domingo, 9 de marzo de 2025

Una cuestión de talla

 


Su largo currículum contrastaba con su corta estatura. Con sus 145 cm, hacía años que Ismael había superado su complejo de inferioridad que le habían provocado sus compañeros de la escuela desde su más tierna edad. Sus padres eran de estatura normal, según los cánones de la época, pero una alteración extraña, probablemente genética, que nadie supo definir y mucho menos determinar, o quizá por haber sido concebido cuando su madre ya tenía una edad impropia para procrear, hizo que el hijo único —no se atrevieron a tener más por si ese defecto volvía a repetirse— de los Gómez, una familia de banqueros, fuera tratado como a una pieza de porcelana.

Lo único que infundía respeto entre el alumnado era que “el enano” —así le llamaban— llegara al colegio en un coche que muchos querrían tener y con un chófer con uniforme y gorra de plato. Sería enano, pero rico —se decían.

Pero ese niño, aparentemente débil y raquítico, resultó ser una lumbrera. Sus notas oscilaban entre el sobresaliente y la matrícula de honor, motivo de envidia de sus compañeros, que no amigos, pues de eso no tenía.

En la adolescencia la cosa empeoró, y todo por culpa de las chicas. Mientras cursó sus estudios en el colegio religioso, solo para niños, el sexo femenino brillaba por su ausencia, tanto en su vida social como personal. Le gustaban las chicas —cómo no—, pero ¿qué chica iba a fijarse en él?

En la facultad de económicas despuntó por las únicas dos cosas que le identificaban: su brillante expediente académico y su estatura. Y allí tampoco se salvó del escarnio público, tanto en clase como fuera de ella. De este modo, Ismael vivía prácticamente recluido en casa, apenas salía, y solo se dedicaba al estudio. Quería sobresalir como economista, trabajar en la banca como su padre y ser el orgullo de la familia.

Y así fue. Con solo veinticinco años era el subdirector general de la banca familiar, presidida por Don Laureano Gómez que, a sus setenta años ya pensaba en jubilarse y dejar el negocio familiar en manos de su vástago.

Cuando esto aconteció, sus padres abandonaron la gran ciudad y se instalaron en su segunda residencia en la montaña, donde respirarían aire sano y disfrutarían de una paz y tranquilidad sin parangón.

Ismael, por su parte, se quedó a vivir en la gran casa familiar, con la única compañía de una cocinera a tiempo parcial, un asistente para todo, un jardinero y el chofer, el mismo que le había acompañado cada día a clase, pero con unos cuantos años de más a la espalda. Hasta que un día, la cocinera, ya mayor para tanto trajín —en esa casa todos eran viejos y todos sus quehaceres les parecían muy pesados—, le presentó la renuncia. «Pero no se inquiete, que tengo a la perfecta sustituta: mi hija. ¿Su hija? ¿Aquella niña que venía con usted cuando no iba a la escuela porque estaba enferma y no tenía con quién dejarla? Esa, esa. Cocina mucho mejor que yo. Ya verá» Y así se cerró el trato.

Isabel, que así se llamaba la joven, era toda una belleza. De niño ya le gustaba, pero no solo porque era guapa, sino porque, además, era muy simpática con él. Nunca se rio de su defecto físico, al contrario, le animaba a prescindir de los comentarios ajenos y se ponía furiosa cuando Ismael le contaba lo que le decían sus compañeros.

Isabel tenía ahora treinta años e Ismael cinco más. Serían la pareja perfecta si no fuera por... ¿Cómo era posible que una chica de esa edad y tan bonita no tuviera novio? No se atrevía a preguntárselo.

Cuando la madre de Isabel falleció, con solo sesenta y siete años, viuda y con solo esa hija, el propietario del piso donde había vivido casi toda una vida decidió alquilarlo a otro inquilino, a menos que Isabel estuviera dispuesta a pagar el nuevo alquiler, que para ella resultaba prohibitivo.

Ismael, conocedor de este grave problema, pensó en pagarle ese desmesurado alquiler, pero temía que Isabel se sintiera ofendida o, por orgullo, no quisiera aceptar ese trato. Entonces pensó en otra opción: que viviera en su casa. Sería una cocinera a tiempo total, se ahorraría el dispendio de una vivienda y encima le aumentaría el sueldo al estar disponible más horas a su entera disposición.

Fue un gran alivio para Ismael la aceptación de su propuesta por parte de Isabel, de la que estaba cada vez más enamorado. Ahora la tendría más cerca y por más tiempo. Se haría la ilusión de que eran pareja, aunque durmieran en habitaciones distintas.

Isabel, además de una espléndida cocinera era un potosí. Era su compañía perfecta y constante. Al volver del trabajo, Ismael era atendido con un esmero inimaginable. Le preparaba la ropa, se la planchaba con gran esmero, estaba pendiente de él en todo momento, no fuera que su discapacidad le ocasionara algún accidente doméstico, le preparaba el desayuno y le ayudaba a sentarse en el taburete que, aun siendo más bajo de lo habitual, representaba un pequeño obstáculo para Ismael. Y este, en lugar de sentirse abrumado por tanta atención, vivía en la gloria.

Y así discurrieron los meses. Sin novedad en el frente, como a Ismael le gustaba decir cuando todo iba bien. Compartían los mismos gustos, leían los mismos libros y veían juntos los mismos programas de televisión. Preferían ver las películas en la televisión porque en el cine la estatura de Ismael le impedía ver la pantalla y le daba vergüenza usar un asiento alzador infantil y la gente le miraba como a un bicho raro. Como la televisión era, pues, la mejor distracción para ambos, Ismael se apresuró a comprar el primer televisor de color que apareció en el mercado.

Salían a pasear, eso sí, pero evitaban comer en un restaurante, por la misma razón que al cine, pues los camareros, con afán de contentarle, le ofrecían una trona, pues no solían tener cojines sobre los que pudiera sentarse. Por no hablar de los cuchicheos y risitas por parte del resto de clientes.

Pero a pesar de ser feliz así, a Ismael le faltaba algo muy importante para serlo totalmente: Tener a Isabel como esposa. Pero temía su rechazo. ¿Cómo una mujer como ella, a la que todos los hombres miraban con indisimulado deseo, iba a contraer matrimonio con alguien que no levantaba ni metro y medio del suelo? Pero el tiempo corría en contra de Isabel si quería ser algún día madre, algo que había manifestado en más de una ocasión. Acababa de cumplir treinta y cinco años, una edad que ya empezaba a ser conflictiva en caso de un primer embarazo. Y en el mejor de los casos, si aceptaba ser su mujer, ¿quién les aseguraba que el hijo, o hija, que engendraran no fuera como él?

Torturado por esas dudas, Ismael no sabía si lanzarse al ruedo y que pasara lo que Dios quisiera, o callarse para siempre. ¿Y si ella le quería y no se atrevía a proponérselo? Una noche, tras la cena, propuso a Isabel tomar una copa de whisky en el salón, él para animarse y, de paso para ver si también la animaba a ella y así prepararla para lo que le quería decir. «¿Whisky?, ay no, qué asco. Pero, mujer, solo un sorbito, para probarlo, igual te gusta y hasta repites. Que no, que no»

De este modo, Isabel solo se tomó una tacita de té, mientras Ismael se bebía casi todo lo que quedaba de la botella. A las doce de la noche, Isabel bostezaba e Ismael no se tenía en pie. Aun así, no quiso perder la oportunidad de declararse. Se levantó, cerró los ojos y se santiguó tres veces, como el torero que sale a la plaza.

 

La boda se celebró, por lo civil, al cabo de tan solo un mes —Ismael no quería dejar escapar la ocasión, no fuera que Isabel se retractara— a la que solo acudieron unas cincuenta personas, entre ellas sus empleados, tanto de la oficina como domésticos. Como no tenía amigos, pensó en invitar a todo el personal del colegio y de la facultad con el que había coincidido en sus estudios para darles envidia. Solo acudieron unos cuantos profesores, los que todavía guardaban un buen recuerdo de él, quienes se comían a Isabel con su mirada concupiscente.

Todo fue perfecto, salvo alguna anécdota sin importancia, como el hecho de que cuando los camareros le vieron entrar en el comedor donde se celebró el ágape, le indicaron cortésmente que se sentara a la mesa reservada para los niños. Una vez aclarado el entuerto, con el bochorno y enfado del novio, pudo sentarse a la mesa presidencial. El problema se resolvió con un par de cojines y santas pascuas. Y, luego, la noche de bodas. Ismael nunca olvidaría la entrada triunfal en la habitación en brazos de Isabel. ¡Qué romántico! Isabel, por su parte, se congratuló de que no todo en Ismael fuera de pequeño tamaño.

Tuvieron un hijo varón, sano y de tamaño estándar. Sería el heredero de la fortuna familiar, pues no tentarían a la suerte con un segundo hijo. Le pusieron el nombre de Hércules porque, sin duda, sería un hombre de gran talla.

Ismael enseñaría a su hijo que hay momentos en que tenemos que hacer frente a los que se burlan de nosotros y nos humillan, situaciones a las que deberemos enfrentarnos usando la inteligencia en lugar de la fuerza, que el tamaño no importa, que lo que realmente importa es el corazón, el esfuerzo y el coraje. Aunque a Hércules no le haría falta hacerse valer por su estatura, debería tener muy presente estas enseñanzas para ser una persona justa y no actuar como un Goliat ante los más desfavorecidos.

 

Fotograma de la película Un hombre de altura (2016)

 

3 comentarios:

  1. Un relato muy bien trabajado y que resulta enternecedor por las tribulaciones de este buen hombre. Precisamente conozco a un joven que medirá menos de 1'50 y sus allegado me cuentan que su vida escolar es una pesadilla hasta llegar a la depresión. Pero al menos tiene buenos amigos. Por cierto, la película que señalas -de la que se hizo un remake argentino- fue de las primeras que reseñé en mi blog y me dejó un grato recuerdo.

    Abrazos, Josep.

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  2. Resulta curioso que alguien sea capaz de ridiculizar antes a una persona baja de estatura que a una estúpida.
    Buen relato.
    Un abrazo.

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  3. Tal y como debe ser, a las buenas personas les pasan cosas buenas. Ismael podía haber sido un resentido, un amargado y un vengativo, que motivos no le faltaban, pero hizo su vida dejando sitio a los buenos sentimientos, a la bondad y al amor, ¡y al final le fue bien!
    Un estupendo relato que deja buen sabor de boca, Josep. Gracias :)

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