miércoles, 19 de marzo de 2025

El diario

 


Estoy preparando la mudanza, cuando, entre recuerdos varios, he encontrado aquel diario que un día, sintiéndome eufórica, empecé a escribir. Pensé que era cosa de adolescentes, pero algo en mi interior me empujó a plasmar en aquellas hojas, todavía vírgenes, mis sentimientos, mis ilusiones y mis experiencias. Y todo por culpa de alguien que juró hacerme feliz.

Ahora, sentada junto a la ventana, desde donde habíamos contemplado las puestas de sol y nos habíamos hecho tantas promesas, releo mis notas, con una caligrafía infantil, pero cargada de emociones, y me pregunto cómo pudo cambiar tanto nuestra vida.

Desde que escribí las últimas líneas, empapadas de lágrimas, han transcurrido dos largos años. Creía que a estas alturas ya se me habría cerrado la profunda herida que se abrió en mi corazón, pero veo que estas notas me remueven por dentro haciéndome sentir culpable por no haber sabido retenerlo.

Pero ¿cómo se retiene a alguien que se ha desenamorado? No hay vuelta atrás, eso lo comprobé de inmediato. Entonces ¿por qué me siento así, impotente y hundida? Son los recuerdos de aquellos días tan felices los que me deprimen y no me dejan resucitar de esta muerte sentimental en la que me siento instalada.

Me levanto y arrojo este maldito diario por la ventana y me obligo a hacer un último esfuerzo para, si no olvidarlo, cosa imposible, por lo menos ignorarlo, verlo como es ahora, un insensible que solo piensa en posesiones materiales. Y yo no podía ser una de ellas.




domingo, 9 de marzo de 2025

Una cuestión de talla

 


Su largo currículum contrastaba con su corta estatura. Con sus 145 cm, hacía años que Ismael había superado su complejo de inferioridad que le habían provocado sus compañeros de la escuela desde su más tierna edad. Sus padres eran de estatura normal, según los cánones de la época, pero una alteración extraña, probablemente genética, que nadie supo definir y mucho menos determinar, o quizá por haber sido concebido cuando su madre ya tenía una edad impropia para procrear, hizo que el hijo único —no se atrevieron a tener más por si ese defecto volvía a repetirse— de los Gómez, una familia de banqueros, fuera tratado como a una pieza de porcelana.

Lo único que infundía respeto entre el alumnado era que “el enano” —así le llamaban— llegara al colegio en un coche que muchos querrían tener y con un chófer con uniforme y gorra de plato. Sería enano, pero rico —se decían.

Pero ese niño, aparentemente débil y raquítico, resultó ser una lumbrera. Sus notas oscilaban entre el sobresaliente y la matrícula de honor, motivo de envidia de sus compañeros, que no amigos, pues de eso no tenía.

En la adolescencia la cosa empeoró, y todo por culpa de las chicas. Mientras cursó sus estudios en el colegio religioso, solo para niños, el sexo femenino brillaba por su ausencia, tanto en su vida social como personal. Le gustaban las chicas —cómo no—, pero ¿qué chica iba a fijarse en él?

En la facultad de económicas despuntó por las únicas dos cosas que le identificaban: su brillante expediente académico y su estatura. Y allí tampoco se salvó del escarnio público, tanto en clase como fuera de ella. De este modo, Ismael vivía prácticamente recluido en casa, apenas salía, y solo se dedicaba al estudio. Quería sobresalir como economista, trabajar en la banca como su padre y ser el orgullo de la familia.

Y así fue. Con solo veinticinco años era el subdirector general de la banca familiar, presidida por Don Laureano Gómez que, a sus setenta años ya pensaba en jubilarse y dejar el negocio familiar en manos de su vástago.

Cuando esto aconteció, sus padres abandonaron la gran ciudad y se instalaron en su segunda residencia en la montaña, donde respirarían aire sano y disfrutarían de una paz y tranquilidad sin parangón.

Ismael, por su parte, se quedó a vivir en la gran casa familiar, con la única compañía de una cocinera a tiempo parcial, un asistente para todo, un jardinero y el chofer, el mismo que le había acompañado cada día a clase, pero con unos cuantos años de más a la espalda. Hasta que un día, la cocinera, ya mayor para tanto trajín —en esa casa todos eran viejos y todos sus quehaceres les parecían muy pesados—, le presentó la renuncia. «Pero no se inquiete, que tengo a la perfecta sustituta: mi hija. ¿Su hija? ¿Aquella niña que venía con usted cuando no iba a la escuela porque estaba enferma y no tenía con quién dejarla? Esa, esa. Cocina mucho mejor que yo. Ya verá» Y así se cerró el trato.

Isabel, que así se llamaba la joven, era toda una belleza. De niño ya le gustaba, pero no solo porque era guapa, sino porque, además, era muy simpática con él. Nunca se rio de su defecto físico, al contrario, le animaba a prescindir de los comentarios ajenos y se ponía furiosa cuando Ismael le contaba lo que le decían sus compañeros.

Isabel tenía ahora treinta años e Ismael cinco más. Serían la pareja perfecta si no fuera por... ¿Cómo era posible que una chica de esa edad y tan bonita no tuviera novio? No se atrevía a preguntárselo.

Cuando la madre de Isabel falleció, con solo sesenta y siete años, viuda y con solo esa hija, el propietario del piso donde había vivido casi toda una vida decidió alquilarlo a otro inquilino, a menos que Isabel estuviera dispuesta a pagar el nuevo alquiler, que para ella resultaba prohibitivo.

Ismael, conocedor de este grave problema, pensó en pagarle ese desmesurado alquiler, pero temía que Isabel se sintiera ofendida o, por orgullo, no quisiera aceptar ese trato. Entonces pensó en otra opción: que viviera en su casa. Sería una cocinera a tiempo total, se ahorraría el dispendio de una vivienda y encima le aumentaría el sueldo al estar disponible más horas a su entera disposición.

Fue un gran alivio para Ismael la aceptación de su propuesta por parte de Isabel, de la que estaba cada vez más enamorado. Ahora la tendría más cerca y por más tiempo. Se haría la ilusión de que eran pareja, aunque durmieran en habitaciones distintas.

Isabel, además de una espléndida cocinera era un potosí. Era su compañía perfecta y constante. Al volver del trabajo, Ismael era atendido con un esmero inimaginable. Le preparaba la ropa, se la planchaba con gran esmero, estaba pendiente de él en todo momento, no fuera que su discapacidad le ocasionara algún accidente doméstico, le preparaba el desayuno y le ayudaba a sentarse en el taburete que, aun siendo más bajo de lo habitual, representaba un pequeño obstáculo para Ismael. Y este, en lugar de sentirse abrumado por tanta atención, vivía en la gloria.

Y así discurrieron los meses. Sin novedad en el frente, como a Ismael le gustaba decir cuando todo iba bien. Compartían los mismos gustos, leían los mismos libros y veían juntos los mismos programas de televisión. Preferían ver las películas en la televisión porque en el cine la estatura de Ismael le impedía ver la pantalla y le daba vergüenza usar un asiento alzador infantil y la gente le miraba como a un bicho raro. Como la televisión era, pues, la mejor distracción para ambos, Ismael se apresuró a comprar el primer televisor de color que apareció en el mercado.

Salían a pasear, eso sí, pero evitaban comer en un restaurante, por la misma razón que al cine, pues los camareros, con afán de contentarle, le ofrecían una trona, pues no solían tener cojines sobre los que pudiera sentarse. Por no hablar de los cuchicheos y risitas por parte del resto de clientes.

Pero a pesar de ser feliz así, a Ismael le faltaba algo muy importante para serlo totalmente: Tener a Isabel como esposa. Pero temía su rechazo. ¿Cómo una mujer como ella, a la que todos los hombres miraban con indisimulado deseo, iba a contraer matrimonio con alguien que no levantaba ni metro y medio del suelo? Pero el tiempo corría en contra de Isabel si quería ser algún día madre, algo que había manifestado en más de una ocasión. Acababa de cumplir treinta y cinco años, una edad que ya empezaba a ser conflictiva en caso de un primer embarazo. Y en el mejor de los casos, si aceptaba ser su mujer, ¿quién les aseguraba que el hijo, o hija, que engendraran no fuera como él?

Torturado por esas dudas, Ismael no sabía si lanzarse al ruedo y que pasara lo que Dios quisiera, o callarse para siempre. ¿Y si ella le quería y no se atrevía a proponérselo? Una noche, tras la cena, propuso a Isabel tomar una copa de whisky en el salón, él para animarse y, de paso para ver si también la animaba a ella y así prepararla para lo que le quería decir. «¿Whisky?, ay no, qué asco. Pero, mujer, solo un sorbito, para probarlo, igual te gusta y hasta repites. Que no, que no»

De este modo, Isabel solo se tomó una tacita de té, mientras Ismael se bebía casi todo lo que quedaba de la botella. A las doce de la noche, Isabel bostezaba e Ismael no se tenía en pie. Aun así, no quiso perder la oportunidad de declararse. Se levantó, cerró los ojos y se santiguó tres veces, como el torero que sale a la plaza.

 

La boda se celebró, por lo civil, al cabo de tan solo un mes —Ismael no quería dejar escapar la ocasión, no fuera que Isabel se retractara— a la que solo acudieron unas cincuenta personas, entre ellas sus empleados, tanto de la oficina como domésticos. Como no tenía amigos, pensó en invitar a todo el personal del colegio y de la facultad con el que había coincidido en sus estudios para darles envidia. Solo acudieron unos cuantos profesores, los que todavía guardaban un buen recuerdo de él, quienes se comían a Isabel con su mirada concupiscente.

Todo fue perfecto, salvo alguna anécdota sin importancia, como el hecho de que cuando los camareros le vieron entrar en el comedor donde se celebró el ágape, le indicaron cortésmente que se sentara a la mesa reservada para los niños. Una vez aclarado el entuerto, con el bochorno y enfado del novio, pudo sentarse a la mesa presidencial. El problema se resolvió con un par de cojines y santas pascuas. Y, luego, la noche de bodas. Ismael nunca olvidaría la entrada triunfal en la habitación en brazos de Isabel. ¡Qué romántico! Isabel, por su parte, se congratuló de que no todo en Ismael fuera de pequeño tamaño.

Tuvieron un hijo varón, sano y de tamaño estándar. Sería el heredero de la fortuna familiar, pues no tentarían a la suerte con un segundo hijo. Le pusieron el nombre de Hércules porque, sin duda, sería un hombre de gran talla.

Ismael enseñaría a su hijo que hay momentos en que tenemos que hacer frente a los que se burlan de nosotros y nos humillan, situaciones a las que deberemos enfrentarnos usando la inteligencia en lugar de la fuerza, que el tamaño no importa, que lo que realmente importa es el corazón, el esfuerzo y el coraje. Aunque a Hércules no le haría falta hacerse valer por su estatura, debería tener muy presente estas enseñanzas para ser una persona justa y no actuar como un Goliat ante los más desfavorecidos.

 

Fotograma de la película Un hombre de altura (2016)

 

viernes, 28 de febrero de 2025

La entrevista

 


Era una entrevista extremadamente importante. Aunque se consideraba bien preparado para superar cualquier trampa que el entrevistador, un tipo duro y sin escrúpulos, sin duda le tendería, no podía evitar sentirse angustiado. Desde que había tomado la decisión de presentarse a esa candidatura, el insomnio no le abandonaba. Ello no era más que una señal de su miedo ante una situación tan comprometida.

Tenía que presentarse a la entrevista despejado y entero de ánimo; de lo contrario, la impresión que daría sería nefasta y ya podía dar por perdida esa oportunidad única que se le había presentado a última hora y que no quería dejar escapar. El aspecto es sumamente importante en cualquier tipo de entrevista, lo sabía, pero la actitud serena y de seguridad es una pieza clave para ganarse el respeto y la confianza de los que ostentan el poder, especialmente en un campo tan complicado y competitivo como en el que pretendía introducirse. Tenía conocimientos más que suficientes pero, en estos casos, la actitud suele pesar más que la aptitud.

Pero ya no era momento de pensar sino de actuar pues ya se encontraba en la antesala de su futuro inmediato, esperando a que apareciera quien representa, hoy por hoy, un poder indiscutible en un mundo hecho para los ambiciosos. Necesitaba ese empleo, cambiar de trabajo, de aires, aunque ello supusiera una traición a su jefe actual que, reconocía, tanto le había enseñado. Pero precisaba sentirse realizado y apreciado por sus superiores, por lo que estaba dispuesto a hacer lo que hiciera falta para ganarse el puesto. Estaba tenso, demasiado. Debía controlarse. Sus manos húmedas y su frente perlada de sudor delatarían su inseguridad y eso le hundiría. Tenía que evitarlo a toda costa, pero por mucho que restregara las palmas de sus manos en el interior de los bolsillos del pantalón y se secara el sudor de la frente con esos pañuelos de papel que habían dejado sobre la mesa como si adivinaran lo que le iba a suceder, seguía transpirando sin parar. Pero es que, además, no soportaba el calor, y en ese despacho la temperatura era infernal.

Como su entrevistador se demoraba, pensó que aún tenía tiempo para intentar relajarse. Tras comprobar que no había nadie observándole —sabía que esa gente solía estar al acecho en todo momento—, se levantó, se quitó la chaqueta, practicó unos estiramientos, respiró profundamente diez veces, flexionó las piernas, agitó repetidas veces sus brazos y pensó en abrir la ventana para dejar entrar el aire frio de la calle. Pero la ventana era impracticable, lo que le impidió llevar a cabo su propósito, así que tuvo que recurrir al autocontrol, lo que siempre, hasta entonces, le había dado tan buenos resultados.

Y funcionó. Al cabo de unos minutos, estaba notablemente más calmado y parecía que había controlado su sudoración y ese pequeño temblor en las manos. Pero pasaba el tiempo y nadie acudía a su encuentro, no se oía ni un susurro en toda la oficina. ¿Se habrían olvidado de él? No podía ser. Sería ridículo que después de todo por lo que había pasado, aquella secretaria tan estirada se hubiera olvidado de anunciarlo a su jefe. No le quedaba más remedio que preguntar y salir de dudas. Vio que había pasado más de media hora, por lo que nadie podía recriminarle que saliera del despacho para pedir una explicación. Necesitaba obtener ese puesto pero no estaba dispuesto a que lo ningunearan. Ya había sido demasiado sumiso, humilde y manejable en el que había sido su trabajo hasta ahora. A fin de cuentas, sabía que allí querían a gente decidida y sin reparos, así que no tenían porqué censurarle que pidiera explicaciones.

Cuando abrió la puerta, se encontró con una oficina totalmente vacía. Las luces seguían encendidas, pero no había nadie donde poco antes había una actividad frenética. Un reloj de pared marcaba las 21:00 horas. ¿Cómo era posible, si él había llegado alrededor de las seis de la tarde? No podía haber transcurrido tanto tiempo desde que le dejaron sentado esperando. Sabía, de oídas, que en esa empresa tenían fama de torturar psicológicamente a los candidatos para un puesto tan relevante como el que quería ocupar, para comprobar, de este modo, si tenían la suficiente paciencia y entereza y cerciorarse de su resistencia a la adversidad. Pero lo que le estaban haciendo parecía más bien una burla que no estaba dispuesto a tolerar.

Así pues, volvió a la sala para recoger su chaqueta y largarse a toda prisa, pero cuando entró vio sentado, a la cabecera de la larga mesa, a un individuo que le miraba con una sonrisa socarrona. Su aspecto impresionaba.

Tras la sorpresa inicial, el joven candidato iba a balbucear una disculpa, sin saber muy bien por qué, cuando aquel desconocido le invitó a sentarse junto a él con un ademán que más bien parecía una orden. Tras unos segundos escrutándole como si quisiera descubrir algún signo de debilidad en ese joven del que tanto le habían hablado, por fin exclamó:

—La paciencia es una virtud en esta empresa. Quien algo quiere, algo le cuesta, y por lo que he visto, parece que realmente deseas trabajar con nosotros. Pero antes, contesta a mi pregunta: ¿Cuál es el motivo para que quieras cambiar de bando? — le interpeló con una voz cavernosa que helaba la sangre; a lo que el joven respondió sin titubear:

—Llevo mucho tiempo, ya he perdido la cuenta, trabajando para ellos, pero ya no me siento realizado, ya nadie me escucha, nadie me hace caso, todo lo que hago resulta inútil, me siento frustrado pues mis esfuerzos no dan fruto ni son recompensados. Mi trabajo resulta estéril. En cambio, con ustedes seguro que puedo ser mucho más productivo —añadió, tragando saliva y sin dejar de sudar. Caramba, qué calor más endemoniado hacía en esas oficinas. Tendría que acostumbrarse.

—Muy bien, muy bien —dijo su interlocutor, con cara de satisfacción—. Desde luego, trabajo no te faltará. Por fortuna, cada vez hay más gente inclinada a hacer el mal, solo les falta un empujoncito. Y los que ya lo practican, necesitan un coaching constante para que no decaigan. ¿Cuándo puedes incorporarte?

—Cuanto antes mejor, mañana mismo, si le parece bien.

—¡Perfecto! Pero antes deberías cambiarte de indumentaria, que ese color blanco tan inmaculado no representa los ideales de nuestra empresa. El negro es más elegante, te sentará mejor e infundirás más respeto. Antes, nuestro color favorito era el rojo, pero hay que adaptarse a los cambios.

 

jueves, 20 de febrero de 2025

Un cuento de burros

 



Érase una vez un hombre que tenía dos burros, Pancho y Pincho, ya demasiado viejos para trabajar en el campo. Vivían en la masía donde, el dueño, Pedro Labrador —apellido muy acorde con su profesión—, los tenía siempre encerrados en el establo junto a dos potros negros, esbeltos y vigorosos, recientemente adquiridos en el mercado de ganado que tenía lugar cada año en el pueblo. Para qué quería Pedro esos dos ejemplares era una incógnita para Pancho y Pincho. Pero, claro, ¿qué podían saber ellos siendo tan solo unos burros?

Esos dos viejos animales, compañeros y amigos de toda la vida, apenas se relacionaban con los recién llegados, demasiado jóvenes, orgullosos y de buena raza para tener algo en común. Cada vez que uno de los burros les dirigía la palabra para darles un consejo u opinión, los caballos les daban la espalda, mirándolos de reojo y diciéndoles, despectivamente, que cerraran su bocaza, que total eran unos burros que no sabían nada de nada. Ellos habían sido comprados por su inteligencia, elegancia y coraje, para participar en concursos de equitación; en cambio, ellos tan solo eran animales de carga que no servían para nada más.

Un día, o mejor dicho una noche, entraron en la masía unos ladrones, uno gordo y bajito y el otro alto y delgado, con muy malas intenciones, como las de todos los ladrones. No tuvieron suficiente con llevarse todo lo que hallaron de valor y dejar al dueño muy malherido de los garrotazos que recibió de esos brutos, sino que también entraron en el establo para ver si había algún animal de utilidad o digno de ser vendido a un comprador sin escrúpulos.

Cuando los dos malvados vieron aquellos dos ejemplares tan bellos se les pusieron los ojos como platos y con los garrotes que habían utilizado para neutralizar a Pedro Labrador, los amenazaron y golpearon hasta que los potros, aterrorizados, se refugiaron en un rincón pidiendo clemencia con la mirada. Los burros lo contemplaban todo desde el otro extremo del establo sin saber muy bien qué hacer e incluso dudando si valía la pena intervenir en defensa de aquellos dos caballos arrogantes y ariscos.

Finalmente, los burros se miraron y tomaron una decisión en común. Cuando los dos ladrones iban a atar a los purasangres con los lazos que su dueño utilizaba para adiestrarlos, Pancho le lanzó una mordedura en la pierna del gordo, que vaya un jamón que tenía por muslo, mientras Pincho le propinó al alto una coz de tal magnitud que el hombre salió volando por la ventana más próxima. El resultado de la intervención —total, una burrada— fue que los intrusos se largaron más raudos que si les persiguieran mil demonios, dejando por el suelo todo lo que habían podido arramblar.

Mientras los potros todavía resollaban y temblaban de miedo en un rincón de la caballeriza, los burros entraron en la masía para ver qué podían hacer por el amo, si es que todavía estaba vivo. Al encontrarlo inconsciente, pero con vida, lo cargaron sobre el lomo de uno de ellos y se aproximaron al pueblo para llevarlo a casa del médico, a quien despertaron con sus escandalosos bramidos.

 

Al año siguiente, en el mercado del ganado, un par de potros negros y esbeltos, pero un poco acoquinados, estaban en venta por un módico precio. El último día de mercado, un campesino ceñudo y con cara de malas pulgas los compró pensando que le podrían ser de utilidad en el campo, pues no se los imaginaba haciendo otra cosa que no fuera ayudarle a labrar o haciendo girar la rueda del molino. Pancho y Pincho, que habían acudido al mercado con su amo —ahora los llevaba con él a todas partes como si fueran animales de defensa y compañía—, los miraban con pena y satisfacción a la vez.

Y es que no hay que juzgar a nadie por las apariencias. Nunca se sabe lo que puede dar de sí un burro. Y si son dos, más aún.

 

domingo, 19 de enero de 2025

Año nuevo, vida nueva

 


Juan y María llevaban casados 49 años. Al cabo de seis meses celebrarían las bodas de oro. Nunca habían imaginado vivir tanto tiempo juntos. Pero así era y sería mientras su salud lo permitiera.

Este año pasarían la Nochevieja solos, sus hijos tenían otros compromisos y no podrían celebrarlo juntos como cada fin de año. Sería más triste de lo habitual, pero lo importante era pasarla juntos.

Lo celebraron siguiendo la tradición: una cena exquisita —María era una excelente cocinera—, turrones y cava y a esperar las doce campanadas desde la Puerta del Sol, intrigados por ver qué vestido luciría en esta ocasión la Pedroche.

Llegado el momento culminante, tras haber tragado, no sin cierta dificultad, las doce uvas, cada uno formuló su deseo secreto. Ambos pidieron, como siempre, seguir siendo felices a lo largo del año que acababan de estrenar.

Se acostaron temprano —la edad no perdona—, pues pasada la una de la madrugada ya se les cerraban los ojos irremediablemente.

Al día siguiente vendrían los hijos y los nietos a comer. María ya había preparado un gran ágape, como cada año. Durante la comida, brindarían por los que ya no estaban.

Lo que María no podía haber previsto era que ese día tan inolvidable, sería Juan quien no estaría presente. Esa mañana no despertó. María estrenó así una nueva vida sin su marido. Juan siempre había dicho que quería dejar este mundo sin sufrir, tranquilamente, mientras dormía. Por lo menos, ese deseo sí que se cumplió.




martes, 3 de diciembre de 2024

¿Cuánto vale una vida?

 


Desde que aquellos guerrilleros asesinaron a mis padres y hermanos, tuve muy claro que no podía permanecer en nuestro poblado ni un solo día más. Pero ¿cómo huir de aquel infierno? Y ¿quién me facilitaría la huida?

Escapé como pude de aquel horror. Todavía no sé cómo logré salvarme de aquella matanza. Pero lo hice y, aprovechando mi suerte, emprendí un camino muy peligroso e incierto hacia la libertad.

Por el camino, conocí a Ahmadou, el hombre que resultó ser el cabecilla de un grupo de africanos que, como yo, pretendían llegar a España. Apiadado de mí, me ofreció un lugar en una caravana de emigrantes. Tras varias semanas de dura marcha por poblados, tanto o más peligrosos que el que abandoné, y a través del desierto, cruzaríamos el Mediterráneo en patera desde una playa de Argel, al abrigo de la oscuridad. El trayecto sería largo y no exento de peligros, pues nos veríamos posiblemente interceptados por individuos armados, militares y policías corruptos que, en el mejor de los casos, nos dejarían pasar a cambio de un soborno. A pesar de estos inconvenientes, accedí de buen grado a correr ese riesgo. Tenía que marcharme de allí a toda costa.

Por desgracia, yo no podía afrontar el coste del pasaje, no tenía dinero con el que ganarme un lugar en el cayuco. Desesperado como estaba, le supliqué a Ahmadou que me llevara con ellos, que haría lo que fuera necesario para compensarle el gran favor.

Me citó para el día siguiente. Cuando llegué al punto convenido, me encontré con dos hombres que dijeron haber venido a petición de Ahmadou. Me invitaron a un té en una de las cabañas que nos rodeaban y, casi en susurros, me hicieron una oferta que, cuando la oí me puso los pelos de punta. Pero tras unos segundos de duda y reflexión, comprendí que no podía hacer otra cosa que aceptar. Bien valía uno de mis riñones a cambio de la libertad. Al parecer —me dijeron— eran muchos quienes donaban un riñón para alcanzar la deseada meta. «Con solo un riñón se puede vivir perfectamente», me aseguraron para acabar de convencerme.

El viaje, fue, efectivamente, un infierno. Tuvimos que hacer frente a encuentros muy desagradables y violentos con todo tipo de individuos ávidos de dinero. Algunos de nuestros compañeros quedaron atrás, por haber enfermado —no disponíamos de medicamentos— o perdido la vida a manos de asaltantes sin escrúpulos para segar una vida humana a cambio de dinero. Quien se resistía a cualquiera de sus demandas, por absurda y humillante que fuera, recibía un disparo en la cabeza. Tuvimos que abandonar los cuerpos de los que perecieron por el camino, dejándolos a merced de los animales carroñeros.

Mali fue, con diferencia, el territorio en el que sufrimos más percances. Llegamos a creer que no saldríamos vivos de allí, pero lo hicimos. Fue un milagro que llegáramos sanos y salvos a Argelia, donde también fuimos acosados por la policía. Las dotes de persuasión e ingenio de Ahmadou nos salvó el pellejo en más de una ocasión. Ese hombre tenía un carisma que acababa por convencer al más incrédulo de que íbamos a Argel a trabajar en la construcción, a pesar del miserable aspecto que debíamos ofrecer.

Pero por fin llegó el gran día o, mejor dicho, la gran noche. Tuvimos que esperar varias horas a que llegaran los que serían los conductores de las dos pateras que debían llevarnos a la costa española. Eran unas viejas barcas de madera que no me inspiraron mucha confianza, a pesar de que nos aseguraron que llevaban un potente motor. Nos montamos en ellas apiñados, dejando apenas espacio para estirar las piernas. En nuestro cayuco éramos treinta, veinte hombres, ocho mujeres y dos niños. En el otro iban veintiséis personas, veinte hombres y seis mujeres. Las plazas que habían quedado libres eran las que debían haber ocupado los fallecidos. Todos estábamos asustados, ateridos y hambrientos, pero con la esperanza que en unas pocas horas llegaríamos a nuestro destino. Pero el mar, cada vez más embravecido, parecía querer impedírnoslo. Las embarcaciones parecían de juguete, que iban a ser tragadas de un momento a otro por las enormes olas que nos zarandeaban con violencia. Con cada nueva ola, parecía que íbamos a volcar. Pero por fin divisamos las luces de una ciudad española, que, según nos dijo Ahmadou, era Almería. Él había hecho ese trayecto en numerosas ocasiones y se conocía la ruta de memoria. Cuando quisimos ver a nuestros compañeros de la otra patera, esta había desaparecido y al desembarcar en la playa no los hallamos por ninguna parte. Supusimos que se los había tragado el mar. Como el tiempo apremiaba y las furgonetas que nos estaban esperando debían abandonar el lugar antes de que clareara y fuéramos vistos por la Guardia Civil o por cualquier ciudadano que pudiera denunciar el desembarco, el que supuse que era el responsable de trasladarnos a un lugar seguro nos apremió para que subiéramos de inmediato a una de las furgonetas y la otra esperaría un tiempo prudente por si aparecía el resto del “cargamento”, como así lo llamó.

Cuando me disponía a hacer lo indicado, Ahmadou me agarró de un brazo y me indicó que yo debía subir a otro vehículo que, aparcado a una cierta distancia, me estaba esperando. «Recuerda el trato» —me dijo—, «Tú no vas con ellos, ya lo harás una vez hayas cumplido con lo convenido». Aunque sabía a lo que se refería, me entró un desasosiego que solo desapareció al ver que Ahmadou subía conmigo al vehículo y se sentaba junto a mí en el asiento trasero. El coche, con chófer, era de alta gama. No me había sentado jamás en un asiento tan cómodo. Debía pertenecer —me dije— a alguien con mucho dinero, probablemente el que iba a ser el receptor de uno de mis riñones. El aire acondicionado me reconfortó y me relajó tanto que caí dormido cuando debíamos haber recorrido tan solo un par de kilómetros. La cara sonriente de Ahmadou hizo que me sintiera, por primera vez en varias semanas, seguro.

Una voz grave, me despertó. «Ya podéis salir, todo está preparado», dijo un hombre armado, posiblemente un guardaespaldas o vigilante. El edificio era majestuoso por fuera y por dentro. A pesar de la amabilidad del personal, no me ofrecieron ni agua ni comida, pues —me dijeron— no podía tomar nada antes de la intervención, lo cual, muy a mi pesar, encontré lógico. «Es por la anestesia», añadió una enfermera, muy guapa, por cierto. No recuerdo nada más, excepto que caí en un sueño dulce y profundo tras administrarme lo que supuse sería el anestésico.

 

No sé cuánto tiempo habrá trascurrido desde que perdí la consciencia, pero, abro los ojos y me veo, desde lo alto, en la mesa de operaciones y cómo un hombre vestido de blanco, que supongo que es un médico, me acaba de extirpar un riñón y lo deposita con mucha cautela en un recipiente metálico. ¿Qué es lo que me está ocurriendo? Debo de haberme desdoblado y mi espíritu sobrevuela la sala, tal como cuentan que les sucede a algunas personas que han vivido una experiencia cercana a la muerte. ¡Pero estoy vivo! ¿O no? A continuación, veo que el supuesto médico atiende una llamada. «Es para usted, doctor, dice la enfermera. Es muy urgente». Una vez el médico cuelga el aparato, me mira tendido e inconsciente en la mesa de operaciones y, tras un profundo suspiro, le dice a la enfermera: «No se vaya. Tengo que extirparle el otro riñón, pues al parecer hay otra petición urgente», a lo que la joven añade: «Pero, doctor, si hace eso, este hombre morirá. No se puede vivir sin riñones». El médico, irritado por aquella ridícula perogrullada procedente de una profesional sanitaria, le contesta: «Hay mucho dinero en juego, ¿entiende? Y a usted también le corresponderá un buen pellizco» A lo que la joven contesta con el silencio, mordiéndose los labios, y con un gesto de desaprobación, pero a la vez de resignación, se dispone a ayudar al médico en tal menester.

Veo, horrorizado, que me están extrayendo el otro riñón, que la enfermera deposita en otro contenedor idéntico al anterior.

Acabada la intervención, me dejan en la mesa de operaciones, me cubren con una especie de sábana, apagan la luz y cierran la puerta con llave.

Por fin soy libre. Pero he pagado por mi libertad un elevado precio, demasiado alto. ¿Cuánto habrán pagado por mis riñones? ¿Conocerán los receptores su procedencia? ¿Estará al corriente el bueno de Ahmadou y regresará a su país para reclutar a nuevos donantes? ¡Cuántas vidas humanas habrán acabado del mismo modo! ¿Cuánto vale una vida?


martes, 26 de noviembre de 2024

La buena madre

 


Las penurias por las que pasé para tirar adelante como madre soltera solo las conozco yo. Me aconsejaron que abortara, que en mi situación, tan joven y con muy pocos recursos económicos, era lo mejor que podía hacer. Pero quise seguir adelante con el embarazo en contra de las opiniones ajenas, empezando por las de mis padres, que se desentendieron de mí.

Con el tiempo, las cosas se normalizaron. Ocasiones no me faltaron para vivir en pareja, pero las deseché todas. Ya tuve suficiente con la primera, un mal tipo que me hizo sufrir y que me abandonó cuando más lo necesitaba. Héctor, mi hijo, y yo salimos de la miseria y ahora, veinte años después, vivimos humildemente, pero no nos falta lo esencial. Creo haberle educado bien. Reconozco que le he sobreprotegido, aunque no mimado. Le he dado todo lo que he podido darle. Sé que no ha sido mucho, pero lo suficiente para que supiera lo que cuesta ganarse la vida de forma honrada. Pero algo debo haber hecho mal, porque no se conforma con lo que tiene, siempre quiere más, siempre está insatisfecho y su carácter se ha agriado hasta alcanzar cotas que me preocupan.

No sé adónde va ni con quién. No me da explicaciones. Sale y entra en casa cuando le viene en gana y últimamente suele volver muy tarde, de madrugada, y cuando se levanta, a las tantas, todavía huele a alcohol. No me extrañaría que también tomara alguna droga, pues se ha vuelto muy irascible y me trata mal, como lo hacía su padre biológico. ¿Qué habré hecho para merecerme esto?, me repito día sí y día también. Pero soy su madre y le quiero. Cuando nació pensé que era lo mejor que me había podido pasar en esta vida, pero ahora ya no estoy tan segura.

Desde hace unas semanas, su comportamiento es todavía más extraño. Cuando le pregunto de qué trabaja, me responde que tiene un negocio con unos amigos que no conozco y se cierra en banda cuando le pido más detalles. No le insisto, pues se pone hecho una furia y me dice que me ocupe de mis asuntos, que ya es mayor para tomar sus propias decisiones, que sabe lo que hace y que debería estar contenta con el dinero que ahora trae a casa. Y es verdad, últimamente me da mucho más dinero del que me daba como resultado de sus “trapicheos”, como él los llamaba.

Un día, aprovechando que no estaba en casa, hurgué en su dormitorio. Sé que estuvo mal, pero ese acto me abrió los ojos. Hubiera preferido no verlo, pero el mal ya estaba hecho. En el fondo de su armario, en una bolsa de deporte hallé muchos fajos de billetes. Pero eso no fue todo, lo peor fue que junto a ese dinero de origen desconocido había una pistola. No pude evitar soltar un grito, que ahogué al instante, para que nadie me oyera. ¿Para qué quería mi hijo una pistola y cómo había conseguido reunir tanto dinero? ¿Un atraco, quizá? Pero en las noticias no había aparecido ninguna relacionada con un robo. ¿Estaría metido en algún asunto turbio, tráfico de drogas tal vez? Desde aquel día no dejé de espiarle, temiéndome lo peor. Cada vez que le preguntaba adónde iba, se ponía hecho un basilisco.

Un día, de madrugada, volvió borracho, tropezando con todo lo que se le ponía por delante. Fue tal el estruendo que armó, que salté de la cama para ver qué estaba ocurriendo. Le tuve que acompañar hasta su habitación y lo dejé tendido en la cama vestido como iba. Al encender la lamparilla de la mesilla de noche para quitarle los zapatos y arroparle, vi, con horror, que su camisa y su cara estaban salpicadas de sangre. Farfullaba palabas ininteligibles. Lo único que me pareció entender fue algo así como: «tenía que hacerlo» ¿Hacer qué? Decidí dejarlo dormir y que por la mañana, cuando estuviera despejado, le interrogaría, se pusiese como quisiera. Había ocurrido algo grave y quería saberlo.

No soltó prenda. Me dijo, una vez más, que me metiera en mis asuntos, que era mejor que, por mi bien, no supiera nada. Y que, sobre todo, mantuviera la boca cerrada. Esto último me lo dijo con una mirada amenazante que jamás antes le había visto. Me asustó. Aquel chico ya no era mi hijo. Algo le había transformado y suponía que ya no había marcha atrás. Desayunó sin decir palabra, cabizbajo. Parecía que estaba rumiando algo. Murmuraba. De pronto sonó su teléfono móvil, lo que le sobresaltó. Habló con monosílabos y alguna frase que no pude entender, pues me dio la espalda y se alejó de mí. Tras colgar, se fue a su habitación, donde le oí trastear. Le pregunté a través de la puerta si estaba bien, si sucedía algo malo. Me gritó que me largara de una vez y lo dejara en paz. Al cabo de unos minutos, salió cargado con la bolsa que descubrí días atrás y una mochila a la espalda. Se fue sin siquiera despedirse. No le he vuelto a ver.

Ayer, por la televisión, informaron que habían hallado un cadáver en un descampado. Había recibido seis disparos, uno mortal de necesidad. Se trataba de un empresario muy conocido, cuyo nombre todavía no se ha hecho público. No le habían sustraído nada, lo cual significaba que el robo no había sido el motivo del asesinato. Había varias líneas de investigación abiertas, entre las cuales estaba la de un asesinato encargado por uno de sus muchos enemigos, alguno de los cuales le había amenazado de muerte, tal como denunció el fallecido semanas atrás. Unos obreros dijeron haber oído varios disparos y visto a un individuo que, trastabillando, huyó en un Peugeot de color rojo en el que le estaba esperando alguien al volante. Con las prisas o por culpa del viento reinante en aquel momento, al presunto asesino se le salió la capucha con la que ocultaba su rostro. Era joven, delgado, bastante alto y con el pelo muy negro y rizado. Es todo lo que pudieron percibir. Y a continuación, en la pantalla apareció un retrato robot del citado individuo.

No había duda, ese joven era mi hijo, o por lo menos se le parecía muchísimo. El dibujante había hecho un buen trabajo, muy a pesar mío. Y el coche de mi hijo es, precisamente, como el que habían descrito

Las autoridades pedían la colaboración ciudadana para atrapar a ese asesino. La familia del fallecido ofrecía una elevada suma de dinero para quien pudiera facilitar alguna pista fiable.

No pude seguir escuchando lo que decía la periodista ante las cámaras de televisión. ¡Era todo tan horrible! ¿Qué podía hacer? ¡Cómo iba a delatar a mi propio hijo! Le caerían muchos años de cárcel y no quería verlo entre rejas. Si no decía nada, lo mas probable es que, de no atraparlo, seguiría cometiendo crímenes. ¡Mi hijo, un criminal! ¡Qué fracaso más grande como madre! No me lo podía perdonar. ¿En qué me había equivocado? Pero no era momento de reproches, sino de mirar hacia adelante y decidir qué debía hacer con mi hijo. ¿Protegerlo o entregarlo? De no ser su madre, seguro que pensaría que debía hacer lo correcto, denunciándolo y que pagara por sus malos actos. Por supuesto no aceptaría la recompensa que ofrecía la familia del hombre asesinado. ¡Faltaría más! «Una mujer entrega a la policía a su único hijo y cobra los veinte mil euros que ofrecía la familia a quien diera una pista para detenerlo». Eso sería lo que publicarían los medios, incluyendo a las redes sociales, que tanto disfrutan metiéndose en la vida de los demás.

¿Qué hacer? Estaba hecha un lío. No me sentía capaz de tomar una decisión. Así que lo dejé todo en manos de mi conciencia. Tras pensarlo mucho, decidí que iría a la comisaría y lo contaría todo.

Así lo hice. Pero cuando llegué a mi destino, me detuve en seco ante la puerta, incapaz de entrar. Me quedé paralizada. Me di la vuelta y regresé a casa. Que sea lo que Dios quiera, me dije. ¿Y si me interrogan porque sospechan de Héctor? ¿Qué les diré? Una vez más, me pregunté cómo debía obrar. Siempre he pensado que una buena madre siempre protege a su hijo, aunque haya hecho algo malo.

Cuando entré en casa, me tomé una pastilla para dormir y me metí en la cama, totalmente a oscuras y en posición fetal. Me sentía muy trastornada. Lo último que pensé antes de sucumbir al efecto del somnífero fue qué haría en mi lugar una buena madre.