viernes, 19 de diciembre de 2025

Un cuento de Navidad

Siguiendo la pauta de recuperar escritos antiguos, a falta de nueva creatividad, y aprovechando las fechas en las que nos encontramos, qué mejor que un cuento de Navidad lleno de fantasía, pero con un final cuya interpretación dejo en manos de los/as lectores/as.

Que paseís unas muy felices fiestas.



Es la primera Nochebuena que María pasará sola. Hace ya dos años que Mario, su marido durante más de cuarenta años, la dejó tras una larga enfermedad y hace tan sólo unas semanas que Luna, su vieja Dálmata, tuvo que ser sacrificada.

También echa mucho de menos a Salvador. Sigue sin tener noticias suyas desde el día que se marchó, decidido a no volver.

Si pudiera retroceder en el tiempo, haría cualquier cosa por retenerle o, al menos, por tenerle cerca y saber de él. Pero su único hijo desapareció para siempre de su vida.

Tiene a Rosalía, de asuntos sociales, que viene a verla de vez en cuando, y a Ana, la chica voluntaria que pasa con ella dos o tres horas al día para hacerle compañía y la compra. Y su vecina, la buena de Sagrario. Así que no está sola del todo, al menos tiene a alguien que se preocupa por ella.

A pesar de todo, María se siente muy sola. La televisión, los álbumes de fotos y la lectura son toda su distracción. Pero su biblioteca es muy exigua. Tiene que releer las mismas novelas una y otra vez, pero no le importa. Esta noche volverá a leer Un Cuento de Navidad. Siempre le ha gustado Charles Dickens y esta obra fue su primera lectura. Además, ¿qué otra podría ser más apropiada para estas fechas?

Mientras lee, al dar las doce, no puede evitar rememorar cuando, con Mario y Salvador, iban a la Misa del Gallo. ¡Qué felices eran por aquel entonces! Y cuando un suspiro de resignación se le escapa de los labios, alguien llama a la puerta.

¿Quién podrá ser a esas horas y en Nochebuena? Tal vez sea Sagrario, que viene a interesarse por ella y a traerle un pedacito de turrón. Se levanta quejumbrosa para ir a abrir, pero la artrosis hace que el trayecto le resulte doloroso e interminable. Cuando ya tiene la mano en el pomo, oye una voz que dice muy bajito: «María, abre, soy yo». Esa voz…

¿Mario? No puede ser. No se lo puede creer. El corazón parece que se le va a salir del pecho y al abrir la puerta contempla la figura de su marido que le sonríe con dulzura.

Mario, sin moverse del umbral, le dice que ha venido para que sepa que está bien, aunque sigue atormentado por la incomprensión con la que trató a su hijo y lamenta no haberse reconciliado con él a tiempo. Pero añade que todo no está perdido, pues allí donde está le han concedido un deseo, ese por el que tanto ha rezado María: que ella, víctima de la discordia entre padre e hijo, y que tanto ha sufrido por la ausencia de éste, podrá ver satisfecho lo que tanto anhela. Le comunica que Salvador está al llegar y que, después de tantos años de separación, podrá abrazarlo nuevamente.

Ahora que Mario ha cumplido con su misión, debe volver. María quiere retenerle, quiere que se quede un poco más, pero una fuerza superior tira de él y ella no puede resistirse a dejarlo marchar.

Tanta emoción ha agotado a María, que decide acostarse pensando que mañana se lo contará a Sagrario, y luego a Rosalía, y a Ana, y a todo el vecindario.

Pero al día siguiente, cuando se despierta y recuerda lo sucedido, tiene serias dudas de que haya sido real.  Habrá sido su imaginación que le ha gastado una broma pesada. ¿Una aparición? ¡Qué tontería! Ella nunca ha creído en ese tipo de cosas. Habrá sido un sueño. Se está haciendo vieja y ya no distingue la realidad de la fantasía.

Desilusionada, se levanta, y cuando se dirige a la cocina para prepararse el desayuno, ve que por debajo de la puerta que da al rellano asoma un sobre. ¿Quién habrá echado ese sobre el día de Navidad? El cartero no ha podido ser.

Cuando lo abre, ve que se trata de una carta escrita a mano, una carta firmada por Salvador que les dice que les extraña mucho, que vuelve a España tras muchos años de ausencia, que desea reconciliarse con su padre y volver a ser parte de esa familia que lo fue todo para él. Se casó y quiere que conozcan a su mujer y a su hijo. ¡Un nieto! Les promete que antes de que acabe el año irán a verlos y celebrarán juntos la Nochevieja y el Año Nuevo.

El sueño de María se ha hecho realidad. Volverán a estar juntos. Harán planes de futuro, un futuro que para ella será seguramente muy breve pero el mejor que nunca haya podido imaginar.

A María, que todavía no entiende cómo ha podido suceder ese milagro, le resbalan las lágrimas de felicidad. Sólo le entristece una cosa: la desilusión y pena de Salvador cuando le diga que su padre ya no está para abrazarle.

Esa noche, la noche del día de Navidad que nunca olvidará, María sale al balcón y, mirando al cielo, claro y estrellado como hacía años que no veía, ve en lo más alto una estrella fugaz y, cerrando los ojos, formula otro deseo. Desea que Mario, esté donde esté, pueda verlos reunidos y felices.

Mientras tanto, en la mesita que hay junto a la estufa, descansa ese sobre milagroso que le ha cambiado el semblante y la vida a María, un sobre que —María no ha reparado en ello— no lleva sello y cuya carta no está fechada.


lunes, 1 de diciembre de 2025

Los espejos

 


Esther no podía evitar mirarse al espejo, a todas horas, mañana, tarde y noche. De una extraordinaria belleza, siempre había sido una mujer coqueta y vanidosa. David, su padre, la reprendía por ello severamente, pues tal comportamiento no era propio de su comunidad. Ya de chiquilla, Sara, su madre, la tenía que regañar por pasarse horas enteras ante el espejo de su habitación, uno de esos de cuerpo entero. Sólo faltaba que le preguntaran quién era la niña más bella del mundo.

Pero de pronto, parecía como si todos se hubieran confabulado contra ella para que no pudiera seguir admirando su hermosura que, a pesar de su edad, mantenía todavía a muchos hombres hechizados.

Primero fueron esos lienzos que cubrían todos los espejos de la casa, luego la desaparición de su guardarropa y ahora esto. No podía entender lo que ocurría, nadie le contestaba por mucho que les preguntara, la ignoraban por completo, pero lo peor fue que, cuando por fin decidió arrancar esos siniestros lienzos, los espejos ya no le devolvían su imagen.


jueves, 20 de noviembre de 2025

Cosas que pasan

 


Carlos tenía por delante todo un fin de semana para desconectar del trabajo sin interrupciones ni urgencias de ningún tipo. Desaparecería de la oficina el viernes por la tarde y no le volverían a ver el pelo hasta el lunes por la mañana. No llevaría con él el portátil ni el móvil de la empresa, como solía hacer. Así no le molestarían. Tenía planes y qué planes. Por fin Ingrid, superadas sus reticencias y prejuicios iniciales, había aceptado pasar con él los próximos dos días en un hotelito en la montaña. El entorno no podía ser más bucólico y romántico. Por lo tanto, no podía desperdiciar la ocasión. Sospechaba que ella le correspondía y ese encuentro amoroso debía servir para que afloraran del todo sus sentimientos y decidiera convertirse en su pareja. Ese fin de semana prometía ser de lo más fructífero. Conocedores de ese encuentro, sus compañeros sentían una envidia malsana, recordando sus buenos tiempos de adolescentes.

Una vez en el hotel, todo parecía salir a pedir de boca. La cena romántica que habían compartido, como preludio a lo que estaba por venir, no podía haber ido mejor. Sus miradas cómplices lo decían todo. Sus manos unidas sobre el mantel y esas sonrisas bobaliconas, con un bolero como fondo musical, eran el presagio de una historia de amor como las de antes.

Desde que se habían sentado a la mesa, Carlos e Ingrid, nerviosos, iban contando los minutos que faltaban para el momento crucial, ese que marcaría un antes y un después en sus vidas.

De camino a la habitación, se sentían tan excitados como si fueran unos adolescentes en su primera experiencia sexual. Él había bebido algo más de la cuenta pero esperaba estar a la altura. Ganas no le faltaban. Ella, también un poco achispada, pensaba que le esperaba una noche maravillosa que siempre recordaría. Ahora que él, por fin, se había decidido, tenía puestas muchas esperanzas en esta relación que acababan de iniciar. El sexo no lo es todo ─pensaba─ pero sí algo muy importante para comprobar su afinidad y complicidad como pareja. En ambos, a su manera y con sus propias fantasías, se iba inflamando el deseo hasta cotas tan elevadas que el trayecto desde el comedor hasta su reducto de amor se les hizo interminable.

Cuando, ya en la intimidad de la habitación y con la euforia propia del primer encuentro sexual, retozaban como posesos, la joven empezó a emitir unos gemidos que fueron aumentando de intensidad y frecuencia. Carlos, en la certeza de que ello era resultado de su destreza amatoria, aumentó la cadencia de sus embestidas hasta que un grito desgarrador salió de la boca de su pareja.

Carlos, asustado, se separó de un salto como si creyera que Ingrid estaba poseída. La joven empezó a retorcerse. Ésta, fuera de sí y creyéndole a él culpable del terrible dolor que sentía en sus entrañas, le propinó tal puñetazo en todo el tabique nasal que lo estampó contra la moqueta, provocándole la caída la fractura de varios huesos de la mano izquierda.

Ahora eran dos los que proferían gritos y gemidos lastimeros. Carlos, de rodillas, se sujetaba la mano lesionada como podía mientras intentaba en vano contener la sangre que manaba abundantemente de sus fosas nasales. Ingrid, por su parte, seguía retorciéndose, dando tumbos por la habitación y profiriendo insultos contra quien, hasta hacía bien poco, había sido su amado amante. Hasta que, cegada por el dolor, dio un desafortunado traspié, que la proyectó contra la cristalera que daba a la terraza, la cual atravesó limpiamente, quedando en ella tendida cuan larga era.

Al cabo de una media hora, dos ambulancias se llevaban a sendos accidentados al hospital más próximo.

El lunes por la mañana, Carlos aparecía por la oficina luciendo una férula en su mano izquierda y una vistosa escayola nasal, mientras Ingrid permanecía en el hospital, convaleciente de una apendicectomía y con una doble fractura de tibia y peroné.

A la pregunta de sus compañeros masculinos sobre cómo le había ido ese encuentro amoroso, Carlos les contestó, con voz nasal: «de puta madre, si hubierais visto cómo gemía y gritaba». Y a la siguiente pregunta sobre cómo se había roto la nariz y lesionado la mano, respondió: «qué queréis que os diga, tíos, pues una mala caída de la cama».

Lo que no entendieron sus colegas fue la explicación que les dio para no volver a salir con ella. «Cosas que pasan», fue todo lo que supo decirles.

 

viernes, 7 de noviembre de 2025

Ángela

Para no abandonar la estela de lo extraordinario, la propuesta de hoy camina por el terreno de lo paranormal. Debo decir, sin embargo, que este relato no es totalmente original, sino que es un “refrito” de tres relatos que publiqué allá por el año 2014, así que quizá a algún lector o lectora le resulte ligeramente familiar. En esta versión he intentado fundir y limar algunas descripciones demasiado prolijas, resultando de ello un relato más breve y conciso. Espero que os guste.


Nadie creía a Ángela cuando decía que su hija, de diez años, tenía poderes sobrenaturales. Primero se lo confesó al cura de la parroquia, luego al médico de la familia, finalmente a un parapsicólogo, y ahora ya lo sabía todo el vecindario. Nadie le hizo caso.

Cuando le preguntaban, no sabía describir en qué consistían tales poderes, sólo repetía que hacía “cosas raras” y que, cuando su hija hacía “esas cosas”, ella se encerraba en su dormitorio por miedo a que le hiciera algo malo. Temía a su hija y temía por su vida.

Ángela era una mujer solitaria, taciturna y algo excéntrica, así que los que la conocían acabaron tachándola de lunática y algunos, incluso, de demente.

Hasta que, tras varios días de inexplicable ausencia de madre e hija, la portera del inmueble, siempre ojo avizor, dio aviso a los municipales quienes, acompañados por un séquito de vecinos fisgones, entraron en su vivienda.

El caos reinaba por doquier, como si un huracán hubiera penetrado por las ventanas y restos de todo tipo de objetos se hallaban esparcidos por todos los rincones, pero ni rastro de sus vecinas. Nadie había oído nada, ni ruido de pelea ni gritos. Cuando ya se disponían a abandonar el lugar, uno de los integrantes de ese pelotón de reconocimiento vio que tras la puerta principal había una nota clavada, un nota manuscrita con un grafismo ininteligible para todos los allí presentes.

Una vez consultado un lingüista colaborador de la policía, este dictaminó que aquella nota parecía escrita en arameo, por lo que debían consultar a un experto en esa lengua.

Enterado de este hecho, se presentó en las dependencias de la Policía Local el cura párroco a quien Ángela había acudido tiempo atrás y que, siendo un buen conocedor de esa lengua semítica, se ofreció para traducir la nota hallada en casa de sus feligresas.

El texto, escrito, según el anciano sacerdote, en arameo antiguo temprano, entre los siglos X y VIII a.C., decía así: «No quisisteis creer y he tenido que llevármela para que veáis lo que puedo hacer. Sólo la devolveré si sois capaces de encontrarme entre vosotros. Buscad y hallaréis, ¿no es esto lo que dicen vuestras escrituras?»

¿Locura? ¿Una broma de mal gusto? Cuando se personó de nuevo la autoridad competente, ahora miembros de los Mossos d’Esquadra, para registrar el piso en busca de algún indicio que hubiera pasado por alto a los funcionarios municipales, hallaron, debajo de la cama de lo que debía ser el dormitorio principal, un papel garabateado con trazos precipitados y que, después de una lectura cuidadosa, acabaron descifrando. En esta ocasión, la nota hallada parecía decir: «Viene a por mí. Creo que esta vez lo conseguirá, derribará la puerta y se me llevará. Que Dios me proteja».

En el barrio, la historia corrió de boca en boca: «A la hija de Ángela, la peluquera, la había poseído el diablo y éste se ha llevado a madre e hija al infierno. Y por si fuera poco, el mismísimo demonio nos ha retado a desenmascararlo, pues dijo estar entre nosotros, sólo así las devolverá».

Como era de esperar, desde aquel momento, todos hicieron cábalas para adivinar quién, entre ellos, era el maligno. Hasta en el bar del barrio se organizó una porra.

 

Todo el mundo en el barrio daba por seguro que no volverían a ver a Ángela y a su hija. En ese barrio antaño tan animado y amigable todo eran miradas de soslayo llenas de temor y sospecha, nadie se fiaba de nadie pues es bien sabido que el maligno puede adoptar múltiples apariencias y adueñarse de cualquier cuerpo y alma.

En el supermercado, en la panadería e incluso en la farmacia, la gente hablaba entre susurros y sólo con perfectos conocidos pues quién sabe quién podría estar escuchando. Las caras desconocidas daban lugar a un mutismo total y las miradas aparentemente aviesas eran motivo más que suficiente para salir huyendo del lugar y volver rápidamente a la protección del hogar.

Al cabo de seis meses de la desaparición de sus vecinas en aquellas extrañas circunstancias, la situación se hizo insostenible. Por lo tanto, todo el mundo se puso de acuerdo en que debían identificar al maligno cuanto antes y, con ayuda del cura párroco, quien tenía conocimientos de exorcismo, expulsarlo hacia el averno. Luego, si era posible, ya buscarían a sus vecinas para traerlas de vuelta sanas y salvas. Si lo primero era una prioridad para todo el mundo, lo segundo ya no tanto pues tener de nuevo a Ángela y a la niña viviendo entre ellos siempre les recordaría aquel horrible suceso y a los propietarios de las fincas colindantes se les esfumaría la oportunidad de encontrar inquilinos que quisieran alquilar un piso en un barrio que había albergado al mismísimo diablo.

Con este propósito, pues, la asociación de vecinos hizo una lista de sospechosos, encabezada por Don Mariano. ¿Por qué Don Mariano? Pues porque desde aquel aciago día su carácter había sufrido un cambio notable. Si ya era una persona arisca e insociable, ahora con sólo dirigirle la palabra soltaba una retahíla de improperios y latinajos que dejaba a todo el mundo boquiabierto. Vale, no era arameo, pero el latín también era una lengua muerta que se hablaba en la antigüedad, ¿no?

Por si fuera poco, descubrieron que Don Mariano llevaba una vida nocturna que antes no se le conocía, con idas y venidas sospechosas. Claro que, ¿quién conocía lo que hacía aquel hombre en la intimidad siendo como era tan raro?

Cuanto más tiempo pasaba, más sospechaban de Don Mariano y especialmente el señor cura, quien nunca le vio con buenos ojos. ¿Cómo le iba a ver si nunca se había dignado pisar la iglesia? ¿Quién mejor como receptáculo del diablo que un ser impío como él y, según aseguraban algunos, ateo? Rojo y ateo, ¿qué más pruebas necesitaban? Y así, un nutrido grupo de vecinos, acaudillados por Don Saturnino, el aguerrido párroco exorcista, emprendieron una cruzada contra Don Mariano el apóstata. ¿Apóstata? ¿Qué significaba apóstata? Daba igual, sonaba bien, o mejor dicho, mal y con eso ya era suficiente para ir a por él.

El riesgo era altísimo pues el diablo se las sabe todas, no en vano se ha apoderado de los cuerpos y las almas de tantos buenos cristianos a lo largo de la historia. Pero para ello estaba Don Saturnino, un erudito, un sabio y, lo más importante, un representante de Dios en la tierra. Así, una tarde, en la capilla de la iglesia del barrio, se celebró una reunión secreta en la que el excelso párroco expuso a unos pocos selectos feligreses su plan salvador: Acorralarían al poseso con engaños, lo narcotizarían, para eso contaban con un farmacéutico en sus filas, y lo atarían de pies y manos, tras los cual aparecería en escena Don Saturnino para practicar el exorcismo.

Pero después de tanta preparación y esfuerzos, el plan falló estrepitosamente pues, con los nervios, el buen párroco olvidó bendecir el agua con la que mojó y remojó al preso para expulsar inútilmente al maligno y sin producir el menor efecto purificador. El único efecto de todo aquel desatino no pudo ser más adverso. Don Mariano o quien fuera que lo habitaba, presa del pánico primero y de la ira más incontenible a continuación, aprovechando la parálisis colectiva provocada por el inesperado y obsceno exabrupto del cura al percatarse del fallo cometido ─me cago en su p… madre, vino a decir─, se liberó de sus ataduras y corrió a refugiarse en la sacristía. Cuando, restablecidos del pasmo, corrieron todos hasta la minúscula dependencia que se abría tras el altar, la puerta estaba atrancada de tal modo que ni el más hercúleo de los vecinos pudieron echarla abajo. Eso era, sin duda, obra de Satanás y prueba fehaciente de que, en la forma humana de Don Mariano, le tenían encerrado en la sacristía de esa iglesia que, desde entonces, sería la más famosa, no ya de la ciudad sino del país y hasta del mundo entero.

Aquella noche, varios feligreses montaron guardia frente a la iglesia, mientras que Don Saturnino durmió, por precaución, en casa de su hermana soltera, a la espera que la Archidiócesis enviara refuerzos e instrucciones. Desde entonces, en el bar de la esquina se ha montado una nueva porra para apostar sobre cuántos días tardarían las autoridades religiosas en domeñar al maligno. Hubo quien sugirió adivinar, además, el nombre del demonio responsable de aquel entuerto, pero eso ya era para nivel de erudito y nadie secundó la moción.

De momento, ha pasado una semana sin tener noticias del arzobispo, de Don Saturnino, que desapareció al día siguiente de casa de su hermana sin dejar rastro, ni, por supuesto, de Don Mariano. Tras la puerta de la sacristía, custodiada por un pelotón de valientes vecinos, reina el silencio más absoluto. ¿Habrá todavía alguien o algo dentro?

 

Todo apuntaba a que Don Saturnino se había dado a la fuga sin mediar explicación alguna, Don Mariano, y lo que fuera que se había apoderado de él, seguía, supuestamente, encerrado en la sacristía, el excelentísimo señor arzobispo, seguía sin soltar prenda, y Ángela y su hija seguían seguramente todavía en poder del maligno.

Como la situación no se podía eternizar, en una asamblea extraordinaria convocada con urgencia en ese bar del barrio que se había convertido, de la noche a la mañana, en el cuartel general de la resistencia contra el mal, se decidió, por unanimidad, contratar los servicios de alguien mucho más experimentado que ellos en estas lides de localizar y ahuyentar poderes del más allá.

Tras muchas discusiones, se llegó, por fin, a un consenso: se solicitaría la ayuda del prestigioso director y presentador de un famoso programa de televisión sobre temas paranormales y, paralelamente, se contrataría a un equipo de caza-fantasmas. Todo ello costaría un dineral, pero, por el bien de todos, valía la pena intentarlo.

Enterado de este plan el señor arzobispo, dio, por primera vez, señales de vida alzando la voz contra lo que, a su entender, podía ser una profanación de un templo, al dejar en manos de personal no eclesiástico ese menester. Además, alegó, temía que un tema de esa magnitud se convirtiera en un circo, un espectáculo que atrajera a una multitud de curiosos, reporteros y cámaras de televisión, todos ansiosos por conocer y ver en directo el desarrollo de los acontecimientos. La noticia podría, incluso, llegar a los medios de comunicación internacionales, algo que no deseaba de ningún modo. No quería ni imaginar qué diría la Santa Sede de todo ello. Pero falto de una idea mejor y de exorcistas locales experimentados y de confianza, accedió muy a su pesar, pidiendo, eso sí, el máximo cuidado y respeto por el continente y el contenido de la casa del Señor, es decir de la vieja y lúgubre parroquia del barrio.

Pero, cuando el presidente de la asociación de vecinos, revestido de poderes para liderar el movimiento vecinal, aclaró, al grupo de expertos venidos de Madrid, que no se trataba de grabar psicofonías o apariciones, ni siquiera de atrapar a unos espíritus burlones sino de ahuyentar al mismísimo diablo, o diablos, porque no se sabía muy bien de cuántos se trataba, y liberar a su rehén o rehenes, porque tampoco se sabía cuántos eran, todos los llamados a protagonizar el evento más famoso de la historia de las ciencias ocultas declinaron participar en la refriega. Uno porque alegó que lo suyo eran los fenómenos paranormales, no demoníacos, y los otros porque, evidentemente, el objeto de su caza no era precisamente fantasmas, su especialidad.

Así pues, después de tanta planificación y recaudación de fondos para aquel excelso y arriesgado propósito, los vecinos tuvieron que pensar en un plan B.

Quien llevara a cabo tamaña hazaña tenía que ser, como había dicho el señor arzobispo, un eclesiástico, un religioso, un hombre de fe, porque las mujeres quedaban descartadas, por supuesto. Y pensando, pensando, apareció el infeliz que sería llamado a la diestra de Dios Padre, porque lo más probable es que no saliera de ésta. ¿Quién era el elegido? «¡El padre Armando! ─gritó Don Gustavo, el farmacéutico─, ¡cómo no se me había ocurrido!». «¿El padre Armando? ─gritaron los demás contertulios reunidos alrededor de una mesa del bar─, ¿y quién es ese?»

El padre Armando era un viejo cura escolapio que había sido profesor de religión en los años sesenta en el colegio de la Ronda de San Antonio, al que el farmacéutico había ido de chaval. Ahora vivía sus últimos días de vejez en una residencia para sacerdotes a la que Don Gustavo solía ir a visitarle regularmente. El carácter amable y zalamero de ese cura siempre le había agradado y aquél, por su parte, sentía por aquel niño tan espabilado y estudioso un cariño especial, sentimiento que aun hoy en día conservaba, así que cualquier cosa que Don Gustavo le pidiera, seguro que se lo concedía, y más tratándose de algo así. Sería la última buena y ejemplar acción de su vida.

«El padre Armando, además de un santo varón, es un valiente, no como Don Mariano, que por mucha cultura que tenga ha demostrado ser un gallina ─enfatizó Don Gustavo─. Se lo pediré y seguro que no rechaza la oportunidad de ser el artífice de este acto tan heroico. Mañana mismo iré a verle y ya lo veréis ─concluyó, dando un puñetazo sobre la mesa, haciendo tambalear los vasos y tazas en ella dispuestos.

A los pocos días, un anciano enjuto, vestido con sotana, con una boina calada hasta las orejas y apoyado en un bastón tan viejo como él, escrutaba, con suma atención, la fachada de la vieja iglesia, como si quisiera ver algo invisible a los ojos de los demás, y hablaba, gesticulando en exceso, a un atribulado Don Gustavo, que asentía con gravedad y cara de circunstancias.

Debía esperar a la noche ─le dijo─, momento propicio para contactar con los malos espíritus y las fuerzas del mal, y debía hacerlo solo, sin contar con ningún acólito que pudiera interferir y, sobre todo, salir mal parado en el violento enfrenamiento que, sin duda, tendría lugar tras esas gruesas paredes.

«Volved mañana por la mañana y veremos, o veréis, si he tenido éxito. Ahora déjame a solas que tengo que prepararme concienzudamente» ─fueron las últimas palabras que el anciano dirigió al farmacéutico antes de que éste se apresurara a poner en antecedentes a sus convecinos.

A la mañana siguiente, a primera hora, una multitud se congregó ante el solar que ocupaba la iglesia, sin poder dar crédito a lo que veían. Donde hasta ayer estaba la parroquia del barrio, no había más que un gran cráter humeante, cual volcán latente cuyas fumarolas indican una erupción recientemente extinguida.

No hace falta decir el revuelo y la estupefacción que este hecho insólito y único en la historia de la humanidad causó en el vecindario y en la opinión pública. Tal como el arzobispo predijo, aunque por motivos bien distintos, todos los medios de comunicación, nacionales e internacionales, se hicieron eco de lo que se acabó calificando como un milagro por unos y por un acto demoniaco sin parangón por otros. En lo que sí coincidieron todos fue en que, fuera quien fuera el brazo ejecutor de aquel prodigio y fuera donde fuera que había enviado a aquellas pobres almas (que Dios las tenga en su Gloria), el caso quedaba zanjado y ya podrían respirar tranquilos para siempre, pues en aquel barrio, por lo menos, no volvería a ocurrir semejante atrocidad.

 

Ahora duérmete, Pedrito, que ya es muy tarde. Pero ¿por qué me miras con esa cara? ¿Acaso no te ha gustado esta historia?

Es que…no sé abuela, yo quería un cuento como los que me cuenta mamá. Esto que me has contado es muy raro y no he entendido muchas cosas. Además, me ha dado miedo y ahora no podré dormir. ¿Y dices que es una historia que pasó de verdad, lo del demonio y todo eso? ¿No me engañas?

No hijo, no. Pero no tengas miedo y duerme tranquilo, que no pasará nada, yo me quedaré a tu lado hasta que vuelva tu madre. Y también está Ursus.

Ángela apaga la luz de la mesilla de noche, se sienta en un rincón de la habitación, bajo la atenta mirada del perro guardián, y cierra los ojos aun sabiendo que no descansará. Quizá no debería haberle contado esa historia al niño, pues es muy pequeño y todavía no está preparado para asimilarlo. Cuando sea mayor, ya se lo contarán todo. Al fin y al cabo, tiene todo el derecho a saber quién es su padre.

En la oscuridad de la habitación, los ojos de Ursus se iluminan con ese brillo rojizo que siempre despiden cuando está al acecho, mientras Ángela rememora aquel aciago día en que, siendo peluquera, sucumbió a esa fuerza brutal e irresistible que se apoderó, primero de su hija y luego de ella. Aunque, después de tantos años, ya se han acostumbrado, o debería decirse resignado. Madre e hija siguen preguntándose qué será de ellas.

 

domingo, 2 de noviembre de 2025

Andrea (al fin libres)

 


Me sabe mal disgustar de este modo a mi familia, pero cada uno es como es, qué le vamos a hacer, o es que, por ser familia tenemos que seguir los pasos de nuestros predecesores y antepasados. Pues no, cada uno debe trazarse su propio camino en esta vida.

Agradezco a mis padres que, aun siendo como soy, me hayan tratado con una cierta benevolencia. A diferencia de mis hermanos, yo he podido ir a la escuela y al instituto, y ahora, si quisiera, podría ir a la Universidad. Pero una cosa es el agradecimiento y el cariño que siento por ellos y otra muy distinta es seguir sus pasos, sus dictados, hacer lo que ellos quieren que haga y ser lo que ellos quieren que sea.

Soy un ser libre y siempre lo seré y no me importa lo que digan los demás de mí. Bueno, un poco sí que me importa, pero cada vez menos pues ya soy lo suficientemente mayorcito como para saber lo que más me conviene. Nunca, hasta ahora, había tenido las ideas tan claras.

Gracias a mi esfuerzo personal, me he librado de los complejos y ya no me importa tanto como antes el hecho de ser diferente. Cuando mis parientes y amigos más íntimos me miraban de esa forma tan peculiar, desdeñosa, me sentía fatal. Ser distinto me resultaba insoportable, casi doloroso. Pero eso ha cambiado radicalmente, y desde que conocí a Andrea, todavía me siento con más fuerzas para superar el menosprecio al que me someten, pues somos almas gemelas y con ella me siento normal por primera vez en mi vida.

Mi familia no acepta a Andrea, como era de esperar, y no porque sea mayor que yo, sino por el mismo motivo que recelan de mí, pero lo que más me duele no es el trato que le dispensan, sino cómo la miran, que si no fuera porque sé que aún me quieren, casi temería por ella, que le pudieran hacer algún daño para apartarla definitivamente de mí. Pero no se atreverán a mover un dedo contra ella, al menos estando yo delante para protegerla. Pero si realmente me quieren, tienen que acabar aceptándome como soy y, si me aceptan a mí, tienen que aceptarla a ella. Pero no todo es así de simple.

Dentro de dos semanas cumpliré la mayoría de edad y podré liberarme definitivamente de estas ataduras. Lo tengo decidido, me marcharé y no volverán a saber de mí, por mucho que me duela y me consideren un mal hijo, un traidor a la familia y a las tradiciones. Para ser feliz sólo la necesito a ella. Con lo que me ha costado ser aceptado por una chica así, no la voy a dejar escapar. Es el sueño de mi vida. Es lo mejor que me ha podido pasar, conocer a la única persona que, sabiendo la condición de mi familia, me quiere sin tapujos e iría conmigo hasta el fin del mundo. El amor que nos profesamos, que parecía imposible al principio, se ha convertido en algo sólido e incombustible y estamos dispuestos a luchar por él.

Andrea siempre se ha querido marchar de este país tan frío, huir de sus atávicas costumbres y su cerrada cultura. Pues ahora ha llegado el momento. Está decidido. Iremos al sur. Nos escaparemos juntos y no nos encontrarán.

Como ella vive sola, no le resultará complicado. Para mí, en cambio, no será tan sencillo escapar. Aun así, ya lo tengo todo planeado. Sólo debo esperar a que estén todos dormidos.

En principio debería ser de día, pero no es del todo seguro, pues este caserón tiene ojos en todas partes, no en balde somos familia numerosa, siempre hay alguien dormitando en algún rincón. De noche imposible, claro, aunque no andan mucho por casa. Lo mejor será esperar al amanecer, cuando estén de vuelta y se hayan retirado a dormir.

Espero que sus ataúdes estén lo suficientemente bien insonorizados y no me oigan marchar.

En cuanto tenga suficiente dinero, iré a una clínica dental para que me extirpen los implantes caninos que mis padres me han obligado a llevar. Y encima pretendían que le hincara el diente a la pobre Andrea.

Pronto seremos libres.

 

lunes, 27 de octubre de 2025

Un día en la vida

 


José había aceptado ese trabajo porque no le quedaba otra opción. Hacía ya tiempo que se le había agotado el paro y sus escasos ahorros ya habían tocado fondo. Recordaba con amargura aquellas palabras de su madre asegurándole que una carrera le abriría muchas puertas. A él eso no le había funcionado, por ahora. Pero esta situación no iba a durar mucho, pues antes de pasar más penurias económicas estaba dispuesto a hacer lo que fuera.

Estar tras una barra de un bar de barrio era, para todo un licenciado como él, casi una humillación, pero al menos le permitía sobrevivir y dar rienda suelta a su natural extraversión. En poco tiempo había hecho muchos amigos, o al menos eso creía. Gente muy maja, currantes todos, que no tenían reparos en contarle sus penas y sus sueños. Y entre toda esa gente que a diario recalaba en ese modesto local destacaba, por su simpatía y desparpajo, Julián, un chico de su misma edad que se ganaba la vida “con lo que salía”, según sus propias palabras, y con el que conectó desde el primer momento.

Enseguida hicieron migas y Julián se convirtió, de la noche a la mañana, en su amigo y confidente. Mismo estrato social, mismos gustos, mismas inquietudes, aunque con distinta forma de enfocar su vida. Mientras José había sido siempre cauto y disciplinado, Julián era un remolino que quería tragarse el mundo en dos días y todo le parecía conseguible a corto plazo. «Sólo es cuestión de proponértelo», le repetía.

Y el caso es que la propuesta que le había hecho días atrás no podía ser más tentadora y parecía pan comido. Julián le había asegurado que no tenía nada que temer, que todo estaba bien calculado. Lo único que José tenía que hacer era guardar por unos días “una mercancía” y llevarla luego donde él le indicara. Así de fácil. Él no podía hacerlo porque era una cara muy conocida en el barrio donde vivía el destinatario del paquete y debía mantenerse en el anonimato.

José no sabía, ni quería saber de qué se trataba. Mejor así ─le había dicho su amigo─, cuanto menos sepas mejor. Y él no estaba para hacer preguntas. Sí se maginaba que debía ser algo ilegal, pero tal como está el patio, pensó, qué más da. ¿Drogas? No, eso no, le había asegurado Julián. «Otra cosa, tú no te preocupes, ya te digo, cuanto menos sepas mejor, tranquilo». Y él estaba relativamente tranquilo. Necesitaba el dinero. Por un día en la vida en que se le presentaba una oportunidad como aquella, no podía desaprovecharla. Sería la primera y última vez.

Y allí estaba al fin, con un sobre de gran tamaño que le había dado Julián, guardado en el cajón de esa vieja cómoda de ese cuartucho de esa oscura pensión de ese no menos oscuro barrio de esa triste ciudad, esperando a entregarlo, de un momento a otro, en la dirección que su amigo le indicara de un momento a otro.

Ahora, cuando ya era demasiado tarde para echarse atrás, José sentía una inesperada aprensión, casi remordimientos. Tanto dinero fácil no se gana así como así. Espero que todo salga bien y no me meta en un buen lío. Mis padres no están para verlo, pero, aun así, no soportaría dar con mis huesos en la cárcel. ¿En qué estaría pensando cuando accedí? !Quién me ha visto y quién me ve! Pero ahora ya no hay vuelta atrás, no me queda más remedio que apechugar. Que sea lo que Dios quiera, se repetía José.

Y en eso estaba cuando llamaron a la puerta de su habitación.

─Hay un chico que pregunta por usté─, oyó que le decía la señora Engracia, la patrona.

Minutos después, Julián le dejaba solo con un papel en las manos donde, con una letra casi ilegible, había anotada la dirección a la que debía acudir raudo con el sobre.

No había advertido ninguna señal de preocupación, ni siquiera de tensión, en la mirada de Julián, tan sólo una sonrisa cómplice, y esa palmadita en la espalda al marcharse parecía indicarle que todo iba a salir bien. Así que ¿para qué preocuparse innecesariamente?

En menos de una hora había llegado a su destino. El lugar no podía ser más sórdido. La situación le recordaba una de esas películas en la que el poli bueno se adentra solo, sin protección alguna, en una de esas callejuelas apestosas donde se esconden los peligrosos rufianes a quienes espera reducir en cuestión de segundos gracias al efecto sorpresa.

Pero no se trataba de ninguna película, estaba allí plantado delante de una mugrienta puerta y llevaba un buen rato desde que había tocado el timbre sin que nadie se dignara abrirla. Y entonces le sobresaltó una voz a sus espaldas.

─¿Quién eres y qué coño quieres ─le preguntó una sombra.

─So…, soy José y me envía Julián ─atinó a balbucear, un tanto acobardado.

─¿Traes algo para mí? ─preguntó el individuo, mirando a su alrededor, para asegurarse que nadie los veía.

─Sí, aquí lo tengo ─le contestó José enseñándole su pequeña mochila.

─Bien, pues pasemos dentro, venga, que no quiero fisgones indeseables.

 

No dio tiempo a que ambos traspasaran el umbral, que varios individuos armados aparecieron de la nada, con gritos de “policía, al suelo, venga, venga”.

Al oír aquellas palabras a José le dio un vahído, todo empezó a girar en torno suyo, se le nubló la vista y hasta tuvo que apoyarse en la puerta para no desplomarse. Una vez tendido en el suelo, mientras era esposado, una sensación de ahogo le oprimía la garganta y el corazón parecía que le iba a estallar.

Tanto él como el individuo que lo había recibido, que resultó ser un alto mando de la policía judicial, fueron llevados a Comisaría para ser interrogados y pasar posteriormente a disposición judicial.  

Por fortuna para José, el juez decretó para él libertad bajo fianza, pues no tenía antecedentes de ningún tipo y entendió que no era más que un pardillo que había sido utilizado por unos delincuentes desaprensivos.

Tan pronto quedó en libertad, consternado por lo ocurrido, José decidió volver raudo a la pensión y ponerse en contacto con Julián como fuera para que le explicara qué había significado todo aquel montaje. Apenas había entrado en la pensión, la señora Engracia se le acercó decidida.

─Hace un momento que se ha marchao ese joven que vino el otro día y me ha dejao esto pa usté. Y extendiendo su regordeta mano le entregó un sobre ─este mucho más pequeño─ que José abrió para comprobar que contenía un fajo de dinero ─el que le había prometido Julián─  y una nota, escrita con una caligrafía que le resultó familiar. Se acercó a la ventana para leer mejor unas pocas líneas, que decían así:

Lo siento, tío, pero eras la persona perfecta para lo que se tenía que hacer. Lamento que todo se haya torcido pero, por lo menos, tengo entendido que saldrás de esta. Eres un tío majo y los que son como tú siempre salís bien parados. Yo voy a desaparecer durante un largo tiempo. Supongo que no nos volveremos a ver. Gracias por todo y siento, una vez más, las molestias. Supongo que ya te enterarás de la historia por los medios. Espero que lo entiendas. A tí te dejarán libre y a mí me habrían enchironao durante unos cuantos años.

 

 Efectivamente, los medios se hicieron eco de todo lo acaecido:

 

El sobre que Julián le dio a José contenía una relación de políticos y hombres de negocios susceptibles de ser extorsionados por causas, tanto de su vida pública como privada, y el destinatario primero de la misma era el jefe de la unidad responsable de emitir los informes comprometedores.

Julián trabajaba, como correo, para un grupo de mafiosos que se lucraban con esos chantajes. Recababan información confidencial sobre las víctimas a cambio de mucho dinero.

Julián, sabedor de que Asuntos Internos iba tras el responsable policial de la trama, temía que, de un momento a otro, se le echaran encima durante uno de esos contactos con el alto cargo receptor de los informes, pensó enviar a José en su lugar y desaparecer de inmediato tras la entrega, pues a José no le podrían inculpar más que de ser un ingenuo intermediario que había caído en una trampa por dinero y poco más. Irse de rositas bien valía haber compartido con José parte del dinero cobrado por su participación.


Cuando José recuerda esa amarga experiencia, reconoce que le ha enseñado que no hay que escuchar los cantos de sirena que prometen una vida regalada sin esfuerzo alguno, que no hay que fiarse de alguien a quien no conoces del todo a pesar de su buena apariencia y, finalmente que, aunque las cosas se tuerzan en la vida, hay que perseverar y confiar en uno mismo.

Aquel día, un día en su vida, pudo haber acabado con José entre rejas y con un futuro mucho más negro de lo que lo veía.

          De momento, volvería al bar, si lo readmitían, esperaría a que el futuro le sonriera y que la frase de su querida madre se hiciera realidad.


domingo, 12 de octubre de 2025

Objeto perdido

 


Llevo más de veinte años trabajando en una oficina de objetos perdidos del Ayuntamiento de Barcelona. Después de tanto tiempo en el mismo curro, os podéis imaginar la de cosas extrañas que he visto. Pero lo que me trajo un municipal un buen (o mal) día, una caja que alguien se había olvidado en un parque cercano, nunca lo hubiera imaginado. El policía, un joven que debía rondar los veintipocos años, sin duda un novato sin una pizca de curiosidad y que, según me dijo, tenía mucha prisa ─algún asunto de faldas, seguro─ ni siquiera se dignó a mirar su contenido. Ya se sabe: la ley del mínimo esfuerzo. Coje la caja abandonada y me la entrega sin saber qué es. Y listo. Aunque, bien pensado, hizo bien en este caso, porque si hubiera visto lo que contenía se habría cagado encima.

Yo es que estoy hecho de otra pasta. La verdad es que muy pocas cosas me asustan y menos aún me sorprenden. Pero entiendo que la gente, digamos normal, sea aprensiva cuando se halla frente a una asquerosidad como la que tuve que sacar de esa caja.

Por lo pequeña que era, pesaba más de lo que uno podía pensar. Cuando la sostuve y me percaté de ello, pensé por un momento en un artefacto explosivo. Pero, por fortuna, no fue así, de lo contrario ahora no lo estaría contando.

Una vez el joven guardia hubo salido de mí reducto, me decidí a abrirla, tomando todas las precauciones posibles que, en mí caso y a falta de algo mejor, fue poniéndome un casco de motorista, otro de los objetos perdidos que, junto con los paraguas, suelo recibir casi a diario (mira que los hay despistados). Habría tenido que hacerlo en su presencia, pero se largó tan rápidamente que no me dio tiempo a retenerlo. Ni siquiera firmó el estadillo describiendo el objeto, el lugar de su hallazgo y haciendo constar que me hacía entrega de él.

Lo primero que me llamó la atención fue su olor, o debería decir su pestilencia. ¿Cómo no se había percatado ese mentecato si lo debió tener en sus manos durante un buen trecho, desde el parque hasta mis dependencias? La única explicación plausible es que se le notaba la nariz muy tapada ─de hecho, hablaba como un gangoso─ por culpa de un resfriado.

Bueno, el caso es que, para no alargarme y teneros en vilo más de la cuenta, se trataba de una cabeza. Sí, sí, lo habéis leído bien, una cabeza. Y, por supuesto, de un ser humano.

Ahora pensaréis que di parte inmediatamente a los Mossos d'Esquadra para hacerles entrega de ese escabroso hallazgo, para que llevaran a cabo las pesquisas correspondientes hasta llegar a descubrir su identidad y posteriormente quién había sido el autor de tamaña fechoría. Pues os equivocáis. Dado que no constaba en ninguna parte su procedencia, dónde se había encontrado y quién me lo había entregado ─el papanatas del municipal ni se acordaría, ni preguntaría más tarde de qué se trataba, como así fue─ y dado mi natural gusto y atracción por lo macabro y coleccionista de objetos extraños, me lo llevé a casa. Y como no tengo mujer ni familia alguna que viva conmigo, estaría a salvo de preguntas incómodas.

Veréis que la historia es bastante rocambolesca y ahora, a tiro pasado, me pregunto por qué hice lo que hice, yo que suelo ser tan consecuente con todo lo que hago, salvo alguna excentricidad como ésta.

Por cómo estaba el cráneo cuando lo deposité por primera vez sobre la mesa de la cocina, deduje que su propietario había sido quemado (vivo o ya muerto) antes de decapitarlo, pues el olor que desprendía era característico de la carne quemada y a que seguramente no hacía mucho que se había producido el asesinato. El caso es que, hacendoso como soy, lo limpié de todos los restos orgánicos que todavía conservada ─por lo menos las cuencas de los ojos estaban vacías, pues los ojos es lo que más me impresiona de un cráneo─, arranqué el pelo que aún quedaba, eliminé los restos de carne que tenía pegada en algunas partes y lo dejé reluciente.

Una vez como los chorros del oro, lo deposité en una estantería, como sujeta libros. Y aunque no suelo recibir visitas, en el caso de recibirlas y alguien preguntara qué hacía un cráneo junto a los veintiún volumes de La Gran Enciclopedia Catalana, le diría que era falso, como esos esqueletos que adornan algunas consultas médicas, y listo. Prefiero que me consideren rarito que otra cosa peor.

Me imaginaba que tarde o temprano saltaría la noticia de que se había encontrado el cuerpo quemado de un desconocido en alguna zona boscosa a la que le faltaba la cabeza. Y así fue, aunque había transcurrido más de un mes desde el hallazgo del cráneo.

La policía, con el estudio del ADN y la lista de desaparecidos durante el período que el forense declaró que se había producido la muerte del interfecto, llegó a identificar la identidad del mismo, un hombre de negocios de cuarenta y cinco años, recién separado de su mujer y con problemas económicos, según sus allegados más cercanos.

Ello me picó la curiosidad e indagué quién era, en realidad, ese hombre. Gracias a la hemeroteca, supe que su mujer era la heredera única de un floreciente negocio inmobiliario de su padre, un anciano enfermo terminal. Así que ella era rica y más lo sería a la muerte de su progenitor. Qué putada (con perdón) para él que, en las puertas de una nueva vida repleta de dinero, le dejara su mujer, sobre todo cuando estaba pasando por un mal momento económico que seguramente llevaría a su empresa a la bancarrota.

Una vez conocidos estos detalles, sentí una enorme empatía por ese pobre diablo, a la vez que un odio visceral crecía dentro de mí contra esa malnacida. Así que, ni corto ni perezoso, se me ocurrió hacerle un regalito.

Como mis investigaciones me llevaron a descubrir el nuevo domicilio de esa mujer, le dejaría la caja con el cráneo ante su puerta, pues sospechaba que había tenido algo que ver con la muerte de su marido y quería amedrentarla y ver cómo reaccionaba. Llegado el momento, llamé al timbre del interfono de la calle y una voz de mujer con marcado acento sudamericano, que supuse sería su asistenta, me contestó. Dije, como la máxima naturalidad, que traía un paquete para la señora de la casa. Me abrió sin ningún problema. Una vez ante la puerta del piso, dejé el paquete en el suelo, llamé al timbre y me apresuré a abandonar el lugar a la velocidad del rayo.

Supuse que la mujer, pensando que alguien que conocía su implicación en el asesinato de su marido intentaba darle un toque, entraría en pánico y se desharía del cráneo para eliminar así una prueba material del delito. Pero al día siguiente, en contra de lo que pensaba, leí en el periódico que "Una mujer, en estado de shock, ha hecho entrega a los Mossos d'Esquadra de una caja conteniendo un cráneo humano que un desconocido le ha dejado en su puerta".

La cosa se estaba poniendo interesante. Por fin, algo animaría mi monótona vida. Parecía el argumento de una novela policíaca. ¿Cómo terminaría el asunto? Seguramente muy mal para el asesino, o mejor dicho asesina, pues tenía mis dudas sobre su identidad, ya que no me imaginaba a la “Bella” haciendo un trabajo sucio más propio de una “Bestia”. 

El caso es que la policía comprobó que el cráneo pertenecía al cuerpo hallado días atrás y analizó las huellas dactilares halladas en la caja. Una de ellas resultó, como es lógico, del policía municipal que me la había entregado. ¿Cómo las identificaron? Pues resultó que años atrás había sido detenido y fichado por haber participado en una manifestación que acabó en una batalla campal. Lo dejaron en libertad, pero sus huellas quedaron registradas.

El joven, aturdido por ese descubrimiento, aclaró que sus huellas estaban en la caja porque fue él quien la encontró abandonada junto a un banco del parque de La Ciudadela y la entregó en la oficina de objetos perdidos más cercana. Aunque no había quedado un registro de dicha actuación ─algo que le valió una reprimenda por parte de su superior─ vinieron a interrogarme para, entre otras cosas, tomar mis huellas dactilares, que coincidieron con algunas de las halladas en la caja. Solo quedaban por identificar unas terceras huellas que debían pertenecer a quien abandonó la caja en el parque y, muy probablemente, al asesino.

Durante el interrogatorio, acabé reconociendo que me había quedado con la caja, aún habiendo comprobado su contenido y que fui yo quien se la dejó a la que suponía era la viuda ─por lo que me advirtieron de que tendría consecuencias penales, especialmente dado su origen─. ¿Qué otra cosa podía hacer? De haberlo negado, todo se habría complicado aún más. Llegado a ese punto, me arrepentí de haber actuado de forma tan inconsciente, en respuesta a un impulso irrefrenable, pero ya no había vuelta atrás, tendría que apechugar con lo que me esperaba.

En el interín, el comisario envió a un agente al domicilio de la viuda, para ponerla al corriente de las últimas noticias, pero, por lo que pudo comprobar, había volado cual ave migratoria. Se interrogó a los vecinos y a la asistenta, y todo parecía corroborar que había huido precipitadamente.


El día anterior, a las 13:00 h, un vuelo de ITA Airways, despegaba del aeropuerto de El Prat, con destino a Sao Paulo. En el asiento 12A, una rubia teñida despampanante, con unas enormes gafas de sol, se disponía a echar una cabezadita tan pronto como el avión hubiera alcanzado la altitud de crucero.

        A su lado, un apuesto joven leía el periódico. Antes de que la rubia cayera en brazos de Morfeo, se dieron un apretón de manos y ella le envió un beso al aire, sonriendo coquetamente.

Entretanto, en una cama del hospital oncológico Durán y Reynals, un hombre de ochenta años agonizaba pidiendo ver a su hija antes de morir.

 

 

La policía dio, cómo no, con el rastro de la fugada, comprobando que había huido en compañía de un hombre, pues ambos figuraban en asientos contiguos en la lista de pasajeros de un vuelo a Sao Paulo, pudiendo, además, ser identificados, en actitud cariñosa, por las cámaras de la sala de embarque. El individuo, aparentemente mucho más joven que su acompañante femenina, debía ser un gigoló que no tenía donde caerse muerto y que, no sólo era un guaperas sino también, afortunadamente para la policía, poco cuidadoso o desmemoriado pues, al registrar su piso, encontraron en un cajón del dormitorio un pendrive en el que había guardado, probablemente para cubrirse las espaldas, todos los correos y mensajes con su amante relativos al asesinato de su marido.

          Yo, lógicamente, no tuve acceso a esa correspondencia, pero mientras cumplía prisión provisional, por mi implicación en el caso y por el riesgo de fuga (según el señor juez), vino a verme el joven policía municipal que, desde mi punto de vista, lo había liado todo. Con el tiempo nos hicimos amigos, seguramente porque se sentía en parte culpable de lo que me había sucedido. Así que en una de sus visitas me contó lo que habían descubierto.

 

 

Resulta que el guaperas era, en realidad, el entrenador personal de la esposa del finado. Mucho músculo y poco cerebro. Entre ambos planearon el asesinato. De este modo, a punto de ser muy rica, pues su padre tenía los días contados, no quería que el inútil de su marido pudiera meter mano a la fortuna que esperaba heredar, ya que, siendo un perfecto negado para los negocios, seguro que la arruinaría. Y como el imbécil no quería darle el divorcio, no vio otra solución que hacerlo desaparecer. ¿Y quién mejor para hacerlo que su amante, del que estaba totalmente colada y al que tenía comiendo de su mano? Así pues, éste lo había matado y posteriormente quemado, esperando borrar así cualquier rastro de identidad ─el muy cretino no sabía que se puede obtener el ADN de un cadáver aun estando asado y bien asado─, pero debía hacer desaparecer la cabeza, pues sí sabía por las películas que la dentadura puede ser un medio de identificación. Entonces le rebanó el pescuezo con la intención de, en primer lugar, enseñárselo a su querida, demostrándole así que había cumplido con el trato, y en segundo lugar, para hacerlo desaparecer en una zona lo más recóndita posible, donde difícilmente pudieran encontrarlo. Pero durante el trayecto, cuando atravesaba el parque de La Ciudadela, se percató de que había una pareja de policías municipales rondando y que le pareció que le miraban mal ―algo propio de quien se sabe culpable de una fechoría─, lo que le hizo desistir de continuar con su objetivo y, acojonado ─algo propio de un inexperto principiante─, no se le ocurrió nada mejor que abandonar la caja en el primer banco que tuvo a su alcance, procurando que nadie le viese. Y así fue cómo se desarrollaron los hechos, por insólito que parezca. 

 

Durante mi estancia en la trena, urdí un plan para vengarme de esa pareja de asesinos que, indirectamente, eran culpables de que me encerraran cinco años de mi ingrata vida. El primer día de libertad compré un billete de avión a Sao Paulo. Gracias a mi amigo el municipal que, por las pesquisas que hicieron los Mossos en su día, en colaboración con la policía brasileña, conocía la dirección donde vivían estos dos sinvergüenzas, me propuse presentarme ante ellos y ver la forma de tomarme la justicia por mi mano.

 

 

Ayer estuve rondando la casa donde se suponia que vivían, ubicada en una urbanización de lujo, de esas que tienen control de seguridad, y como no vi ningún movimiento durante el día, me decidí a preguntar al guardia que custodia la entrada al recinto. Lo único que pudo decirme es que ya no vivían allí desde hacía algún tiempo, pero que preguntaría a su compañero, que llevaba más que él en el puesto, si sabía adónde se habían trasladado. Cuando volví por segunda vez, me dijo que su compañero le había comentado que se habían arruinado, que al parecer tenían que heredar una fortuna del padre fallecido de la “señora”, pero que las malas lenguas decían que el “señor padre” había desheredado a su hija y que lo había dejado todo a una de sus sirvientas, que lo había cuidado hasta el día de su muerte.

Me gasté gran parte de mis ahorros en localizar a esos dos pájaros. Pero lo que más tiempo y dinero (pagando a chivatos) me costó es saber dónde se fueron a vivir: en una de las favelas que abundan en esa capital, con cientos de miles de personas habitando en ellas. Sus nombres y descripción facilitaron la tarea. Aun así, han sido semanas de una búsqueda incansable.

Por fin los vi. Parecían un par de andrajosos. Hasta me dieron pena, mira por donde. Pero no podía dejarlos en paz, algo tenía que hacer. Me decidí por una de las cosas que había barajado desde que aterrizé en el aeropuerto: matarlo a él, quemar su cuerpo, cortarle la cabeza y dejársela a su pareja en la puerta de su chabola dentro de una caja con un gran lazo. Sólo con pensarlo me entraban escalofríos de satisfacción. Pero como yo no soy capaz de hacer tal cosa con mis propias manos, localicé a un sicario que lo haría todo por mí. Lo malo es que me exigía mucha pasta y no tenía suficiente, a menos que me quedara en la ciudad, trabajando de lo que fuera, como así he hecho.

 

Hoy se ha llevado a cabo mi encargo. Todo ha salido a pedir de boca. He alquilado una chabola junto a la de ella y la tengo vigilada de día y de noche. No parece muy apenada por lo ocurrido, diría que incluso se la ve relajada. Me parece que ejerce la prostitución en su vivienda. Un día de éstos, le haré una visita. A ver qué tal va. Aunque ya no está tan guapa como antes, todavía tiene su puntito. Yo no soy gran cosa físicamente y no sé quién gana ahora más dinero ─si ella como prostituta barriobajera o yo como albañil─, pero quién sabe si soy capaz de enamorarla. Ya os dije que me gusta coleccionar cosas especiales, ya sean objetos o personas, y bien podría ser una de ellas. Soy un morboso, lo reconozco. Una morbosidad la mía que mi psiquiatra no ha podido calificar ni erradicar. Qué le vamos a hacer…