Carlos tenía por
delante todo un fin de semana para desconectar del trabajo sin interrupciones
ni urgencias de ningún tipo. Desaparecería de la oficina el viernes por la tarde
y no le volverían a ver el pelo hasta el lunes por la mañana. No llevaría con
él el portátil ni el móvil de la empresa, como solía hacer. Así no le
molestarían. Tenía planes y qué planes. Por fin Ingrid, superadas sus
reticencias y prejuicios iniciales, había aceptado pasar con él los próximos
dos días en un hotelito en la montaña. El entorno no podía ser más bucólico y
romántico. Por lo tanto, no podía desperdiciar la ocasión. Sospechaba que ella
le correspondía y ese encuentro amoroso debía servir para que afloraran del
todo sus sentimientos y decidiera convertirse en su pareja. Ese fin de semana
prometía ser de lo más fructífero. Conocedores de ese encuentro, sus compañeros
sentían una envidia malsana, recordando sus buenos tiempos de adolescentes.
Una vez en el hotel, todo
parecía salir a pedir de boca. La cena romántica que habían compartido, como
preludio a lo que estaba por venir, no podía haber ido mejor. Sus miradas
cómplices lo decían todo. Sus manos unidas sobre el mantel y esas sonrisas
bobaliconas, con un bolero como fondo musical, eran el presagio de una historia
de amor como las de antes.
Desde que se habían
sentado a la mesa, Carlos e Ingrid, nerviosos, iban contando los minutos que
faltaban para el momento crucial, ese que marcaría un antes y un después en sus
vidas.
De camino a la
habitación, se sentían tan excitados como si fueran unos adolescentes en su
primera experiencia sexual. Él había bebido algo más de la cuenta pero esperaba
estar a la altura. Ganas no le faltaban. Ella, también un poco achispada, pensaba
que le esperaba una noche maravillosa que siempre recordaría. Ahora que él, por
fin, se había decidido, tenía puestas muchas esperanzas en esta relación que
acababan de iniciar. El sexo no lo es todo ─pensaba─ pero sí algo muy
importante para comprobar su afinidad y complicidad como pareja. En ambos, a su
manera y con sus propias fantasías, se iba inflamando el deseo hasta cotas tan
elevadas que el trayecto desde el comedor hasta su reducto de amor se les hizo
interminable.
Cuando, ya en la intimidad
de la habitación y con la euforia propia del primer encuentro sexual, retozaban
como posesos, la joven empezó a emitir unos gemidos que fueron aumentando de intensidad
y frecuencia. Carlos, en la certeza de que ello era resultado de su destreza
amatoria, aumentó la cadencia de sus embestidas hasta que un grito desgarrador
salió de la boca de su pareja.
Carlos, asustado, se
separó de un salto como si creyera que Ingrid estaba poseída. La joven empezó a
retorcerse. Ésta, fuera de sí y creyéndole a él culpable del terrible dolor que
sentía en sus entrañas, le propinó tal puñetazo en todo el tabique nasal que lo
estampó contra la moqueta, provocándole la caída la fractura de varios huesos
de la mano izquierda.
Ahora eran dos los que
proferían gritos y gemidos lastimeros. Carlos, de rodillas, se sujetaba la mano
lesionada como podía mientras intentaba en vano contener la sangre que manaba
abundantemente de sus fosas nasales. Ingrid, por su parte, seguía
retorciéndose, dando tumbos por la habitación y profiriendo insultos contra
quien, hasta hacía bien poco, había sido su amado amante. Hasta que, cegada por
el dolor, dio un desafortunado traspié, que la proyectó contra la cristalera
que daba a la terraza, la cual atravesó limpiamente, quedando en ella tendida
cuan larga era.
Al cabo de una media
hora, dos ambulancias se llevaban a sendos accidentados al hospital más
próximo.
El lunes por la mañana,
Carlos aparecía por la oficina luciendo una férula en su mano izquierda y una vistosa
escayola nasal, mientras Ingrid permanecía en el hospital, convaleciente de una
apendicectomía y con una doble fractura de tibia y peroné.
A la pregunta de sus
compañeros masculinos sobre cómo le había ido ese encuentro amoroso, Carlos les
contestó, con voz nasal: «de
puta madre, si hubierais visto cómo gemía y gritaba». Y a la siguiente pregunta
sobre cómo se había roto la nariz y lesionado la mano, respondió: «qué queréis que os diga, tíos,
pues una mala caída de la cama».
Lo que no entendieron
sus colegas fue la explicación que les dio para no volver a salir con ella. «Cosas que pasan», fue todo lo
que supo decirles.

Caray vaya cita más desafortunada, se quedaron los dos lisiados sin tener la culpa.
ResponderEliminarMe imaginaba según iba leyendo que algo pasaría, pero no tanto, jajaja.
Como siempre un placer leer tus historias Josep.
Un abrazo.