viernes, 28 de febrero de 2025

La entrevista

 


Era una entrevista extremadamente importante. Aunque se consideraba bien preparado para superar cualquier trampa que el entrevistador, un tipo duro y sin escrúpulos, sin duda le tendería, no podía evitar sentirse angustiado. Desde que había tomado la decisión de presentarse a esa candidatura, el insomnio no le abandonaba. Ello no era más que una señal de su miedo ante una situación tan comprometida.

Tenía que presentarse a la entrevista despejado y entero de ánimo; de lo contrario, la impresión que daría sería nefasta y ya podía dar por perdida esa oportunidad única que se le había presentado a última hora y que no quería dejar escapar. El aspecto es sumamente importante en cualquier tipo de entrevista, lo sabía, pero la actitud serena y de seguridad es una pieza clave para ganarse el respeto y la confianza de los que ostentan el poder, especialmente en un campo tan complicado y competitivo como en el que pretendía introducirse. Tenía conocimientos más que suficientes pero, en estos casos, la actitud suele pesar más que la aptitud.

Pero ya no era momento de pensar sino de actuar pues ya se encontraba en la antesala de su futuro inmediato, esperando a que apareciera quien representa, hoy por hoy, un poder indiscutible en un mundo hecho para los ambiciosos. Necesitaba ese empleo, cambiar de trabajo, de aires, aunque ello supusiera una traición a su jefe actual que, reconocía, tanto le había enseñado. Pero precisaba sentirse realizado y apreciado por sus superiores, por lo que estaba dispuesto a hacer lo que hiciera falta para ganarse el puesto. Estaba tenso, demasiado. Debía controlarse. Sus manos húmedas y su frente perlada de sudor delatarían su inseguridad y eso le hundiría. Tenía que evitarlo a toda costa, pero por mucho que restregara las palmas de sus manos en el interior de los bolsillos del pantalón y se secara el sudor de la frente con esos pañuelos de papel que habían dejado sobre la mesa como si adivinaran lo que le iba a suceder, seguía transpirando sin parar. Pero es que, además, no soportaba el calor, y en ese despacho la temperatura era infernal.

Como su entrevistador se demoraba, pensó que aún tenía tiempo para intentar relajarse. Tras comprobar que no había nadie observándole —sabía que esa gente solía estar al acecho en todo momento—, se levantó, se quitó la chaqueta, practicó unos estiramientos, respiró profundamente diez veces, flexionó las piernas, agitó repetidas veces sus brazos y pensó en abrir la ventana para dejar entrar el aire frio de la calle. Pero la ventana era impracticable, lo que le impidió llevar a cabo su propósito, así que tuvo que recurrir al autocontrol, lo que siempre, hasta entonces, le había dado tan buenos resultados.

Y funcionó. Al cabo de unos minutos, estaba notablemente más calmado y parecía que había controlado su sudoración y ese pequeño temblor en las manos. Pero pasaba el tiempo y nadie acudía a su encuentro, no se oía ni un susurro en toda la oficina. ¿Se habrían olvidado de él? No podía ser. Sería ridículo que después de todo por lo que había pasado, aquella secretaria tan estirada se hubiera olvidado de anunciarlo a su jefe. No le quedaba más remedio que preguntar y salir de dudas. Vio que había pasado más de media hora, por lo que nadie podía recriminarle que saliera del despacho para pedir una explicación. Necesitaba obtener ese puesto pero no estaba dispuesto a que lo ningunearan. Ya había sido demasiado sumiso, humilde y manejable en el que había sido su trabajo hasta ahora. A fin de cuentas, sabía que allí querían a gente decidida y sin reparos, así que no tenían porqué censurarle que pidiera explicaciones.

Cuando abrió la puerta, se encontró con una oficina totalmente vacía. Las luces seguían encendidas, pero no había nadie donde poco antes había una actividad frenética. Un reloj de pared marcaba las 21:00 horas. ¿Cómo era posible, si él había llegado alrededor de las seis de la tarde? No podía haber transcurrido tanto tiempo desde que le dejaron sentado esperando. Sabía, de oídas, que en esa empresa tenían fama de torturar psicológicamente a los candidatos para un puesto tan relevante como el que quería ocupar, para comprobar, de este modo, si tenían la suficiente paciencia y entereza y cerciorarse de su resistencia a la adversidad. Pero lo que le estaban haciendo parecía más bien una burla que no estaba dispuesto a tolerar.

Así pues, volvió a la sala para recoger su chaqueta y largarse a toda prisa, pero cuando entró vio sentado, a la cabecera de la larga mesa, a un individuo que le miraba con una sonrisa socarrona. Su aspecto impresionaba.

Tras la sorpresa inicial, el joven candidato iba a balbucear una disculpa, sin saber muy bien por qué, cuando aquel desconocido le invitó a sentarse junto a él con un ademán que más bien parecía una orden. Tras unos segundos escrutándole como si quisiera descubrir algún signo de debilidad en ese joven del que tanto le habían hablado, por fin exclamó:

—La paciencia es una virtud en esta empresa. Quien algo quiere, algo le cuesta, y por lo que he visto, parece que realmente deseas trabajar con nosotros. Pero antes, contesta a mi pregunta: ¿Cuál es el motivo para que quieras cambiar de bando? — le interpeló con una voz cavernosa que helaba la sangre; a lo que el joven respondió sin titubear:

—Llevo mucho tiempo, ya he perdido la cuenta, trabajando para ellos, pero ya no me siento realizado, ya nadie me escucha, nadie me hace caso, todo lo que hago resulta inútil, me siento frustrado pues mis esfuerzos no dan fruto ni son recompensados. Mi trabajo resulta estéril. En cambio, con ustedes seguro que puedo ser mucho más productivo —añadió, tragando saliva y sin dejar de sudar. Caramba, qué calor más endemoniado hacía en esas oficinas. Tendría que acostumbrarse.

—Muy bien, muy bien —dijo su interlocutor, con cara de satisfacción—. Desde luego, trabajo no te faltará. Por fortuna, cada vez hay más gente inclinada a hacer el mal, solo les falta un empujoncito. Y los que ya lo practican, necesitan un coaching constante para que no decaigan. ¿Cuándo puedes incorporarte?

—Cuanto antes mejor, mañana mismo, si le parece bien.

—¡Perfecto! Pero antes deberías cambiarte de indumentaria, que ese color blanco tan inmaculado no representa los ideales de nuestra empresa. El negro es más elegante, te sentará mejor e infundirás más respeto. Antes, nuestro color favorito era el rojo, pero hay que adaptarse a los cambios.

 

jueves, 20 de febrero de 2025

Un cuento de burros

 



Érase una vez un hombre que tenía dos burros, Pancho y Pincho, ya demasiado viejos para trabajar en el campo. Vivían en la masía donde, el dueño, Pedro Labrador —apellido muy acorde con su profesión—, los tenía siempre encerrados en el establo junto a dos potros negros, esbeltos y vigorosos, recientemente adquiridos en el mercado de ganado que tenía lugar cada año en el pueblo. Para qué quería Pedro esos dos ejemplares era una incógnita para Pancho y Pincho. Pero, claro, ¿qué podían saber ellos siendo tan solo unos burros?

Esos dos viejos animales, compañeros y amigos de toda la vida, apenas se relacionaban con los recién llegados, demasiado jóvenes, orgullosos y de buena raza para tener algo en común. Cada vez que uno de los burros les dirigía la palabra para darles un consejo u opinión, los caballos les daban la espalda, mirándolos de reojo y diciéndoles, despectivamente, que cerraran su bocaza, que total eran unos burros que no sabían nada de nada. Ellos habían sido comprados por su inteligencia, elegancia y coraje, para participar en concursos de equitación; en cambio, ellos tan solo eran animales de carga que no servían para nada más.

Un día, o mejor dicho una noche, entraron en la masía unos ladrones, uno gordo y bajito y el otro alto y delgado, con muy malas intenciones, como las de todos los ladrones. No tuvieron suficiente con llevarse todo lo que hallaron de valor y dejar al dueño muy malherido de los garrotazos que recibió de esos brutos, sino que también entraron en el establo para ver si había algún animal de utilidad o digno de ser vendido a un comprador sin escrúpulos.

Cuando los dos malvados vieron aquellos dos ejemplares tan bellos se les pusieron los ojos como platos y con los garrotes que habían utilizado para neutralizar a Pedro Labrador, los amenazaron y golpearon hasta que los potros, aterrorizados, se refugiaron en un rincón pidiendo clemencia con la mirada. Los burros lo contemplaban todo desde el otro extremo del establo sin saber muy bien qué hacer e incluso dudando si valía la pena intervenir en defensa de aquellos dos caballos arrogantes y ariscos.

Finalmente, los burros se miraron y tomaron una decisión en común. Cuando los dos ladrones iban a atar a los purasangres con los lazos que su dueño utilizaba para adiestrarlos, Pancho le lanzó una mordedura en la pierna del gordo, que vaya un jamón que tenía por muslo, mientras Pincho le propinó al alto una coz de tal magnitud que el hombre salió volando por la ventana más próxima. El resultado de la intervención —total, una burrada— fue que los intrusos se largaron más raudos que si les persiguieran mil demonios, dejando por el suelo todo lo que habían podido arramblar.

Mientras los potros todavía resollaban y temblaban de miedo en un rincón de la caballeriza, los burros entraron en la masía para ver qué podían hacer por el amo, si es que todavía estaba vivo. Al encontrarlo inconsciente, pero con vida, lo cargaron sobre el lomo de uno de ellos y se aproximaron al pueblo para llevarlo a casa del médico, a quien despertaron con sus escandalosos bramidos.

 

Al año siguiente, en el mercado del ganado, un par de potros negros y esbeltos, pero un poco acoquinados, estaban en venta por un módico precio. El último día de mercado, un campesino ceñudo y con cara de malas pulgas los compró pensando que le podrían ser de utilidad en el campo, pues no se los imaginaba haciendo otra cosa que no fuera ayudarle a labrar o haciendo girar la rueda del molino. Pancho y Pincho, que habían acudido al mercado con su amo —ahora los llevaba con él a todas partes como si fueran animales de defensa y compañía—, los miraban con pena y satisfacción a la vez.

Y es que no hay que juzgar a nadie por las apariencias. Nunca se sabe lo que puede dar de sí un burro. Y si son dos, más aún.