lunes, 26 de septiembre de 2016

¿Dónde están mis recuerdos? (cuarto acto)



―Señor Latorre, su residencia está en la calle de Panamá, número 2. Es un chalé casi como el que tiene Antonio Banderas en Inglaterra –me informó uno de los policías uniformados que vino acompañando días atrás al inspector.
―¿Y cómo lo han averiguado?
―Pues muy sencillo. Fuimos al registro de la propiedad y apareció usted como propietario de ese chalé.
―¿Y desde cuándo tienen esa información? –inquirí, extrañado de que hubieran tardado tanto en averiguar algo tan sencillo.
―Eso no lo sé, señor Latorre –contestó, lacónicamente, el agente.
―¿Y dónde ha dicho que está mi domicilio? –volví a preguntar, pues no me sonaba de nada la dirección que había mencionado.
―Pues en la zona alta de Barcelona, donde vive la gente con mucha pasta.
 
 
Al cabo de dos días, cuando por fin salí del hospital, un coche patrulla me llevó hasta lo que dijeron que era mi hogar. No podía creer lo que veían mis ojos. ¿Cómo podía un asesor financiero permitirse vivir en aquella mansión? Porque de chalé no tenía nada.

Mis dudas sobre el verdadero propietario de aquella lujosa vivienda quedaron disipadas cuando un hombre, que se presentó como el jardinero, me saludó efusivamente y, con un duplicado del juego de llaves que, según él, yo le había proporcionado para que se ocupara de la casa en mi ausencia, me abrió la puerta principal, tras lo cual todos se despidieron deseándome una pronta recuperación y dejándome más solo que la una.

Todo a mi alrededor me resultaba desconocido. Cuadros, objetos de arte, un piano de cola y un sinfín de enseres y muebles adornaban la estancia, así como una gran cantidad de fotos en marcos de plata. En unas aparecía, feliz, a bordo de un yate rodeado de algunos hombres y muchas mujeres sonrientes. En otras en lugares y con personas que no recordaba haber visto en mi vida. Caras, lugares y situaciones desconocidas para mí. Una crisis de ansiedad me obligó a tenderme en un enorme sofá junto a uno de los ventanales que daban al jardín. ¿Cuándo volvería a recordarlo todo?

Me mantuve así el resto del día, en decúbito supino sobre el sofá, sin apenas moverme, mirando el blanco techo hasta que éste se fue oscureciendo a medida que la luz solar iba menguando. Me esperaba otra larga noche en vela.

Decidí acostarme –por lo menos así estaría más cómodo, en la gran cama que sin duda hallaría en el dormitorio principal-, pero cuando deambulaba, como un sonámbulo, por un largo pasillo, en su busca, un individuo alto y corpulento me interceptó el paso. A pesar de la penumbra reinante, pude adivinar de quién se trataba: era el doctor Tafalla, empuñando un arma de fuego. Quise refugiarme en la primera habitación que vi pero antes de que pudiera cerrar la puerta tras de mí, la abrió de un empellón lanzándome contra la cama –luego vi que habría sido imposible cerrar la puerta pues no tenía pestillo.

―No me mate, por favor –le supliqué-. ¿Qué le he hecho para que quiera matarme? –añadí con el corazón en la boca.
―Así que todavía no recuerdas nada. Pues, mira, te lo voy a contar. Este va a ser el último deseo que verás cumplido en esta vida.

Mientras yo me mantenía recostado sobre la cama, apoyándome en los codos, él se sentó en un silloncito que casi no daba cabida a su corpachón y, sin soltar el arma, se dispuso a contarme lo que yo no lograba recordar.
 
 
Según él, yo le había citado, haciéndome pasar por socio del difunto Utiel, para tratar de un tema de interés común. Se extrañó, pues desconocía que tuviera un socio, pero aun así accedió a encontrarse conmigo creyendo que iba a darle alguna salida satisfactoria a la ruinosa inversión a la que Utiel le había conducido. Como aparecí con el coche de Utiel, no desconfió. Solo empezó a inquietarse cuando vio que, sin mediar palabra, tomamos la C-31 en dirección a Sitges. Cuando empezó a ponerse nervioso y a increparme, sin que yo le diera ninguna explicación, paré el coche en el arcén y, a punta de pistola, le obligué a ponerse al volante y a seguir conduciendo. Una vez en las costas del Garraf, le hice detener el coche junto a un acantilado y entonces intenté golpearle con el arma, la misma que ahora sostenía en sus manos. Sin saber todavía el motivo, entendió que mi intención era dejarle inconsciente para luego despeñar el coche. Le dije que la policía creería que se había tratado de un suicidio cuando comprobara la ruinosa situación económica en la que se encontraba. También le confesé que había encargado el asesinato de Utiel y que el hecho de que el vehículo fuera del difunto solo añadiría más suspense a la historia.

¿Yo un asesino? No podía dar crédito a lo que oía. Pero no me atrevía a abrir boca pues cada vez que intentaba protestar, Tafalla me apuntaba con el arma.

Pero él –siguió contando-, mucho más corpulento y fuerte que yo, pudo reducirme y hacerse con mi arma, tras lo cual la situación se invirtió. Me dejó inconsciente de un culatazo e hizo lo que yo pretendía hacer con él.

―No sabía quién era usted, así que le sustraje la cartera y miré su DNI. Su nombre me sonaba y al buscar con mi móvil en internet descubrí que era un millonario inversor, por lo que supuse que debía ser también cliente de Utiel. Con los nervios, me quedé con su cartera. De ahí que lo encontraran indocumentado. Lo que no entendía era el motivo por el que quería deshacerse de mí. Podía haberle dejado allí, inconsciente, y huir. Pero iría a por mí de nuevo. Así que era usted o yo. Con lo que no contaba era que sobreviviría. Comprenderá que no podía dejarle con vida, pues, en cuanto recobrara la memoria, o bien volvería a intentar matarme o iría a la policía inventando cualquier historia contra mí, como así ha sido. Hasta ahora yo era un hombre decente, respetado, tenía una vida social envidiable, aunque pasara por un momento complicado, y por su culpa mire dónde he ido a parar. Prefiero estar vivo y tener este peso en mi conciencia que tener que estar temiendo por mi vida el resto de mis días.

Dicho esto, un fuerte ruido detuvo de golpe sus explicaciones. Los dos dirigimos la mirada hacia la puerta, que permanecía abierta.

Como suele decirse en estos casos, todo ocurrió tan deprisa que no me dio tiempo a entender lo que sucedía. Una patrulla de policías armados irrumpió en la habitación reduciendo a Tafalla, quien no tuvo tiempo de decir “esto no es lo que parece”.

Se lo llevaron esposado y casi a rastras, lanzando improperios contra mi persona. Yo seguía perplejo y paralizado, sin saber muy bien si despertaría de aquella pesadilla.

Cuando me quedé solo, sentado al pie de la cama, apareció por la puerta el inspector Giráldez, quien, con cara de pocos amigos, me conminó a que no abandonara la casa, y mucho menos la ciudad, hasta nueva orden. Me dijo que descansara y que al día siguiente volvería con noticias.

―Afortunadamente dejé a uno de mis hombres haciendo guardia por lo que pudiera ocurrir. Él nos ha avisado. De lo contrario, usted sería ahora mismo hombre muerto.

Todavía temblando por lo que acababa de oír por boca del cirujano y por haber temido acabar con una bala en el cuerpo, asentí sin decir esta boca es mía.

―¿Qué le ha revelado el doctor Tafalla? ¿Le ha dicho por qué quería matarle? –me preguntó Giráldez.
―No, inspector. Aunque se lo he preguntado, la irrupción de sus hombres no le ha dado tiempo a decir nada –mentí.

No sé si me creyó pero se marchó silenciosa y parsimoniosamente, como si nada hubiera ocurrido.
 
 
Al parecer, la mente actúa a su antojo y casi siempre a fuerza de golpes, porque aquella noche tuve más sueños reveladores.
 
CONTINUARÁ...
 
 


13 comentarios:

  1. Desde luego es interesante este relato, ahora veremos que ocurre detenido el Doctor Tafalla, umm, en fin, esta muy muy bien, espero con impaciencia el siguiente capítulo. un abrazo. TERE.

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    1. Me alegro, Teresa, que te guste el desarrollo de unos hechos que quien sabe si podrían haber sucedido en la vida real. El desenlace final en la próxima entrega.
      Un abrazo.

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  2. Bueno Josep Esperará pacientemente a la siguiente entrega donde nos prometes desvelar la trama.
    desde luego sabes mantener la expectación de tus lectores.
    Un abrazo.

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    1. Agradecido por tus palabras y por tu paciencia, compañero.
      En la siguiente y última entrega quedará todo resuelto. Al menos eso espero.
      Un abrazo.

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  3. Cada vez más interesante. A ver que pasa con el detenido, seguro que tu ya lo sabes, jajaja.
    Me encanta JOSEP.
    Un abrazo y buena semana.

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  4. Cada vez más interesante. A ver que pasa con el detenido, seguro que tu ya lo sabes, jajaja.
    Me encanta JOSEP.
    Un abrazo y buena semana.

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  5. Pues sí, Elda, yo ya lo sé. ¿No ves que tengo información privilegiada?, jajaja
    Muchas gracias por tu visita y por dejar tu comentario.
    Un abrazo.

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  6. Supongo que cuando alguien pierde, aunque sea temporalmente, la memoria, puede tener miedo a descubrir la verdad, a saber quién es o quién fue. La revelación de la verdad puede resultar desagradable. Veremos lo que opina Latorre.
    Muchas gracias, Julio David, por tu compañía.
    Un abrazo.

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  7. ¡Josep! estoy deseando leer el acto final. Qué difícil elección la de Latorre, esa de estar vivo y tener peso en la conciencia o tener que estar temiendo por mi vida el resto de su vida, nada más ni nada menos...
    Voy a por la otra, ¡besos!

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    1. Hola Celo. A veces hay que tomar decisiones muy difíciles, sobre todo si está la vida de por medio.
      Me alegro que te guste la historia y espero que e final no te defraude.
      Un abrazo.

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  8. Vaya imaginación Josep Ma para conseguir mantener el misterio durante varias entregas, porque aunque en esta empieza a desvelarse un poco el misterio aún queda mucho por saber, lo que hace que esté deseando leer la última entrega. Felicidades porque mantener el misterio y atrapar al lector es un arte que dominas.
    Saludos

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    1. Hola de nuevo, Conxita,
      Te estás acercando al final del túnel. Espero que veas la luz y que esta no te resulte demasiado inoportuna. Gracias por tu paciencia y perseverancia.
      Un abrazo.

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  9. Lo siento, no tengo tiempo de comentar. Me voy volando a por el final, je,je. ;)

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