Mucho tiempo ha tenido Wifredo para revisar lo que ha sido su vida. Desde muy joven ha guerreado en mil y una batallas, cercenando miembros, cortando cuellos, abatiendo enemigos a golpe de espada y manchándose las manos de sangre en nombre de su amo y señor. Si existe un Dios, no cree que sea tan misericordioso como dicen y le perdone todos estos actos, llenos de odio y de barbarie. Cómo un hombre de bien, un amoroso padre de familia puede llegar a ser tan despiadado con aquellos que dicen ser sus enemigos. Quizá se merezca el calvario por el que está pasando.
Cuando despierta ha perdido la cuenta del tiempo que lleva recluido. Si no fuera por las muescas que ha ido dejando con sus propias manos en el grueso y mohoso muro, no acertaría a calcular que son ya tres los años que vive enclaustrado en ese lúgubre calabozo. Resulta increíble comprobar cómo el ser humano puede adaptarse a las condiciones más extremas. Al menos él, porque otro quizá ya hubiera perecido. Desde que cesaron las torturas, se habituó a vivir como un animal que solo espera que le echen de comer todos los días.
Hoy el carcelero tampoco le ha pasado la escudilla por la trampilla. La poca agua que le queda ya empieza a heder. Cuando pega su cuerpo a los barrotes para pedir comida comprueba que la puerta cede y se abre sin oponer resistencia. El eco de su afónica voz, sin más respuesta que su propio lamento, le hace comprender que en aquel presidio ya no hay más preso que él. Parece como si lo hubieran abandonado a su suerte.
Sigilosamente sale de su hasta entonces vigilado encierro y deambula, como alma en pena, por los oscuros y largos pasillos. Con tiento. No fuera a darse de bruces con algún soldado. Sigue temiendo a la muerte, aunque en más de una ocasión la haya deseado.
Siguiendo un tenue haz de luz, da con una salida. Es el patio de armas. Su visión le retrotrae a su condición de comandante recién capturado y sometido al escarnio y al horror. Todos sus hombres pasados por las armas ante sus ojos. A él le perdonaron momentáneamente la vida. Solo pudo contar treinta latigazos. Hasta que perdió el conocimiento. Ya es viejo. Tiene cuarenta años y ya no soporta el dolor como antes. Luego, el olor a orines y vómitos le devolvieron la consciencia. Sus compañeros de celda, de distintos orígenes y edades, fueron desapareciendo poco a poco. Hasta que solo quedó él, único superviviente de los diez que vivían hacinados como cerdos en una porquera. Y ahora es libre.
¿Dónde está todo el mundo? ¿Acaso han abandonado el castillo y se han olvidado de él? Del todo imposible. Si alguien abandona una fortaleza es porque la deja a merced del enemigo y el camino de huida queda sembrado de cadáveres. Y allí no hay nadie, ni señal alguna de lucha.
Llega a pensar que se trata de una de sus muchas pesadillas. Pero en ésta no siente desasosiego, ni dolor, ni temor, ni pena. No siente nada, solo extrañeza y confusión. ¿Será una trampa? ¿Será una ilusión?
Mira a su alrededor. Todo está extrañamente en silencio. Todo es quietud. Ni un trino de pájaro, ni una hoja mecida por el viento. Observa las montañas que rodean el recinto amurallado. En lo más alto ve un resplandor. Puede ser una llamada. O una advertencia. Y allí se dirige.
De camino a la cima, atraviesa un tupido bosque de coníferas cuyo ápice, apuntando a las oscuras nubes, se balancea, ahora sí, por acción del viento que cada vez sopla con más fuerza. Un viento que, al barrer el follaje, parece susurrarle algo.
El viejo guerrero, agotado después del esfuerzo realizado por un cuerpo que se ha vaciado de energía, no soporta por más tiempo tanta tensión y se desploma al pie de un gran abeto de hojas plateadas.
Mientras su cuerpo yace sobre el punzante manto de agujas secas, aparece, entre brumas, Bernardo, el que fuera su segundo al mando. Debe estar delirando. Este le cuenta que no ha sido un ejército quien provocó la huida de los habitantes del castillo, sino la peste que, implacable, diezmó la población en pocos meses. Quemaron a los muertos, enterraron sus enseres y cuerpos calcinados extramuros y acabaron huyendo, dejando atrás solo el polvo del camino y el miedo.
―¿Y quién descorrió el cerrojo de la que ha sido mi celda durante estos años? ¿Quién se apiadó de mí aunque me abandonara a mi suerte? –le inquiere, acongojado, sin saber si está hablando con un vivo o con un espectro.
―Nadie, mi señor. La puerta sigue cerrada pero en vuestro estado no hay puertas ni cerrojos que se os resistan.
―¿Queréis decir que mi cuerpo ha atravesado aquellos gruesos barrotes sin darme cuenta de ello? Qué es esta locura de la que me estáis hablando –le replica, incrédulo.
―¿No me creéis? ¿Acaso no me veis, ante vos, tras haber sido ajusticiado?.
―Debo estar soñando o sois una aparición. Seáis quien seáis, ¿qué queréis de mí?
―Mostraros el camino hacia la luz, mi señor.
―No os entiendo. Hablad más claro.
―De la oscuridad en la que habéis acabado morando no es fácil salir. Alguien debía ayudaros y yo he sido elegido como vuestro guía.
―¿Vos mi guía? Acaso queréis decir que estoy…
―Sí, mi señor. Lleváis tiempo muerto. La peste acabó con vos. Pero ahora habéis vuelto a la vida.
Al oír esto, el otrora victorioso comandante del ejército de su señor, el Rey Gustavo, siente como si su cuerpo levitara. Siente una gran paz. El cansancio ha desaparecido. Se levanta, ligero y con renovadas energías. Cuando emprende la marcha junto a su malogrado ayudante de campo, observa, a lo lejos, una luz blanca y deslumbrante, la misma que debió ver desde el patio de armas.
Cuando llega al final de una larga senda, voces y caras amigas le están esperando. En primer lugar forman sus hombres, que le reciben con una gran sonrisa y una pequeña reverencia mientras se apartan para dejarle paso. Luego sus amigos y familiares. Y por fin las caras más queridas: las de su amada esposa e hijos, que fueron salvajemente masacrados en la última contienda.
El hombre se siente, al fin, libre, en paz y feliz. Para el gran guerrero este ha sido un nuevo amanecer, el mejor de todos.
Menudo relato, Josep. Con tu forma de escribir plagada de descripciones me he hecho una idea de lo que debió sufrir este hombre, al que un nuevo amanecer, viendo sus rostros queridos le trajo ¿a nueva vida o... a descansar en paz para siempre?
ResponderEliminarPrecioso, aunque con poso triste.
Un beso
la vida de la soldadesca en aquellas épocas debió ser extremadamente dura. Vivir para batallar a cambio de malvivir. Claro que peor lo pasaba el pueblo llano.
EliminarWifredo, tras guerrear toda su vida acaba en manos de la peste negra, un enemigo mucho peor.
Al menos tuvo su momento final de gloria.
Muchas gracias, Chelo, por venir a visitar este blog y comentar.
Un abrazo.
Un relato épico con trasfondo místico.
ResponderEliminarNo te voy a comentar nada más pues no hace falta, está todo dicho y me ha gustado.
Abrazos Josep.
Muchas gracias, Francisco. Me doy por satisfecho de que te haya gustado este relato épico.
EliminarMira tú por donde, a mi no me acababa de convencer y lo tuve enjaulado días y días, hasta que me dije: libéralo, pues merece una mejor vida. Y lo solté, al igual que a Wifredo.
Un abrazo.
Madre mía cuanto sufrimiento, pero qué bien descrito. Me ha gustado mucho, especialmente el final, precioso.
ResponderEliminarUn abrazo.
Por brutal que hubiera sido el comportamiento de este guerrero medieval, merecía una vida mejor al lado de sus seres queridos que le precedieron en el camino hacia el más allá.
EliminarMuchas gracias, Marigem, por tu presencia en este blog y por dejar tu comentario.
Un abrazo.
Tengo dos palabras para reflejar lo que me ha gustado este relato: im presionante.
ResponderEliminarBromas aparte, es estupendo cómo la liberación de este preso va más allá de lo que él mismo hubiera deseado cuando estuvo encarcelado. Esa nueva e inesperada libertad le proporcionó la compañía de seres queridos y una paz que no hubiera podido disfrutar de otra manera.
Estupendo, Josep, me ha gustado un montón.
Hola Paloma (alias Kirke),
EliminarTal como le he comentado a Francisco, este relato no acababa de convencerme. Temía que resultara anodino a ojos de mis lector/as. Pero a medida que lo iba puliendo, me parecía que tenía algo espiritual que trascendía su contenido puramente épico.
Me alegro, pues, que te haya satisfecho.
Un abrazo.
Has convertido un relato plagado de los horrores de la guerra y la peor crueldad que sabe mostrar el ser humano, en un relato lleno de esperanza y redención. Junto al protagonista he sentido esa paz, ese relax de llegar por fin a casa tras durísimas pruebas. Yo, como él, respiro ahora tranquila :) Creo que es señal más que evidente de que has conseguido que empaticemos con tu soldado desafortunado.
ResponderEliminarMuy bien escrito y de argumento interesante, Josep. Me ha gustado mucho.
¡Un abrazo!
Hola Julia,
EliminarCon este relato he querido mostrar la liberación que, para algunos, debía representar la muerte. Para aquellos que guerreaban, jugándose la vida, para salir de la miseria, los que veían morir a los suyos de epidemias y enfermedades incurables, la muerte era algo con lo que convivían a diario y los creyentes la esperaban con resignación.
Nuestro protagonista, sin serlo, vio cumplida su mayor ilusión: vivir en paz junto a sus seres queridos. Arrepentido de ser como era, recibió esa recompensa.
Muchas gracias por tu comentario tan placentero :)
Un abrazo.
Hola Josep. Creo haber leído, un viejo de cuarenta años, claro sería en esas épocas porque ahora es una edad divina, ¡quién la pillara! jajaja.
ResponderEliminarUn relato estupendo que pensé iba a ir por otros derroteros, y mira, al final se acabaron las penas para el pobre hombre logrando esa libertad que no pudo tener.
Como siempre, un placer leer tus historia tan bien contadas.
Un abrazo.
Efectivamente, Elda, has leído bien. En la Edad Media (en la que se supone que transcurre esta historia) la esperanza de vida rondaba esa edad. Pocos eran los que vivían sesenta o más años. Y estos "afortunados" eran considerados unos vejestorios inservibles. Claro que dependía del estrato social en el que les había tocado vivir y nuestro caballero no era precisamente un don nadie. Pero las guerras hacían envejecer prematuramente al más lozano si no es que acababan literalmente con sus huesos en la fosa común. Es muy tétrico pero es que la vida por aquel entonces era muy dura.
EliminarMuchas gracias por seguir mis "andanzas literarias" y por dejar tu siempre amable comentario.
Un abrazo.
Un relato épico bien descrito y que consigue crear una atmósfera envolvente en el lector. Pero es una pena que el protagonista encuentre la felicidad en la muerte.Un abrazo, Josep.
ResponderEliminarHola Carmen,
EliminarEn aquellas condiciones de vida pocos disfrutaban de una vida feliz, y la soldadesca, aunque se permitiera explayarse a sus anchas y emborracharse tras cada batalla ganada, no gozaba de una felicidad tranquila y sosegada.
Es realmente triste que nuestro Wilfredo, para vivir en paz y tranquilidad tuviera que dejar esta vida para "vivir" en la otra,
Muchas gracias por haber venido a acompañarme a lo largo de esta historia.
Un abrazo.