sábado, 12 de abril de 2025

Un divorcio malogrado

 


Estaba muy preocupada y no sabía a quién acudir. Ya sé que hay divorcios muy traumáticos, en los que la pareja acaba muy mal, incluso con el uso de la violencia de por medio. Cuando nos casamos, mi marido no era para nada violento, todo lo contrario, era una persona muy atenta y cariñosa conmigo. Sin embargo, todo cambió cuando descubrimos, tras cinco años de matrimonio, que yo no podía darle hijos. Nunca pensé que este hecho, tan triste para ambos, le afectara hasta el punto de empezar a distanciarse de mí, e incluso a despreciarme. Nuestra relación se convirtió en un infierno, de tal modo que me planteé el divorcio. Y así se lo propuse. Encontraría, sin lugar a dudas, una mujer que le proporcionara tantos hijos como quisiera.

Cuando se lo sugerí, se puso hecho una furia, alegando no sé cuántos motivos que no se sostenían, dada la intolerable situación de nuestra relación matrimonial. «Si ya no me quieres, ¿por qué no aceptas el divorcio? Todavía podemos rehacer nuestras vidas, sobre todo tú», le dije.

El motivo de su negativa me lo insinuó el abogado de la familia, al que consulté en vistas a una separación legal y, preferiblemente, amistosa.

—Señora, la única explicación que se me ocurre es la económica —me dijo seriamente, mirándome a los ojos de una forma que dejaba traslucir pesadumbre—. Usted resultó ser la heredera universal de todo el patrimonio de su señor padre, que Dios le tenga en la gloria, y al que serví y asesoré durante muchos años. Y ahora me veo en la obligación moral de hacer lo mismo por usted.

—Pero vivimos en régimen de separación de bienes, lo mío es mío y lo suyo, suyo —alegué.

—Precisamente por eso. Si se divorcian, él no tendrá acceso a sus bienes, ni dinerarios ni mobiliarios. Estará prácticamente en la bancarrota, pues me consta que su último negocio fracasó y del puesto de trabajo que le facilité, a petición de usted, acabaron despidiéndole, cosa que ya le predije porque ese hombre con el que usted se casó en contra de la voluntad de sus padres, que en paz descansen, no es ni será jamás un hombre de provecho, y disculpe mi atrevimiento. Usted prácticamente le mantiene, ¿no es así?

—Pues sí, esa es la verdad —contesté, avergonzada— entonces ¿qué me aconseja? —pregunté, angustiada.

—Mi consejo es que, aunque se oponga, solicite el divorcio. Yo se lo prepararé todo, no se preocupe. Déjelo en mis manos.

Y así volví a casa, reflexionando sobre lo que pudo ser y no fue, y en lo que me esperaba cuando mi marido recibiera la petición de divorcio. Seguro que montaría una de sus escenas, con gritos y amenazas, y quién sabe si algo peor.

Pero no es eso lo que més me preocupó después, sino el hecho de que cuando, pasados unos días desde la visita a mi abogado, me atreví a anunciarle nuevamente mi intención de divorciarme de él, en lugar de mostrar enojo y montar en cólera, como esperaba, me dijo que había que tomarse de la mejor forma posible las cosas malas que nos ocurren. Y añadió:

—No te preocupes, ya encontraré una salida a esta situación tan embarazosa.

En el testamento lo nombré mi heredero cuando yo faltase. Era lo lógico. Y ahora, teniendo en cuenta que no tenemos descendencia y que mi familia es muy escasa, ¿a quién podía nombrar como beneficiario? Cuando nos casamos éramos felices. Nada presagiaba un final así. Y, además, ¿qué me importaba ya si, una vez muerta, se quedaba con todo?

Pero de pronto me asaltó un terrible presentimiento: podría intentar matarme antes del divorcio y simular un accidente. Sería un viudo muy rico y apetecible. Pero ¿sería capaz de acabar con mi vida para heredarlo todo? Al principio me pareció una locura, una paranoia, pero aun así estaba atenta a cualquier movimiento suyo que me resultara sospechoso. Le vigilaba constantemente, registraba sus cosas por si encontraba alguna prueba de sus maquinaciones. Por fin, mi desconfianza se reafirmó cuando descubrí un arma de fuego, una pistola con silenciador, en el maletín que yo le regalé. Conocía el código de apertura —4515, 4 de mayo de 2015, la fecha de nuestra boda, qué ironía—. ¿Lo habría dejado a mi alcance para atemorizarme, a sabiendas de que yo lo abriría, o fue un simple descuido?

¿Qué hacer ante ese hallazgo? Entonces recordé la máxima de mi padre ante cualquier tipo de amenaza o agresión: ojo por ojo, diente por diente. Y a la vez recordé que él guardaba una pistola en la caja fuerte, de la que mi marido no tenía la combinación. Y así fue cómo yo también me agencié de un arma, que puse a buen recaudo en mi mesilla de noche. Aunque hacía tiempo que ya no compartíamos cama, tomé la precaución de cambiar la mesilla por una que cerrara con llave, que llevaba siempre encima. Y por la noche, dormía con el arma bajo la almohada.

Todo volvió a parecerme surrealista y fruto de mi alocada imaginación, pero dejé de creer en esa posibilidad cuando recibí aquella carta.

Era una carta anónima, escrita con recortes de letras, en la que se me amenazaba de muerte por algo que, decía el autor, le había hecho mi padre y que le había llevado a la ruina. No decía nada más, ni qué ni cómo. Todo muy misterioso y extraño. La policía, a quien puse en antecedentes, no pudo hacer otra cosa que prometerme una vigilancia discreta, y todo gracias a que el comisario al que acudí había sido amigo de mi padre. De lo contrario, seguro que no se habrían tomado esa molestia.

Pasados dos días, volví a recibir el mismo anónimo. Lo que le extrañó a la policía fue que no pidiera dinero a cambio. Aun así, el comisario ordenó que unos agentes de paisano se apostaran discretamente cerca de mi domicilio, permitiéndoles, de este modo, una intervención inmediata en caso de aparecer un sospechoso que pudiera perpetrar su amenaza. Pero nadie extraño apareció en los siguientes días, lo que la policía interpretó como una broma pesada o que el tipo que había enviado esos anónimos se había echado atrás al sospechar la presencia de la policía, de modo que abandonaron la vigilancia.

Yo no era tan confiada y seguí pensando que todo formaba parte de un plan que había pergeñado mi futuro asesino, el cual no vendría de la calle, sino que lo tendría en casa. Cuando así se lo mencioné al comisario, puso los ojos en blanco y me dijo que no veía porqué querría matarme mi propio marido, y por mucho que le conté mis argumentos, no me creyó. Me sentí tratada como a una niña mimada y embustera, que solo quiere llamar la atención de los mayores.

Pero yo me mantuve fiel a mis sospechas. Si mi marido me asesinaba mientras dormía, podría argumentar que había sido cosa de un intruso, el mismo que había enviado los anónimos, que no había hallado otra forma de ejecutar su amenaza que allanando nuestro hogar y acabando con mi vida. Argumentaría que no había oído nada, pues dormíamos en habitaciones separadas y el silenciador, que seguramente utilizaría mi asesino, había ahogado el sonido del disparo. Él quedaría fuera de toda sospecha —seguro que el arma no estaba registrada y no sería extraño encontrar huellas dactilares suyas por todas partes, viviendo allí. Sería el crimen perfecto. Él se saldría con la suya y yo pasaría a engrosar la población del cementerio.

Ante esa posibilidad, que cada vez veía más factible y más cercana, me vino nuevamente a la mente la ley del Talión. No me dejaría asesinar sin ofrecer resistencia. Cuando mi marido viniera a liquidarme, le estaría esperando con el arma en la mano. Pero no podía mantenerme despierta todas las noches. Puse, pues, un pequeño sensor en la puerta de mi dormitorio, que compré por internet, de forma que cuando aquella se abriera, oiría un pitido en el pinganillo que llevaría acoplado a la oreja. Probé el artilugio y funcionaba perfectamente. Tendría que seguir con este sistema de protección hasta que mi abogado lograra que mi marido firmara el divorcio. Aun así, no podía descartar la posibilidad de que, como venganza, me liquidara después, allí donde le viniera en gana. ¿Tendría que contratar a un guardaespaldas? Cada vez me sentía más asustada e impotente.

Pero si mi plan surtía efecto, y era yo quien le mataba a él, sería en defensa propia, todo habría acabado y nadie podría acusarme de nada. Quedaría todo justificado. Mi marido quiso matarme antes de divorciarnos para quedarse con la herencia que le correspondía al quedar viudo, cosa que no habría sido posible de haberse llevado a cabo el divorcio mientras yo vivía.

Al cabo de unos días, mi marido me dijo que, al día siguiente por la mañana, muy temprano, tenía una entrevista de trabajo en Madrid y que tomaría el último AVE de esa tarde. Así pues —pensé—, con mi marido ausente, esa noche estaría a salvo.

No fue así. Cuando ya dormía, un pitido en el pinganillo me despertó, a la vez que oí el sonido de la puerta al abrirse. ¿Cómo era posible? ¿Me había engañado mi marido para que me confiara, pensado que no estaba en casa? Fingí estar dormida y tomé la pistola de debajo de la almohada con sumo cuidado. Oí unos pasos acercándose con cautela hasta llegar a mi lado de la cama y a continuación ese clic propio de un arma de fuego cuando se amartilla. Yo ya tenía amartillada la mía, así que reaccioné de inmediato y en cuestión de un segundo disparé a la silueta que vislumbré en la oscuridad. El fogonazo y el estruendo del disparo fueron brutales, mi oído empezó a pitar, la habitación olía a pólvora y oía muy amortiguados los quejidos de mi atacante. Encendí la luz, me incorporé, y vi un cuerpo tendido a mis pies. No parecía mi marido. Abultaba más. Cuando, con reparo, le di la vuelta al sujeto, todavía con vida, me quedé helada. ¡Era mi abogado!, que me miraba con cara de impotencia o quizá de disculpa.

Llamé a la policía y a una ambulancia. Tras colgar el teléfono, trasladé, como pude, al abogado al salón y lo tendí en un sofá.

—Menos mal que no tiene muy buena puntería, porque, de lo contrario... Aunque a mi edad, no sé que habría sido mejor, pues la cárcel no es el lugar donde pueda pasar los últimos años de su vida un viejo achacoso como yo. ¡Qué insensato fui! —Y dicho esto, cerró los ojos tras un profundo suspiro.

Cuando llegó la ambulancia, precedida por una patrulla de policía y un coche con el comisario amigo de mi padre, el abogado ya me había confesado el plan.

Fue él, a quien, tras contarle mis problemas conyugales y mi deseo de divorciarme, se le ocurrió el plan. Propuso a mi marido ser él mi asesino, solo tenía que procurarle una pistola con silenciador —pues él no contaba con medios para hacerlo—. Nadie sospecharía de ninguno de los dos, pues quién iba a sospechar del abogado de la víctima y de un marido que tenía una coartada perfecta —la cita en Madrid sí tuvo lugar por mediación del abogado, que se las apañó, gracias a sus contactos, para montarle una entrevista de trabajo, que por supuesto no progresaría— a seiscientos kilómetros de casa, y todo a cambio de un generoso pago por sus “servicios”. Otra de las tareas de mi marido fue mandar los anónimos, otro dato que despistaría a los investigadores. Si el plan funcionaba, el abogado se aseguraría una jubilación muy generosa, pues últimamente sus ingresos habían caído en picado.

 

El abogado está en prisión preventiva, pendiente de juicio, y mi marido en busca y captura. Ahora comprendo sus palabras cuando afirmó que ya encontraría una salida a esta situación tan embarazosa. Lo que ignoro es qué quiso decirme con que había que tomarse de la mejor forma posible las cosas malas que nos ocurren. Espero que se aplique esta recomendación, porque yo lo estoy intentando.

Solo espero que lo encuentren pronto, porque, si no aparece, no podré divorciarme de él.


12 comentarios:

  1. Muy interesante, de principio a fin.
    Un abrazo.

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    1. Pues me alegro que así te haya resultado, pues tratándose de un texto bastante más largo de lo que suelo publicar, el interés podría haber mermado por puro cansancio, je, je.
      Un abrazo.

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  2. Que estupenda historia, me ha tenido todo el tiempo hasta terminar muy interesada con ese final un tanto sorprendente con el abogado. ¡Vaya dos pájaros!. Ya no se puede fiar uno ni de la sombra, jajaja.
    Me ha encantado, como siempre es estupendo leer tus relatos.
    Un abrazo y buen domingo Josep.

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    1. Si ya normalmente nos rodean peligros de todo tipo, mucho peor es tener el peligro en casa, je, je.
      Dicen que el dinero mueve montañas, pero la codicia puede llevar a cometer delitos muy graves, como el de esta historia. Pero al fonal, a esos dos les salió el tiro por la culata, ja, ja, ja.
      Me alegro mucho de que mis relatos te resulten tan interesantes.
      Un abrazo y que pases un buen domingo y una mejor semana.

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  3. Casi comete el crimen perfecto efectivamente. Lo malo es que no sabía con quien se la estaba jugando. Desde luego la narradora no tenía vocación de víctima. Genial tu relato. Me ha enganchado y no me ha soltado hasta el final.
    Un beso.

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    1. Pues sí, la protagonista tenía más arrestos de lo que en un principo parecía, y es que, al igual que el hambre, el miedo agudiza el ingenio, je, je.
      Me alegro que esta historia te haya enganchado.
      Un beso.

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  4. Un relato muy bien trenzado que realmente me sorprende en ese giro final. Y que de manera colateral también nos hace reflexionar sobre el control de las armas de fuego. Y es que bajo el signo de la codicia cualquier precaución es poca je, je. Por un lado nos has hecho creer que la protagonista estaba pasada de frenada y con miedos imaginarios siendo esto lo que al final la salvo. Por el momento...
    Un abrazo, Josep.

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    1. Probablemente, sin proponérmelo de forma consciente, he querido emular las novelas y películas policíacas, en las que un arma de fuego es de uso común, je, je. Por otra parte, es muy factible que un hombre millonario y poderoso, como el padre de mi protagonista, tuviera una a buen recaudo y que al sinvergüenza del marido no le resultara difícil conseguir una, je, je.
      Un abrazo, Miguel.

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  5. Algo ha ocurrido aquí que me ha recordado a la película extraños en un tren, aunque los personajes se alian solo para matar a una persona en vez de a dos.
    Está muy bien hilada toda la trama, de tal manera que aunque ya me olía lo del abogado, no llegué a pensar que actuaba con complñicidad del marido.
    Me ha resultado un realto muy agradable de leer.
    Te superas Josep.
    Un abrazo.

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    1. Eres un buen sabueso, sabes oler al culpable, que aquí eran dos, je, je.
      Y aunque sospechaste del abogado, me alegro que toda la historia te haya resultado entretenida.
      Un abrazo, Javier.

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  6. Un guion excelente, y con un abogado así...todo era posible. Muy bien narrado.

    Un abrazo

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    1. Es que hay cada abogado...
      Me alegro que te haya gustado esta historieta.
      Un abrazo.

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