Acabo de cumplir setenta y nueve años y llevo
dos viviendo una guerra sin cuartel. Estoy ya muy cansado de batallar, pero
todavía me quedan fuerzas para seguir resistiendo.
Esta pequeña ciudad ha
sufrido una transformación que me resulta devastadora. Casi no la reconozco. Acepto
la modernidad como algo inevitable, pero no la inhumanidad. Sé que las grandes
capitales han experimentado este mismo cambio desde mucho antes y también sé
que otros, antes que yo, han vivido el mismo conflicto y acabaron claudicando.
Pero eso no es óbice para que yo quiera mantenerme firme como una roca.
—Señor Aguilar, sea
realista. No tiene nada que hacer. El plan de remodelación del barrio hace años
que fue aprobado por el Ayuntamiento y es imparable. Siga el ejemplo de sus
vecinos y acepte nuestra más que generosa oferta, de lo contrario tendremos que
tomar medidas drásticas, cosa que a ninguna de las dos partes nos conviene. Nadie
en el vecindario dudó ni por asomo. Con lo que obtuvieron han cambiado a un lugar
muchísimo mejor.
—Por cuarta o quinta
vez, ya he perdido la cuenta: ¡Váyanse a la mierda!
De esa conversación, si
así puede llamarse, hace dos semanas. Desde entonces, el ruido ensordecedor de
las máquinas me vuelve loco de día y la imagen de lo que van dejando tras de sí
no me deja pegar ojo por la noche. Es un suplicio, pero esos mentecatos no me
conocen bien.
—Ramón, por el amor de
Dios, mira cómo te has puesto. Venga, sube a lavarte, que tu padre está a punto
de llegar y ya sabes que quiere cenar pronto.
—Ya voy, mamá, una
última tirada y subo.
—Joder, tío, tu madre
es un sargento, y de tu padre ya no digo nada.
¡Qué equivocado estaba Juanito! Mi madre era la
mejor madre que un niño como yo, malcriado y avieso, podía tener. Siempre me
decía que era un diablillo. Aunque yo le quitaría el diminutivo. Y mi padre…
¿qué decir de él? Un hombre muy recto y autoritario, eso sí, pero noble. Trabajador
como pocos y pluriempleado como muchos. Solo le veía un par de horas al día, al
volver de su trabajo vespertino. Estaba con él lo que duraba la cena y durante
un breve descanso en su sillón orejero, leyendo el periódico del día anterior,
que muy gentilmente le guardaba el señor Ramón, el vecino del piso de arriba.
Luego se acostaba, pues tenía que madrugar para ir a la fábrica. Nos daba un
par de besos a mi madre ya mí, y hasta el día siguiente.
Ese viejo sillón de
cuero, ya entonces bastante ajado, es lo único que conservo de él, aparte de
los recuerdos, que son muchos. Se lo compraron sus compañeros de trabajo como
regalo de bodas. De eso debe de hacer… En fin, qué más da. El caso es que estos
días está siendo mi mejor compañero de piso. Me paso horas sentado en él
mientras observo lo que va quedando del barrio.
Llevo varias semanas
enclaustrado voluntariamente. No pongo los pies en la calle para que no me
atosiguen los periodistas, y mucho menos esos buitres de la inmobiliaria. Pero
lo que peor soportaba cuando todavía llevaba una vida hasta cierto punto normal,
era el modo en que me observaban los obreros. En sus rostros advertía una
mirada lastimera, al pensar —supongo yo— que este viejo chocho acabará, lo
quiera o no, en la calle, o bien un rictus de incomprensión del que piensa que se
tiene que estar loco para no aceptar marcharse de este cochambroso lugar, cuyos
únicos vecinos que aún quedan son las ratas y algún que otro perro callejero.
—A su edad y viviendo
solo, para qué quiere un piso tan grande que, además, se cae a pedazos. Con lo
que le ofrecemos puede comprar un piso mucho más acogedor y prácticamente
nuevo. Nosotros mismos le podemos buscar uno que esté cerca de aquí, si tanto
apego le tiene a este barrio —fue la última intentona de aquel mequetrefe, que
decía ser abogado de la empresa.
—Aquí nací y aquí
moriré. Solo me sacarán con los pies por delante —fue mi última respuesta.
Cuando se marchó, con
evidentes señales de enfado, antes de cerrar la puerta, me observó como si viera
un insecto asqueroso y, balanceando la cabeza, suspiró a la par que salía al
rellano dando un portazo.
—Papá, papá, ¿jugamos
al escondite?
—Vale, Alberto, pero
solo un ratito, que luego no hay quien te pare. Anda, que cuento hasta diez.
—Jo, cuenta hasta
veinte, que no me da tiempo a esconderme.
—Mamá, ¿me ayudas a
hacer los problemas de matemáticas?
—Pídeselo a tu padre,
cariño, que de eso sabe más que yo.
Y Amalia venía rauda
hacia mí con la libreta y el bolígrafo en las manos, mientras Juani se metía en
la cocina para preparar la cena y, de paso, mi bocadillo para el día siguiente.
¡Tantos recuerdos encierra este lugar! El día
de la boda de Amalia. Parecía una princesa vestida de blanco, saliendo de su
habitación junto a su emocionada madre. ¡Cuántas lagrimas derramó mi Juani
cuando su “niña” dejó el hogar familiar! Se suponía que debía ser yo quien más
se emocionara. El padre que ve partir a la niña de sus ojos. Pero me negué a
que aflorara mi pena en un día en el que solo cabía la alegría.
Con Alberto, en cambo,
fue muy distinto. Se me hizo un nudo en la garganta al verle allí, de pie,
esperando a la novia. No pude contener alguna que otra lágrima descarriada. Creo
que fue porque me vi a mí mismo cuando, nervioso y emocionado, vi entrar por la
puerta de la iglesia, del brazo de su padre, a mi Juani, la que ha sido una
madraza tan paciente y abnegada como lo fue la mía. Las estrecheces económicas
del principio, las letras que pagar, los dos partos con dolor, las noches prácticamente
en vela por culpa de unos cólicos o de unas fiebres catarrales, porque yo tenía
que levantarme de madrugada, como hizo mi padre durante más de cuarenta años.
Tantos desvelos y tanta felicidad en común truncada por un cáncer de pulmón,
ella que nunca fumó.
Los jóvenes no
entienden el valor que para un viejo tiene el hogar que le vio nacer, donde
creció y donde formó una familia. Y los empresarios solo saben ver un buen
negocio. Para ellos, esos recuerdos representan un problema para sus planes,
que no pueden ser obstaculizados por un viejo testarudo como yo. Pisos nuevos,
edificios nuevos, barrios nuevos. Todo nuevo, menos la vida. Porque mi vida en otra
parte no sería nueva. No me rejuvenecería, al contrario, me moriría de
añoranza. Todos mis recuerdos están aquí, entre estas cuatro paredes. Ni
siquiera mis hijos lo comprenden, a pesar de que también vieron la luz por
primera vez en este lugar.
—Pero, papá, si hasta
huele a rancio —me dijo Amalia, arrugando la nariz.
—Y las paredes tienen
más grietas que tú arrugas en la cara —añadió Alberto, siempre tan guasón.
—Además, ¿acaso no
recuerdas que mamá ya te dijo en vida que preferiría vivir en un piso más
moderno? —añadió mi hija.
—Lo decía porque no
tenemos ascensor y cada vez le costaba más subir las escaleras —repliqué—, pero
desde que nos dejó, eso ya no es un inconveniente. Todavía me siento con
fuerzas para subir los tres pisos a pie.
La verdad es que no es del todo cierto. La
artrosis cada vez me limita más el movimiento y los huesos me crujen como si se
quejaran del maltrato al que les tengo sometidos. Pero como ya no salgo a la calle, tema
solucionado, al menos mientras Pedro, ese joven tan amable del supermercado,
siga haciéndome el favor de traerme la compra. El pobre llega resoplando y eso
que solo debe de tener veintitantos años.
El único precio que
debo pagar por mi cabezonería es la propina que le doy a ese chico. Y solo es
una vez a la semana.
Durante todo este tiempo he llegado a la conclusión de que la soledad será a partir de ahora mi mejor amiga. No necesito a nadie. Estoy acostumbrado a vivir solo desde que mi Juani nos dejó. ¡La echo tanto de menos! Y también siento añoranza por mis antiguos amigos del trabajo, de los que me he ido distanciando. Ni tan solo sé si todos siguen vivos.
—Papá, no puedes seguir
así, vente a vivir conmigo. Marta está de acuerdo, sabes que te quiere como a
un padre. Tenemos espacio de sobra, pero si lo prefieres, podrías ir
alternando, una temporada con nosotros y otra con Amalia y Jorge. Ya lo hemos
hablado. —me dijo Alberto en una ocasión.
Por toda respuesta le dije que muchas gracias, pero que prefería seguir viviendo solo, que a mi edad los cambios no son buenos y nos volvemos un estorbo para los jóvenes. Una excusa como otra cualquiera. Prefiero estar aquí, sin apenas moverme, que estar haciendo la maleta cada treinta días. Me sentiría como un bulto que va de aquí para allá. Ni hablar.
Acabo de encontrar una nota que alguien me ha pasado por debajo de la puerta. Me dan cuarenta y ocho horas para desalojar el piso. De lo contrario, la Policía Municipal ya tiene orden para echarme a la fuerza si es necesario. Nadie se ha movilizado en mi defensa. ¡Mira que ha habido protestas por situaciones idénticas a la mía! Pero ya no quedan vecinos que puedan movilizarse a mi favor. Si todos aceptaron marchase, ¿cómo van a oponerse a mi desalojo?
Hoy vence el plazo que me han dado. Nunca creí que tuviera que utilizar el plan B, como se suele llamar. Pero no tengo otra opción. No me queda otro remedio que aceptar lo inaceptable.
Los espero sentado en
mi viejo sillón. Si mi padre levantara la cabeza… Solo lo siento por si alguien
paga las consecuencias de mi acto.
Jamás hubiera imaginado
que algún día mi experiencia como técnico en explosivos me sirviera para esto.
Ya oigo el barullo en
la calle. Ha llegado el momento. Los agentes de policía están subiendo por la
escalera. Ya no hay otra salida. La cuenta atrás ha empezado.
—Diez, nueve, ocho, siete… —ya están en el rellano—, seis, cinco, cuatro —están aporreando la puerta para echarla abajo—. tres, dos, uno…
Cada vez es más difícil que alguien comprenda a quien da prioridad a los sentimientos sobre el dinero. Qué bien lo has contado. Pobre hombre.
ResponderEliminarUn abrazo.
Ya lo estamos viendo con la Covid-19; lo primero es el dinero, luego la salud (física y mental).
EliminarUn abrazo.
Caray que drástico ha resultado el final del señor, pero la verdad que la situación es muy triste, tener que dejar la casa donde se ha vivido toda una vida, y además siendo mayor que los cambios ya no gustan a no ser que se tenga a la pareja al lado con la que se puede hacer hogar en cualquier lugar.
ResponderEliminarEs muy triste hacerse mayor en esta sociedad de hoy día.
He entrado a leerte a estas horas porque estoy insomne, y me parece que el tema me ha estropeado más, las ganas de dormir, jajaja. De todas las formas, siempre un placer leer tus historias.
Un abrazo.
Cuando a uno le aprietan demasiado las tuercas, puede acabar haciendo algo brutal e imprevisible, bajo los efectos de la desesperación.
EliminarLamento profundamente haberte dado la noche con esta historia, ja,ja,ja.
Al menos me reconforta saber que mis relatos te gustan, je,je.
Un abrazo.
Lo has hilado perfectamente. Ojalá no sea real, pero refleja la realidad de muchos ancianos que han de dejar su casa, su hogar, y sus recuerdos en pos de una barbarie urbanística o de especulación pura y simple.
ResponderEliminarMagnífico post. Un abrazo
No sñe de nadie que, ante una situacipon como la que describo, haya hecho volar por los aires su vivienda, pero sí sé (y sabemos) de muchos casos tan desesperados como este. Personas muy mayores que los echan a la calle con lo puesto, después de haber vivido muchísimos años en la misma vivienda, unos porque no pueden hacer frente al aumento del alquiler, y otros porque una inmobiliaria o fondo buitre ha comprado todo un edificio para convertirlo en pisos de lujo.
EliminarUn abrazo.
Garra y entusiasmo, las dos palabras que decía Ray Bradbury que debía tener un relato para ser bueno. Y el tuyo lo tiene a raudales, por eso te deja a flor de piel esa empatía por el anciano y muy triste porque los acontecimientos de la vida moderna lo lleven a ese terrible final.
ResponderEliminarUn abrazo.
Muchas gracias, Pilar, por tu apreciación. Lo malo de esta historia es que algo así (sin ese final a lo Tarantino, je,je) está ocurriendo en la realidad.
EliminarUn abrazo.
¡Es impresionante la historia!Me causa mucha pena el protagonista y pensar que es algo que se puede dar en la vida real, aunque no sea con ese final tan trágico. Es desgarrador ver que te alejan de todos tus recuerdos, que te sacan fuera en contra de tu voluntad para llevarte a un lugar sin alma.
ResponderEliminar¡En fin, así son las cosas! Espero que eso no nos ocurra nunca a los que ya vamos teniendo una edad, que nos dejen vivir en paz donde nos de la gana y queramos.
Un abrazo, Josep
Debe ser durísimo verse despojado de todo aquello que ha representado tanto en tu vida y que, de un plumazo, te lo han arrebatado. La vida, sin recuerdos ni ilusión, no es nada.
EliminarMuchas gracias, Rita, por tu comentariio.
Un abrazo.
Tan real como la vida misma en una narración que engancha hasta ese explosivo final y nunca mejor dicho. Un relato que a su vez es una reflexión sobre el paso del tiempo, el aferramiento o la cabezonería y sobre todo a hacia la insensibilidad de un mercado que cuando aprieta no entiende de sentimientos, ni de empatía.
ResponderEliminarUn abrazo, Josep.
Hasta la persona más tolerante y pacífica puede acabar explotando ante la injusticia. Mi personaje, sin embargo, lleva esa explosión, en principio anímica, a un extremo más propio de una película (como "el bombita" de Relatos Salvajes, je,je). Todo tiene sus límites, hasta la paciencia.
EliminarUn abrazo.
Precioso relato. En una casa vieja no hay solo paredes desconchadas, olor a humedad y vigas carcomidas. hay tantos recuerdos, tantas vivencias que el dinero no puede comprar que es muy comprensible ese plan B que adopta tu personaje. la verdad es que me lo estaba esperando porque tampoco le veía otra salida . Y sí, es cierto que cosas similares ocurren en la realidad.
ResponderEliminarUn beso.
Estamos acostumbrados a que se compare la vejez en general con algo inservible y merecedor del peor de los tratos. Una casa, según quien, solo es un montón de piedras, pero también encierra una montaña de recuerdos y vivencias, y a quien no le queda otra cosa que eso, arrebatarle su vivienda es como arrebarate la vida.
EliminarMuchas gracias, Rosa, por tu comentario.
Un beso.
Hola, Josep. ¡Qué final tan explosivo! Un personaje que has trabajado muy bien, en el podemos ver a un “cabezota” consciente de que la opción de quedarse es peor que la de marcharse. Pero a una edad las decisiones no se miden en términos de utilidad, sino de emociones. Un relato en el que te enamoras del anciano y que con el final consigues mejorarlo aún más, esa reacción del personaje lo hace aún más adorable. Un abrazo.
ResponderEliminarEse pobre hombre cumplió a rajatabla lo de que solo le sacarían de su vivienda con los pies por delante. Solo espero, como él, que la explosión no se llevara a nadie más por delante. En estas situaciones límite a veces pagan justos por pecadores.
EliminarHay quien antes de ser desahuciado ha preferido suicidarse. Este relato solo es, pues, una versión más extremista de la realidad.
Muchas gracias, David, por dejar tu comentario.
Un abrazo.
Pedazo se bombazo, Josep. Y lo agusto que se iba a quedar tu personaje, esos momentos en que todo, absolutamente todo (momentos que tampoco conozco, solo los imagino), te tiene que dar igual y te dejas llevar por tus propias convicciones, sean cuales sean, debe de ser algo cercano a la catarsis.
ResponderEliminarMuy buen relato, con un realismo aplastante y crudo. Yo creo que hay la gran mayoría de las manifestaciones contra desaucios se hacen porque vienen respaldadas por unos colores políticos, pero si no, nadie suele mover un dedo.
Me gustó mucho, Josep, muy fluido (como siempre) y real como la vida que subyace debajo de la seudorealidad.
Un abrazo
Un animal acorralado solo tiene dos salidas: huir o atacar. En ambos casos puede, de todos modos, acabar bajo las garras o fauces de su depredador. Ninguna de las dos reacciones le asegura la salvación.
EliminarEn esta historia, los depredadores inmobiliarios llevaron al acorralado a tomar una decisión muy drástica, pero sin rendirse ante su atacante. Las inmobiliarias, como los bancos, siempre salen ganando, pero en este caso ni siquiera se pudieron dar el gusto de sacar al anciano de su "madriguera".
Me alegro que te haya gustado.
Un abrazo, Pepe.
Hola, Josep
ResponderEliminarLlevo un par de días sensible y tras leer tu relato, pues se me han saltado las lágrimas y más con ese final que no me esperaba para nada.
Buen fin de semana.
Un abrazo.
Hola, compañera.
EliminarLamento que estés pasando por un momento de bajón emocional, que espero sea pasajero. Me siento en parte culpable de haberte hecho llorar, pero es que, aun tratándose de un relato de ficción, tiene muchas similitudes con hechos reales. Así es la vida de algunos ancianos que prefieren quedarse solos ante el peligro que abandonar su hogar de toda la vida.
Un abrazo y anímate.
Pues yo empatizo mucho con estas edades y asuntos... pero creo que él era un suertudo, tenía hijos que le querían y el abogado le ofreció un trato bueno... a muchos les dejan en la calle con lo puesto. Entiendo su sentimentalismo... pero hacerle pupa a esos polis que estaban detrás de la puerta por cabezonería sentimental no mola... con los polis también empatizo jejeje.
ResponderEliminarUn abrazote y buen finde.
Ante situaciones desesperadas hay quien adopta soluciones más desesperadas si cabe. Sé de casos en los que el anciano, o anciana, no ha querido trasladarse a vivir con sus hijos, para no molestar o simplemente para no abandonar su espacio de confort. Muchos profesionales aconsejan que, mientras sea posible, el anciano, aun estando solo, siga viviendo en su casa, rodeado de sus recuerdos. Otra cosa es el empecinamiento de algunos, que no son conscientes de que ya no pueden vivir en soledad, cosa que no se cumple en esta historia, que es mucho más compleja que eso.
EliminarTodavía no he llegado a esta etapa, pero supongo (lo viví con mis padres ancianos) que cuando se llega a una edad avazada uno se vuelve más intransigente y no cede a las presiones externas así como así, a menos que sienta miedo a la soledad o al abandono.
Desde luego los polis hacen su trabajo, un trabajo nada cómodo, a las órdenes de un juez que, a su vez, dicta sentencia sin atender a consecuencia de su acto, sino con el único propósito de hacer cumplir "la ley", por injusta e inhumana que sea.
Abundando sobre el tema de los desahucios y abusando de tu paciencia, te diré (aunque posiblemente ya lo sabes) que hace unos días intentaron desalojar de su vivienda a un anciano de 85 años, enfermo terminal de cáncer, porque no podía hacer frente al aumento de alquiler que los propietarios de la finca le imponían, y que, casualmente, son nietos del dictador. Ni la edad ni el estado de salud del anciano conmovieron a esos buitres. Afortunadamente, la movilización popular (es un vecino muy querido en el barrio) y el ayuntamiento (que se ha comprometido a buscarle un alojamiento), impidieron que lo echaran a la calle.
Pero creo que me he ido por los cerros de Úbeda, que no sé si los habrás visitado alguna vez, ja,ja,ja.
Un abrazo.
Jobar, si la historia ya es triste porque he visto y he sentido a ese pobre anciano al que le quieren quitar lo más valioso que uno tiene cuando envejece: los recuerdos, el final ha sido... ¿la bomba?
ResponderEliminarMuy buen relato, tierno, humano y con un final muy bueno.
Un besote.
Antes muerto que desahuciado, debió pensar el pobre hombre. Hay quien se aferra a las cosas materiales, que no quiere abandonar por nada en el mundo, como el que ve que su barco se hunde y corre hacia el camarote a salvar su reloj de oro. Pero las piedras pueden albergar muchísimos recuerdos, algo que a esa edad es fundamental, sobre todo si se trata del recuerdo de su esposa fallecida. Cada uno da un valor a las cosas según su sensibilidad o sensiblería, pero los hay que antes de que les arrebaten lo que consideran suyo, darían su vida.
EliminarYo, desde luego, me habría ido a vivir con mis hijas y nietos, si me lo hubieran propuesto, claro, je,je.
Un beso.
Y volvemos a relatar algo tan aproximado a una realidad como bien dices : Inhumana. Cuantos viejos y familias no tuvieron que abandonar su hogar por falta de medios para pagar a los bancos, esos mismos que habían despilfarrado los ahorros de toda una vida de trabajo. Esas entidades sinvergüenzas con sus directores al frente, que se lucraron a pesar de todo. Todavía me siguen indignando estas historias, porque detrás de cada desahucio, hay dramas y tragedias y una retahíla de recuerdos que se pierden. Y ahora tienen la cara dura de decirnos que son bancos cercanos y amigos. Desfachatez en grado sumo.
ResponderEliminarUn triste y bien hilvanado relato, muy de tu estilo.
Un abrazo, Josep.
Los bancos son amigos interesados, solo hacen amistad con nuestros ahorros, que parecen que sean suyos.
EliminarLos desahucios es uno más de los dramas humanos que vemos a nuestro alrededor. Ese derecho fundamental de tener una vivienda digna ha pasado a segundo plano. Ahora son las inmobiliarias y los propietarios de fincas los que tienen todo el derecho a desalojar a los inquilinos modestos y molestos o insolventes, para convertir esos pisos decrépitos en viviendas de lujo o bien aumentar el alquiler hasta niveles inaceptables. Una inversión segura y amparada por la Ley (la del más fuerte).
Dicen que la unión hace la fuerza, pero por mucho que se unan los vecinos y se monten asociaciones anti-desalojo, el poder lo sigue ostentando el dinero.
Una triste historia la de mi viejo, que, salvo el apoteósico final, se repite con bastante frecuencia.
Un abrazo.
Qué tristemente real me resulta tu historia... me ha hecho recordar a "Up!" de Disney. Hay cosas que no tienen precio, pero sí muchísimo valor. El día que la humanidad comprenda esta diferencia, tal vez -y remaro el "tal vez"-, aprenda de verdad a vivir y se vedrá el verdadero cambio.
ResponderEliminarUn beso.
Pues tienes razón, en Up! también se describe una triste historia de un anciando a quien, tras quedar viudo y vivir solo, quieren echar de su casa. Pero siendo una historia de Disney, la fantasía la convierte en divertida y entrañanble, con la intervención de ese pequeño Boy Scout que le acompaña en sus aventuras.
EliminarEn el mundo real, no hay Boy Scouts que puedan ayudar a los pobres ancianos desahuciados, y las inmobiliarias siempre se salen con la suya.
Muchas gracias por tu comnetario.
Un beso de vuelta.