Me resultó muy extraño encontrar una carta en
mi buzón. Salvo publicidad, información de alguna ONG, municipal o de otro
tipo, no recibo correspondencia. Ni facturas ni recibos. Todos los pagos los
tengo domiciliados y hace años que he optado por las facturas electrónicas. Hay
que conservar el medio ambiente.
Así pues, ver una carta
con el sobre escrito a mano, sin sello y sin remitente, me llenó de tanta
curiosidad que la abrí sin tomarme el tiempo necesario para hacer la
indispensable y normal comprobación. Craso error, que luego pagué caro.
Tan pronto hube entrado
en casa y dejado mi maletín junto a la mesa del comedor, sin siquiera despojarme
de la chaqueta, abrí la carta, rasgando el sobre a lo bruto, y la leí de un
tirón. El texto, muy breve —apenas una cuartilla—, también escrito a mano y con
una letra abigarrada, me obligó a hacer lo que hubiera tenido que hacer en un
principio: cerciorarme de si realmente iba dirigida a mí. Y no, no era yo el
destinatario. Con las prisas provocadas por la curiosidad no reparé en que el
apellido, aunque parecido, no era el mío, sino el de mi vecino de la puerta de
enfrente. La mano anónima había querido dejar esa nota a José Moreno, que vivía
en el segundo primera, pero la había dejado en el buzón de José Merino, del
segundo segunda, es decir, al de un servidor.
Ese error, que, en
otras circunstancias, no habría tenido ninguna trascendencia, me puso en la
peor de las tesituras posibles. Una vez leída la carta, ya no había vuelta
atrás, no podía hacer como si nada. Si se la entregaba a su verdadero
destinatario, sabría que la había leído, y ello podía tener serias
consecuencias para mí. Si no se la entregaba y la destruía, las consecuencias
serían para él y yo cargaría con la culpa en mi conciencia. ¿Qué hacer? Pues
hice lo que consideré —no sé si equivocadamente—, justo y necesario.
De la nota se deducía
que ese vecino tan simpático, amable y tan bien trajeado no era el ejecutivo
que parecía ser sino un miembro de una banda, posiblemente traficantes de
drogas o de armas. Quien fuera que le había escrito —lo más probable un amigo y
compañero de “negocios”— le advertía en pocas palabras de que iban a por él y
que en cualquier momento se presentarían para darle matarile, que desapareciera
cuanto antes. Seguro que les había traicionado pasando información a una banda rival o intentado hacer negocio por su cuenta y, ya se sabe, esto no lo
perdonan los capos de la mafia. La traición se paga cara. Lo he visto mil veces
en el cine.
Si le entregaba a mi
vecino esa nota, sabría que estaba al tanto de sus actividades, con lo que no
podría dejarme ir de rositas; era un testigo indirecto o, en el mejor de los
casos, un grano en el culo. Por mucho que le jurara que mantendría la boca
cerrada, ¿quién se fía de un vecino que no es más que un desconocido? Si, por
el contrario, no le decía nada, se lo cargarían y ello pesaría en mi conciencia,
por muy malhechor que fuera.
Ante la duda, se me
ocurrió volver a meter la carta en un sobre nuevo e intentar imitar la letra del
individuo desconocido. La de veces que imité la firma de mi padre en el boletín
de notas del colegio y nadie se percató de ello. Claro que, en este caso, el
tema era mucho más serio.
Una vez metido el nuevo
sobre en el buzón correcto, volví a meterme en casa, esperando que
mi acto le salvara la vida a ese delincuente. Todos somos hijos de Dios, pensé,
recordando mi etapa en el colegio de curas.
Me pasé toda la tarde
observando por la mirilla para ver si llegaba mi vecino. Y así fue, como no
podía ser de otro modo. Todos cenamos y nos acostamos, incluso los delincuentes.
Cuando oí el sonido del ascensor al detenerse en nuestro rellano, me abalancé
hacia la mirilla —casi me rompo las gafas del golpe que me di contra ese
artilugio óptico— y vi cómo el tal José Moreno intentaba abrir la puerta de su
piso mientras agitaba en el aire un sobre blanco —el sobre, mi sobre—, como si
quisiera comprobar que no era una carta-bomba.
Al día siguiente, muy
temprano, mientras desayunaba, oí ruido en el rellano. Mi vecino salía cargado
don dos bolsas de viaje y llamaba el ascensor. Huía. Posiblemente le había
salvado la vida. Mi plan había sido todo un éxito. O eso creía, porque antes de
marcharse, llamó al timbre, al de mi piso, quiero decir. Pegué un salto que
debió oírse desde fuera. Abrí temeroso. ¿Qué querría de mí?
—Gracias, vecino, me
has hecho un gran favor. Te debo una. Algún día quizá te la pueda pagar.
—¿Qué?... ¿qué quieres
decir?
—Que sé que fuiste tú
quien me dejó ese sobre en mi buzón. Reconocí de inmediato tu letra, una burda
imitación de la del verdadero remitente. Lo que no entiendo es cómo fue a parar
a tu buzón y no al mío.
—Pe… pero ¿cómo sabes
que era mi letra? —era absurdo mentir.
—Porque soy un experto
en caligrafía, bueno y en otras cosas más —añadió con una sonrisa misteriosa— y
he podido ver tu letra en más de una ocasión, cuando alguna vez has colgado una
nota informativa siendo presidente de la escalera, tu firma en las actas de la
comunidad de vecinos o incluso cuando recogisteis firmas para solicitar
que no talaran el plátano de la esquina. Ya ves, soy un observador muy
meticuloso.
—Pues sí, encontré la carta
en mi buzón y la leí sin querer y entonces....
—Que sí, que sí,
hombre, no te preocupes. E insisto, te debo una. Adiós.
Y se fue en el ascensor.
Luego le vi saliendo a la calle y tomando un taxi. Misión cumplida. Ahora solo
faltaba esperar a los secuaces que vendrían a por él, lo cual no tardó en suceder,
pero no del modo que esperaba.
Al poco sonó de nuevo
el timbre —el mío quiero decir—. Más bien fueron unos timbrazos. Y tras ellos
unos golpes en la puerta, que por poco no me la echan abajo.
Dos tíos con cara de
malas pulgas me preguntaron, echándome el aliento a la cara, por mi vecino. Y
como no supe —más bien no quise— darles razón de él, me metieron dentro del
piso —el mío, se entiende— a empellones, que casi me parto la crisma al
tropezar con la alfombra del recibidor.
—Tú eres un cabrón de
mierda y sabes más de lo que quieres hacernos creer. Un compinche de tu vecino,
antes de que nos lo cargáramos, le hizo llegar una notita advirtiéndole de
nuestra visita de cortesía. Pero el muy idiota, además de traidor, era un inútil,
porque esa notita acabó en tu buzón. Mira si sabemos cosas. Tenemos ojos y oídos en todas
partes. Y ¿qué haría un buen vecino como tú al encontrar en su buzón un sobre
dirigido a tu amigo de enfrente? Pues dárselo. ¿Es eso lo que hiciste, ¿verdad?
—Sssssi —alcancé a
decir. Ello no tenía por qué comprometerme.
—¿Y se la diste en
mano?
—Nnnno, se la metí en
su buzón. Oiga, ¿qué es lo que quieren de mí? Yo solo soy su vecino, no su
amigo. Si apenas le conozco.
El tortazo que me dio
aquel energúmeno todavía lo siento en mi labio hinchado y dilatado como si
llevara colgando un plato labial al estilo de las mujeres de la tribu mursi.
—Pues un pajarito nos
ha dicho que os ha visto charlando y que, al parecer, te daba las gracias por
tu ayuda justo antes de desaparecer. Lástima que ese pajarito nos avisó
demasiado tarde y cuando hemos llegado ya había volado, tu amigo, no nuestro
pajarito. Así que ya puedes cantar. ¿Dónde coño ha ido? Si erais tan amiguitos
algo te contaría sobre sus planes, digo yo.
—Le juro por lo más
sagrado que…
—¡No jures, que es
pecado! —gritó ese bruto, a la vez que me volvía a arrear un puñetazo en toda
la nariz, que todavía tengo deformada.
—¡Le ju…, le aseguro
que no sé dónde está! —ahora quien gritó fui yo—. ¿Acaso cree que un
delincuente, un traficante de lo que sea, me iba a contar a mí, un pobre
desgraciado, sus planes? —esta vez lo dije lagrimeando, pero no de miedo sino
del dolor. Seguro que me había fracturado la nariz.
—¿Un delincuente, un
traficante, dices?
Y ambos tipos
estallaron en risas casi ensordecedoras. ¿Qué les haría tanta gracia?
—Tu vecinito, por si no
lo sabes, que ya veo que no, es un madero, tío. Y un madero de lo más
impertinente. Nos lleva tocando los cojones varias semanas. Y ya estamos hasta
los mismos.
—Mira, como no nos
digas todo lo que sabes… —esta vez quien habló fue el compañero mudo del
boxeador. Pero no tuvo tiempo de terminar la frase, porque un estruendo nos
pilló a los tres por sorpresa.
De pronto, la puerta
—mi puerta— se vino abajo —cómo agradecí no haberla blindado como tenía
pensado— y varios policías armados hasta los dientes irrumpieron en mi piso y a grito pelado
conminaron a esos dos a que tiraran las armas —unos pistolones de aúpa que
sacaron de sus sobaqueras— y se precipitaron sobre ellos reduciéndolos en menos
que canta un gallo.
Una vez solo y
maltrecho, tumbado en el sofá, con un pañuelo ensangrentado en la dolorida nariz
y con el labio inferior tumefacto, oí unos pasos. La puerta había quedado hecha
trizas, invitando a cualquier extraño a penetrar en mis aposentos. ¿Venía
alguien a terminar lo que aquellos dos no habían podido finiquitar? Cuando,
trastabillando, me iba a refugiar detrás del sofá, vi aparecer a mi querido
—ahora sí— vecino.
—Siento lo ocurrido,
chico. Son gajes del oficio, tener que hacerse pasar por quien no eres y, a
veces, poner en peligro a inocentes.
Me contó que hacía
tiempo que intentaban desarticular una banda de narcotraficantes y había tenido
que infiltrarse en la misma junto con otro compañero. El plan se vino abajo y
los descubrieron. Por fortuna, habían tenido tiempo suficiente para acumular
las pruebas que necesitaban para meterlos a todos entre rejas. Su amigo fue el
primero en ser descubierto y se lo cargaron, pero antes pudo enviarle la
advertencia.
—¿Y no podía haberte
llamado por teléfono en lugar de recurrir a la notita? Parece un poco cutre,
¿no crees?
—No podíamos comunicarnos
por teléfono, por si lo tenían intervenido. Ya ves, el mundo al revés. Hasta
los maleantes disponen de los recursos más sofisticados, y a veces incluso
mejores que la policía.
—¿Y no podía avisarte
personalmente?
—Todo debió suceder muy
rápido y no podía presentarse en mi casa, así como así. Seguro que nos tenían
vigilados. Si no, ¿cómo te explicas que vinieran a por ti?
—Me dijeron que alguien
se había chivado de que tú y yo habíamos estado hablando la mañana que
decidiste marcharte. Por eso pensaron que me habías contado algo.
—Debió ser una
avanzadilla, un ojeador, como les llaman.
—Y entonces ¿quién dejó
la carta en mi buzón?
—Mi amigo no fue, desde
luego. Debió pagar a alguien para que lo hiciera, de ahí la confusión, porque mi
colega era muy meticuloso y no se habría equivocado; sabía muy bien dónde vivía
yo, aunque con un nombre falso.
—Así que no te llamas
José Moreno.
—Pues no.
—Joder, tío. Podías
haber elegido otro nombre que no pudiera confundirse con el mío.
—Lo siento, pero de
esas cosas se ocupa otro departamento.
—Ya, bueno, ahora ya ha
pasado todo. Por cierto, ¿no dijiste que me debías una?
—Sí, claro.
—Y ¿cómo piensas
pagármelo?
—¿Te apetece una
cerveza? Es que el presupuesto de la policía no da para más.
Ahora el piso de enfrente lo ocupa otro
inquilino. Llegó hace poco. He mirado en su buzón y pone “José Medina”. ¡No te jode!
Y lo peor de todo es que tiene una cara de delincuente que da miedo. Lo mejor
será no dirigirle la palabra. Si me cruzo con él, hola y adiós. Y si algún día
encuentro una carta sin remitente escrita a mano, aunque vaya a mi nombre, la
quemaré sin siquiera abrirla.
Un relato como todos los tuyos, de los que te enganchan cuando empiezan y no te sueltan hasta que no terminan. Y con sentido del humor.
ResponderEliminarMenudo sino el de tu personaje. Ese nuevo vecino no augura nada bueno. Genial.
Un beso.
Hay desgracias que, cuando son ajenas, hacen reír, je,je.
EliminarMe alegro haberte enganchado. Reconozco que esa era mi intención, ja,ja,ja.
Un beso.
Hola Jose María, un relato excelente, de los que enganchan desde la primera línea, y como no, con un final inesperado, como siempre. Menudos vecinitos los del personaje de la historia jajaja, ni polis ni maleantes, mejor uno del montón, corriente.
ResponderEliminarUn abrazo!!
Por eso es importante el vecindario, porque si te descuidas, te meten en un buen lío, je,je.
EliminarMe alegro que te haya gustado.
Un abrazo.
Hola, Jose. Me ha encantado el manejo de los detalles del mundillo criminal. Un relato que atrapa y a la vez divierte por la confusión generada y que se vive junto al protagonista, en todo momento. Un abrazo
ResponderEliminarEl mundillo criminal y policíaco es tan interesante como peligroso, ja,ja.
EliminarGracias por tu comentario.
Un abfrazo.
Jajaja, me ha encantado y además me ha resultado muy graciosa la forma de contarlo. Bueno, la cosa al final quedó bien, aunque le costara unos cuantos mamporros, pobre hombre vaya peripecia, :)))).
ResponderEliminarUn placer la lectura Josep, ha estado genial.
Un abrazo.
Por fortuna, la cosa terminó bien para el protagonista principal, que yo creo que merecía algo más que una siomple cervecita, ja,ja,ja.
EliminarMuchas gracias, Elda, por dejar tu amable comentario.
Un abrazo.
Cuando te pones divertido también lo consigues.
ResponderEliminarUn abrazo.
Las tragicomedias me encantan, aunque no me prodigue mucho en este género para no caer en el ridículo, je,je.
EliminarUn abrazo.
Rocambolesco y muy bueno, me he quedado leyendo de tirón. Muy bien urdido.
ResponderEliminarUn abrazo, y por los polis que acaban como infiltrados :-). Feliz viernes.
Me alegro que te haya gustado esta historieta de policías y ladrones, ja,ja,ja.
EliminarUn abrazo y feliz fin de semana.
Imaginación y creatividad al poder. Fenomenal relato qué engancha de inmediato y no nos suelta hasta la resolución final. La verdad es que el tema de las cartas y los buzones son una buena idea para dar rienda suelta a la imaginación. Hoy en día recibir una carta manuscrita sería algo así como un milagro. Pero si es cierto que en otros tiempos se dieron confusiones de de lo más dispares incluyendo alguna historia entre amantes jajaja.
ResponderEliminarUn abrazo josepe y buen fin de semana.
Las cartas pueden encerrar verdaderos misterios y los buzones ya ni te cuento, je,je.
EliminarYo ya ni recuerdo cuándo fue la última vez que recibí una carta manuscrita. Ni siquiera por Navidad recibo felicitaciones, excepto las tarjetas de El Corte Inglés y La Caixa, ja,ja,ja. Ahora todo ha quedado reducido a WhatsApp com emojis y GIF.
Un abrazo y lo mismo te deseo.
*Josep
ResponderEliminarA veces se complican las cosas, a tu protagonista se le complicó y mucho. Menos mal que acabó bien.
ResponderEliminarTienes mucha imaginación.
SAludos.
Sí, a veces por una tontería se acaba sufriendo un verdadero calvario.
EliminarMuchas gracias por tu lectura y comentario.
Un abrazo.
Com sempre intriga fins al final, no me’ls perdo
ResponderEliminarM'alegro que t'agradin els meus relats, Cristina.
EliminarUna abraçada.
Cuanta intriga, cuantos giros, y qué bien plasmada la angustia del protagonista. Cuando se sabe narrar tan bien todo fluye con una facilidad increible. Los acontecimientos, aunque sorpresivos, se van sucediendo como en una lógica cadena de montaje.
ResponderEliminarBuen final, con crítica social incluida, aunque las cervezas con amigos son de los mejores regalos que puede uno recibir.
Muy bueno, Josep, ya sabes cómo me gusta tu manera de escribir, pero en este relato me ha encantado a otro nivel.
Un abrazo.
Es que la vida de cualquier mortal es como una cadena de montaje que solo se para cuando la máquina deja de funcionar, je,je.
EliminarNo sabes cuánto me alegro que te lo hayas pasado bien leyendo las vicisitudes de esos dos personajes. Muchas gracias por tu generoso comentario. Tómate una cerveza de mi parte y que lo apunten a mi cuenta, ja,ja,ja.
Un fuerte abrazo, Pepe.
Yo que soy/era muy amante de las cartas... me ha molado mucho este relato, llámame abuela o nostálgica...pero a ratos las echo de menos. La correspondencia y los buzones dan mucho juego, misterio, ...amantes, despedidas, revelaciones... confusiones rocambolescas como la de este par de vecinos que me ha atrapado hasta el final. Fantástico relato Josep.
ResponderEliminarGracias por la intriga, un abrazo grande y viajero.
A mí también me gustaba recibir y escribir cartas. Era todo más romántico y no tan frío como un mensaje, a menos que sea de voz, y si es una voz femenina, dulce y cariñosa, muhísimo mejor, je,je,je. Yo todavía conservo algunas cartas que escribí a mis padres cuando hacía la mili. Darían para un relato del género negro, ja,ja,ja.
EliminarGracias a tí, Cristina, por tu lectura y por haberme dejado esta amable nota.
Un fuerte abrazo.
Me reí leyendo tu relato. Y me reafirma mis pocas ganas de conocer a mis vecinos.
ResponderEliminarUn abrazo
Esto mismo es lo que uno suele hacer cuando ve a alguien pegándose un trompazo dando con sus narices en el suelo. Somos un poco "malotes" con las desgracias ajenas, aunque está más que justificado cuando, como en este caso, se trata de una historiera inventada, je,je.
EliminarUn abrazo.
Tienes una inventiva genial Josep, todo el rato he estado en tensión mientras leía y a la vez sonriendo con tus ocurrencias tan divertidas. Gracias.
ResponderEliminarAbrazos.
Siempre he dicho que no hay que meter las nacices donde no se debe, pero en este caso fue algo involuntario. En todo caso el protagonista pecó de impaciente y curiosón.
EliminarUn abrazo.
Pero debes recordar que los gatos tienen (o se les atribuye) siete vidas, al menos en España, je,je.
ResponderEliminarAsí que a mi protagonista le quedan todas intactas, de momento. Le daré el recado de tu parte.
Un abrazo.