Hoy he
vuelto a pasear por mi barrio, en el que, por cierto, también nació Joan Manuel
Serrat siete años antes que yo, aunque todavía no le conozco ni puedo saber
quién es. Mi barrio es como una pequeña ciudad que habita, palpita y respira
dentro de la gran urbe, que satisface las necesidades de sus habitantes. No hay
que desplazarse más de unos cien metros a la redonda para adquirir lo
indispensable: la lechería, en los bajos de nuestra finca, donde sirven la
leche fresca traída de una vaquería cercana ─que, por cierto, despide un olor a
establo que tumba a quien osa pasar por delante, pues todavía no lo han
prohibido─, y que la dueña escancia en raciones de cuarto, medio o de un litro
en la lechera que los clientes llevamos de casa, donde la herviremos antes de
consumir; la panadería, donde venden el pan recién horneado a peso y si falta
algunos gramos pues añaden un pedacito extra para compensar y que, cuando es un
corrusco, me lo como por el camino; la mercería, donde mi madre compra toda
clase de cintas, hilos y botones; la librería-papelería, que me surte de
lápices de colores Alpino (mis preferidos), tinta china, papel secante y
libretas de todas las clases y tamaños; el local del zapatero remendón, llamado
también “El rápido” porque remiendan los zapatos en un santiamén, y que despide
un fuerte olor a cuero, goma y a cola de pegar; el bar bodega, en el que los efluvios
alcohólicos llegan a marear, donde vamos a comprar el vermut a granel y también
hielo (hasta que no aparezcan las neveras eléctricas), que cortan de una larga
barra, en pedazos en forma de cubo, con una guillotina, y que nos llevamos a
casa lo más rápidamente posible para que no se deshiele por el camino; la
farmacia en el chaflán de enfrente, cuyo farmacéutico conoce a toda su
clientela a la perfección; el colmado (o tienda de ultramarinos), donde mi
madre suele mandarme a por patatas ─”sobre todo que sean del bufet”, que ignoro
lo que significa, pero que para ella son las mejores─ y aceite a granel, que
sirven con una especie de surtidor; la droguería, justo al lado, donde venden
desde pintura hasta matarratas; y a unos treinta metros de la esquina, calle
arriba, el trapero a quien le llevamos las botellas vacías de Champán (al que
todavía no le han cambiado el nombre), los periódicos y tebeos (a los que
todavía no les han bautizado con el nombre de cómics) usados. En esa trapería,
los papeles y trapos se pagan a peso. Las botellas no, esas tienen un precio
por unidad. Cada vez que voy, con el dinerillo obtenido ya tengo para comprarme
tebeos nuevos o me lo guardo hasta que me alcanza para comprar un Minicar, esos
coches en miniatura a escala. Cuestan mucho dinero, pero soy paciente. De
momento ya tengo seis y todavía ignoro que llegaré a tener más de veinte y que
un niño al que no conoceré, al que su madre trajo a casa una mañana porque no
sabía con quién dejarlo y a quien la mía le dejó pasar el rato con esos
cochecitos tan queridos por mí ─”Hala, juega un ratito, guapo, mientras tu mamá
hace la limpieza”─, se llevará unos cuantos que finalmente recuperaré, tras amenazar
a mi madre con marcharme de casa, bastante deteriorados.
Después
de deambular un rato por los aledaños, he acabado entrando en la finca donde nací,
he tomado el ascensor acristalado con carcasa de madera ─que la señora de la
limpieza no quiere tomar porque le da miedo─, he pulsado el botón de latón dorado
del tercero segunda y he llamado a la puerta, pues sigo sin tener llave. Me ha
abierto mi madre. La he pillado escuchando la radio. Es la hora del consultorio
sentimental de la señora Elena Francis. Luego, cuando el almuerzo ha estado
listo, me he sentado a la mesa para comer ese puré de patatas que no me gusta y
al que mi madre le echa un poco de tomate frito de bote porque sabe que es la
única forma de que me lo coma. Mientras, en la radio escucho Tambor, el
programa de cuentos infantiles del mediodía. Sé que, por la tarde, al volver de
la escuela, encontraré a mi madre sentada ante su máquina de coser Singer o
planchando un montón de ropa, atenta a las penalidades de Ama Rosa, la
radionovela que tanto la hace llorar. Eso si no está recortando y pegando los
“cupones ahorro del hogar” en esas libretitas que después canjeará por algún
regalo en los almacenes El Barato, esos donde vamos a entregar la carta a los
Reyes Magos a principios de año ─todavía no tengo claro que Sus Majestades los
Reyes de Oriente sean los padres─, y que un incendio acabará con ellos años
después de forma sospechosa. Y yo, después de hacer los deberes, volveré a
sentarme a la mesa, deseando que no haya para cenar coliflor con patatas, que
todavía me gusta menos que el dichoso puré porque, además, huele mal. Por
suerte también me acompañará, para hacer el rato más agradable, otro programa
de cuentos, Cascabel, a las ocho y media en punto. Pero antes sonará la canción
del Cola Cao que tanto me gusta ─”Yo soy aquel negrito del África tropical…─.
En
casa somos muy de radio ─cómo no, si todavía faltan unos tres años para que
entre en nuestro hogar el milagro de la televisión─. A lo largo de la semana todos
seguimos ─menos mi padre, que es pluriempleado, el pobre, y se levanta a las
seis de la mañana y no vuelve hasta las ocho y media de la tarde─ las alocadas
historias de Matilde, Perico y Periquín y el humor de Pepe Iglesias “El zorro”
─”Yo soy el zorro, zorrito, para mayores y pequeñitos; yo soy el zorro,
señores, con mil amores voy a empezar”─. Un programa, en cambio, que detesto y
que solo sigue mi madre es, además del de la dichosa Elena Francis, el de esa
tal Montserrat Fortuny, otra voz femenina del consultorio sentimental de media
tarde, momento que aprovecho para irme a mi cuarto a hacer los deberes. Los
únicos programas que reúne a toda la familia ─mi padre, mi madre, mis dos
hermanas, mi abuela paterna y un servidor─ en torno al aparato de radio son las
noticias de Radio Nacional de España, a las nueve en punto, que mi padre sigue
llamando “el Parte”, como si no hubiera terminado la Guerra Civil (y de eso ya
hace diecinueve años) y, cómo no, Taxi Key, la serie policíaca de moda que se emite
los sábados por la noche por Radio Barcelona. Por fortuna puedo quedarme a
escucharlo, pues, aunque termina casi a las once, al día siguiente no tengo que
ir al colegio y ya soy mayor para ello. No sé exactamente qué edad tengo. Debo de
tener unos ocho años, pues mis hermanas aparentan trece y quince,
respectivamente.
Eso de
ir al colegio los sábados por la mañana es un rollo. A ver cuándo instauran eso
que llamarán la “semana inglesa” (los ingleses siempre tan adelantados). Así
tendríamos un fin de semana más largo y podríamos hacer los deberes sin tantas
prisas. Menos mal que esta semana ningún profesor me ha castigado con asistir a
clase de repaso el sábado por la tarde y podré salir a dar una vuelta con
Joaquín. El domingo no puedo, pues por la mañana tengo que ir a misa de una con
mis padres y luego a visitar a mis abuelos maternos (esto no me resulta ningún
sacrificio, al contrario, pues mi abuelo Antonio, que es muy espléndido, me da
siempre un duro para ir al cine, que yo me guardo para lo que haga falta), y
por la tarde es cuando hago los deberes. Mi padre dice que siempre los dejo
para el último momento, pero yo prefiero dejar lo pesado para el final.
Joaquín
y yo tenemos la misma edad. Es mi único amigo de la escalera. Y del barrio. No
va a mi colegio ─yo voy a los Escolapios de San Antón y él a los Maristas de
Sarriá, un colegio de más postín, aunque está mucho más lejos, mientras que el
mío solo está a un cuarto de hora andando─. Vive en el cuarto primera con su
padre, un tío soltero, que es teniente de la Guardia Civil, y su abuela
paterna. Todos son de Santander, menos él, que nació en Barcelona. Como no tiene
que ir a misa, se pasa casi todo el domingo jugando con los juguetes que le
compran cada dos por tres. Y también tiene un montón de tebeos, que me pasa
cuando ya los ha leído. He oído decir que está muy mimado porque no tiene
madre. Cuando sea mayor sabré que sí tiene madre, pero que los abandonó cuando él
era todavía muy pequeño y por eso no se acuerda de ella.
Aunque
a mis padres no les hace ninguna gracia que vayamos a pasear solos, me han
dejado salir a dar una vuelta con él ─”no vayáis muy lejos y no aceptéis ningún
caramelo de un extraño”, nos ha dicho mi abuela, siempre tan sufridora─. Hemos ido
hasta el mercado de San Antonio, que está prácticamente al lado de mi colegio, donde
los domingos por la mañana, al salir de misa, suelo intercambiar cromos con
otros niños o comprar nuevos en los encantes. Creo que ahora estoy haciendo una
colección sobre piratas, o quizá sea la de la película Los Diez Mandamientos,
no estoy seguro.
Al
cruzar El Paralelo, mi calle, que oficialmente se llama Avenida del Marqués del
Duero ─que vete tú a saber quién era ese Marqués─, he visto pasar el tranvía de
verano, abierto por los laterales, y adornado con una especie de pequeñas
cortinillas que cuelgan de lo alto, a cada lado, para proteger a los pasajeros del
sol. O para hacer bonito, no lo sé. Ese tranvía, al que se le conoce como
“Jardinera”, va hasta la Barceloneta, donde tiene su parada final, junto a la
playa, en una plaza (en un futuro la llamarán rotonda) que hay frente a los
baños públicos de pago: El Astillero, Los Orientales y San Sebastián. Durante
las vacaciones de verano, voy con mi madre a Los Orientales. Tienen tres
departamentos: para hombres, para mujeres y familiar. De pequeño mi madre me
llevaba con ella al de mujeres. Me daba mucha vergüenza desnudarme delante de
señoras desconocidas, aunque mi madre me cubriera con una toalla. Ellas, en
cambio, no se tapaban y alguna vez, sin querer, las había visto en bragas y
sostenes. Yo quería ir a los baños de San Sebastián, de mucha más calidad, con
sus casetas para cambiarse, una piscina enorme y un trampolín de tres alturas,
pero la entrada es mucho más cara.
En el
camino de vuelta a casa, he visto pasar al basurero, con su carro tirado por un
caballo, recogiendo las basuras a pie de calle, junto a los árboles, que los
vecinos dejan en unos hediondos cubos de plástico, sin bolsa y a duras penas
cerrados; y ya en casa, he visto desde el balcón al farolero, encendiendo las
farolas de la calle; para dejar paso, más tarde, al vigilante. Me han dicho
que, de madrugada, al vigilante le sustituye el sereno. Nunca he entendido muy
bien lo que hace uno y el otro. Al parecer, el sereno es quien te abre la
puerta del portal si te has dejado las llaves ─¡Sereno!, hay que gritar, ¡Ya
va!, responde─. Dicen que también se le puede llamar dando palmas. Y que va
armado. ¿Será cierto? Quizá solo lleva una porra. De hecho, nunca lo he visto,
puesto que a esas horas yo no ando por la calle, salvo al salir de la Misa del
Gallo, y eso solo es una vez al año.
Al
cartero hoy no le he visto, debió pasar al mediodía, cargado con su gran cartera
de piel en bandolera. Si estuviéramos en Navidad, veríamos a todos estos servidores
públicos, que recorren incansablemente las calles del barrio, llamando a las
puertas de las casas pidiendo el aguinaldo. “El basurero, el barrendero, el
farolero, el cartero… les desea unas felices fiestas”. Y detrás de la postal
que obsequian a cambio, podríamos leer un verso. Me imagino que cada año es el
mismo. La verdad es que no me he fijado. Y en las calles veríamos a los Guardias
Urbanos, los que dirigen y controlan el tráfico apostados siempre en los mismos
cruces, con un montón de paquetes a su alrededor con los que algunos
conductores, habituales de la zona, les obsequian. Que yo me pregunto si esto
no podría considerarse una forma de soborno.
Todo ello
me resulta normal y corriente, aunque percibo un cierto halo de irrealidad, de
lejanía. No sabría decir por qué. Hasta que me doy cuenta de algo realmente
extraño. Y es que en todo este tiempo no he puesto los pies en mi colegio. ¿Será
que estoy de vacaciones? Y entonces caigo en la cuenta de que no sé en qué mes
del año estamos. Tiene que ser verano porque he visto circular al tranvía
“jardinera”, pero no puedo ser más preciso. Como me huelo algo extraño, para
asegurarme de que todo está en orden y de que, efectivamente, si no he ido a
clase es porque estoy de vacaciones, me acerco hasta el colegio donde todavía pasaré
otros nueve largos años de mi vida. ¡Qué lentamente pasa el tiempo cuando se es
niño!
Debo
reconocer que he hecho el trayecto con cierto temor, como si pensara que lo que
estoy viviendo no fuera real. Pero cuando llego a mi destino, compruebo que
nada extraño ha ocurrido. El colegio sigue ahí, imponente. Nada ha cambiado. La
oficina del banco Hispanoamericano sigue en la esquina, mirando de frente al
mercado de San Antonio, y las tiendas en los bajos del edificio son las mismas.
Al entrar, el vestíbulo sigue ostentando, en una de sus paredes, los Cuadros de
Honor de los alumnos de cada curso. De lejos percibo el bullicio procedente del
patio, al que se accede por el pasillo de la derecha, junto a la escalinata que
hay al fondo, pasada la enfermería. Una vez me asomo a él, se me antoja
más pequeño. Está lleno de chiquillos, con la bata a rayas azules y fondo
blanco. ¿Por qué no estoy yo allí, entre ellos? ¿Por qué no he acudido a clase?
Entonces me veo, sentado en un rincón, pues no me gusta el futbol y prefiero
contar aventuras o jugar a las chapas. Estoy con varios compañeros que no
reconozco, aunque sus caras me resultan familiares. Me miro y ese otro yo me
devuelve la mirada. Se levanta y se dirige hacia donde estoy con paso decidido,
se planta ante mí y, con cara de extrañeza, me dice: ¿Y tú que haces aquí? Ya
eres muy mayor para estar con nosotros. Vuelve a casa.
Abro
los ojos. Sigue en mis manos el cuaderno que me ha regalado mi hija, para que
anote en él todo lo que se me antoje: deseos, reflexiones y recuerdos. Tengo ya
una edad en la que los recuerdos dominan mi mente.
Dicen
que todos los sueños esconden un significado y solo debemos saber
interpretarlos. Este me ha parecido tan cristalino como el agua de un riachuelo
de alta montaña. Imágenes y momentos de un pasado lejano que ahora me producen
añoranza. Supongo que es la nostalgia que se siente al saber que no volveremos
a vivirlos nunca más, al darnos cuenta de que no se puede volver atrás. Quizá
escriba en este cuaderno todo lo que acabo de soñar.
Ay Josep, que nostálgica me he puesto con este relato de nuestros tiempos (aunque yo tenga algo mas, jajaja) pero las cosas eran las mismas. No puedo añadir más porque exactamente esos recuerdo me han surgido al leerte. ¡Era todo tan diferente y a la vez tan hermoso!. Los juegos en la calle con los amigos, las colecciones de cromos como tu cuentas, yo las hacia de Sissi Emperatriz, jajaja, y leía los tebeos de hadas. Iba al cine con mis padres los sábados por la noche, en fin, igual que todos los niños de entonces.
ResponderEliminarLa compra en las pequeñas tiendas donde todos los mayores se relacionaban, y no como ahora en los supermercados que cada uno va a lo suyo, y encima pendiente del móvil, qué obsesión...
Siempre digo que en estos casos y muchos más, "cualquier tiempo pasado fue mejor".
Un placer la lectura Josep. A ver si te animas y haces otro relato de la adolescencia de aquellos tiempos, :))), esa si que tiene diferencias, me quedo con la mía, jajaja.
Un abrazo.
Hola, Elda.
EliminarEste relato autobiográfico, que he presentado con un halo de fantasía, describe fielmente mi vida y las costumbres de una época que tuvo sus pros y sus contras, como casi todo en esta vida. Salvo alguna excepción, es de suponer que todos los que ya hemos superado la barrera de los sesenta años hemos vivido experiencias y situaciones idénticas. El niño de mi historia, mi alter ego, tiene 8 años en ese momento, y ya han transcurrido 19 años desde el término de la guera civil, en 1939, así que nació en 1950. Echa cuentas y verás que no nos llevamos tantos años como insinúas, jeje.
Me alegro que hayas disfrutado de su lectura y que te haya hecho revivir buenos momentos del pasado. A fin de cuentas, haciendo gala del título (y de la motivación inicial de este blog) no son más que retales de una vida.
Un beso.
Hola Josep, qué emotiva y original narración a través de los ojos de tu protagonista. Esto es lo que perfectamente se podría denominar como nostalgia en positivo y un recorrido por los que supongo son en parte recuerdos personales. Y aunque sitúas la acción en la Barcelona de los años 60, yo en lo personal he encontrado matices que aún persistían en el Madrid de los primeros 80 cuando yo era un niño. Recuerdo el ir a comprar la leche en botellas o en bolsas de plástico, tener que devolver los vidrios de las botellas de los refrescos, esos olores de las bodegas o de los locales de los zapateros que se quedaron impregnados en nuestra memoria vital. Por un lado está ese cierto aire de inocencia que como no sea en sueños no creo que volvamos a encontrar, y por otro lado esas mañanas de colegio de sábado (que desconocía), esas misas obligatorias o esa dura Guardia Civil que mejor casi ni soñar con ellas. Por cierto, hubo un movimiento que que creo quedo en nada de recuperar las figuras de los serenos (en plan solo vigilantes) para recuperar la seguridad o al menos algo de tranquilidad en los barrios, que no vendría nada mal dado el aumento de casos de violencia sexual contra las mujeres. Un gran abrazo Josep, y gracias por este regalazo de relato.
ResponderEliminarHola, Miguel. Como le decía a Elda, este relato es un fiel reflejo de la época que me tocó vivir a mis 8 años. Aunque la narración se sitúa hacia finales de los años 50, en algunos aspectos puede perfectamente extrapolarse a una o dos dácadas posteriores. Todo lo que menciono de mi barrio y de mis vivencias es literal, dando a la historia, eso sí, un toque de fantasía al presentarla como el producto de un sueño.
EliminarDoy por supuesto que, si no todas, muchas de esas experiencias y costumbres tuvieron su duplicidad en otras décadas y lugares de la geografía española. Así pues, aun siendo mucho más joven que yo, pudiste llegar a vivir hechos muy parecidos, las postrimerías de una España todavía muy atrasada con respecto a nuestros vecinos europeos. Todo nos llegaba con mucho retraso, incluso las películas de Hollywood, jeje.
Muchas gracias, Miguel, por la lectura y por dejar tu amable comentario.
Un abrazo.
No sabía que habíamos nacido en el mismo barrio y qué habíamos hecho cosas tan iguales o parecidas. Yo tenía fiesta los jueves por la tarde, pero el sábado era día de colegio normal. ¿A ti no te salían cromos en las chocolatinas? Gracias por este baño de recuerdos tan entrañablemente contados.
ResponderEliminarUn abrazo.
Pues yo ignoraba que hubieras nacido en Barcelona y más aun en el mismo barrio. Hace unos años, tras fallecer mis padres, quise volver a recorrer esas calles que me vieron crecer y, cámara en ristre, quise dejar constancia de su estado actual. No veas lo que ha cambiado. Casi es ireconocible. Obviamente, salvo la farmacia, ya no existe ninguno de los establecimientos que menciono.
EliminarA mí me salían también cromos en las chocolatinas y animales de goma (que también coleccionaba) en las cajas de detergente OMO para lavar la ropa, jeje.
Gracias a tí, por leerme y dejar tu comentario.
Un abrazo.
Lo de haber nacido en tu barrio ha sido una exageración por lo cercano que me he sentido a lo que escribías. Yo nací en Zaragoza, donde vivo. Todavía fui de los que nacían en casa. Mis hermanos pequeños ya lo hicieron en clínica.
EliminarEs que "OMO lava más blanco", lo mismo que "ESE lava limpio, limpio limpísimo".
Un abrazo.
Me parecía escuchar las voces de un amigo bastante mayor que yo. La lechería, por ejemplo, con esos olores, estaría hoy prohibida. Haces un repaso exhaustivo por unas dçecadas de la España que es esas cosas sí ha cambiado. La radio era el parlante a cuyo alrededor se hacía la vida, como en las cocinas.
ResponderEliminarPreciosa puesta de largo de unos recuerdos, o sueños cristalinos. Un abrazo y feliz martes
Es que son las voces del pasado que vienen a deciros lo mucho que ha cambiado nuestra sociedad, jajaja. La vaquerías en las ciudades fueron prohibidas en los años 60, por la insalubridad que representaban. La leche solo se vendía a granel y sin pasteurizar, por lo que debía hervirse, y al hervirla formaba una capa de nata que apartábamos y nos la comíamos (mis hermanas y yo nos peleábamos por ella) con un poco de azúcar. Ahora esto, y todo lo demás que cuento en este relato, suena a prehistoria, jeje.
EliminarUn abrazo,
Sí que te has puesto nostágico. Confieso que muchos de los recuerdos de tu protagonista me han transportado a los tiempos en que yo también era un niño,... aunque es curioso. Viví mi infancia en el medio rural,... y cambian algunas cosas,... pero en el fondo, la esencia permanece. Bonita entrada Josep Mª!
ResponderEliminarSupongo que son cosas de la edad y del tiempo (climatológico), jeje.
EliminarEn las ciudades y en los pueblos se vivía de forma distinta, pero supongo que el fondo era muy parecido.
Yo mismo, a esa edad, cuando iba a pasar las vacaciones en casa de algunos parientes que vivían en el campo, me llamaban la atención ciertos hábitos que para mí eran insólitos, como el uso de la "comuna", que era el equivalente a una letrina común para todos los miembros de la casa y que solía estar encima del establo (por lo del abono orgánico, jeje), y que consistía en un cuartito con un asiento de obra y una tapa de madera. Tengo muchos recuerdos del medio rural, pues los antepasados de mi padre proceden de un pequeño pueblo de Lérida.
Un abrazo.
Qué preciosidad. Me has recordado tanto a las historias que me contaban mis padres...su barrio ha cambiado mucho. Hace un par de años tiraron la casa donde nació mi padre y aunque sea una tontería me dolió enormemente, se fue una parte de mí.
ResponderEliminarEnghorabuena por la historia, los tranvías jardinera son los preferidos de mi madre(que odiaba a Elena Francis).
Bueno, Gemma, si te contara las historias que me contaba mi padre, y ya no digo mi abuela..., jajaja,
EliminarEl tiempo no respeta nada, y es normal en la mayoría de los casos. Volver al lugar de origen después de muchos años de ausencia suele producir un gran desencanto, por cuanto mucho de lo que uno conoció ya no existe. Pero para eso están los recuerdos y las ganas de contarlos, jeje.
A mis hijas, cuando eran pequeñas, les contaba alguna de estas cosas y no sentían el más mínimo interés. Les parecía las batallitas del abuelito, pero cuando tengan mi edad, también sentirán añoranza de su vida infantil y juvenil.
Un abrazo.
Precioso relato-evocación de una vida. Cómo me recuerda mis propias nostalgias. No conocí esa maravillosa lechería; a nuestras casa, la mía, las de mis abuelas, venía todas las mañanas el lechero con sus cántaras y servía la leche en lo que llamábamos el hervidor, por qué sería...
ResponderEliminarSí conocí la bodega y el colmado y la mercería, y las barras de hielo que mi abuela metía en la nevera, una nevera sin motor que lo único que hacía era proporcionar un ambiente parcialmente aislado al hielo y a lo que se quería refrigerar, vamos, un termo gigante.
No sigo porque se me come la nostalgia. A veces me rebelo y quiero volver a aquellos tiempos y volver a a ver a aquella gente que he perdido y me entra una gran rabia por no poder conseguirlo.
Un beso.
Cada generación tiene sus propias vivencias y a los de una misma generación les une muchas cosas en común. Además, como en aquellos años las cosas no evolucionaban con tanta rapidez como ahora, los de las quintas del 40, 50 e incluso 60, podemos compartir muchos de esos usos y costumbres que relato.
EliminarAunque no podemos, ni debemos, negarnos a los continuos adelantos que nos ofrece la sociedad moderna, sigo pensando que ello no debe estar reñido con conservar algunas de las cosas de antaño. De hecho, en muchas ciudades han vuelto los tranvías, por poner un ejemplo, cuando llegaron a ser considerados unos artefactos molestos. El comercio de proximidad está desapareciendo a favor de las grandes superficies y de las franquicias. Son pocos los comercios en los que podemos hallar un trato personalizado. Ni las librerías son lo que eran, a menos que vayas a una librería de viejo, jeje.
Un beso.
Precioso y nostálgico relato compañero, me ha recordado a mis viajes. De alguna forma es un viaje en el tiempo.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho, yo compraba laca y colonia a granel en la droguería, mi abuela vendía leche en un puesto del mercado,...el transistor puesto todo el día, el "parte", "Los Porretas" ... los cromos, las chapas... Pero confieso que me he quedado algo triste... tu relato me ha recordado una experiencia personal que nunca he olvidado. Una vez le regalé a mi padre, enfermo y sexagenario, un precioso cuaderno y boli, para entretenerlo y para que me escribiera en él toooodas esas historias y viajes que siempre me contaba, que a mi me encantaban y que yo temía perder en mi memoria.
Cuando se lo di ... me contestó: "Todavía tengo que durar algunos añitos más y contarte de viva voz todas las historias"... Pero lamentablemente no fue así, al poco tiempo falleció... y yo conservo intacto ese cuaderno, el boli... y el recuerdo de mi padre en mi memoria.
Gracias por compartir y remover. Un abrazo enorme mi querido Josep.
Pues sí, Cristina, este relato es un viaje en el tiempo, un viaje, por lo demás, que no precisa de planificación, solo de memoria, jajaja. Es curioso y agradable a la vez observar cómo, aun siendo mucho más joven, todavía viviste alguna de las costumbres que narro, aunque seguramente con un toque menos "vintage", jeje.
EliminarLamento haberos puesto melancólicos a los que mi relato ha provocado tristes recuerdos, como el que mencionas de tu padre. Yo no llegué a darle al mío ninguna libreta, seguramente habría reaccionado del mismo modo, pero sí que procuré "extraerle" el mayor número de historias y anácdotas de su infancia y juventud. Debo aclarar, sin embargo, que cuando ya era muy mayor, no hacía falta tirarle mucho de la lengua, pues le encantaba contar sus "batallitas", jeje.
Gracias tí, por seguirme tan de cerca y por dejar tu comentario.
Un abrazo.
Muy nostálgico este texto. Me pregunto si lo escribiste en la libreta y luego acá o sólo acá. Me ha gustado leerlo amigo.
ResponderEliminarAbrazos.
Las historias de la infancia, cuando esta ha sido relativamente feliz, siempre producen una cierta nostalgia. Aunque no soy de los que piensan que todo tiempo pasado fue mejor, sí me gusta recrear alguna de esas cotidianeidades que me produjeron satisfacción y que recuerdo con cariño.
EliminarNo he necesitado ninguna libreta para ir anotando todo lo vivido tantos años atrás. Ha sido un relato de corrido, en vivo y en directo, jeje.
Un abrazo.
Uy Josep Ma qué bonito relato. Me ha hecho sonreír con dulzura porque he visto al niño Josep Ma. Me ha parecido precioso y de lo más entrañable.
ResponderEliminarLo del colegio los sábados, menos mal que a mi ya me tocó la innovación inglesa.
A mi me sigue dando penita cuando veo desaparecer esos lugares entrañables, quedan cada vez menos y con cada tiendecita que cierra perdemos tanto, nos volvemos iguales a otras ciudades, perdemos la esencia y nos masificamos.
Besos
Es que la Barcelona de los años cincuenta y sesenta da para mucho, jeje, aunque las mismas costumbres sean extrapolables a cualquier otra ciudad española de la época, con sus lógicas diferencias.
EliminarEn cuanto al horario escolar, había colegios en los que el sábado por la mañana era lectivo pero que "libraban" (como las chachas) los jueves por la tarde, como comenta Macondo. En mi caso no era así y no sé si algo tendría que ver que fuera un colegio religioso (por lo del sacrificio, jajaja).
A mí también me encantaría revivir la esencia de los barrios de antes, con sus tiendas y pequeños comercios, negocios familiares donde el cliente era considerado y tratado de forma familiar. Lo que ya no me parece tan adecuado (eso era fruto de la precariedad económica de la época) es lo de "apúntamelo, que ya te lo pagaré", jajaja.
Un beso.
Qué bien has relatado tus propios recuerdos a través de un personaje que los sueña.
ResponderEliminarAdemás, has conseguido que yo recordara también otras cosas de mi propia niñez como que mi madre también llamaba al telediario, parte o que le gustaba mucho oír a Elena Francis pero a mí no, de hecho la música de fondo me ponía de los nervios. Solo te ha faltado añadir que veías los Chiripitifláuticos y hubiera pensado que fuimos parientes, ja, ja, ja.
Esa vida de barrio yo también la tuve y creo que es lo más parecido a lo que otros tuvieron en un pueblo, todo el mundo se conocía y los vecinos de la misma edad hacían piña (anda que no he pasado yo horas en la casa de mi amiga Mari Pili que vivía en el piso de debajo mío).
En fin, que me ha encantado la forma de relatar y la añoranza que se destila en todo el texto.
Un beso.
Jajaja. Los Chiripitifláuticos ya me pilló de adolescente, aunque todavía con el televisor en blanco y negro, pero no recuerdo si ya existía el segundo canal, el conocido como el UHF.
EliminarLa entrada de la televisión en casa, en enero de 1961 (no había cumplido todavía los 11 años), daría para muchas más historietas, jeje. Antes de esa epopeya, subía al piso de mi amigo Joaquín a verla, pues ellos fueron los pioneros en la escalera de vecinos.
Me satisface que mi "sueño" os haya hecho soñar despiertos vuestras propias experiencias vitales, que, por lo que leo, no son tan distintas a las mías, con las lógicas diferencias que el tiempo transcurrido entre unos y otros haya podido causar.
Un beso.
Josep: tu texto, precioso. Y tienes mucha razón en lo que dices en varias de tus respuestas a los comentarios de tus amigos y lectores: tus vivencias y recuerdos son perfectamente extrapolables a cualquier ciudad o provincia de esta España nuestra desde la mitad del siglo pasado hasta bien entrados los ochenta, donde empezaron a cambiar muchas cosas, como ya vaticinaba Alfonso Guerra cuando los socialistas llegaron al poder allá por el 82: "A España no la va a reconocer ni la madre que la parió".
ResponderEliminarLo dicho, un relato precioso. Me ha hecho recordar muchas cosas de mi viejo barrio, allá por la década de los setenta.
Un abrazo, amigo.
Hola, Pedro. Esta etapa que mencionas representó el despertar perezoso de un país anclado en unas costumbres arcaicas con respecto a nuestros vecinos europeos, pero aun así no exento de un cierto encanto vetusto que ahora resulta tan antiguo como la sopa de ajo. Lo importante es que, a pesar de esos atrasos, que para nosostros no eran tales, pues no conocíamos nada mejor, fuimos felices a nuestro modo. Lo bien que me lo pasaba jugando en la calle, no me lo quita nadie. Y la tranquilidad tampoco. No había tanto estrés ni aglomerciones como ahora. Habían muchas otras carencias, por supuesto, pero con lo poco que teníamos nos conformábamos. Ahora los niños necesitan de una consola, del móvil y de la tableta para entretenerse sin salir de su habitación. Nosostros, con una piedra plana y una tiza, jugábamos a la rayuela horas y horas, hasta que nuestras madres nos llamaban a gritos para acudir a cenar sin necesidad de enviarnos un WhastsApp, jajaja.
EliminarDesde luego, la España de hoy y la de entonces no se parecen en nada, para bien y para mal.
Me alegro, amigo, que te haya gustado este relaro autobiográfico.
Un abrazo.
¡Hola Josep! Aquí he venido más pronto que tarde para que no pienses que estoy tan ausente como me decías en mi post de regreso ;-)
ResponderEliminarCuántas cosas engloba ese "volver a casa" y es que, como bien has contado, es mucho más que volver: es evocar, es añorar, es soñar despierto...A propósito de esto último, hace poco leí una frase que dice "solo se despierta de un sueño una vez". Me costó comprenderla pero con tu post me ha venido a la mente su auténtico significado.
Un beso y un placer leerte, como siempre.
Ahora que ya has acudido a la cita ya puedo dormir tranquilo, jajaja.
EliminarTambién existe esa otra frase final de un tal Segismundo que dijo "y los sueños, sueños son", jeje.
Soñar despierto es algo que, si no provoca demasiada nostalgia, solo la justa y necesaria, resulta sano, pues evocar esos momentos felices, por pasados que sean, es un modo de volver a vivirlos. La nostalgia, a mi entender, solo es perniciosa si uno no acaba de asimilar que hay que vivir mirando al frente y no hacia atrás, y que lo que pasó, por bello que fuera, es agua pasada. Y ya sabes lo que dice el refrán: agua pasada no mueve molino, jajaja.
Un beso.
Dices en un comentario que cuando se ha sido feliz en la infancia los recuerdos vienen cargados de nostalgia. Ya lo creo, de hecho yo no puedo mirar atrás porque he sido de las niñas más felices del mundo mundial y me congojo. Me ha hecho mucha gracia algunas cosas que yo también he vivido: los lápices Alpino, bueno, esos sigo teniéndolos como la Singer también la tengo :) a mí es que me gusta todo lo antiguo. Me ha encantado tu relato.
ResponderEliminarCiertamente es triste mirar atrás y ver un pasado que fue muy feliz y que no volverá. Por esta razón hay gente que no quiere pensar en el ayer, ni siquiera abrir el viejo album de fotos, porque se deprime. Vernos envejecer no es algo como para saltar de alegría, pero hay que procurar continuar siendo felices con lo que tenemos ahora en nuestras manos y celebrar que estamos vivos para ver crecer a nuestros nietos. Aun así, recordar el pasado no está exento de triste nostalgia.
EliminarLas máquinas de coser Singer, primero a pedal y luego a motor, tuvieron una significaciñon especial en casa, pues mi abuelo materno fue, durante muchos años, representante de esta marca en Cataluña, tras abandonar su murcia natal con toda la familia (mi madre incluida) a cuestas, jeje.
Un abrazo.
Magnífico recorrido por el lugar que te vio nacer, Josep. Me quedo sobre todo con el punto emocional que asignas a cada escenario. Sobre todo, en lo que respecta al colegio. Se dice que quien se va nunca vuelve, y la sensación que nos da visitar nuestro colegio es... puff. Mis hijos van al colegio al que yo fui y, de vez en cuando, hacen jornadas de puertas abiertas. Los pupitres son iguales a los que yo utilizaba hará treinta años. Es una sensación extraña, como si fuera un viajero del tiempo. No, un fantasma del futuro que recuerda los momentos intensos que pasé en ese aula a la que ya no pertenezco. Un fuerte abrazo, Josep!!
ResponderEliminarTodavía ahora, cuando paso, muy de vez en cuando (pues vivo fuera de Barcelona), por delante del que fue mi colegio, siento un cosquilleo especial, porque, como por fuera sigue exactamente igual, me retrotrae a esa época de nuestra vida que queda grabada para siempre en nuestra memoria. En una ocasión, en la que quise merodear por mi antiguo barrio, me acerqué hasta el colegio y logré colarme como un visitante anónimo, hasta llegar al patio. Ahí sí que comprobé los cambios habidos tras tantas décadas, pero lo que más me llamó la atención no fue la modernización del mismo sino sus dimensiones. Aun siendo grande, yo lo recordaba enorme. Es curioso comprobar cómo de niño la apreciación del paso del tiempo y de las dimensiones es muy distinta a la del adulto, todo discurre mucho más lento y todo parece mucho mayor, jeje.
EliminarUn abrazo, David.
Que bonito relato con mucha nostalgia.
ResponderEliminarMe has hecho recordar con él parte de mi infancia-juventud, cuando existía el pequeño comercio, y mi madre me mandaba a comprar al frutero o al super del Spar, o íbamos mi hermana y yo con ella. ains que tiempos que no volverán pero es bueno recordar siempre con nostalgia esos tiempos que nos hicieron felices y que nunca olvidaremos, y me da pena que mi hijo no haya vivido todo lo que yo viví, esa familiaridad en los barrios donde todos nos conocíamos y íbamos al mismo comercio.
Un abrazo y me ha parecido precioso.
Me alegro, Tere, que esta vivencia personal haya despertado también en tí la nostalgia que todos sentimos al recordar hechos de un pasado más o menos lejano, segun la edad de cada cual, y que marcaron una época que vivimos intensamente. Los más jóvenes no pueden hacerse a la idea de lo que ello significó para nosostros, pero ya les llegará el turno, jeje. Cuando lleguen a una cierta edad, sentirán en carne propia esta misma nostalgia al recordar su juventud; lo que para ellos es ahora algo normal se habrá convertido en recuerdos de un pasado que les parecerá muy lejano. La vida sigue y no para de dar vueltas.
EliminarUn abrazo y gracias por tu amable comentario.