jueves, 20 de noviembre de 2014

Amargos despertares



No sabía cuánto tiempo había dormido. Cuando el sueño la venció debía ser medianoche y ahora, por la escasa luz que se colaba por la ventana, ya debía estar amaneciendo. Consultó el reloj de pulsera y solo eran las cinco de la mañana. Estaba muy cansada y no era de extrañar después de aquella semana tan agitada. Pero tenía todo el fin de semana para descansar y recuperar fuerzas. Saldría a correr, leería, escucharía música, quizá viera una película con David y comería palomitas, muchas palomitas, y se relajaría, evitando pensar en lo que le depararía la siguiente semana.

Después de remolonear unos minutos en la cama, vio que no podría volverse a dormir y decidió que ya era el momento de levantarse y tomarse una buena taza de café. Volvió a mirar el reloj y seguía marcando las cinco en punto. Ha debido de pararse, qué extraño – pensó. Entonces se dio la vuelta hacia la mesilla de noche para consultar el despertador y en ella solo vio un aparato de teléfono donde debía estar su radio-despertador digital, sus gafas y la novela que estaba leyendo.

Desconcertada, se incorporó y a pesar de la penumbra reinante en la habitación, comprobó que aquellas cuatro paredes le eran desconocidas. Reflexionó unos segundos antes de alarmarse. Ya le había pasado en alguna otra ocasión. Con tantos viajes y traslados, se había despertado desorientada y por unos instantes no sabía dónde se hallaba, si en casa, en el apartamento de David o en algún hotel. Pero esa desubicación solo le había durado dos o tres segundos, como máximo, hasta caer en la cuenta de dónde estaba.

Así que abrió la luz y lo que vio no la sacó de dudas; estaba en una habitación desconocida. Era, sin duda, una habitación de hotel pero ¿de qué hotel y de dónde? Angustiada, se levantó de un salto, descorrió una gruesa cortina y observó que se hallaba en una planta muy elevada, rodeada de impresionantes rascacielos. Levantó la mirada y vio una imagen que la dejó boquiabierta: justo al frente, a dos calles, se erigía el emblemático Empire State Building. ¡Estaba en Nueva York! No estaba soñando aunque tentada estuvo de abofetearse para ver si, de este modo, despertaba.

Miró a su alrededor y vio ropa de mujer, que reconoció como suya, esparcida en un tresillo que había junto a la cama y uno de sus bolsos sobre un escritorio. Se abalanzó sobre el bolso y lo abrió en busca de su teléfono móvil, pero el aparato no estaba, como tampoco había documentación alguna que pudiera identificarla, solo un paquete de tabaco, un encendedor y algunos objetos de uso personal. De forma instintiva, levantó la cara y se miró al espejo que tenía en frente, sobre el escritorio, y la imagen que le devolvió era la suya, esa chica de treinta y cinco años, morena, de metro sesenta y delgada pero que, por las ojeras y la cara de cansancio, parecía haber sobrevivido a una catástrofe.

Sus piernas flaquearon, dejándose caer sobre el borde de la cama, contemplando fijamente, como hipnotizada, era cara y esa mujer que casi no reconocía.

Aturdida y acongojada, se vistió, recogió el bolso y abandonó precipitadamente la habitación sin saber exactamente adónde ir. Al salir al pasillo, se encontró con dos individuos corpulentos que, identificándose como agentes de seguridad del hotel, le impidieron el paso. El más alto, casi un gigante, le dijo, con cara de pocos amigos: Excuse me Madam, but you can’t leave the room. You must stay inside. (Disculpe señora, pero no puede salir de la habitación. Tiene que quedarse dentro). Y acto seguido, la acompañaron hasta el tresillo y con un escueto Seat down, please, and keep calm (siéntese, por favor, y tranquilícese), salieron para seguir montando guardia, dejándola nuevamente a solas y con el corazón en vilo.

¿Qué podía hacer? No podía llamar a nadie, no sabía siquiera dónde estaba ni adónde ir. Esos gorilas se habían quedado montando guardia tras la puerta, los podía ver por la mirilla. ¿Qué querían de ella? ¿Qué había ocurrido? ¿La habían narcotizado y secuestrado? Pero ¿por qué y para qué?

Mientras estaba con esas angustiosas cavilaciones, retorciéndose las manos de puro nerviosismo, se oyeron unos pasos y unas voces en el pasillo y la puerta se abrió lentamente como si alguien quisiera darle una sorpresa.

-Hello my dear. How are you doing? Long time no see you, don’t you think? (Hola querida, ¿Cómo estás?, mucho tiempo sin vernos, ¿no crees?) –le dijo un hombre desconocido, que aparentaba unos cincuenta años y de pelo cano, con una sonrisa en los labios.

Antes de que pudiera decirle, furiosa, que no sabía qué hacía allí ni de qué le estaba hablando, y exigirle una explicación, el hombre se le acercó e inclinándose hasta quedar su rostro a escasos centímetros de su oído, le susurró:

-No temas, sígueme la corriente y los dos saldremos con vida de ésta.

Esa voz, esos ojos, esa sonrisa... De pronto, un escalofrío le recorrió todo su cuerpo y una absurda sospecha la invadió de repente. Sostuvo la mirada de aquel hombre que la contemplaba de pie, a su lado, y que, con un semblante preocupado, asintió varias veces con la cabeza como confirmándole su sospecha.

-¿Eres… eres tú? –balbuceó ella, con una expresión de angustia en la cara.

-Sí, querida, soy yo, pero, como puedes ver, con un aspecto muy distinto. Forma parte del plan –le contestó él, intentado tranquilizarla-, es el único modo para poderte sacar de aquí.
-Pero… pero… ¿por qué… qué ha pasado, qué quieren de mí, de ti, y por qué tienes ese aspecto? –le interrogó, casi presa del pánico.
-He tenido que caracterizarme y hacerme pasar por otra persona, la única que podía sacarte de aquí. Y respecto a qué es lo que ocurre, todo es fruto de un desafortunado encuentro. –y sin dejar que su prometida le interrumpiera con más preguntas, prosiguió su explicación-. ¿Te acuerdas cuando el año pasado fui a un congreso en Manchester?

Y así, David le refirió a una angustiada Mónica lo que había acontecido, sin que ella se hubiera percatado de nada y sin que él la pudiera poner en antecedentes, desde que conoció, en la cena de clausura de aquel congreso, al doctor Knopfler, un judío húngaro afincado en Glasgow, según le dijo, que, junto a sus investigaciones en el campo de la etología, colaboraba en un proyecto altamente secreto del Mosad, el servicio secreto israelí.

Siguió contándole, apresuradamente, cómo aquel hombre, con el que fue a tomar unas copas tras la cena, en evidente estado de ebriedad, le hizo una serie de confidencias creyendo que tenía ante sí a uno de los suyos.

-Mi apellido, Leví, delató mi origen hebreo, cosa que no pude negar, y como asentía en todo lo que me decía, más por cortesía que por afinidad, en lo referente a su ideología ultra, infeliz de mí, no tuvo reparo en sincerarse hasta el punto de hacerme una terrible propuesta.
 
CONTINUARÁ




4 comentarios:

  1. Que interesante Josep, y casi angustia he notado como la protagonista de la historia... espero la parte siguiente intrigada, jajaja.
    La narración genial como es costumbre en ti.
    Un abrazo y feliz fin de semana.

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    1. Muchas gracias Elda. Este relato consta, por razón de espacio y para mantener la intriga, cómo no, de tres partes. A principios y finales de la semana próxima publicaré la segunda y la tercera (y última) parte. Espero poder mantener la intriga hasta el final.
      Un abrazo.

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  2. Consigues mantener la intriga; eres un buen narrador, Josep Mª.Espero, con interés, la continuación.

    Un abrazo.

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    1. Siempre me ha gustado intrigar aunque no siempre lo consiga. Muchas gracias por dejar tu comentario y volver a leerme.
      Un abrazo.

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