Esther no podía evitar
mirarse al espejo, a todas horas, mañana, tarde y noche. De una extraordinaria
belleza, siempre había sido una mujer coqueta y vanidosa. David, su padre, la
reprendía por ello severamente, pues tal comportamiento no era propio de su
comunidad. Ya de chiquilla, Sara, su madre, la tenía que regañar por pasarse
horas enteras ante el espejo de su habitación, uno de esos de cuerpo entero.
Sólo faltaba que le preguntaran quién era la niña más bella del mundo.
Pero de pronto, parecía
como si todos se hubieran confabulado contra ella para que no pudiera seguir
admirando su hermosura que, a pesar de su edad, mantenía todavía a muchos
hombres hechizados.
Primero fueron esos lienzos
que cubrían todos los espejos de la casa, luego la desaparición de su
guardarropa y ahora esto. No podía entender lo que ocurría, nadie le contestaba
por mucho que les preguntara, la ignoraban por completo, pero lo peor fue que, cuando
por fin decidió arrancar esos siniestros lienzos, los espejos ya no le
devolvían su imagen.

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