Cuando acepté aquel trabajo no me imaginaba lo
cansado y tedioso que resultaría. En poco más de dos años recorrí casi todo el Estado
de California en coche. Afortunadamente, el automóvil, aunque viejo, era de la
empresa y no solo me pagaban la gasolina sino dietas por cada día que pernoctaba
fuera de casa. Además, teniendo en cuenta que el salario no estaba nada mal, no
tenía motivos de queja, pero ya tengo una edad y tanto viajar de aquí para allá
me tenía agotado física y psíquicamente. No hay nada como el reposo del
guerrero en un confortable hogar después de un día de trabajo, por largo que
sea, en la oficina.
Pero, a pesar de los adelantos
tecnológicos, en mi Empresa todavía valoraban mucho el contacto directo con el
cliente, no solo para presentarle nuestras novedades sino para hacer un
seguimiento de su satisfacción. «Conseguir un cliente no es lo más difícil, lo
verdaderamente difícil es conservarlo». Este era el lema de
mi jefe, y ahí entraba yo, para mantener esa fidelidad que tanto escasea estos
días.
Cuando uno viaja mucho,
no es de extrañar que sufra algún percance, pero nunca habría imaginado tener
uno tan inconcebible como el que sufrí en mi último viaje por tierras
californianas, de esos que nunca olvidas por mucho que lo intentes. Y es que el
hastío y la mala suerte pueden jugarnos muy malas pasadas.
Era un viernes de
finales de julio, mi último día laborable antes de las vacaciones de verano. Había
terminado mi labor en Bakersfield y, tras enviar mi informe a la Central, me
disponía a volver a casa, en Fresno. Me esperaban, pues, más de cien millas y
casi dos horas de trayecto. Llegaría a la hora de cenar. Pero nadie me esperaba,
ni mujer ni hijos, así que no tenía ninguna prisa. Decidí, pues, pasar la noche
en un motel de las afueras y pensé que no sería mala idea pasar unos días de
mis vacaciones en Las Vegas. Si salía temprano, por la CA-58 y luego por la Interestatal
I-15, podía llegar a la ciudad del pecado* a la hora de comer.
Así pues, al día
siguiente, salí del motel a las ocho en punto. Nunca había recorrido las 285
millas que separan Bakersfield de Las Vegas, pero las carreteras son buenas y, a
unas 65 millas por hora, el viaje me tomaría unas cuatro horas y media, cinco
si paraba para descansar, tomarme un café e ir al baño.
El primer tropiezo que
tuve fue al llegar a Barstow, a unas 130 millas de mi punto de partida, donde
hice una breve parada. Y es que, en lugar de continuar por la I-15, tomé la
I-40, que cruza el desierto de Mojave, lo que implica dar un rodeo
considerable. Pero como me percaté del error cuando ya llevaba conduciendo más
de media hora, decliné la posibilidad de volver atrás para tomar la ruta más
directa, pues con ello perdería más tiempo que si continuaba por donde iba. Además,
la carretera era igualmente buena y podría ir a mayor velocidad, pues era de
suponer que por el desierto no habría control policial.
Una vez sobrepasado el
Mojave National Preserve, un lugar de gran interés turístico, el viaje se me hizo
insoportable. El calor era sofocante, el aire acondicionado del viejo cacharro no
daba abasto y la monotonía de la conducción me provocaba un sopor irresistible.
Hice verdaderos esfuerzos para no dormirme, pues, aunque la autovía era
increíblemente recta y no había apenas vegetación, de haberme salido de la
carretera el coche podía sufrir algún desperfecto y me encontraría en medio de
la nada sin ayuda durante horas.
El segundo tropiezo, el
peor sin lugar a dudas, tuvo lugar unas millas más adelante, cuando, a base de
un refresco de Cola, ya había logrado espabilarme un poco. Una figura humana, a
lo lejos, me hacía señas para que parara. Y así lo hice al llegar a su altura.
Era un joven autostopista que también se dirigía a Las Vegas. Pero ¿qué hacía
tirado allí, en medio del desierto? Sus explicaciones no me acabaron de
convencer. ¿Por qué su compañero de viaje lo había abandonado a su suerte en un
lugar tan inhóspito y a una temperatura de casi cuarenta grados? ¿Una riña por
una chica? Ese argumento no colaba.
Parecía buen chico. De
trato agradable y buen conversador, lo cual prometía una mayor distracción que
la música del viejo radio-casete. Pero al cabo de un rato empecé a notar algo
extraño en su comportamiento. No soy psicólogo, pero por mi profesión conozco
muy bien la naturaleza humana y sé cuándo alguien miente. Y ese joven mentía
más que hablaba. También por mi trabajo, me conozco California como la palma de
mi mano y en más de una ocasión dijo haber estado en tal o cual lugar,
añadiendo detalles que descubrí que no eran ciertos. Era como si a una persona
mínimamente culta alguien le dijera que le había encantado la Capilla Sixtina
en Florencia. Y así cosas por el estilo. Ese tipo me estaba mintiendo
descaradamente. Se estaba inventando historias y anécdotas para hacerse el
simpático y ganarse mi confianza. Pero ¿por qué? ¿Y si escondía otra intención?
A medida que
avanzábamos, mis sospechas fueron en aumento. No dejaba de otear el horizonte
mientras sujetaba con fuerza su mochila. ¿Qué contenía ese sucio macuto que
tanto le preocupaba? Solo podía ser una cosa: un arma. Y entonces caí en la
cuenta. Todo había sido planeado por su pandilla de delincuentes. Lo habían
dejado donde lo encontré esperando que un incauto lo invitara a subir a su auto
para, en un momento dado, atracarlo y quién sabe si matarlo. Sus colegas debían
estar esperándolo más adelante, para recogerlo tras haberme liquidado. De ahí
que estuviera tan atento al paisaje. En cuanto divisara el coche de sus
compinches se abalanzaría sobre mí.
El calor y la creciente
ansiedad, me impedían respirar con normalidad. No paraba de intentar atisbar un
vehículo parado en la cuneta o detrás de un promontorio por si se trataba de los
amigos de ese ladrón y asesino potencial. La cabeza me daba vueltas y mi
corazón latía desbocado. Tuve que parar con el pretexto de necesitar orinar y
beber un poco más de Cola. El chico, desde el coche, no me perdía de vista, me observaba
con cara de pocos amigos. Seguro que estaba esperando el momento de ponerme un
revolver en la sien y descerrajarme un tiro a bocajarro. No se llevaría mucho
dinero, pero sí mi tarjeta de crédito. Me dejaría tendido en pleno desierto
para que las alimañas me devoraran, de manera que cuando alguien pasara por el
lugar, solo encontraría un montón de huesos descarnados.
Volví al coche
disimulando mi nerviosismo. Como debió notar que algo no iba bien, me dijo,
aparentado verdadero interés: ¿Te ocurre algo? Estás muy pálido. Eso lo dijo
sin dejar de sujetar la mochila contra su pecho. Pero cuando creía que iba a
desfallecer de miedo, una furia incontenible vino a sacarme de mi estado de debilidad
anímica. Del mismo modo que dicen que si se te acerca un oso lo mejor es
quedarse quieto y gritar tan fuerte y alto como te sea posible, para
amedrentarlo, yo hice lo propio y empecé a gritarle.
—¿Se puede saber qué
coño tienes en esa mochila, desgraciado? ¿Una pistola? Piensas matarme y
robarme, es eso lo que pretendes hacer, ¿verdad?
—Pero ¿qué dices, estás
loco o qué? —respondió alzando también la voz, mientras sacaba de su mochila
una pistola—. Esta pistola me la ha dado mi amigo para que pudiera defenderme del
ataque de un coyote, un puma o un gato montés, que dicen que abundan en este
desierto.
Como mientras decía eso
me apuntaba con su revolver, di un volantazo y se lo arrebaté. Salí corriendo
del coche con la intención de atemorizarle con el arma en la mano y dejarlo
allí tirado, del mismo modo como habían hecho a propósito sus compinches. Pero
lejos de amedrentarse, se lanzó sobre mí con la intención de arrebatarme el
arma. Sin dudarlo ni un segundo, disparé. Le di en la boca mientras me gritaba.
Cayó desplomado como un muñeco de trapo. Tenía que serenarme, de lo contrario
cometería algún descuido. Limpié apresuradamente el arma para no dejar mis
huellas, y con la ayuda de un pañuelo, se la puse en la mano. Comprobando que
no había nadie en los alrededores, me marché de allí tan rápido como pude. Ya
limpiaría, con calma, las huellas que había dejado aquel desgraciado en mi
coche cuando llegara a mi destino.
Llegué a Las Vegas
cuando ya anochecía, exhausto y muy agitado. Tan pronto como hube encontrado
alojamiento en uno de los grandes hoteles de lujo de la ciudad, subí a la
habitación y pedí una hamburguesa con patatas fritas y una Coca-Cola. No habría
sido capaz de comer nada más.
Después de cenar, me
tendí en la cama y encendí el televisor. Estaban dando las noticias en la CNN.
Entre ellas, destacaron una de última hora:
Hace una hora escasa ha sido hallado el cuerpo
sin vida de un joven que, según la documentación en su poder, responde al
nombre de Michael G. Robbins, hijo del senador por el Estado de Nevada, John G.
Robbins. Al parecer, el joven se dirigía, con otro amigo, a Las Vegas para pasar
unos días de vacaciones con sus padres, en cuya ciudad poseen su segunda residencia,
no en vano el senador es propietario allí de varios hoteles y de un casino. Se
ignora el motivo de la muerte del muchacho, aunque no se descarta el suicidio.
Según ha declarado el amigo con el que viajaba y que es quien ha hallado el cadáver
y avisado a la policía, habían tenido una fuerte discusión a causa de un
conflicto sentimental, que no ha querido desvelar, y este, en un arrebato, le
hizo bajar del vehículo, no sin antes dejarle un arma para que pudiera
defenderse de cualquier alimaña hasta que lo recogiera otro conductor. Cuando, al
cabo de una media hora, arrepentido y preocupado, volvió a buscarlo, ya lo
encontró muerto y con el arma que le había dejado en la mano.
Como yo nunca me he
creído a los medios de comunicación y mucho menos cuando hay de por medio gente
importante, especialmente políticos, sigo pensando que ese chico llevaba malas
intenciones y, por ser quien era, quieren ahora lavar su imagen inventándose
esa historia tan ridícula.
Aunque confío en la
inutilidad de la policía, por si acaso he dejado el trabajo y mi lugar de
residencia. Ahora vivo en el Estado de Illinois, a casi dos mil millas de
distancia. Aunque digan que la distancia es causa del olvido, debo reconocer
que no hay día que pase que no recuerde aquel maldito incidente y a aquel
maldito hijo de un senador que, seguramente, es un corrupto y debe tener comprada
a toda la policía de Nevada. Según he oído, ha jurado hacer todo lo posible
para encontrar al culpable de la muerte de su heredero y ha ofrecido una
recompensa millonaria a quien facilite información que lleve al esclarecimiento
de los hechos.
Después de un mes sin
noticias al respecto, acabo de leer en el periódico local que han aparecido
unos posibles testigos. Dos zoólogos de la Universidad de California se
hallaban en el desierto de Mojave catalogando las más de treinta especies de
reptiles autóctonos, cuando vieron, el día de autos, a un coche gris plateado
parado en el lugar donde hallaron el cadáver del joven y cómo dos personas
discutían y una de ellas disparaba a la otra. Debido a la distancia que les
separaba, aunque pudieron oír perfectamente la detonación, no así distinguir
sus rostros. De ser eso cierto, existe ahora un cabo suelto en toda esta
historia y quién sabe si puede conducir a la policía hasta mí, un pobre y
abnegado empleado de Correos de Springfield.
Según se desarrollen
los hechos, tendré que tomar cartas en el asunto. De momento, he conseguido por
internet una relación del personal que integra el departamento de zoología de
la Universidad de California. Solo es cuestión de que algún día publiquen los
nombres de esos dos imbéciles entrometidos que dicen haberme visto disparar al
hijo drogadicto del corrupto senador del Estado de Nevada, que vive a cuerpo de
Rey en la gran y putrefacta ciudad del pecado.
Maldito el día que
decidí ir a Las Vegas.
*A Las Vegas se la conoce popularmente como la
ciudad del pecado (Sin City)
Vaya, de no matar ni a una mosca el tipo ahora va a montar una escabechina del copón. La paranoia no conoce límites. Muy buen relato, Josep. Ameno y muy bien hilado.
ResponderEliminarUn abrazo.
Ese individuo llevaba en su interior, bien arropado, a un perturbado que afloró con todas sus fuerzas cuando se vio en un peligro imaginario.
EliminarMe alegro que te haya gustado.
Un abrazo.
Y así es cómo se fabrican los asesinos en serie con manías persecutorias, o los psicópatas imprevisibles. Menudo arco le has dado a tu personaje, Josep, un pobre funcionario de correos inmerso en una especie de vida de carretera que sin querer se ve metido en un embolao que no parece tener fin. También fue valiente recogiendo un autoestopista, además de un tipo que se sugestionaba él solo. Primero que si la historia no es verídica, luego que si es un corrupto que compra al periodismo... Todo en esa primera persona que nos mete en la piel del personaje y nos hace partícipes de ello con crítica social incluida. Me ha gustado mucho, da para una novelita de vidas cruzadas y accidentadas.
ResponderEliminarUn abrazo.
Pd: vi tu comentario en El Tintero. La verdad es que escribes muy bien, y lo sabes. Aunque reconozco que el empujón de un galardón siempre viene bien. Qué te voy a decir yo. Pero ¿Sabes?, las primeras veces que participé me quedaba con esa sensación que describes; ganas se abandonar, de virar por otros lados, porque ¿quién era yo para querer codearme con una gente tan experimentada y leída? Pero entoces, en una gala vi un comentario tuyo que me encantó y animó a seguir. Decías algo así como "felicitaciones a los ganadores y al resto ya sabéis; ¡por lo menos nos queda la salud!". Como digo me encantó y gustó tanto que no solo me animó a seguir, sino que desde ese momento empecé a seguirte y no me pierdo ninguna entrada (creo) y ningún libro. He conocido a una gran persona con talento y afán de compartirlo, y eso ha sido una de las mejores cosas de esta experiencia. Bueno, menudo rollo. Solo decirte que me gusta mucho cómo escribes y que acá o allá yo seguiré por aquí y seguro que ese afán que tienes por contar historias nunca decaerá.
Otro abrazo y buen verano, amigo Josep!
Mi protagonista era un simple comercial que, cuando menos se lo esperaba, se convirtió en un asesino. Y una vez ejecutada su primera víctima y haber saboreado la impunidad (de momento), quizá se vea impulsado a seguir cometiendo crímenes, Quién sabe.
EliminarMe complace que te haya gustado esta historia de ficción en su conjunto y el modo en que se ha ido desarrollando.
En cuanto a tu Pd, te agradezco mucho tus palabras. Tengo que reconocer que lo que comenté en el Tintero de Oro, y de lo que me arrepentí poco después, fue fruto de un arrebato casi infantil y para justificarlo detenidamente necesitaría más tiempo y espacio o bien tratarlo sentados alrededor de una mesa tomando unas cervezas. La cosa ya viene de lejos, como puedes imaginar, y habría seguido como hasta ahora si no fuera porque el bueno de David, tratando de innovar, cosa que elogio, propuso traspasar el "control" de los sucesivos retos y concursos a terceras personas, voluntarias o "invitadas". Antes de que se diera el caso (probablemnete remoto) de que yo resultara una de las personas propuestas y tuviera que declinar la invitación, lo que me habría resultado todavía más violento, preferí "cortar por lo sano" y eliminar así cualquier posibilidad. Quizá me equivoqué en la forma de exponerlo, pero no en el fondo de la cuestión. Creo que lo que espoleó mi salida de tono fue el estrepitoso fracaso comercial de mi última recopilación de relatos, lo que pone en evidencia la gran distancia que existe entre los beneplácitos sobre mi forma de escribir y la realidad, entre el dicho y el hecho. Personas que dicen que les encanta mis relatos y que van a comprar el libro y luego nada de nada. A mi edad debería estar curado de espantos y pasar olímpicamnete de todo ello, pero qué quieres que te diga, el niño que llevo dentro a veces sale y hace alguna travesura o tiene una rabieta, je,je.
Te agradezco muchísimo tus palabras de reconocimiento y de ánimo.
Un fuerte abrazo, Pepe.
Pues me pareció muy buen texto. Una historia posible, de enrredos, que acaban en un asesinato. Lo malo es que este asesino por circunstancias acabará siendo uno en serie, porque ya tiene en su mente los posibles próximos objetivos.
ResponderEliminarMuy interesante en su ejecución y ambientación. Un abrazo
Creo que hay personas aparentemente "normales" que, ante un suceso imprevisto y supuestamente peligroso para su integridad física, son capaces de sacar el monstruo que llevan dentro sin saberlo.
EliminarTe agradezco tu amable comentario.
Un abrazo.
Hola.
ResponderEliminarQué bueno, por favor, no podía parar de leer.
Solo me ha quedado una duda, ¿se ha deshecho del coche gris?
Enhorabuena y lo he disfrutado un montón, se te da muy bien escribir relatos.
Feliz día.
Hola, Gemma.
EliminarQué bien que te haya gustado.
El coche, como era de la empresa en la que trabajaba antes de mudarse, lo tuvo que entregar. Y muy probablemente, como estaba hecho un trasto viejo, acabó en el desguace. Así pues, ni rastro de él, je,je.
Feliz día.
Que historia más interesante Josep. Vaya como se le complica al hombre las ganas de ir a Las Vegas.
ResponderEliminarUn relato estupendo en el cual has dejado huella de tu saber en esa parte de Estados Unidos para ir por las carreteras, .))).
Me ha gustado muchísimo porque la historia atrapa desde el primer momento e invita a seguir leyendo ávidamente. Además podría haber una segunda parte...
Como siempre un placer leerte.
Un abrazo y buen día.
Nunca se sabe cómo puede terminar un viaje de placer, je,je.
EliminarSí que podría haber una segunda parte. Quién sabe si algún dia me animo, porque no me acaban de gustar las historias en las que el malo queda impune.
Y para mí, como siempre, es un placer tenerte por aquí leyendo mis historias.
Un abrazo.
Caray con el comercial. El pobre chico termina en drogadicto con malas intenciones hijo de senador corrupto. No hay historia que no nos encaje cuando de salvar la conciencia se trata.
ResponderEliminarMe ha encantado y, como Gemma, no he podido parar de leer deprisa deprisa hasta el final. Luego he releído más despacio para disfrutarlo en condiciones.
Un beso.
La mente enfermiza de ese (aparentemente) pacífico comercial se fue calentando y desbarrando a medida que iba avanzando el viaje con ese compañero inesperado. Quizá el desierto tuvo algo que ver.
EliminarMe alegro que te lo hayas pasado bien leyendo esta historia.
Un beso.
Me ha encantado la ambientación de la historia y ese fuego ambiental que entronca de maravilla con la actual ola de calor. Un relato muy bien desarrollado que sería digno de ser llevado al cine. La paranoia o los demonios interiores están descritos con precisión y con ese final observamos que la cosa no tiene cura.
ResponderEliminarUn abrazo, Josep.
El calor puede afectar al cerebro de quien lo padece. Hay quien perece por culpa de una ola de calor y a otros el calor los vuelve locos, je,je. Si Jack Torrance sufrió las consecuencias del influjo del hotel Overlook, a mi protagonista le pudo el poder maléfico del tórrido desierto de Mojave. Pero seguro que la semilla del mal ya la llevaba dentro desde hacía mucho tiempo.
EliminarUn abrazo, Miguel.
Hay por el mundo gente que, con apariencia normal, lleva en su cabeza una bomba de relojería que se puede activar con cualquier nimio suceso. Son esas personas de las que, quienes las conocen, dicen que jamás hubieran podido pensar de ellas que iban a ser capaces de realizar acciones tan demenciales como un asesinato. Los has reflejado perfectamente en ese individuo, al que hemos ido viendo crecer su neura conforme la iba alimentando con detalles deformados por su mente calenturienta.
ResponderEliminarMuy buen relato. Otro motivo más para pensar en Irreal como la vida misma 3.
Un abrazo.
Al parecer, los psicópatas o sociópatas (no sé muy bien cuál es la diferencia) no sienten ninguna empatía por el prójimo y a la mínima ocasión en la que se sienten en peligro sueltan su poder asesino sin ningún miramiento. Y luego se quedan tan tranquilos convencidos de que han hecho lo correcto.
EliminarMuchas gracias, Chema, por tu comentario. De momento, "Irreal como la vida misma 3" está a años luz, je,je. Quizá el telescopio Jame Webb logre divisarlo en alguna lejana galaxia, ja,ja,ja.
Un abrazo.
Que placer es pasar por aquí.
ResponderEliminarMuchas gracias y felicitaciones es magnífico
El placer es mío, buhoevanescente, por haberte tenido como lectora.
EliminarY, de paso, me alegro que te haya gustado lo que has leído.
Un abrazo.
Bueno, en este humilde e inocente empleado yo veo a un psicópata en toda regla, qué quieres que te diga. Además es algo paranoico, tanta conjetura se la podría haber hecho antes de coger al pobre desgraciado y se habrían ahorrado los dos mucho sufrimiento.
ResponderEliminarVeo que te has documentado sobre los desiertos de EE.UU. Me ha gustado esta recreación fuera de España y la intriga que le has dado a todo el relato. Excelente.
Un besote.
P.D. Si tu prota quiere seguir pasando calor que se venga por mi barrio, que yo sepa no viven hijos de senadores pero va a sudar la gota gorda de lo lindo.
Creo que hay bastantes psicópatas que parecen bellísimas personas. Este en concreto debía llevar la semilla del mal muy agazapada y su paranoica imaginación, probablemente exacerbada por la soledad y el calor, lo llevaron al climax del despropósito.
EliminarPues sí, me dí un garbeo por California. Cuando trabajaba para una multinacional norteamericana ubicada en Palo Alto, tuve ocasión de hacer un poco de turismo por la costa y por los montes plagados de sequoias de ese Estado, pero no puse un pie (ni ganas) en ninguno de sus desiertos, así que me he tomado la libertad de hacerlo de forma virtual, je,je.
Yo no invitaría a mi prota a darse un garbeo por tu barrio, no sea que el calor le desate las ganas de seguir matando, ja,ja,ja.
Un beso.
Hola de nuevo nuevo , en este caso el enajenado era él, pobre chico.
ResponderEliminarMe a gustado mucho tu relato , la verdad es que te dejen en medio del desierto no mola nada , besos de flor.
Me alegro mucho de volver a visitarte.
Pues sí, el protagonista no estaba en sus cabales y el pobre chico tuvo la mala fortuna de cruzarse con él.
EliminarUn abrazo.
Qué mala suerte tuvo ese hombre al recoger un auto-topista, Pero su cerebro le hizo una mala pasada. Ahora vivirá con lo que hizo toda su vida. Y pagará cárcel si lo cogen. Un abrazo.
ResponderEliminarQuien realmente tuvo mala suerte fue el autostopista, je, je.
EliminarEl protagonista quizá acabe en la cárcel, pero el chaval acabó en el otro barrio, :)
Un abrazo.