchón y, como colofón, un tierno beso vino a sellar una despedida que para ellos sería una separación pasajera pero para él representaba un adiós definitivo a lo que hubiera podido y no llegó a ser.

Desde aquella aciaga tarde, Maite volvió, muy a su pesar, a ocupar un puesto en su vida como simple compañera de clase y como era muy respetuoso con las relaciones ajenas y no se sentía capaz de triunfar, se mantuvo todo lo alejado de ella que le fue posible, teniendo que contentarse con las miradas furtivas a ese perfil que tan bien conocía y a devolverle la sonrisa cuando era pillado in fraganti en su actitud de observador. El mayor sacrificio para él fue que, teniéndola tan cerca, debía mantener esa distancia que marca el simple compañerismo. Si antes deseaba que amaneciera un nuevo día para volverla a ver, desde entonces deseó que el curso terminara cuanto antes para que las distintas orientaciones académicas que sabía que iban a seguir, la apartaran definitivamente de su camino y sus pensamientos. 

Mucho antes de acabar el curso, le vino a la mente y a la garganta aquella triste canción: Adiós Maite, Maitetxu mía, muero al vivir sin ti.




7 comentarios:

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    1. Muchas gracias, MªCarmen, por venir a leerme y dejar tu comentario. Es un relato tierno y, para mí, triste.
      Un abrazo.

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  2. Hola Josep, te visito nuevamente y te doy las gracias por seguirme y compartir mi blog, eres muy amable. Acabo de leer tu nuevo relato, comparto con M Carmen Fabre su opinión, es muy tierno y refleja, perfectamente, una situación muy dada a sufrirse por muchos jóvenes, ¿quién no ha tenido un amor en sus tiempos de estudiante no correspondido? Hasta pronto.

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    1. Muchas gracias a ti, Carmen, por devolverme la visita y me alegro que te haya gustado esta historia que, además de tierna y triste, es verídica; quizá por ello me haya resultado más fácil describirla.
      Saludos.

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  3. Gracias a ti Josep Mª por tu interés hacia mis escritos y compartir parte de lo que hago con tus seguidores. La historia que relatas en muy enternecedora y si la has vivido mejor, son experiencias que ayudan a vivir.

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  4. Josep Mª, me ha encantado esta historia de amores adolescentes.Lo relatas de forma amena y trasmites las emociones propias de aquellos tiempos.Los que tenemos una edad (¿dorada,madura,avanzada?...) podemos apreciar tu escrito y visualizar los instantes.
    Así era; así hemos sobrevivido a toda clase de prejuicios y prohibiciones.

    Un abrazo.

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    1. Muchas gracias, Fanny, por tu visita y tus comentarios. Sí, supongo que muchos de los que peinan (u ocultan) canas, se pueden sentir identificados pues hemos compartido enseñanzas y represiones. Definitivamente, prefiero llamarla edad dorada, por no decir la del renacimiento, jeje.
      Un abrazo.

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