jueves, 16 de julio de 2020

La carta



Me resultó muy extraño encontrar una carta en mi buzón. Salvo publicidad, información de alguna ONG, municipal o de otro tipo, no recibo correspondencia. Ni facturas ni recibos. Todos los pagos los tengo domiciliados y hace años que he optado por las facturas electrónicas. Hay que conservar el medio ambiente.
Así pues, ver una carta con el sobre escrito a mano, sin sello y sin remitente, me llenó de tanta curiosidad que la abrí sin tomarme el tiempo necesario para hacer la indispensable y normal comprobación. Craso error, que luego pagué caro.
Tan pronto hube entrado en casa y dejado mi maletín junto a la mesa del comedor, sin siquiera despojarme de la chaqueta, abrí la carta, rasgando el sobre a lo bruto, y la leí de un tirón. El texto, muy breve —apenas una cuartilla—, también escrito a mano y con una letra abigarrada, me obligó a hacer lo que hubiera tenido que hacer en un principio: cerciorarme de si realmente iba dirigida a mí. Y no, no era yo el destinatario. Con las prisas provocadas por la curiosidad no reparé en que el apellido, aunque parecido, no era el mío, sino el de mi vecino de la puerta de enfrente. La mano anónima había querido dejar esa nota a José Moreno, que vivía en el segundo primera, pero la había dejado en el buzón de José Merino, del segundo segunda, es decir, al de un servidor.
Ese error, que, en otras circunstancias, no habría tenido ninguna trascendencia, me puso en la peor de las tesituras posibles. Una vez leída la carta, ya no había vuelta atrás, no podía hacer como si nada. Si se la entregaba a su verdadero destinatario, sabría que la había leído, y ello podía tener serias consecuencias para mí. Si no se la entregaba y la destruía, las consecuencias serían para él y yo cargaría con la culpa en mi conciencia. ¿Qué hacer? Pues hice lo que consideré —no sé si equivocadamente—, justo y necesario.
De la nota se deducía que ese vecino tan simpático, amable y tan bien trajeado no era el ejecutivo que parecía ser sino un miembro de una banda, posiblemente traficantes de drogas o de armas. Quien fuera que le había escrito —lo más probable un amigo y compañero de “negocios”— le advertía en pocas palabras de que iban a por él y que en cualquier momento se presentarían para darle matarile, que desapareciera cuanto antes. Seguro que les había traicionado pasando información a una banda rival o intentado hacer negocio por su cuenta y, ya se sabe, esto no lo perdonan los capos de la mafia. La traición se paga cara. Lo he visto mil veces en el cine.
Si le entregaba a mi vecino esa nota, sabría que estaba al tanto de sus actividades, con lo que no podría dejarme ir de rositas; era un testigo indirecto o, en el mejor de los casos, un grano en el culo. Por mucho que le jurara que mantendría la boca cerrada, ¿quién se fía de un vecino que no es más que un desconocido? Si, por el contrario, no le decía nada, se lo cargarían y ello pesaría en mi conciencia, por muy malhechor que fuera.
Ante la duda, se me ocurrió volver a meter la carta en un sobre nuevo e intentar imitar la letra del individuo desconocido. La de veces que imité la firma de mi padre en el boletín de notas del colegio y nadie se percató de ello. Claro que, en este caso, el tema era mucho más serio.
Una vez metido el nuevo sobre en el buzón correcto, volví a meterme en casa, esperando que mi acto le salvara la vida a ese delincuente. Todos somos hijos de Dios, pensé, recordando mi etapa en el colegio de curas.
Me pasé toda la tarde observando por la mirilla para ver si llegaba mi vecino. Y así fue, como no podía ser de otro modo. Todos cenamos y nos acostamos, incluso los delincuentes. Cuando oí el sonido del ascensor al detenerse en nuestro rellano, me abalancé hacia la mirilla —casi me rompo las gafas del golpe que me di contra ese artilugio óptico— y vi cómo el tal José Moreno intentaba abrir la puerta de su piso mientras agitaba en el aire un sobre blanco —el sobre, mi sobre—, como si quisiera comprobar que no era una carta-bomba.
Al día siguiente, muy temprano, mientras desayunaba, oí ruido en el rellano. Mi vecino salía cargado don dos bolsas de viaje y llamaba el ascensor. Huía. Posiblemente le había salvado la vida. Mi plan había sido todo un éxito. O eso creía, porque antes de marcharse, llamó al timbre, al de mi piso, quiero decir. Pegué un salto que debió oírse desde fuera. Abrí temeroso. ¿Qué querría de mí?
—Gracias, vecino, me has hecho un gran favor. Te debo una. Algún día quizá te la pueda pagar.
—¿Qué?... ¿qué quieres decir?
—Que sé que fuiste tú quien me dejó ese sobre en mi buzón. Reconocí de inmediato tu letra, una burda imitación de la del verdadero remitente. Lo que no entiendo es cómo fue a parar a tu buzón y no al mío.
—Pe… pero ¿cómo sabes que era mi letra? —era absurdo mentir.
—Porque soy un experto en caligrafía, bueno y en otras cosas más —añadió con una sonrisa misteriosa— y he podido ver tu letra en más de una ocasión, cuando alguna vez has colgado una nota informativa siendo presidente de la escalera, tu firma en las actas de la comunidad de vecinos o incluso cuando recogisteis firmas para solicitar que no talaran el plátano de la esquina. Ya ves, soy un observador muy meticuloso.
—Pues sí, encontré la carta en mi buzón y la leí sin querer y entonces....
—Que sí, que sí, hombre, no te preocupes. E insisto, te debo una. Adiós.
Y se fue en el ascensor. Luego le vi saliendo a la calle y tomando un taxi. Misión cumplida. Ahora solo faltaba esperar a los secuaces que vendrían a por él, lo cual no tardó en suceder, pero no del modo que esperaba.
Al poco sonó de nuevo el timbre —el mío quiero decir—. Más bien fueron unos timbrazos. Y tras ellos unos golpes en la puerta, que por poco no me la echan abajo.
Dos tíos con cara de malas pulgas me preguntaron, echándome el aliento a la cara, por mi vecino. Y como no supe —más bien no quise— darles razón de él, me metieron dentro del piso —el mío, se entiende— a empellones, que casi me parto la crisma al tropezar con la alfombra del recibidor.
—Tú eres un cabrón de mierda y sabes más de lo que quieres hacernos creer. Un compinche de tu vecino, antes de que nos lo cargáramos, le hizo llegar una notita advirtiéndole de nuestra visita de cortesía. Pero el muy idiota, además de traidor, era un inútil, porque esa notita acabó en tu buzón. Mira si sabemos cosas. Tenemos ojos y oídos en todas partes. Y ¿qué haría un buen vecino como tú al encontrar en su buzón un sobre dirigido a tu amigo de enfrente? Pues dárselo. ¿Es eso lo que hiciste, ¿verdad?
—Sssssi —alcancé a decir. Ello no tenía por qué comprometerme.
—¿Y se la diste en mano?
—Nnnno, se la metí en su buzón. Oiga, ¿qué es lo que quieren de mí? Yo solo soy su vecino, no su amigo. Si apenas le conozco.
El tortazo que me dio aquel energúmeno todavía lo siento en mi labio hinchado y dilatado como si llevara colgando un plato labial al estilo de las mujeres de la tribu mursi.
—Pues un pajarito nos ha dicho que os ha visto charlando y que, al parecer, te daba las gracias por tu ayuda justo antes de desaparecer. Lástima que ese pajarito nos avisó demasiado tarde y cuando hemos llegado ya había volado, tu amigo, no nuestro pajarito. Así que ya puedes cantar. ¿Dónde coño ha ido? Si erais tan amiguitos algo te contaría sobre sus planes, digo yo.
—Le juro por lo más sagrado que…
—¡No jures, que es pecado! —gritó ese bruto, a la vez que me volvía a arrear un puñetazo en toda la nariz, que todavía tengo deformada.
—¡Le ju…, le aseguro que no sé dónde está! —ahora quien gritó fui yo—. ¿Acaso cree que un delincuente, un traficante de lo que sea, me iba a contar a mí, un pobre desgraciado, sus planes? —esta vez lo dije lagrimeando, pero no de miedo sino del dolor. Seguro que me había fracturado la nariz.
—¿Un delincuente, un traficante, dices?
Y ambos tipos estallaron en risas casi ensordecedoras. ¿Qué les haría tanta gracia?
—Tu vecinito, por si no lo sabes, que ya veo que no, es un madero, tío. Y un madero de lo más impertinente. Nos lleva tocando los cojones varias semanas. Y ya estamos hasta los mismos.
—Mira, como no nos digas todo lo que sabes… —esta vez quien habló fue el compañero mudo del boxeador. Pero no tuvo tiempo de terminar la frase, porque un estruendo nos pilló a los tres por sorpresa.
De pronto, la puerta —mi puerta— se vino abajo —cómo agradecí no haberla blindado como tenía pensado— y varios policías armados hasta los dientes irrumpieron en mi piso y a grito pelado conminaron a esos dos a que tiraran las armas —unos pistolones de aúpa que sacaron de sus sobaqueras— y se precipitaron sobre ellos reduciéndolos en menos que canta un gallo.
Una vez solo y maltrecho, tumbado en el sofá, con un pañuelo ensangrentado en la dolorida nariz y con el labio inferior tumefacto, oí unos pasos. La puerta había quedado hecha trizas, invitando a cualquier extraño a penetrar en mis aposentos. ¿Venía alguien a terminar lo que aquellos dos no habían podido finiquitar? Cuando, trastabillando, me iba a refugiar detrás del sofá, vi aparecer a mi querido —ahora sí— vecino.
—Siento lo ocurrido, chico. Son gajes del oficio, tener que hacerse pasar por quien no eres y, a veces, poner en peligro a inocentes.

Me contó que hacía tiempo que intentaban desarticular una banda de narcotraficantes y había tenido que infiltrarse en la misma junto con otro compañero. El plan se vino abajo y los descubrieron. Por fortuna, habían tenido tiempo suficiente para acumular las pruebas que necesitaban para meterlos a todos entre rejas. Su amigo fue el primero en ser descubierto y se lo cargaron, pero antes pudo enviarle la advertencia.
—¿Y no podía haberte llamado por teléfono en lugar de recurrir a la notita? Parece un poco cutre, ¿no crees?
—No podíamos comunicarnos por teléfono, por si lo tenían intervenido. Ya ves, el mundo al revés. Hasta los maleantes disponen de los recursos más sofisticados, y a veces incluso mejores que la policía.
—¿Y no podía avisarte personalmente?
—Todo debió suceder muy rápido y no podía presentarse en mi casa, así como así. Seguro que nos tenían vigilados. Si no, ¿cómo te explicas que vinieran a por ti?
—Me dijeron que alguien se había chivado de que tú y yo habíamos estado hablando la mañana que decidiste marcharte. Por eso pensaron que me habías contado algo.
—Debió ser una avanzadilla, un ojeador, como les llaman.
—Y entonces ¿quién dejó la carta en mi buzón?
—Mi amigo no fue, desde luego. Debió pagar a alguien para que lo hiciera, de ahí la confusión, porque mi colega era muy meticuloso y no se habría equivocado; sabía muy bien dónde vivía yo, aunque con un nombre falso.
—Así que no te llamas José Moreno.
—Pues no.
—Joder, tío. Podías haber elegido otro nombre que no pudiera confundirse con el mío.
—Lo siento, pero de esas cosas se ocupa otro departamento.
—Ya, bueno, ahora ya ha pasado todo. Por cierto, ¿no dijiste que me debías una?
—Sí, claro.
—Y ¿cómo piensas pagármelo?
—¿Te apetece una cerveza? Es que el presupuesto de la policía no da para más.

Ahora el piso de enfrente lo ocupa otro inquilino. Llegó hace poco. He mirado en su buzón y pone “José Medina”. ¡No te jode! Y lo peor de todo es que tiene una cara de delincuente que da miedo. Lo mejor será no dirigirle la palabra. Si me cruzo con él, hola y adiós. Y si algún día encuentro una carta sin remitente escrita a mano, aunque vaya a mi nombre, la quemaré sin siquiera abrirla.

28 comentarios:

  1. Un relato como todos los tuyos, de los que te enganchan cuando empiezan y no te sueltan hasta que no terminan. Y con sentido del humor.
    Menudo sino el de tu personaje. Ese nuevo vecino no augura nada bueno. Genial.
    Un beso.

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    1. Hay desgracias que, cuando son ajenas, hacen reír, je,je.
      Me alegro haberte enganchado. Reconozco que esa era mi intención, ja,ja,ja.
      Un beso.

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  2. Hola Jose María, un relato excelente, de los que enganchan desde la primera línea, y como no, con un final inesperado, como siempre. Menudos vecinitos los del personaje de la historia jajaja, ni polis ni maleantes, mejor uno del montón, corriente.
    Un abrazo!!

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    1. Por eso es importante el vecindario, porque si te descuidas, te meten en un buen lío, je,je.
      Me alegro que te haya gustado.
      Un abrazo.

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  3. Hola, Jose. Me ha encantado el manejo de los detalles del mundillo criminal. Un relato que atrapa y a la vez divierte por la confusión generada y que se vive junto al protagonista, en todo momento. Un abrazo

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    1. El mundillo criminal y policíaco es tan interesante como peligroso, ja,ja.
      Gracias por tu comentario.
      Un abfrazo.

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  4. Jajaja, me ha encantado y además me ha resultado muy graciosa la forma de contarlo. Bueno, la cosa al final quedó bien, aunque le costara unos cuantos mamporros, pobre hombre vaya peripecia, :)))).
    Un placer la lectura Josep, ha estado genial.
    Un abrazo.

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    1. Por fortuna, la cosa terminó bien para el protagonista principal, que yo creo que merecía algo más que una siomple cervecita, ja,ja,ja.
      Muchas gracias, Elda, por dejar tu amable comentario.
      Un abrazo.

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  5. Cuando te pones divertido también lo consigues.
    Un abrazo.

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    1. Las tragicomedias me encantan, aunque no me prodigue mucho en este género para no caer en el ridículo, je,je.
      Un abrazo.

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  6. Rocambolesco y muy bueno, me he quedado leyendo de tirón. Muy bien urdido.

    Un abrazo, y por los polis que acaban como infiltrados :-). Feliz viernes.

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    1. Me alegro que te haya gustado esta historieta de policías y ladrones, ja,ja,ja.
      Un abrazo y feliz fin de semana.

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  7. Imaginación y creatividad al poder. Fenomenal relato qué engancha de inmediato y no nos suelta hasta la resolución final. La verdad es que el tema de las cartas y los buzones son una buena idea para dar rienda suelta a la imaginación. Hoy en día recibir una carta manuscrita sería algo así como un milagro. Pero si es cierto que en otros tiempos se dieron confusiones de de lo más dispares incluyendo alguna historia entre amantes jajaja.

    Un abrazo josepe y buen fin de semana.

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    1. Las cartas pueden encerrar verdaderos misterios y los buzones ya ni te cuento, je,je.
      Yo ya ni recuerdo cuándo fue la última vez que recibí una carta manuscrita. Ni siquiera por Navidad recibo felicitaciones, excepto las tarjetas de El Corte Inglés y La Caixa, ja,ja,ja. Ahora todo ha quedado reducido a WhatsApp com emojis y GIF.
      Un abrazo y lo mismo te deseo.

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  8. A veces se complican las cosas, a tu protagonista se le complicó y mucho. Menos mal que acabó bien.
    Tienes mucha imaginación.
    SAludos.

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    1. Sí, a veces por una tontería se acaba sufriendo un verdadero calvario.
      Muchas gracias por tu lectura y comentario.
      Un abrazo.

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  9. Com sempre intriga fins al final, no me’ls perdo

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    1. M'alegro que t'agradin els meus relats, Cristina.
      Una abraçada.

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  10. Cuanta intriga, cuantos giros, y qué bien plasmada la angustia del protagonista. Cuando se sabe narrar tan bien todo fluye con una facilidad increible. Los acontecimientos, aunque sorpresivos, se van sucediendo como en una lógica cadena de montaje.
    Buen final, con crítica social incluida, aunque las cervezas con amigos son de los mejores regalos que puede uno recibir.
    Muy bueno, Josep, ya sabes cómo me gusta tu manera de escribir, pero en este relato me ha encantado a otro nivel.
    Un abrazo.

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    1. Es que la vida de cualquier mortal es como una cadena de montaje que solo se para cuando la máquina deja de funcionar, je,je.
      No sabes cuánto me alegro que te lo hayas pasado bien leyendo las vicisitudes de esos dos personajes. Muchas gracias por tu generoso comentario. Tómate una cerveza de mi parte y que lo apunten a mi cuenta, ja,ja,ja.
      Un fuerte abrazo, Pepe.

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  11. Yo que soy/era muy amante de las cartas... me ha molado mucho este relato, llámame abuela o nostálgica...pero a ratos las echo de menos. La correspondencia y los buzones dan mucho juego, misterio, ...amantes, despedidas, revelaciones... confusiones rocambolescas como la de este par de vecinos que me ha atrapado hasta el final. Fantástico relato Josep.
    Gracias por la intriga, un abrazo grande y viajero.

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    1. A mí también me gustaba recibir y escribir cartas. Era todo más romántico y no tan frío como un mensaje, a menos que sea de voz, y si es una voz femenina, dulce y cariñosa, muhísimo mejor, je,je,je. Yo todavía conservo algunas cartas que escribí a mis padres cuando hacía la mili. Darían para un relato del género negro, ja,ja,ja.
      Gracias a tí, Cristina, por tu lectura y por haberme dejado esta amable nota.
      Un fuerte abrazo.

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  12. Me reí leyendo tu relato. Y me reafirma mis pocas ganas de conocer a mis vecinos.

    Un abrazo

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    1. Esto mismo es lo que uno suele hacer cuando ve a alguien pegándose un trompazo dando con sus narices en el suelo. Somos un poco "malotes" con las desgracias ajenas, aunque está más que justificado cuando, como en este caso, se trata de una historiera inventada, je,je.
      Un abrazo.

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  13. Tienes una inventiva genial Josep, todo el rato he estado en tensión mientras leía y a la vez sonriendo con tus ocurrencias tan divertidas. Gracias.

    Abrazos.

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    1. Siempre he dicho que no hay que meter las nacices donde no se debe, pero en este caso fue algo involuntario. En todo caso el protagonista pecó de impaciente y curiosón.
      Un abrazo.

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  14. Pero debes recordar que los gatos tienen (o se les atribuye) siete vidas, al menos en España, je,je.
    Así que a mi protagonista le quedan todas intactas, de momento. Le daré el recado de tu parte.
    Un abrazo.

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