sábado, 12 de octubre de 2024

El vecino del quinto

 


Diego Navarro era un apasionado del género policíaco, de ahí que tenía, según aseguraba, un ojo clínico para los maleantes y criminales. Gracias a ese don estaba ahora tras la pista de un asesino en serie, ese que pasa desapercibido por todo el vecindario, por toda la comunidad, ese que luego todo el mundo dice que era tan agradable, una bellísima persona, quién lo iba a decir. Pero a él las apariencias no le engañaban, no se le escapaban los detalles más nimios y si su instinto de sabueso no le traicionaba, cosa más que improbable, iba a delatar al asesino del barrio, al que la policía llevaba semanas buscando. Diego sabía perfectamente quién era y dónde vivía: era ni más ni menos que Ignacio Pereira, su nuevo vecino del quinto.

Empezó a sospechar de él cuando, un sábado por la noche, al volver a casa muy tarde tras una cena con los compañeros del trabajo, se cruzaron en el portal. No le dio ocasión a saludarle, tan precipitadamente como pasó por su lado, como si no quisiera ser reconocido, ataviado con un sombrero de ala ancha y ocultando parte de su cara con una gran bufanda gris. Al día siguiente supo por las noticias que en las inmediaciones había aparecido el cadáver de una mujer a la que habían apuñalado con saña. Cuando más tarde leyó la noticia en el periódico, añadían que el cadáver había sido descubierto por un indigente en un contenedor de basuras a eso de las siete de la mañana y que, según el médico forense, la mujer llevaba muerta unas cuatro horas. Así que todo encajaba: él había llegado a casa a eso de las dos de la madrugada, justo cuando salía su vecino, y esa pobre desgraciada había sido acuchillada a eso de las tres, una hora después. Pero lo que le había reafirmado en sus sospechas hacia su vecino del quinto fue su conducta, su comportamiento esquivo, el escaso trato con el vecindario, su forma de saludar, correcta pero fría y distante, su mirada huidiza, sus salidas y entradas a horas intempestivas. Pero eso no era todo, pues sólo serían pruebas subjetivas y circunstanciales. No, la prueba definitiva e irrefutable, según Diego, era que se había descrito el arma del crimen como un cuchillo de grandes dimensiones, e Ignacio Pereira era carnicero. Ahora sí que todo cuadraba.

Desde entonces, Diego sometió a su vecino del quinto a una vigilancia y seguimiento exhaustivos. Todas las noches se apostaba frente al edificio esperando la aparición del supuesto asesino hasta que, a eso de la una, Ignacio Pereira hacía su aparición en el portal y salía raudo para adentrarse en cualquier callejón del barrio. Por mucho que Diego se esforzaba en seguirle, siempre acababa perdiéndole de vista. ¿Sabría Pereira que le estaba siguiendo?

Eran ya tres las semanas consecutivas que espiaba, seguía y perdía a su vecino por las intrincadas callejuelas de aquel barrio y tres habían sido las mujeres encontradas muertas en los alrededores, asesinadas por el mismo procedimiento y con la misma arma. “El asesino del cuchillo”, como se le conocía, había ya acabado con la vida de seis mujeres desde que se supo de su existencia. Diego no entendía cómo la policía no había desplegado un dispositivo para capturarle. Sólo debían distribuir unos cuantos agentes de paisano por el barrio y esperar a que apareciera para darle caza. Pero para esto estaba él, para compensar la falta de iniciativa policial. Por eso siempre había sido un ciudadano ejemplar y de algo tenían que valer sus dotes detectivescas.

Diego había ideado un plan, un poco arriesgado, pero no tenía duda de que funcionaría. Todo plan entraña un peligro y, aunque pudiera costarle la vida, merecía la pena correr el riesgo. Ya se veía en las portadas de los periódicos, sonriendo a la cámara, cuando le otorgaran la medalla al mérito ciudadano por haber atrapado a ese asesino tan peligroso.

El plan era de lo más sencillo, cuántas veces lo había visto en las películas. Sólo tenía que actuar de cebo, disfrazarse de mujer y esperar a que apareciera el asesino. Ya se imaginaba la cara de sorpresa de éste cuando viera que no era una mujer sino su vecino del primero. Pero no sería tan ingenuo como para ir a pecho descubierto, no, llevaría en el bolsillo la pistola Taser que acababa de adquirir por internet y que dejaría a su presa inmovilizada durante el tiempo necesario y suficiente para llamar al 091. 

Llegó por fin el momento de la verdad. Diego Navarro, apostado tras un árbol frente al portal, vio cómo a la una en punto de la madrugada Ignacio Pereira salía y que, como siempre, se internaba en el primer callejón tras doblar la esquina. Después de comprobar que el bolsillo derecho de su abrigo albergaba ese chisme que le convertiría en un héroe, se puso rápidamente en marcha, una marcha dificultosa por culpa de aquellos zapatos de tacón que sólo hacían que se le torcieran los tobillos a cada dos pasos y de aquella falda de tubo que le obligaba a andar a pasitos cortos como una Geisha. De este modo ocurrió lo inevitable: le perdió al poco de haber iniciado su seguimiento.

Tras más de dos horas dando pacientemente vueltas por el barrio, con aquel atuendo tan espantosamente incómodo y esa peluca de color rubio platino tan insoportable —más de uno le preguntó cuánto cobraba por un servicio normal, las cosas que hay que hacer—, cuando ya creía que volvería a casa con las manos vacías, vio la silueta de un individuo de la misma constitución y con la misma vestimenta que su vecino y que avanzaba lentamente en su dirección. El corazón se puso a galopar a un ritmo tan frenético que casi le parecía oír los latidos, las manos le temblaban y notaba que un sudor frío le recorría la espalda. En el callejón, sólo se oían su taconeo y los pasos del que pretendía ser su asesino.

Se detuvo frente a él, sacó su pitillera plateada del bolso y con una tranquilidad tan falsa como su apariencia sexual, extrajo un cigarrillo que puso a continuación entre los dedos índice y corazón de su mano izquierda —mierda, las mujeres solían fumar con la derecha, que lo había visto en el cine— y tras devolver la pitillera a su lugar, introdujo disimuladamente su mano derecha en el bolsillo que contenía la pistola eléctrica. Cuando Diego le pidió fuego a aquella sombra, ésta sacó un mechero y, al encenderlo, la luz de la llama iluminó sus caras, unas caras en las que asomó la duda en una y la satisfacción en la otra.

Al día siguiente, cuando las noticias de la televisión primero y las de los periódicos después, narraron lo sucedido, nadie en el barrio podía dar crédito a lo que oía y leía.

En los periódicos, a primera plana, se podía leer, bajo el titular “Abatido a tiros el temido asesino del cuchillo”, la siguiente noticia:

“Un conocido vecino del barrio de La Rivera, cuya identidad todavía no se ha revelado oficialmente pero que responde a las iniciales D.N., ha resultado ser el “asesino del cuchillo”. Según fuentes policiales, D.N. iba disfrazado de mujer en el momento de ser reducido por I.P., un inspector de la brigada criminal que llevaba varias semanas tras su pista. Lo más curioso es que ambos, policía y asesino, vivían en la misma finca.

El inspector, que, para no levantar sospechas, se hacía pasar por carnicero, llevaba varias semanas tras el asesino y, al parecer, empezó a sospechar de su vecino cuando éste se dedicó a espiarlo de día y a seguir sus pasos de noche. Fue entonces, cuando I.P. decidió tenderle una trampa, dejándose seguir, atrayéndole a su terreno, las estrechas y oscuras callejuelas del barrio, donde el asesino actuaba y se sentía más seguro.

Se ignoran todavía los detalles, pero todo parece apuntar a que D.N., tras pedir fuego al inspector, intentó dejarle inconsciente con una pistola eléctrica que llevaba escondida en el bolsillo de su abrigo y que el policía confundió con un cuchillo, motivo por el cual tuvo que dispararle en defensa propia. Lo extraño del caso es que, aparte de este artilugio de electrochoque, el asesino no llevaba ninguna otra arma, por lo que se supone que, sabiéndose perseguido, debió desprenderse de ella antes de ser apresado.

El vecindario está consternado por lo acontecido pues nadie se hubiera imaginado tener por vecino a un asesino en serie al que todos califican como un hombre educado, amable y muy querido en el barrio. Sus vecinos de escalera no han dudado en definirlo como una bellísima persona. Quién lo iba a decir.”

Junto a este texto, aparecía una fotografía en la que I.P. miraba sonriente a la cámara, haciendo con sus dedos la señal de la victoria. El comentario a pie de foto decía que seguramente le concederían la medalla al mérito policial.

Mientras tanto, en otro piso del mismo barrio, alguien ojeaba el periódico y, esbozando una sonrisa de satisfacción ante la noticia que acababa de leer en la sección de sucesos, se congratulaba de no haber salido de caza aquella noche. De todos modos, tendría que cambiar de campo de operaciones.

 

5 comentarios:

  1. Vaya despliegue narrativo e imaginativo has realizado en el relato que va tomando vuelo hasta encontrarnos con ese sorprendente final en el que alguien se ha frotado las manos. Lo cierto es que el género negro está muy de moda y habrá gente que empiece a sospechar hasta de su propia sombra je, je.
    Un abrazo, Josep.

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  2. Al final no era Alfredo Landa.
    Muy divertido el relato de "el cazador cazado".
    Un abrazo.

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  3. ¡Qué historia tan bien construida! El cazador cazado (y confundido). Yo de todo esto me quedo que la "profesionalidad" de los personajes deja bastante que desear, me parece que el único que sabe hacer bien "su trabajo" es el asesino, ja, ja, ja.
    Un beso.
    P.D. ¿En las películas las mujeres siempre fuman con la mano derecha? No me había fijado nunca.

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  4. Que bien lo cuenta Josep. Una historia estupenda y entretenida con un final sorprendente, y que me ha encantado volver a leer, pues en cuanto he empezado, me parecía que ya lo había leído. Me ha pasado igual que con las películas de la tele, cualquier escena me dice que la he visto aunque no me acuerde de nada, jjj.
    Me gusta mucho este relato y he disfrutado leyéndolo.
    Un abrazo Josep.

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  5. Genial tu relato. Me ha tenido enganchada de principio a fin. me he tenido que reprimir para no saltarme párrafos de la impaciencia por saber cómo terminaba porque estaba claro que el fin iba a ser cualquier cosa menos lo esperable. Lo dicho, genial.
    Un beso.

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