Desde que aquellos
guerrilleros asesinaron a mis padres y hermanos, tuve muy claro que no podía
permanecer en nuestro poblado ni un solo día más. Pero ¿cómo huir de aquel
infierno? Y ¿quién me facilitaría la huida?
Escapé como pude de aquel
horror. Todavía no sé cómo logré salvarme de aquella matanza. Pero lo hice y, aprovechando mi suerte, emprendí un camino muy peligroso e incierto hacia la
libertad.
Por el camino, conocí a Ahmadou,
el hombre que resultó ser el cabecilla de un grupo de africanos que, como yo,
pretendían llegar a España. Apiadado de mí, me ofreció un lugar en una caravana
de emigrantes. Tras varias semanas de dura marcha por poblados, tanto o más
peligrosos que el que abandoné, y a través del desierto, cruzaríamos el
Mediterráneo en patera desde una playa de Argel, al abrigo de la oscuridad. El
trayecto sería largo y no exento de peligros, pues nos veríamos posiblemente
interceptados por individuos armados, militares y policías corruptos que, en el
mejor de los casos, nos dejarían pasar a cambio de un soborno. A pesar de estos
inconvenientes, accedí de buen grado a correr ese riesgo. Tenía que marcharme
de allí a toda costa.
Por desgracia, yo no podía afrontar
el coste del pasaje, no tenía dinero con el que ganarme un lugar en el cayuco.
Desesperado como estaba, le supliqué a Ahmadou que me llevara con ellos, que
haría lo que fuera necesario para compensarle el gran favor.
Me citó para el día siguiente.
Cuando llegué al punto convenido, me encontré con dos hombres que dijeron haber
venido a petición de Ahmadou. Me invitaron a un té en una de las cabañas que
nos rodeaban y, casi en susurros, me hicieron una oferta que, cuando la oí me
puso los pelos de punta. Pero tras unos segundos de duda y reflexión, comprendí
que no podía hacer otra cosa que aceptar. Bien valía uno de mis riñones a
cambio de la libertad. Al parecer —me dijeron— eran muchos quienes donaban un
riñón para alcanzar la deseada meta. «Con solo un riñón se puede vivir
perfectamente», me
aseguraron para acabar de convencerme.
El viaje, fue, efectivamente,
un infierno. Tuvimos que hacer frente a encuentros muy desagradables y
violentos con todo tipo de individuos ávidos de dinero. Algunos de nuestros
compañeros quedaron atrás, por haber enfermado —no disponíamos de medicamentos—
o perdido la vida a manos de asaltantes sin escrúpulos para segar una vida
humana a cambio de dinero. Quien se resistía a cualquiera de sus demandas, por
absurda y humillante que fuera, recibía un disparo en la cabeza. Tuvimos que
abandonar los cuerpos de los que perecieron por el camino, dejándolos a merced de los animales carroñeros.
Mali fue, con diferencia, el
territorio en el que sufrimos más percances. Llegamos a creer que no saldríamos
vivos de allí, pero lo hicimos. Fue un milagro que llegáramos sanos y salvos a
Argelia, donde también fuimos acosados por la policía. Las dotes de persuasión
e ingenio de Ahmadou nos salvó el pellejo en más de una ocasión. Ese hombre tenía
un carisma que acababa por convencer al más incrédulo de que íbamos a Argel a
trabajar en la construcción, a pesar del miserable aspecto que debíamos
ofrecer.
Pero por fin llegó el gran día
o, mejor dicho, la gran noche. Tuvimos que esperar varias horas a que llegaran
los que serían los conductores de las dos pateras que debían llevarnos a la
costa española. Eran unas viejas barcas de madera que no me inspiraron mucha
confianza, a pesar de que nos aseguraron que llevaban un potente motor. Nos
montamos en ellas apiñados, dejando apenas espacio para estirar las piernas. En
nuestro cayuco éramos treinta, veinte hombres, ocho mujeres y dos niños. En el
otro iban veintiséis personas, veinte hombres y seis mujeres. Las plazas que habían
quedado libres eran las que debían haber ocupado los fallecidos. Todos
estábamos asustados, ateridos y hambrientos, pero con la esperanza que en unas
pocas horas llegaríamos a nuestro destino. Pero el mar, cada vez más
embravecido, parecía querer impedírnoslo. Las embarcaciones parecían de
juguete, que iban a ser tragadas de un momento a otro por las enormes olas que
nos zarandeaban con violencia. Con cada nueva ola, parecía que íbamos a volcar.
Pero por fin divisamos las luces de una ciudad española, que, según nos dijo
Ahmadou, era Almería. Él había hecho ese trayecto en numerosas ocasiones y se
conocía la ruta de memoria. Cuando quisimos ver a nuestros compañeros de la
otra patera, esta había desaparecido y al desembarcar en la playa no los
hallamos por ninguna parte. Supusimos que se los había tragado el mar. Como el
tiempo apremiaba y las furgonetas que nos estaban esperando debían abandonar el
lugar antes de que clareara y fuéramos vistos por la Guardia Civil o por cualquier
ciudadano que pudiera denunciar el desembarco, el que supuse que era el responsable
de trasladarnos a un lugar seguro nos apremió para que subiéramos de inmediato
a una de las furgonetas y la otra esperaría un tiempo prudente por si aparecía
el resto del “cargamento”, como así lo llamó.
Cuando me disponía a hacer lo
indicado, Ahmadou me agarró de un brazo y me indicó que yo debía subir a otro
vehículo que, aparcado a una cierta distancia, me estaba esperando. «Recuerda
el trato» —me dijo—, «Tú no vas con ellos, ya lo
harás una vez hayas cumplido con lo convenido». Aunque sabía a lo que se refería, me entró un desasosiego
que solo desapareció al ver que Ahmadou subía conmigo al vehículo y se sentaba
junto a mí en el asiento trasero. El coche, con chófer, era de alta gama. No me
había sentado jamás en un asiento tan cómodo. Debía pertenecer —me dije— a alguien
con mucho dinero, probablemente el que iba a ser el receptor de uno de mis
riñones. El aire acondicionado me reconfortó y me relajó tanto que caí dormido
cuando debíamos haber recorrido tan solo un par de kilómetros. La cara
sonriente de Ahmadou hizo que me sintiera, por primera vez en varias semanas,
seguro.
Una voz grave, me despertó.
«Ya podéis salir, todo está preparado», dijo
un hombre armado, posiblemente un guardaespaldas o vigilante. El edificio era
majestuoso por fuera y por dentro. A pesar de la amabilidad del personal, no me
ofrecieron ni agua ni comida, pues —me dijeron— no podía tomar nada antes de la
intervención, lo cual, muy a mi pesar, encontré lógico. «Es por la anestesia», añadió una enfermera, muy guapa, por
cierto. No recuerdo nada más, excepto que caí en un sueño dulce y profundo tras
administrarme lo que supuse sería el anestésico.
No sé cuánto tiempo habrá trascurrido
desde que perdí la consciencia, pero, abro los ojos y me veo, desde lo alto, en
la mesa de operaciones y cómo un hombre vestido de blanco, que supongo que es
un médico, me acaba de extirpar un riñón y lo deposita con mucha cautela en un
recipiente metálico. ¿Qué es lo que me está ocurriendo? Debo de haberme
desdoblado y mi espíritu sobrevuela la sala, tal como cuentan que les sucede a
algunas personas que han vivido una experiencia cercana a la muerte. ¡Pero
estoy vivo! ¿O no? A continuación, veo que el supuesto médico atiende una
llamada. «Es para usted, doctor, dice la enfermera. Es muy urgente». Una vez el médico cuelga el aparato, me
mira tendido e inconsciente en la mesa de operaciones y, tras un profundo
suspiro, le dice a la enfermera: «No se vaya. Tengo que extirparle el otro
riñón, pues al parecer hay otra petición urgente»,
a lo que la joven añade: «Pero, doctor, si hace eso, este hombre morirá. No se
puede vivir sin riñones». El
médico, irritado por aquella ridícula perogrullada procedente de una
profesional sanitaria, le contesta: «Hay mucho dinero en juego, ¿entiende? Y a
usted también le corresponderá un buen pellizco» A lo que la joven contesta con el silencio, mordiéndose los
labios, y con un gesto de desaprobación, pero a la vez de resignación, se
dispone a ayudar al médico en tal menester.
Veo, horrorizado, que me están
extrayendo el otro riñón, que la enfermera deposita en otro contenedor idéntico
al anterior.
Acabada la intervención, me
dejan en la mesa de operaciones, me cubren con una especie de sábana, apagan
la luz y cierran la puerta con llave.
Por fin soy libre. Pero he pagado por mi libertad un elevado precio, demasiado alto. ¿Cuánto habrán pagado por mis riñones? ¿Conocerán los receptores su procedencia? ¿Estará al corriente el bueno de Ahmadou y regresará a su país para reclutar a nuevos donantes? ¡Cuántas vidas humanas habrán acabado del mismo modo! ¿Cuánto vale una vida?
Pues supongo que una vida vale lo que se esté dispuesto a pagar por ella. El tráfico de órganos existe, es de lo más cruel del ser humano e incluso de manera curiosa hay un cierto negacionismo ante estos aberrantes hechos. Una realidad que has convertido en un sólido relato que es a su vez una crónica de nuestros días y los que están por venir. Refugiados de guerra, exiliados, inmigrantes en busca de una vida...que siguen siendo rechazados de manera ideológica incluso desobedeciendo la doctrina de acogida que la Iglesia predica. La asignatura de la empatía está en paños menores.
ResponderEliminarUn abrazo, Josep.
No era lo suficientemente fuerte tener que "donar" un riñón para "mejorar" su calidad de vida, sino que se la quitan, robándole los dos.
ResponderEliminarImpresionante y buenísimo relato.
Un abrazo.