La puerta crujió levemente.
Absorto como estaba en la lectura del informe, Matías ni se inmutó. Si firmaba
el documento que tenía en sus manos, dejaría en la calle a cientos de familias.
No era la primera vez que se veía en esa tesitura. Había hecho mucho dinero con
la especulación urbanística pero aquel proyecto era el mejor de su vida y no
podía dejar escapar la oportunidad. Cuando estaba a punto de estampar su firma,
volvió a oír el dichoso crujido. Por el sonido, parecía ser la puerta de la
biblioteca. Había hecho engrasar los goznes de esa maldita puerta cientos de
veces y, aun así, seguía crujiendo cada dos por tres. Estaba harto de esa vieja
casona familiar que más bien parecía un castillo medieval. Algún día se mudaría
a una casa moderna. Si no lo había hecho todavía no era por motivos
sentimentales, sino porque no hallaba a nadie dispuesto a pagar lo que pedía.
Matías dejó los papeles sobre
la mesa y se dirigió hacia el que había sido el Sancta Sanctorum de su padre, esa biblioteca que contenía miles de
volúmenes y millones de ácaros del polvo. La lluvia arreciaba por momentos. El
viento soplaba con fuerza. Pero la puerta estaba cerrada. Qué raro. Juraría que
el ruido procedía de allí. Cuando se disponía a abrirla, le sorprendió el ya habitual
apagón de los días de tormenta, dejándolo sumido en la oscuridad más absoluta. Aun
así, entró. No vio nada extraño, todo parecía en orden, aunque era difícil
saberlo con certeza pues solo iluminaba aquel espacio el resplandor de los
relámpagos. El viento, furioso, se colaba por los resquicios de los ventanales.
Las ramas de los árboles del jardín, con su vaivén frenético, parecían haber
enloquecido. Mientras observaba el exterior de aquella fortaleza, oyó otro
crujido, esta vez a sus espaldas. Se dio la vuelta. Una oscura silueta le
cerraba el paso. Intentó tumbar de un puñetazo al supuesto intruso, pero antes
de que pudiera levantar el brazo, un fuerte golpe en la frente le dejó sin
sentido.
Cuando volvió en sí, se
hallaba sentado en el viejo sillón orejero que tanto le gustaba a su difunto
padre y, frente a él, una figura, a la que no lograba verle la cara, le
observaba. Con un leve quejido, se incorporó para verla mejor. Lo que fuera que
estaba parado a escasos metros de él, se acercó e inclinó su cuerpo hasta que
sus caras estuvieron a la misma altura. Matías no podía creer lo que estaba
viendo. La visión de aquel engendro le puso los pelos de punta. Parecía un ser
humano, pero tenía, a la vez, el aspecto de una bestia. Tras unos instantes de
vacilación, Matías se atrevió a preguntarle: ¿Quién eres y qué quieres de mí? A
lo que aquella criatura, tras emitir una risita cavernosa, contestó: ¿No me
reconoces? Y ante la cara de ignorancia de su interpelado, añadió: Mírame bien,
Matías, porque yo soy tú o, mejor dicho, tu conciencia. Mira en lo que me has
convertido.
Nadie en la empresa pudo
explicar aquel repentino cambio de opinión ante un proyecto de tal envergadura,
pero siendo el socio mayoritario, no tuvieron más remedio que acatar su
decisión. Matías alegó, sin más explicaciones, que aquel negocio no le
inspiraba confianza y que, en lo sucesivo, dirigirían sus esfuerzos hacia
asuntos menos turbios.
Matías duerme ahora más
tranquilo, al igual que su conciencia, pero, por si acaso, mantiene cerrada, a
cal y canto, la puerta de la biblioteca.