Quién
me iba a decir que mi altruismo, cuando atendí a aquella joven, me llevaría a la
situación en la que me encuentro. “¿Quiere registrarse como donante de órganos?”,
me preguntó en la entrada del hospital donde acababan de ingresar a un amigo.
Siempre
que surgía el tema, no dudaba en declararme totalmente a favor de donar mis
órganos una vez ya no me fueran de utilidad. Nunca entendí esa reticencia de
algunos a ceder los órganos de su ser querido cuando, recientemente fallecido,
el personal sanitario les interroga sobre esa posibilidad. ¿Cómo pueden negarse
a algo que puede salvar la vida de otra persona?
Y esta
creencia fue lo que me impulsó a rellenar esa hoja que tan amablemente me
tendió aquella chica rubia y de ojos azules que, al despedirse, se deshizo en
halagos y agradecimientos por mi generosa contribución.
Tan
pronto como llegué a casa y se lo conté a mi mujer, esta me reprochó mi
insensatez. “Ahora te tienen fichado como donante de órganos. ¿Quién te dice
que un día no irán a por ti? Imagínate por un momento que un millonario necesita
de pronto un trasplante y, viendo la escasez de órganos, ofrece una gran suma
de dinero para que le consigan el que necesita y ahí estás tú para
obsequiárselo generosamente”.
Si
bien en un primer momento me quedé helado ante esa posibilidad, deseché de
inmediato tal disparate, más propio de una película de terror que de la vida
real. Incluso acabé riéndome y ridiculizando sus exagerados temores. ¡Siempre
tan suspicaz y malpensada! Entre los argumentos para rebatir su suposición, le
dije que no sabían mi grupo sanguíneo, ni mi Rh, ni nada que les indicara mi
idoneidad y compatibilidad como donante. Solo había facilitado mi identidad,
domicilio y poco más, y lo único que iba a recibir, a cambio, era una tarjeta
cuyos datos, según me había asegurado aquella chica rubia y de ojos azules, no
podían ser consultados por nadie. Era un puro trámite que solo servía para
identificarme como donante en caso de accidente. Mi mujer, nada convencida,
insistió en que mi información pasaría a engrosar una base de datos que sirve
para buscar, entre todos los donantes registrados, el que pueda ser compatible
con un determinado receptor. Para quitar importancia al asunto le dije que en
nuestro país actualmente todos somos donantes de órganos a menos que hayamos
dejado constancia en vida de nuestra oposición. Ella, a su vez, argumentó que
no hacía falta anticiparse y formar parte de ninguna base de datos ─y dale con
la dichosa base de datos─, que cuando uno de los dos falleciera, el otro ya se
encargaría de dar su consentimiento a un posible trasplante, algo que, por otra
parte, ya habíamos comentado en más de una ocasión. “Porque, a pesar de lo que
dices sobre que todos somos donantes por ley, a la hora de la verdad, me consta
que siempre preguntan a los familiares. Parece que estés pidiendo a gritos que
te capturen y te diseccionen cuando todavía gozas de buena salud. ¿Acaso no has
oído hablar del tráfico de órganos? Mira a los pobres niños de la calle en
Brasil”, sentenció, enfurruñada.
Y ahí
quedó la cosa hasta que, al cabo de una semana, recibí por correo electrónico
un cuestionario para rellenar, una especie de últimas voluntades para que
ratificaba mi deseo de, llegado el momento, donar todos mis órganos. Solo tenía
que descargarlo, imprimirlo, rellenarlo, firmarlo y devolverlo escaneado. Aunque
me extrañó, pues nada me había dicho de esto aquella chica rubia y de ojos
azules, todo parecía muy normal, un simple trámite, como decía el correo, para
poder recibir la tarjeta, hasta que al final del cuestionario encontré unas
casillas, de obligada cumplimentación, según indicaba un asterisco rojo, en las
que debía introducir mi grupo sanguíneo y mi factor Rh. Con el bolígrafo en
alto, me quedé unos segundos dudando si seguir o no. ¿Por qué no?, me dije.
¿Acaso cuando uno es donante de sangre no forma parte de un registro en el que seguramente
constan estos datos? Así que, sin dudarlo más, acabé de rellenar el documento y
lo devolví firmado al remitente, una Asociación para la promoción de la
donación de órganos.
¿Por
qué lo haría? ¿Por qué firmaría y enviaría el maldito documento? El caso es que
nunca en mi vida me he arrepentido tanto de hacer algo como lo que hice aquel
maldito día. Y todo por culpa de mi temeraria ingenuidad.
Pasaron
unas semanas después de haber recibido la tarjeta de donante, y casi me había
olvidado del tema, cuando un día, al salir del trabajo, vi algo que me llamó
poderosamente la atención. Durante todo el trayecto hasta la estación del metro, dos individuos, de aspecto un tanto sospechoso, no dejaron de seguirme, para
desaparecer una vez alcancé el andén. Respiré, mucho más tranquilo, pensando que
había sido una confusión por mi parte. Pero en el interior del vagón, otros
dos, con el mismo aspecto de sabuesos, no me perdieron de vista hasta que
llegué a la parada de destino. Debían haberse turnado en mi seguimiento para no
despertar sospechas, pero resultaba evidente que venían tras de mí. Cada vez
que les miraba, disimulaban dirigiendo la vista hacia otro lado o hablando
entre sí. Uno sacó un periódico del bolsillo de su abrigo, lo desdobló y empezó
a leerlo, o debería decir que fingía leerlo pues no dejaba de observarme por el
borde superior. Todo un clásico del cine policíaco, algo muy visto y más propio
de un detective torpe o primerizo. Cuando me apeé también lo hicieron ellos,
pero desaparecieron entre el gentío. Volví a sentir alivio, llegando a creer
que todo había sido fruto de mi imaginación o de una casualidad. Pero cuando
estaba a punto de entrar en el portal de mi edificio, vi a otro individuo en la
esquina más próxima, observándome y anotando algo en un pequeño bloc de notas.
Entonces lo tuve claro: todo aquel seguimiento tenía por finalidad comprobar
que los datos que les había facilitado sobre mi lugar de trabajo y mi domicilio
habitual eran correctos. De este modo sabían dónde localizarme. ¡Mi mujer tenía
razón! Aun así, quise convencerme de que ello podía obedecer a un exceso de
celo por parte de la Asociación, pero otro tanto sucedió el siguiente fin de
semana, siendo nuevamente objeto de un seguimiento exhaustivo. Allí donde
íbamos mi mujer y yo, había siempre un retén formado por dos sujetos atentos a
nuestros movimientos y costumbres. Ahora también sabían dónde tenía mi segunda
residencia y cuáles eran mis movimientos en todo momento. De este modo, en
cuanto necesitaran de “mis servicios”, sabrían dónde hallarme, de día y de
noche, durante los días laborables y los festivos.
Este
burdo espionaje se repetía a diario, supongo que para cerciorarse de que no
cambiaba de hábitos. Fue entonces cuando puse en práctica un plan de
distracción, simplemente para tocarles las narices. Cambié la ruta de casa al
trabajo y viceversa. Sabrían donde vivía y donde trabajaba, pero si tenían que
sorprenderme y raptarme durante el camino a uno u otro lugar, lo tendrían crudo.
El recorrido se parecía más a una gincana. Jugaba al despiste con ellos.
Entraba en un mercado concurrido y me confundía con la abundante clientela,
saliendo por otra puerta; accedía a una estación de metro, pero salía por otra
boca de acceso. Incluso llegué a entrar en una iglesia y salir por un patio
adyacente a la sacristía. Parecía emular al fugitivo o a Robert Langdon, el
famoso personaje de Dan Brown, siempre huyendo de sus perseguidores. Con estas
tretas llegaba mucho más tarde a casa y al trabajo y cada vez tenía que inventar
una excusa para que mi mujer no se preocupara, pues no se había percatado de
nada, y para mi jefe y compañeros, que ya empezaban a estar mosqueados.
Pero
la situación empeoraba cuando salíamos juntos de compras, a cenar o al cine. Si
tomábamos el transporte público, siempre veía caras amenazadoras en todas
partes. Si íbamos en coche, siempre mirando por el espejo retrovisor y
cambiando constantemente de vía. En cuanto creía ver un vehículo que me seguía,
giraba bruscamente por la primera bocacalle, a veces incluso derrapando, como
en las persecuciones de las películas policíacas. Mi mujer, alarmada, acabó
exigiéndome una explicación. Y no tuve más remedio que dársela. Aún recuerdo
sus sonoras carcajadas y sus palabras tan pronto como pudo serenarse. Tras mi
estupor inicial, fui entonces yo quien se echó a reír de forma incontenible, con
unos lagrimones resbalando por mis mejillas de pura y desmedida hilaridad. Esos
supuestos perseguidores eran empleados de una agencia de detectives a la que
ella había recurrido para que me vigilaran y protegieran pues estaba convencida
de que algún día sufriría un secuestro para vaciarme por dentro y servir como donante
a la fuerza. Le estaba costando una buena pasta, pero prefería quedarse
tranquila. Además, le habían hecho un precio especial por la continuidad de un
servicio que se preveía perpetuo.
Tuvo
que transcurrir un mes para poderla convencer de que desistiera y cancelara el
contrato con la agencia de detectives. Ninguno de los dos teníamos nada que
temer. Todo era una pura y simple paranoia. Y así nos olvidamos del asunto.
Pero unos
días después, a la salida del cine, nos percatamos que un par de individuos nos
seguían hasta el parking, donde habían aparcado su coche a pocas plazas de
distancia del nuestro. No nos perdieron de vista en todo el trayecto hasta
llegar a casa. Una vez hubimos aparcado y nos encontrábamos en el portal, les vimos
de nuevo detenidos enfrente, observándonos desde el interior de su vehículo, y
cuando nos acercamos para verles la cara y preguntarles por qué nos estaban
siguiendo, el conductor pisó el acelerador a fondo y el coche salió disparado perdiéndose
en la oscuridad. Mi mujer y yo nos miramos, estupefactos primero y horrorizados
después. ¿Quiénes eran esos individuos? Seguro que no eran de la agencia de
detectives. Y si …
Pusimos
a la venta el piso y el apartamento y empezamos a buscar una nueva residencia. También
me despedí del trabajo esperando encontrar un nuevo empleo. Pero, entretanto,
esos secuaces no me dejaban tranquilo ni a sol ni a sombra. Allí donde fuera, los
tenía siempre pisándome los talones. Llamé a esa Asociación promotora de la
donación de órganos, pero me contestaron diciendo que el número al que llamaba
era particular y no correspondía a ninguna Asociación. No existía ninguna web
con ese nombre y la dirección de correo electrónico desde la que me enviaron el
cuestionario me daba error de envío. Así pues, los temores de mi mujer, que me parecieron
tan ridículos, se habían hecho realidad. Estaba expuesto a que cualquier día
acabaran conmigo. Fuimos a la policía y no dieron crédito a nuestras sospechas,
y sin más datos ni pruebas no podían hacer nada. Creo que nos tomaron por unos chiflados.
Hasta
que aquello no se resolviera y todo volviera a la normalidad, mi mujer se fue a
vivir con su hermana. No quería ponerla en peligro. A pesar de su
insistencia para que la acompañara, decidí quedarme en casa. Era a mí a quien
querían y si me mudaba sabrían, de todos modos, mi nuevo paradero. Así que me
quedé solo. No podía dormir pensando que en cualquier momento me convertiría en
su presa. Cualquier ruido me sobresaltaba. Acabé comprándome un arma en el
mercado negro y dormía con ella bajo la almohada. Pero, si quisieran, podrían
entrar sin que yo les oyera y anestesiarme con un spray, me decía. Quería ser
valiente y plantarles cara, pero estaba acojonado.
Por si
eso fuera poco, esta tarde he oído por televisión que a uno de los hombres más
ricos del país le han diagnosticado un cáncer de hígado y solo le podría salvar
un trasplante, y que, al parecer, hay una larga lista de espera. En todas las
cadenas han dado la noticia. ¿Seríamos compatibles? ¿Cuánto tiempo
transcurriría hasta que me dieran caza? Me extrañaba no saber nada de mi mujer.
De haberse enterado de ello, me habría llamado. Al ver que no lo hacía, he decidido
llamarla yo para tantearla y tranquilizarla, pero no he hallado mi móvil. He
pensado que o bien lo había perdido o me lo habían robado. ¿Pero dónde? Entonces
he recordado que este mediodía, al salir del restaurante donde últimamente
suelo almorzar, he tropezado con un chico que iba muy apresurado. Debe haber
sido él quien me lo ha sustraído. Quería ir a comprar uno nuevo, pues no podía
estar incomunicado y la línea fija podía estar intervenida. Pero ya era muy tarde
y todas las tiendas debían estar cerradas. Mañana saldré a comprarme uno barato,
me he dicho.
Había
anochecido y llevaba toda la tarde mirando la calle desde la ventana, amparado
por la oscuridad del salón. Llovía a cántaros. La visión no era muy buena. Todos
los coches que aparcaban o se detenían frente al edificio me parecían
sospechosos. Hasta entonces, todos los que se habían apeado de ellos eran
conocidos del barrio o pasaban de largo. Solo uno me produjo desconfianza. Iba
cubierto con un impermeable color caqui. Parecía que se dirigía hacia nuestro
portal, pero se ha refugiado bajo la cornisa de la planta baja y le he perdido
de vista. Aun así, lo tenía todo bajo control. El arma me daba cierta
seguridad. Si alguien entraba y me atacaba, le repelería. Sería en defensa
propia, aunque no tuviera permiso de armas. Me detendrían, pero un abogado
encontraría la forma de que me aplicaran un atenuante. Ataque de pánico, por ejemplo.
Cuando todo se aclarase, seguro que me acabarían soltando.
De
pronto, he oído un leve crujido de la puerta y unos pasos ligeros que se acercaban
por el corredor. El corazón me ha dado un vuelco y los pelos de la nuca se me
han erizado. He comprendido que había llegado el temido momento. Tengo que ser
valiente, no debe temblarme el pulso, me he dicho. He amartillado el revólver y
he apuntado hacia la entrada al salón. La cortina y la oscuridad del pasillo no
me dejaban ver al intruso, porque solo era uno, de eso estaba seguro, lo cual
me daba una cierta ventaja. Jugaba a mi favor el factor sorpresa. Una mano ha apartado
bruscamente la cortina. He disparado, una, dos, tres, cuatro veces. El intruso
se ha desplomado sin emitir quejido alguno. He abierto la luz sin dejar de
apuntarle. Llevaba un impermeable color caqui con la capucha puesta. Se la he
retirado para verle la cara. No me lo podía creer.
En el
Instituto Anatómico Forense un policía me ha conducido, esposado, hasta la sala
de autopsias para proceder al reconocimiento del cadáver. “Una pura
formalidad”, me ha dicho. Al abrirse la puerta corredera, se me ha acercado el
médico encargado de la autopsia. “¿Por qué una autopsia, si se sabe cómo murió?”,
le he preguntado. “Tenemos que certificar la causa de la muerte y, de paso,
comprobar si hay algún órgano vital que no haya sido dañado. Aparentemente, el
disparo mortal ha sido el que ha impactado en el corazón, los demás han
afectado al abdomen, así que el resto de órganos vitales podrían estar intactos
o en buen estado”. A estas palabras le ha seguido la pregunta que me temía:
“¿Sabe si su mujer quería donar sus órganos?”
Ahora
estoy en comisaría prestando declaración. Me enseñan un teléfono móvil. Parece
el suyo. Acceden a sus mensajes entrantes y me muestran el último. “Tengo que
confesarte algo muy importante. Estoy en casa. No tardes, por favor”. Yo soy el
remitente. Me enseñan otro móvil, que dicen haber hallado bajo mi cama mientras
procedían a registrar nuestro piso. Lo reconozco. Es el mío. Y el último
mensaje enviado es el que acabo de leer en el de mi mujer, a la que he
descerrajado hace solo unas horas cuatro disparos a quemarropa.
Su
hermana no da crédito a lo ocurrido. No se imaginaba lo que le esperaba a mi
mujer cuando la vio marchar precipitadamente y le dejó su impermeable para que
no se mojara. Yo soy el único acusado, el único culpable. Me preguntan por el
móvil del crimen. Yo ahora solo pienso que su grupo sanguíneo O negativo la
califica de donante universal.
¿Sabía
todo esto la chica rubia y de ojos azules?
Josep, has hecho un relato de carácter intrigante. Esos miedos a ser presa de un secuestro o un acto para ser utilizado como objeto de donador de órganos. Y a final después de destrozarse la vida y vivir casi escondido, con el tiempo hizo mella ese miedo de que le acosaran en su casa sin darse cuenta que asesinó fue su propia esposa, confundida por un intruso. Así sin quererlo la que donará los órganos es su mujer, siendo victima del propio marido.Un abrazo.
ResponderEliminarMuchas veces, intentando arreglar un problema, creas o empeoras otro. En este caso, marido y mujer eran víctimas inocentes de un supuesto plan de tráfico de órganos, pero quien finalmente pagó por ello fue quien le advirtió a él que no se fiara de lo que le había dicho aquella chica rubia y de ojos azules. Y es que es lo que siempre digo: hay que hacer caso de tu mujer, jeje.
EliminarUn abrazo, Mamen.
¡Qué tensión!! Un relato con un ritmo buenísimo, has creado un ambiente muy real, me he sentido agobiada y con todo tipo de pensamientos...ufff.
ResponderEliminarYo creo que todos esos miedos que nos asaltan no nos dejan controlar la situación, tantas películas, tantas informaciones, tantos controles, .. por momentos crean una atmósfera de cine negro.
Me ha gustado muchísimo Josep Mª, ya no me voy a fiar de "esa chica rubia" ni de rellenar papeles.. no sea que me obsesione jajajaja
Pobre mujer, tan solicita corriendo a ver que le pasaba... hay que ser más comedida jejeje.
Un abrazo grande y enhorabuena amigo.
A mí me paró una vez una chica, a las puertas de un hospital, preguntándome si quería registrarme como donante de órganos. Como no era rubia ni tenía los ojos azules, me negué, jajaja. Le dije que, llegado el momento, mi mujer y yo ya teníamos claro que no pondríamos ningún inconveniente, todo lo contrario, pero que no hacía falta anticipar los acontecimientos, como le dice la mujer de esta historia a su marido, jeje.
EliminarMe alegro que este relato te haya suscitado tantas emociones.
Un abrazo, Xus.
Viendo lo que dicen mis anteriores comentadores, ya veo que voy a ser el único que se lo ha tomado como un buen relato de humor.
ResponderEliminarUn abrazo.
Pues sí, compañero, el relato pretende darle un toque de humor a algo que, en principio, es muy serio. Lo más serio que tiene es el final. Quizá podría calificarse como una tragicomedia.
EliminarUn abrazo.
Muy buen relato, Josep María. Me he acordado de mi abuela. Murió hace cuarenta años y siempre decía que no había que hacerse donante de órganos porque seguro que te mataban para quitártelos.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho la trama, compleja y que se retuerce sobre sí misma dando varias vueltas de tuerca para terminar... muy "bien". Felicidades.
Un beso.
Pues un amigo mío me dijo, hace muchos años, lo mismo que tu abuela y, aunque era muy dado a las exageraciones, me dio que pensar. Mucho después, como le decía a Xus, se me apareció una chica como la del relato pidiéndome si quería tener el carnet de donante. Yo no suelo ser malpensado pero me recordó la advertencia de mi amigo y decliné amablemente la invitación. Y ahora, muchos años después, me volvieron, de repente, estas dos cosas a la memoria y de ahí surgió esta loca historieta.
EliminarQue existe el tráfico de órganos, de eso no hay duda, pero el resto ha salido de mi calenturienta imaginación, jajaja.
Un beso.
Hola Josep, desde un tono irónico, escéptico y con un buen surrealismo en la situación desarrollada, me temía que esa situación no iba a acabar en una luna de miel precisamente, ja,ja,ja. La verdad es que el poder de la sugestión puede llegar a situaciones tremendas y ese es uno de los mensajes con los que me quedo de tu trabajado relato. En fin, como donante de órganos espero que no vengan a por mí, realmente no merecen mucho la pena.....:-). Un abrazo y buen fin de semana.
ResponderEliminarHola, Miguel. Efectivamente, no tenía pinta de acabar bien. A veces uno ve fantasmas donde no los hay, pero es que muchas veces hay indicios de que sí existen. La realidad se confunde a menudo con la ficción y me gusta jugar con estos equívocos. De todos modos, en la historia que aquí nos ocupa, yo no estaría seguro de que todo hubiera sido una paranoia de los protagonistas, jeje.
EliminarUn abrazo.
Qué fantástico Josep, y qué tensión leyendo!. Me ha encantado porque en este caso no he sospechado como iba a terminar la historia.
ResponderEliminarCon esta imaginación tuya me has puesto en alerta sobre la donación, claro que los míos ya no servirán para mucho, jajaja.
Me ha encantado, estupenda narración.
Un abrazo, y buen fin de semana.
Jajaja. No quisiera haber hecho campaña, sin quererlo, en contra de la donación. Es algo muy loable, pero nunca he entendido la necesidad de declararse formalmente donante en vida. Se supone que si alguien ha declarado a su familia que desea donar todos sus órganos (o por lo menos los utilizables, jeje), no veo porqué, llegado el momento, tienen que desobedecer sus intenciones.
EliminarMuchas gracias, Elda, por tu comentario.
Un abrazo.
Hola Josep, hacía tiempo que no leía un relato tuyo, y ya tenía ganas..., desde luego describes a la perfección la paranoia que puede sufrir una persona (o dos) que se les va la pinza porque de repente les da por pensar cosas si sentido. La mente a veces nos juega muy malas pasadas. Lo has narrado de tal manera que hasta el final nos queda la duda si sus pensamientos serán reales o no.
ResponderEliminarComo siempre tus relatos tienen un suspense de alto voltaje.
¡Un fuerte abrazo!
¡Hola, Ziortza! Pues sí, hacía tiempo que no nos leíamos. He visto que has vuelto a la vida bloguera activa, y me alegro.
EliminarPues has descrito el objeto de mi relato a la perfección. He intentado jugar un poco con la psicología del personaje, que ve perseguidores por todas partes una vez la sospecha se cierne sobre él, para luego dejar en el aire la duda sobre hasta qué punto había algo de real y sobre quién o quienes provocaron, voluntaria o involuntariamente, ese desenlace.
Muchas gracias por venir a leerme y por dejar tu comentario.
Un abrazo.
Cuando a Murphy y su ley les da por enredar... la lían parda.
ResponderEliminarHay que ver de lo que es capaz una paranoia o un pensamiento recurrente, uno se obceca en algo y al final acaba ocurriendo. Yo no soy de las que opinan que hay que pensar en positivo continuamente pero está claro que ser tan negativo acaba atrayendo la desgracia. O puede que no tenga nada que ver, que es simple mala suerte.
Me ha gustado, Josep Mª, explicas muy bien esa relación entre un matrimonio donde cada uno se vuelca en sus ideas. Además esas vigilancias, algo chapuzas pues si se nota que te siguen es que los detectives muy buenos no son, ponen en tensión al lector. También me ha parecido muy buena la manera de explicar la paranoia y la obsesión que va de menos a más.
Un abrazo.
Cuando a alguien le ponen el miedo en el cuerpo y encima empieza a ver cosas que no le cuadran, es muy fácil que este miedo se dispare hasta límites insospechados y que le lleve incluso a sufrir alucinaciones. Pero a veces, también, uno puede confundir "el bueno" con "el malo", y viceversa. Está visto que aquí habían unos "buenos" verdaderamente patosos. ¿Pero habían también "malos" o todo ha sido fruto de la mente enfermiza del protagonista. Ahí está el quid de la cuestión, jeje.
EliminarUn abrazo.
No sé si es lo que pretendías, pero has conseguido contagiarme la paranoia de tu protagonista, Josep. Un relato estupendo, con intriga y suspenso a raudales y con un argumento muy original. Está claro que a veces la mejor manera de provocar que algo descabellado pase, es tratar de evitarlo hasta las últimas consecuencias. ¡Muy bueno!
ResponderEliminarUn abrazo de sábado.
Pues un poco sí que lo pretendía, jajaja. Debe ser realmente angustioso verse (o creerse) perseguido con fines perversos, no saber cómo burlar a los perseguidores y que nadie te crea.
EliminarMuchas gracias, Julia, por tu lectura y comentario.
Un abrazo de lunes.
Qué bueno, me ha enganchado no podía parar de leer. El final es muy sorpresivo aunque te confieso que en cuanto oyó el leve crujido en la puerta me imaginé que seía la mujer y que le iba a disparar(me ha recordado al caso de un hombre que guardó el cadáver de Evita Perón y al sentir ruidos en la buhardilla disparó a ciegas y mató a su mujer.
ResponderEliminarMe ha encantado. Un abrazo.
Caramba, Gemma, no había oído hablar de ese caso. ¡Guardar el cadáver de Evita Perón! Tendré que informarme, quizá me dé ideas para otro relato, jajaja.
EliminarComo no era difícil de adivinar la identidad de quien entra sigilosamente en el piso, añadí el epílogo para mantener el suspense y trasladarlo al motivo por el cual la esposa acude en respuesta de un correo que no queda claro quién lo envió y porqué, jeje.
Me encanta que te haya encantado. Así estamos todos encantados, jajaja.
Un abrazo.
Un relato de los que yo disfruto de verdad. Con tensión creciente, con una amenaza acechante, con unos personajes obsesionados. La primera, y casi diría única, misión de un contador de historias es clavar al lector al papel o a la pantalla. Y este relato lo consigue con creces. Tiene ese punto de humor negro, de mala leche en el que ahondas en lo nocivas que pueden ser determinadas leyendas urbanas o chismorreos de redes sociales. Hasta qué punto pueden lograr que un acto de sentido común y de solidaridad pueda acabar en tragedia.
ResponderEliminarSi el relato es muy bueno, el cierre es genial esa pregunta que parece abrir la caja de pandora de la locura del personaje o la evidencia de la conspiración. Fantástico, Josep. Un abrazo!!
Bueno, David, si he logrado mantenerte pegado a la pantalla durante todo este (¿largo?) relato, me alegro muchísimo. Todas las opiniones que recibo me resultan muy gratas y las aprecio por igual, pero la tuya tiene para mí un halo de profesionalidad, jeje.
EliminarTe agradezco, pues, tu crítica tan elogiosa.
Un abrazo.
Hola Josep,
ResponderEliminarUn relato muy bien trabajado. Además con el toque de suspense que ha hecho que no despegara la cabeza del ordenador. Me ha gustado mucho. (Nota: Mi marido también lo es, donante)
Hola, Karen. A mí me encanta el suspense. Diría que es uno de mis géneros favoritos, pero cuando escribo un relato de este tipo siempre temo defraudar al lector. Por lo tanto, me alegra que no haya sido así y que te haya atrapado.
EliminarMuchas gracias por tu lectura y tu comentario.
Un abrazo.
P.D.- Yo que tu marido, iría con cuidado, jajaja.
Si a una tragedia le das unos toques de humor, aunque sea de humor negro (no soy racista), la historia resulta, efectivamente, más llevadera, jeje.
ResponderEliminarUn abrazo de vuelta, Julio David.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarTe has superado compañero con este relato. Lo he leído con el alma en vilo por la "Alta tensión" que has conseguido introducir en la narrativa.
ResponderEliminarEs curioso comprobar que nuestras obsesiones no nos conducen nada más que al desasosiego y la incertidumbre producidas ambas por el miedo.
Un abrazo.
Hola, Francisco. Me alegro doblemente, por verte de nuevo por aquí y por tu amable comentario a esta historia que, como bien dices, va de una obsesión que aumenta a medida que el protagonista va identificando señales que le reafirman en sus temores.
EliminarUn abrazo.
Im-presionante, Josep Mª. El suspense ha ido "in crescendo" desde la aparición de la chica rubia de ojos azules, la gincana en el trabajo, el clásico del cine policíaco leyendo el periódico (qué bueno), hasta este terrible final. Con lo que su mujer temía la base de datos ahora va a engrosar la de la morgue ;-)
ResponderEliminarGenial relato.
¡Un besazo!
No sabes cuánto me alegro, Chelo, que lo hayas pasado tan bien leyendo esta historia que solo hasta cierto punto podría considerarse un thriller de ciencia ficción, jeje.
EliminarUn beso.
¡Hola compañero! Pues a mi ya el título me daba muy mal rollito :D jajaja . Creo firmemente que el miedo es una herramienta vital de doble filo, por un lado nos salva la vida, es por ej. quien nos hace correr si viene un león ;) , pero también puede acabar con la vida, o complicarla,...distorsionarla...enfermarla... El Miedo con mayúscula puede generar todo esto...desde esos ataques de pánico, a idas de pinzas, alucinaciones,...fobias...incluso la muerte en vida. Es una herramienta muy poderosa.
ResponderEliminarMe ha encantado todo el tenso relato con ese sello tan tuyo que me pega al monitor, un placer leerte Josep y tenerte cerquita. Un abrazo grande de recién aterrizada y un par de besos a repartir.
¡Hola compañera! Pues sí, el miedo es algo natural y forma parte de nuestros instintos más primarios y, como muy bien dices, puede resultar muy útil para defendernos o simplemente huir del peligro, pero también puede socavar nuestra seguridad y sumergirnos en la desesperación y en la parálisis. Son dos caras con manifestaciones opuestas.
EliminarMuchas gracias por venir a pasar un poco de miedo, jajaja, y por dejar tu amable comentario.
Abrazos y besos :))