Esos dos viejos
animales, compañeros y amigos de toda la vida, apenas se relacionaban con los
recién llegados, demasiado jóvenes, orgullosos y de buena raza para tener algo
en común. Cada vez que uno de los burros les dirigía la palabra para darles un
consejo u opinión, los caballos les daban la espalda, mirándolos de reojo y
diciéndoles, despectivamente, que cerraran su bocaza, que total eran unos
burros que no sabían nada de nada. Ellos habían sido comprados por su
inteligencia, elegancia y coraje, para participar en concursos de equitación;
en cambio, ellos tan solo eran animales de carga que no servían para nada más.
Un día, o mejor dicho
una noche, entraron en la masía unos ladrones, uno gordo y bajito y el otro
alto y delgado, con muy malas intenciones, como las de todos los ladrones. No
tuvieron suficiente con llevarse todo lo que hallaron de valor y dejar al dueño
muy malherido de los garrotazos que recibió de esos brutos, sino que también
entraron en el establo para ver si había algún animal de utilidad o digno de
ser vendido a un comprador sin escrúpulos.
Cuando los dos malvados
vieron aquellos dos ejemplares tan bellos se les pusieron los ojos como platos
y con los garrotes que habían utilizado para neutralizar a Pedro Labrador, los
amenazaron y golpearon hasta que los potros, aterrorizados, se refugiaron en un
rincón pidiendo clemencia con la mirada. Los burros lo contemplaban todo desde
el otro extremo del establo sin saber muy bien qué hacer e incluso dudando si
valía la pena intervenir en defensa de aquellos dos caballos arrogantes y
ariscos.
Finalmente, los burros
se miraron y tomaron una decisión en común. Cuando los dos ladrones iban a atar
a los purasangres con los lazos que su dueño utilizaba para adiestrarlos,
Pancho le lanzó una mordedura en la pierna del gordo, que vaya un jamón que tenía
por muslo, mientras Pincho le propinó al alto una coz de tal magnitud que el
hombre salió volando por la ventana más próxima. El resultado de la
intervención —total, una burrada— fue que los intrusos se largaron más raudos
que si les persiguieran mil demonios, dejando por el suelo todo lo que habían
podido arramblar.
Mientras los potros
todavía resollaban y temblaban de miedo en un rincón de la caballeriza, los
burros entraron en la masía para ver qué podían hacer por el amo, si es que
todavía estaba vivo. Al encontrarlo inconsciente, pero con vida, lo cargaron sobre el lomo de uno de ellos y se aproximaron al pueblo para llevarlo a casa del
médico, a quien despertaron con sus escandalosos bramidos.
Al año siguiente, en el mercado del ganado, un par de potros negros y esbeltos, pero un poco acoquinados, estaban en venta por un módico precio. El último día de mercado, un campesino ceñudo y con cara de malas pulgas los compró pensando que le podrían ser de utilidad en el campo, pues no se los imaginaba haciendo otra cosa que no fuera ayudarle a labrar o haciendo girar la rueda del molino. Pancho y Pincho, que habían acudido al mercado con su amo —ahora los llevaba con él a todas partes como si fueran animales de defensa y compañía—, los miraban con pena y satisfacción a la vez.
Y es que no hay que
juzgar a nadie por las apariencias. Nunca se sabe lo que puede dar de sí un
burro. Y si son dos, más aún.