viernes, 21 de diciembre de 2018

Juicio justo



Tribunal de Distrito de El Bronx (NY). División Criminal. El Estado de Nueva York contra Raymond Rodríguez. Lunes, 18 de julio de 2005. Preside el Honorable Mathew Delaware


─¿Tiene el jurado un veredicto? ─pregunta el Honorable Mathew Delaware, republicano recalcitrante nacido en Charlotte (Carolina del Norte), pero residente en Nueva York desde que se doctoró en Derecho y entró a trabajar en un renombrado bufete de la Gran Manzana.
─Sí, su señoría, lo tenemos ─responde el presidente del jurado, un hombre enjuto, con cara de pocos amigos, vestido con traje negro y camisa blanca abotonada hasta el cuello, sin corbata, y con una larga barba gris. Solo le falta una kipá coronando su cabeza para parecer un rabino.
─Que el acusado se ponga en pie para oír el veredicto del jurado ─dice el juez con voz atronadora.

Raymond Rodríguez Heredia, nacido en Ciudad Juárez (Estado de Chihuahua, México) cuarenta años atrás y residente en los Estados Unidos desde hace veinte, y su abogado de oficio, cuyo nombre no importa, se levantan a la vez con aire marcial, el primero disimulando el tembleque de sus piernas y el segundo con cara de hastío, pensando que todavía le queda mucho por hacer ese día, que está lloviendo y que se le está haciendo tarde.

─Proceda, pues, a leerlo ─señala el juez, tras un leve carraspeo.

Raymond (en realidad Raimundo) traga saliva y su abogado sin nombre importante amaga un bostezo. Mientras el hombre enjuto con pinta de rabino, también de pie, se dispone a emitir su veredicto, el resto de los miembros del jurado observa al acusado con cara de reprobación, como diciendo “ahora verás tú lo que es bueno”.

─Consideramos al acusado culpable de todos los cargos ─espeta el hombre vestido de negro, arrastrando las palabras en señal de desprecio y sin leer lo que lleva escrito en el papel que sujeta en sus manos.
─¿Así, sin más? ¿No va a detallar cada uno de los delitos por los que ha sido juzgado? ─pregunta el juez, por primera vez interesado después de los tres días que ha durado el juicio rápido que el caso exigía para ahorrar dinero a la Comunidad.
─¿Para qué, Señoría, si es culpable de todo?
─Pues refrésqueme usted la memoria y hágame el favor de recordarme cuáles son esos cargos que se le imputan, que ya he perdido la cuenta y a estas horas de la tarde no estoy para esfuerzos inútiles.
─A ver… ─dice dubitativo mientras que, ahora sí, consulta lo que más bien parece una chuleta─ Se le acusa de cuatro, no, de cinco. Eso es, de cinco delitos, Señoría, a saber: robo, intimidación, ocultación de la verdad, falta de cooperación con la autoridad y destrucción de pruebas ─y dicho lo cual se sienta, mirando satisfecho al resto de sus compañeros, que le devuelven la mirada asintiendo y con cara de satisfacción, como quien ha concluido un trabajo bien hecho del que se siente orgulloso o de quien se ha quitado un peso de encima.
─Pues entonces ya estoy preparado para emitir la sentencia. Raymond Rodríguez Heredia, se le condena a… hum…, a ver… cinco delitos por seis años cada uno son… ¡treinta años de cárcel!, que cumplirá en la penitenciaría de Rikers Island. Se cierra la sesión ─grita el señor juez para que su voz se oiga por encima del mazazo que suelta sobre el bloque de madera, utensilios estos que le regaló su mujer por el Día de Acción de Gracias y que hacen juego con la mesa de caoba del estrado.

Oída la sentencia, el abogado defensor recoge todos sus papeles, los introduce en un desgastado maletín y, mirando a su defendido con cara de circunstancias, le da unas palmaditas en la espalda y se despide de él con un tono condescendiente. Mientras, unas hileras más atrás, los sollozos de una mujer con rasgos del sur quedan apagados por el ensordecedor ruido que ocasionan los asistentes que van abandonando la sala como quien abandona una cancha de baloncesto, unos con cara de satisfacción y otros de derrota.

─Lo siento, pero es lo que hay, ¿qué esperabas? Que te vaya bien. Treinta años tampoco son tantos. Podían haberte caído unos cuantos más, y con buena conducta puedes salir en libertad condicional dentro de unos diez. No estarás mal. Has tenido suerte de que te haya tocado la cárcel más cercana a tu casa, así tu familia te podrá visitar con mucha frecuencia. Además, tengo entendido que el pastel de zanahoria de Rikers Island sigue siendo el mejor en todo el Estado. Si no me crees, lee las memorias de Sonny Rollins*, que estuvo internado allí una temporadita.

Lo que no le dice el abogado sin nombre es que esa penitenciaría, conocida también por “La Roca”, es el peor lugar para internar a alguien de origen hispano. Lo que tampoco dice es que no se había preparado mínimamente ese juicio, por falta de tiempo e interés ─son tantos los casos que le asignan y por los que cobra una miseria─ y por sus inconfesables prejuicios racistas. Siempre ha pensado que no vale la pena luchar por una causa perdida.

Para Raimundo solo hay un cargo demostrable: haber robado una gallina ─que además estaba enferma e hizo enfermar a su mujer y a sus tres hijos─ para poder pasar otro día con el estómago no demasiado vacío. Así que no entiende cómo lo que no son más que agravantes achacables a una misma falta puedan considerarse delitos independientes a efectos del cálculo de la pena: intimidación (por haber forcejeado con el dependiente), ocultación de la verdad (al principio negó haberlo hecho), falta de cooperación con las autoridades (¿cómo podía colaborar a que lo encerraran?), y destrucción de pruebas (no se halló el cadáver de la gallina, la prueba del delito). Además, en las películas había visto que si no aparecía el cadáver no había caso, o por lo menos la condena era mucho menor. “Raimundo el mexicano”, como así le conocen en su barrio del Bronx, está cada vez más convencido de que no es su falta sino la impericia ─o debería decir inutilidad y desidia─ de su abogado de pacotilla lo que lo llevará a pasar, como mínimo, una década de su vida entre rejas.



Entre los libros que leyó Raimundo en Rikers Island ─no tenía muchos estudios, pero siempre le había gustado la lectura─, uno le llamó poderosamente la atención. Trataba de un delincuente español encarcelado y fugado en distintas ocasiones, conocido como El Lute, que en la cárcel aprendió a leer, escribir e incluso estudió la carrera de Derecho, acabando ejerciendo de abogado. ¿Por qué no podía él hacer lo mismo? Si ese hombre analfabeto llegó a ejercer la abogacía, él, que tenía estudios primarios, bien podía lograrlo con menos esfuerzo.

Tuvieron que transcurrir ocho años para sacarse el título de abogado. Solo le quedaba el examen para obtener la licencia. Pero ese examen era presencial, no podía hacerlo desde la cárcel. Le faltaban dos años para conseguir la condicional. En esos veinticuatro meses presentó varios recursos para que se revisara su causa, pero todos fueron denegados con el simple argumento de “No procede”, sin más.

Los diez años de cautiverio fueron los más duros de su vida. Con cincuenta años cumplidos, pisó de nuevo la calle, con libertad vigilada. Obtuvo la licencia para ejercer la abogacía y finalmente consiguió una revisión de su juicio. El juez que le tocó en suerte en la Corte de Apelaciones era un sesentón de origen cubano, el Honorable Alexis García, oriundo de La Habana, pero nacionalizado estadounidense.

Alexis García (en realidad, su nombre de pila era Alexei, pero Alexis sonaba mucho mejor, nada de nombres rusos en el país anticomunista por excelencia) leyó el historial delictivo de Raymond Rodríguez Heredia con suma atención, así como los pormenores del juicio y la sentencia. No podía creer tal desatino judicial. ¿Cómo podían haber condenado a alguien a treinta años de cárcel por robar una gallina? Si hubiera sido un pavo para el Día de Acción de Gracias podría, en todo caso, considerarse un atentado a las buenas costumbres y al sentimiento patrio. ¡¿Pero una simple y vulgar gallina?! Pero claro, con un jurado mayoritariamente WASP** y un juez republicano y decrépito como Mathew Delaware, ¿qué se podía esperar?

La revisión del juicio, que se fijó para el viernes 13 de noviembre de 2015, tenía muchos puntos a favor, a menos que uno fuera supersticioso, cosa que excluía a Raimundo y al juez García. Los miembros del jurado eran mayoritariamente hispanos, concretamente ocho contra cuatro, y de origen humilde. Además, esta vez contaba con un abogado de cierto prestigio en la defensa de causas contra inmigrantes y con visos de xenofobia. Durante los años en que Raimundo estuvo entre rejas, sus familiares y amigos recaudaron una suma de dinero suficiente para satisfacer los honorarios de ese abogado que les garantizó un veredicto favorable y una rebaja más que sustancial en la pena, pudiendo, incluso, reclamar una indemnización por prevaricación por parte del juez y negligencia legal por parte del abogado de oficio. El nuevo juicio sería más breve que el primero, probablemente en dos jornadas, a lo sumo, estaría visto para sentencia.

La vista, a puerta cerrada, dio el pistoletazo de salida con una acalorada y entusiasta proclama del abogado defensor, Richard J. Murphy, exponiendo los hechos juzgados previamente y presentando a Raimundo como un padre de familia ejemplar que solo buscaba el sustento de sus tres escuálidos hijos y de su mujer enferma, necesitada de una medicación que no le cubría ningún seguro médico por inexistente, y que con ese hurto solo logró enfermarlos aún más por estar la gallinácea en cuestión infectada vaya usted a saber con qué microorganismo patógeno. ¡Una indemnización por lesiones debería recibir en todo caso!  Abundando en la injusticia cometida contra su defendido, alegó que había sido víctima de los prejuicios ─”qué digo prejuicios, racismo puro y duro”─ por parte del jurado y del propio juez que dictó la pena desmesurada e incomprensible de treinta años de reclusión por una falta a la que correspondía aplicar un delito menor de hurto con el consiguiente pago de una multa, puesto que la restitución de lo hurtado era del todo imposible pues ya había sido consumido y comprar otra gallina en tan mal estado como la que les intoxicó era, no solo inmoral sino también imposible.

Tras esa brillante exposición que lo dejó exhausto, las miradas de los ocho miembros del jurado, los de cabello azabache, tez morena y venidos largo tiempo atrás del sur, fueron de clara comprensión y condolencia hacia el acusado que, de su estado inicial contrito había pasado a una ligera euforia esperanzada. Los otros cuatro miembros parecían abstraídos mirando las musarañas.

Cuando Richard Murphy, de origen irlandés, se sentó junto a su defendido, le susurró palabras de ánimo, como “esto está chupado, tío”, lo que hizo crecer a aquel unos centímetros más en la silla que le había tocado en suerte, muy incómoda, por cierto. Así pues, Murphy, contrariando a su homónimo, el aguafiestas de la famosa Ley, tenía razón: todo parecía ir viento en popa.

El fiscal, un hombre de corta estatura, con sobrepeso y una más que clara desgana y falta de interés en el desarrollo de la causa, actuó con la mayor de las pasividades. Parecía comprado por la defensa. No mostró ningún signo de emoción a lo largo de sus escasas intervenciones, salvo cuando pronunciaba la palabra “gallina”, momento en que una expresión de asco inundaba su cara. Los únicos testigos presenciales fueron el agente de policía que había arrestado a Raimundo diez años atrás y que apenas recordaba el incidente ─debía rondar los sesenta años y probablemente estaba más interesado en su jubilación que en hacer un ejercicio de memoria─ y el hijo del propietario del puesto de comestibles ─su padre ya hacía años que criaba malvas─ donde el ave incomestible por tóxica fue robada para desgracia de Raimundo y de toda su familia.

Tal como había previsto el abogado defensor, la revisión del juicio estuvo listo para sentencia al cabo de treinta y seis horas. El jurado declaró a Raimundo inocente de todos los cargos, excepto el de hurto, que se calificó, como era justo y necesario, como una falta menor. Sin necesidad de meditarlo, el Honorable juez Alexis García dictó sentencia, con la cual, gracias al atenuante de gran necesidad de supervivencia, quedó el hurto penalizado con el pago del precio original del animal, más la inflación y los intereses de demora, menos un 50% de su valor por el lamentable estado en el que aquel se encontraba, lo cual, echando cuentas grosso modo, resultaba en un dólar americano. Al comerciante al que se le sustrajo el ave enferma se le multaba con dos mil dólares por comercializar mercancía en mal estado, cuyo pago recaía en su heredero, presente en la sala, por responsabilidad civil subsidiaria.  

A la salida, le esperaban su mujer, con el pelo cubierto de canas y un pañuelo en la mano por si acaso debía usarlo, y sus tres hijos, unos muchachotes con pinta de raperos, marcando paquete, y mascando chicle sin cesar. Al conocer la noticia, se unieron todos en un interminable abrazo, como queriendo recuperar el tiempo que los había mantenido separados. Fueron a celebrar la buena nueva a la hamburguesería favorita de los chavales. Entre mordisco y mordisco, le fueron poniendo al día de sus últimas actividades e inquietudes. El mediano, de 18 años, dijo querer estudiar Derecho, como su padre, solo que en un aula de una Facultad. “¿Con qué dinero, hijo?, le preguntó Raimundo. “Pues…no sé, padre, pero ¿acaso no te corresponde una indemnización por lo que te hicieron?”, le contestó. El chico, desde luego, apuntaba a abogado. Llevaba razón.

Tras diez años de injusto encierro, a Raimundo le quedaba ahora la posibilidad de solicitar una indemnización al Estado por error judicial y mala praxis, cuya cuantía, según Richard Murphy podía ascender a un millón de dólares, de los cuales él se embolsaría un pellizco de solo un veinticinco por ciento. Había que ponerse de inmediato manos a la obra. Este sí que sería un proceso largo y laborioso, pero para esto estaba él y su experiencia en procesos difíciles. Raymond, a las órdenes de Richard, trabajaría por primera vez en un caso, el suyo, que sin duda despertaría un gran interés mediático.



Y así fue. Todos los medios de comunicación se hicieron eco de lo sucedido con Raymond Rodríguez. La sociedad norteamericana se dividió en dos bandos: los defensores y los detractores de ese mexicano que había robado una gallina como medio de sustento de su famélica familia. Los unos condenaban el todavía existente racismo en una sociedad aparentemente tan avanzada. Los otros repudiaban cualquier tipo de acto vandálico por parte de quien ha sido recibido con los brazos abiertos y paga esa generosidad atacando los valores más sagrados de una convivencia pacífica. Incluso llegaron a producirse manifestaciones de signo opuesto que acabaron en enfrentamientos violentos. En todas las tiradas de la prensa y en las imágenes televisadas siempre aparecía, como telón de fondo, una fotografía de Raimundo, el motivo de tales disturbios urbanos. Pintadas a favor y en contra de la sentencia exculpatoria y de los inmigrantes, por muy legales que fueran, aparecían a diario en todos los barrios de Nueva York y se extendieron por todo el país.

Raimundo llegó a sentirse culpable de haber propiciado esos tumultos, reabierto viejas heridas y exacerbado los sentimientos supremacistas. Richard Murphy acabó recomendándole contratar una seguridad personal, unos guardaespaldas que velaran por su integridad física. Él lo pagaría de su bolsillo, como hizo con la matrícula de su hijo, ya se lo devolvería todo cuando cobrara la millonaria indemnización.

Y así lo hizo. Contrató a dos exmarines para que le cubrieran las espaldas. Salía poco, pero cuando lo hacía, esos dos ángeles de la guarda, como él los llamaba irónicamente, no se despegaban de él, ni a sol ni a sombra. Eran dos aguerridos excombatientes que no temían a nada ni a nadie. Uno acabada de reincorporarse a la vida civil tras varios años sirviendo en Afganistán. Contaba con treinta años y, aunque taciturno, se le veía buena gente. El otro, un cincuentón de pelo canoso y cortado al uno, era un héroe de guerra que participó en la invasión de Irak de 2003. Eran dos tipos altos, fornidos, de una gran corpulencia. Solo con verlos, la gente se apartaba por temor a ser arrollados. Su mujer nunca les permitió poner los pies en su humilde piso. No les temía, pero su pasado militar le disgustaba.

Un día el más joven faltó a su trabajo. Una indisposición propia del estrés postraumático, le dijo su compañero. “No se preocupe, jefe, que yo valgo por dos”, le aseguró acompañando la frase con una sonrisa que más bien acojonaba a quien la presenciaba. Y es que esa cicatriz que le cruzaba media cara solo hacía que empeorar su ya espantosa imagen.

Durante el corto itinerario a pie hasta el bufete de Murphy, Raimundo iba leyendo, absorto a lo que ocurría a su alrededor, un artículo sobre los defectos del sistema judicial norteamericano. Ello le hizo pensar en los años pasados en la cárcel injustamente y en el revuelo que se había armado con su exoneración. Un claxon le devolvió al presente. Estuvo a punto de cruzar un semáforo en rojo. Retrocedió de un salto hasta la acera y buscó a su acompañante. ¿Cómo no le había advertido? Un guardaespaldas también debe vigilar la seguridad ante cualquier eventualidad, no solo ante una posible agresión. Su héroe de guerra no se veía por ninguna parte. Miró a su alrededor, pero no aparecía. Su estatura y su aspecto lo hacían inconfundible. ¿Dónde se había metido? El resto de peatones ya había cruzado la calle y él permanecía en el puesto de salida, junto al semáforo.

De repente quedó paralizado. No sabía qué le ocurría. Se desplomó cuan largo era. La gente se arremolinó junto a él, unos haciéndole fotos con el móvil, otros hablando por teléfono, ¿estarían pidiendo ayuda? Oyó a alguien gritar “está sangrando” mientras le señalaba con el dedo índice y con cara de aprensión. Se palpó el pecho, donde sentía un intenso dolor y se percató de que sus ropas estaban mojadas. Se miró la mano y vio que estaba manchada de sangre. De entre todas las caras que le observaban, apareció el inconfundible careto del maduro guardaespaldas. ¿Le sonreía o lo que esbozaba era ese rictus tan desagradable que ya le resultaba familiar? “Despejen la zona, yo me ocupo”, ordenó aquel en tono militar. Todo el mundo obedeció. Se quedaron los dos solos. Lo que aparecía en sus labios era sin duda una sonrisa, que se fue agrandando a medida que Raimundo iba perdiendo la visión, pero no el oído. Todavía pudo ver, medio borrosa, la cara del joven guardaespaldas, que apareció junto a la de su compañero de armas. “¿Acaso creías que te saldrías con la tuya, maldito chicano?”, fue lo último que Raymond Rodríguez Heredia, alias el mexicano, pudo oír antes de que todo se volviera oscuro.

Alfred G. Bowman, excombatiente en Afganistán, y John F. Halloway, condecorado por su valentía durante la Guerra del Golfo, acabaron detenidos y juzgados. Se descubrió que eran unos supremacistas pertenecientes al renovado Ku Klux Klan. Fueron acusados de asesinato en primer grado el primero y de colaboración y encubrimiento el segundo. Tuvieron, como marca la Ley, un juicio justo, el cual tuvo lugar después de dos años del fallecimiento de Raymond. El juez que les tocó en suerte fue, qué casualidad, el viejo Mathew Delaware, a punto de jubilarse. Tras un juicio de dos meses de duración, cuyas imágenes dieron la vuelta al mundo, se les condenó a diez y cinco años de cárcel, respectivamente, con el atenuante de alienación mental por estrés postraumático provocado por los horrores de la guerra, según los expertos, que cumplirían en el mismo centro penitenciario donde Raymond estuvo encarcelado. Al cabo de tres años ambos salieron en libertad. Cuando todos les preguntaban por su experiencia en Rikers Island, siempre contestaban lo mismo: que el pastel de zanahoria era el mejor de todo el Estado.




*Sonny Rollins (Nueva York, 1930) es un músico estadounidense de Jazz que, en 1950, fue arrestado por robo a mano armada y pasó diez meses en la cárcel de Rikers Island antes de su libertad condicional en 1952.

**White Anglo-Saxon and Protestant (blanco, anglosajón y protestante), término usado en los EEUU para representar a un grupo social dominante que defiende los valores tradicionales y que rechaza la influencia de cualquier etnia, nacionalidad o cultura ajenas.


Pido disculpas si algún lector experto en leyes halla alguna anomalía o incorrección, bien en la terminología, bien en los procedimientos legales descritos. Este es tan solo un relato de ficción cuya similitud con hechos reales es pura coincidencia (nota del autor).



27 comentarios:

  1. Muy interesante, a pesar de lo ficcionado, parece que la ley es diferente si se aplica a un negro, chicano o simplemente pobre. que si se aplica a un blanco ex-combatiente. El texto está muy bien narrado, ignorando términos de abogacía, pero es muy verosímil.

    Brillante relato. Un abrazo grande y feliz finde

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    1. Qué duda cabe que la Ley, por desgracia, no se aplica con la misma contundencia o generosidad a todo el mundo por igual. Vemos demasiado a menudo agravios comparativos inaceptables. Aunque esta sea una historia de ficción, ha habido casos en que por robar un bocadillo o una bicicleta le han caído al ladrón dos años de cárcel, mientras que ladrones de guante blanco gozan de mucha más magnanimidad.
      Muchas gracias, Albada Dos, por tu comentario.
      Un abrazo.

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  2. Vaya Josep, lo has escrito tan magníficamente y con tanto detalle que pensé era una historia real de la que hablas cogido información para desarrollarla a tu modo.
    Me ha encantado, es muy interesante y además triste por el final del protagonista. La verdad que caer en manos de la justicia es peor que tener una enfermedad.
    Fantástico Josep. Te dejo un abrazo y lo dicho en tu otro blog, :))).

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    1. Hola, Elda. Solo algunos detalles están basados en la realidad, como la existencia de esa prisión, de ese Juzgado y del músico de jazz que pasó dos años encerrado allí y que dijo lo del pastel de zanahoria, jeje. El resto (vamos, toda la historia) es pura ficción, una parodia tragicómica sobre la injusticia de la Justicia.
      Muchas gracias por tu visita y por dejar tu amable comentario.
      Un beso navideño.

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  3. “El jurado está compuesto por doce personas elegidas para decidir quién tiene el mejor abogado” (Robert Lee Frost).
    Muy buen relato.
    Un abrazo.

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    1. Muy buena reflexión. No siempre gana el inocente sino quien tiene el mejor abogado.
      Un abrazo.

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  4. Que cantidad de documentación para tu relato has tenido que recabar compañero. No es fácil tampoco el lenguaje y la terminología judicial que has usado.
    Cierto que la ley actúa, pero la justicia se comporta con unos muy benignamente mientras a otros les aplasta con todo su peso.
    Ha sido curiosa esa cuñita que has introducido sobre nuestro delincuente patrio más famoso "El lute".
    Te deseo unas felices fiestas, amigo. Llenas de pasión e inspiración.

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    1. Bueno, Javier, una cosa llevó a la otra y al final me vi envuelto en un tema que me obligó a informarme un poco, jeje.
      Siempre me ha desconcertado e irritado al mismo tiempo comporbar cómo la ley puede ser interpetada de formas a veces contradictorias según la mentalidad y el interés de quien debe sentenciar. Eso fue lo que me inspiró a escribir esta especie de parodia que encierra, creo yo, una agria crítica social.
      El Lute ha sido el ejemplo más palmario de que la reinserción es posible y de cómo un delincuente de baja estofa puede convertirse en un ciudadano culto perfectamente insertado en la sociedad.
      Que pases también unas muy felices fiestas y que podamos repetir una quedada bloguera.
      Un fuerte abrazo.

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  5. Hola Josep Ma me ha parecido de lo más trepidante el relato, será que últimamente estoy pillada viendo series de abogados americanos y me ha parecido que utilizabas muy bien el lenguaje.
    Coincido con Francisco que me ha sorprendido la referencia al Lute.
    Muy felices fiestas y muchas letras compañero.
    Besos

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    1. Hola, Conxita. Jaja. A mí siempre me han gustado las películas sobre abogados, desde la mítica serie televisiva de los años 60 "Perry Mason", protagonizada por Raymond Burr, que más tarde interpretaría a otro abogado en silla de ruedas en la serie "Ironside".
      El Lute es toda una referencia para los presos que quieren empezar una nueva vida e integrarse en la sociedad, así que lo he utilizado como fuente de inspiración para el malogrado Raymond, jeje.
      Que lo pases muy feliz, descansa y disfruta como una niña de estas fiestas.
      Besos.

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  6. Excelentemente documentado, redactado y con un fondo muy interesante en la ficción que nos muestras. Está claro que no todos somos iguales ante la ley y en los Estados Unidos esa proporción se multiplica exponencialmente. Tanto en cine como en literatura tenemos ejemplos de ello y resulta indignante la selección de jurados que ya están marcando el camino de la sentencia que se va a emitir.
    Un abrazo Josep, muy buen trabajo.

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    1. Por muy ficticia que sea esta historia, creo que no deja de tener visos de realidad al mostrar la injusticia de la Justicia. Aunque nuestra Constituciñon y la de los EEUU diga que todos somos iguales ante la ley, sin distinción de sexo, creencias religiosas, procedencia o raza, la cruda realidad demuestra que no siempre es así.
      Efectivamente, todos hemos visto esa escena en que el fiscal y el abogado defensor seleccionan a los miembros del jurado para, en teoría, evitar la existencia de prejuicios contra el acusado, pero ello también es utilizado para favorecer sus intereses como parte de la acusación o de la defensa. Un juicio justo es lo deseable pero no siempre lo conseguible.
      Muchas gracias, Miguel, por tu comentario.
      Un abrazo.

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  7. El detalle de que, para más INRI, el pollo estaba infecto le ha puesto un poco de humor a esta realidad tan surreal y habitual.
    Así es compañero, vivimos en un mundo muy loco. Donde sale más rentable robar un banco que un pollo infesto, donde matar a un blanco sale más caro que matar un negro, amarillo, o mestizo... Sería tan largo este etc que muchas veces, como decía Groucho, dan ganas de que paren el mundo y bajarse.
    Pese a no ser yo muy fan de bufetes, tu relato me ha gustado mucho. Eres todo un maestro del suspense :)
    Un abrazo enrome mi querido Josep ¡¡ Felices Fiestas!!

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    1. He intentado convertir esta historia en un relato de humor, una especie de crónica surrealista del género tragicómico, jeje. Y es que, como bien dices, vivimos en un mundo que está patas arriba y en el que la balanza de la justicia no está bien equilibrada.
      Groucho era un genio, jajaja.
      Muchas gracias, amiga, por viajar a la blogosfera para venir a leerme y dejar este amable comentario. Seguro que este ha sido el viaje más barato que has hecho en tu vida, y sin planificación alguna, jajaja.
      Un fuerte abrazo y que disfrutes de estas fiestas navideñas.

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  8. Está claro que la justicia es igual para todos.
    Me ha encantado, lo he leído del tirón, esperemos que el hijo se haya sacado el título y gane algún juicio como el qu ele habría correspondido al padre.
    Muy feliz finde.

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    1. Quise decir NO es igual para todos.

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    2. Ya me parecía a mí..., jajaja.
      Me alegro, Gemma, que te haya gustado esta historia imaginaria e imaginada pero inspirada en situaciones semejantes.
      Espero que el hijo de Raimundo acabe siendo un buen abogado y se dedique a defender concienzudamente a los más desamparados de la sociedad.
      Un abrazo.

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  9. Son las contradicciones del sistema judicial norteamericano, puestas en evidencia por tu fenomenal relato.
    Coincido con Conxita en esa cita a el Lute
    Feliz Navidad!

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    1. Es una verdadera lástima que la Justicia sea tan ciega como para no percibir esas injusticias que se cometen en la práctica con demasiada frecuencia.
      A ver si el Lute se va a enterar de que lo he mencionado en este relato y me exige derechos de imagen, jajaja.
      Feliz Navidad!

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  10. Me ha encantado tu relato, tan americano y tan universal.
    Siempre me ha indignado lo de la gente que tiene que ingresar en la cárcel por delitos medianos, normalmente relacionados con el consumo de drogas, años después de cometerlos y cuando ya han rehecho su vida, o de los que terminan en la cárcel por robos menores, mientras los grandes ladrones, los que se llevan el dinero de todos y provocan la ruina de muchas personas, campan por sus respetos, cuesta un triunfo encerrarlos y, cuando se consigue, gozan de toda clase de privilegios. En esta sociedad entras en la cárcel con más facilidad por robar una gallina que por robar los millones de euros necesarios para mantener el plan de pensiones o una sanidad y educación de calidad.
    Un beso.

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    1. Los norteamericanos nos han enseñado muchas cosas, que hemos acabando copiando. Pero de todas ellas yo me quedaría con la CocaCola, las hamburguesas y los "perritos calientes", a lo sumo, jeje. Pero el sistema policial y judicial no creo que sea para tomar ejemplo. Por desgracia, lo malo siempre se pega. Hablando en serio, el hombre ha progresado en muchas materias y sobresalido en muchos adelantos, pero seguimos teniendo un suspenso a la hora de saber aplicar la justicia, sobre todo cuando detrás se esconden intereses turbios.
      Un beso navideño.

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  11. El pobre Raymond no tuvo mucha suerte, la verdad. Y es que hay algunos que nacen con el santo de espaldas y si eres chicano en el país de Trump... pues ya no hay nada que hacer.
    Está claro que tener un buen abogado (y caro, claro), un juez de un signo determinado y un jurado con ideas predeterminadas condicionan el veredicto. Estamos vendidos y, mientras, la Justicia viviendo en el país de los unicornios rosas.
    Buen relato, Josep Mª, cruel y duro, como la vida misma.
    Un beso.

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    1. He cargado las tintas en esta crítica mordaz para ponder en evidencia esas deficiencias que mencionas. El toque de humor no pretende relativizar o minimizar el problema de fondo, simplemente está ahí para darle un aire de parodia a un trmendo problema de injusticia social. Evidentemente, tener o no dinero suficiente para costarse un buen abogado y que le toque en suerte un juez (y un jurado popular, si lo hay) que sea más o menos magnánimo, hará que la balanza de esa justicia se decante hacia un lado u otro.
      Un beso.

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  12. Al margen de que haya justicia o no la haya, hay vidas que parecen estar predestinadas a sufrir. Hagan lo que hagan es igual, es como si hubiera una mano invisible que no dejara de aplastarle día tras día. Fantástico relato.

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    1. Hay quien nace con mala suerte y esta no le deja en paz en toda su vida. Y si, encima, hay quien en lugar de echarle una mano le hunde más en la miseria, lo tienen crudo.
      Muchas gracias, Manuela, por tu valoración.
      Un abrazo.

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  13. ¡Un relato trepidante, Josep! Me ha encantado tanto el desarrollo como esa dimensión social que según qué noticias puede provocar. En este sentido me recordó un tanto a La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe. El sistema judicial americano es muy distinto al español, allí no existe un cuerpo de leyes como aquí y la justicia se aplica en función de los casos precedentes. En España, jueces y jurado, deben valorar si la actuación del investigado se corresponde con el tipo penal regulado por ley.
    Desde luego, la ley tiene un margen de interpretación, pero no tanto. Normalmente, cuando aparecen sentencias "curiosas" es más por la valoración de la prueba que por la aplicación de la ley. También es verdad que la prensa suele reducir demasiado el contenido de una sentencia y a veces presenta como absurda una conclusión, cuando la misma sí está desarrollada y argumentada. En muchos casos se busca el titular, tipo "condenado por robar un bocadillo", pero se omite que el condenado llevaba un arma, que amenazó, que su intención era robar la caja, en fin... a veces el dicho de "no dejes que la realidad te arruine una buena noticia" es muy cierta.
    El relato, genial y muy verosímil la ambientación judicial. Un fuerte abrazo y feliz 2019!!

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    1. Ciertamante el engranaje legal es más complicado de lo que puede parecer a simple vista, pues son varios los condicionantes que llevan a emitir un veredicto que, a simple vista y para los ignorantes en la materia, puede parecer injusto e infundado. Pero también hay un elemento fuera de control legal, y es que cuando una ley o normativa puede estar sujeta a distintas interpretaciones más o menos rígidas, el factor humano es el que decanta el fiel de la balanza hacia un lado u otro.
      Cuando, por ejemplo, el concepto de violación o agresión sexual depende de la interpretación de un hombre, la víctima sufre las consecuencias de esa laxitud conceptual de quien tiene el poder de juzgar.
      Te agradezco, David, tu pormenorizada reflexión y tu amable crítica.
      Un fuerte abrazo y feliz año nuevo!!

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