Estaba
muy preocupada y no sabía a quién acudir. Ya sé que hay divorcios muy
traumáticos, en los que la pareja acaba muy mal, incluso con el uso de la
violencia de por medio. Cuando nos casamos, mi marido no era para nada
violento, todo lo contrario, era una persona muy atenta y cariñosa conmigo. Sin
embargo, todo cambió cuando descubrimos, tras cinco años de matrimonio, que yo
no podía darle hijos. Nunca pensé que este hecho, tan triste para ambos, le
afectara hasta el punto de empezar a distanciarse de mí, e incluso a
despreciarme. Nuestra relación se convirtió en un infierno, de tal modo que me
planteé el divorcio. Y así se lo propuse. Encontraría, sin lugar a dudas, una
mujer que le proporcionara tantos hijos como quisiera.
Cuando se lo sugerí, se puso hecho
una furia, alegando no sé cuántos motivos que no se sostenían, dada la intolerable
situación de nuestra relación matrimonial. «Si ya no me quieres, ¿por qué no
aceptas el divorcio? Todavía podemos rehacer nuestras vidas, sobre todo tú», le dije.
El motivo de su negativa me lo insinuó
el abogado de la familia, al que consulté en vistas a una separación legal y,
preferiblemente, amistosa.
—Señora, la única explicación que se me
ocurre es la económica —me dijo seriamente, mirándome a los ojos de una forma
que dejaba traslucir pesadumbre—. Usted resultó ser la heredera universal de
todo el patrimonio de su señor padre, que Dios le tenga en la gloria, y al que
serví y asesoré durante muchos años. Y ahora me veo en la obligación moral de
hacer lo mismo por usted.
—Pero vivimos en régimen de separación
de bienes, lo mío es mío y lo suyo, suyo —alegué.
—Precisamente por eso. Si se divorcian, él
no tendrá acceso a sus bienes, ni dinerarios ni mobiliarios. Estará
prácticamente en la bancarrota, pues me consta que su último negocio fracasó y
del puesto de trabajo que le facilité, a petición de usted, acabaron
despidiéndole, cosa que ya le predije porque ese hombre con el que usted se
casó en contra de la voluntad de sus padres, que en paz descansen, no es ni
será jamás un hombre de provecho, y disculpe mi atrevimiento. Usted
prácticamente le mantiene, ¿no es así?
—Pues sí, esa es la verdad —contesté,
avergonzada— entonces ¿qué me aconseja? —pregunté, angustiada.
—Mi consejo es que, aunque se oponga,
solicite el divorcio. Yo se lo prepararé todo, no se preocupe. Déjelo en mis
manos.
Y así volví a casa, reflexionando sobre
lo que pudo ser y no fue, y en lo que me esperaba cuando mi marido recibiera la
petición de divorcio. Seguro que montaría una de sus escenas, con gritos y
amenazas, y quién sabe si algo peor.
Pero no es eso lo que més me preocupó después, sino el hecho de que cuando, pasados unos días desde la visita a mi
abogado, me atreví a anunciarle nuevamente mi intención de divorciarme de él,
en lugar de mostrar enojo y montar en cólera, como esperaba, me dijo que había
que tomarse de la mejor forma posible las cosas malas que nos ocurren. Y
añadió:
—No te preocupes, ya encontraré una
salida a esta situación tan embarazosa.
En el testamento lo nombré mi heredero
cuando yo faltase. Era lo lógico. Y ahora, teniendo en cuenta que no tenemos
descendencia y que mi familia es muy escasa, ¿a quién podía nombrar como beneficiario?
Cuando nos casamos éramos felices. Nada presagiaba un final así. Y, además,
¿qué me importaba ya si, una vez muerta, se quedaba con todo?
Pero de pronto me asaltó un terrible presentimiento:
podría intentar matarme antes del divorcio y simular un accidente. Sería un
viudo muy rico y apetecible. Pero ¿sería capaz de acabar con mi vida para
heredarlo todo? Al principio me pareció una locura, una paranoia, pero aun así estaba
atenta a cualquier movimiento suyo que me resultara sospechoso. Le vigilaba
constantemente, registraba sus cosas por si encontraba alguna prueba de sus
maquinaciones. Por fin, mi desconfianza se reafirmó cuando descubrí un arma de fuego,
una pistola con silenciador, en el maletín que yo le regalé. Conocía el código
de apertura —4515, 4 de mayo de 2015, la fecha de nuestra boda, qué ironía—.
¿Lo habría dejado a mi alcance para atemorizarme, a sabiendas de que yo lo
abriría, o fue un simple descuido?
¿Qué hacer ante ese hallazgo? Entonces
recordé la máxima de mi padre ante cualquier tipo de amenaza o agresión: ojo
por ojo, diente por diente. Y a la vez recordé que él guardaba una pistola en
la caja fuerte, de la que mi marido no tenía la combinación. Y así fue cómo yo
también me agencié de un arma, que puse a buen recaudo en mi mesilla de noche. Aunque
hacía tiempo que ya no compartíamos cama, tomé la precaución de cambiar la
mesilla por una que cerrara con llave, que llevaba siempre encima. Y por la
noche, dormía con el arma bajo la almohada.
Todo volvió a parecerme surrealista y
fruto de mi alocada imaginación, pero dejé de creer en esa posibilidad cuando
recibí aquella carta.
Era una carta anónima, escrita con
recortes de letras, en la que se me amenazaba de muerte por algo que, decía el
autor, le había hecho mi padre y que le había llevado a la ruina. No decía nada
más, ni qué ni cómo. Todo muy misterioso y extraño. La policía, a quien puse en
antecedentes, no pudo hacer otra cosa que prometerme una vigilancia discreta, y
todo gracias a que el comisario al que acudí había sido amigo de mi padre. De
lo contrario, seguro que no se habrían tomado esa molestia.
Pasados dos días, volví a recibir el
mismo anónimo. Lo que le extrañó a la policía fue que no pidiera dinero a
cambio. Aun así, el comisario ordenó que unos agentes de paisano se apostaran discretamente
cerca de mi domicilio, permitiéndoles, de este modo, una intervención inmediata
en caso de aparecer un sospechoso que pudiera perpetrar su amenaza. Pero nadie extraño
apareció en los siguientes días, lo que la policía interpretó como una broma
pesada o que el tipo que había enviado esos anónimos se había echado atrás al
sospechar la presencia de la policía, de modo que abandonaron la vigilancia.
Yo no era tan confiada y seguí pensando
que todo formaba parte de un plan que había pergeñado mi futuro asesino, el
cual no vendría de la calle, sino que lo tendría en casa. Cuando así se lo
mencioné al comisario, puso los ojos en blanco y me dijo que no veía porqué
querría matarme mi propio marido, y por mucho que le conté mis argumentos, no
me creyó. Me sentí tratada como a una niña mimada y embustera, que solo quiere
llamar la atención de los mayores.
Pero yo me mantuve fiel a mis sospechas.
Si mi marido me asesinaba mientras dormía, podría argumentar que había sido
cosa de un intruso, el mismo que había enviado los anónimos, que no había
hallado otra forma de ejecutar su amenaza que allanando nuestro hogar y
acabando con mi vida. Argumentaría que no había oído nada, pues dormíamos en
habitaciones separadas y el silenciador, que seguramente utilizaría mi asesino,
había ahogado el sonido del disparo. Él quedaría fuera de toda sospecha —seguro
que el arma no estaba registrada y no sería extraño encontrar huellas
dactilares suyas por todas partes, viviendo allí. Sería el crimen perfecto. Él
se saldría con la suya y yo pasaría a engrosar la población del cementerio.
Ante esa posibilidad, que cada vez veía
más factible y más cercana, me vino nuevamente a la mente la ley del Talión. No
me dejaría asesinar sin ofrecer resistencia. Cuando mi marido viniera a
liquidarme, le estaría esperando con el arma en la mano. Pero no podía mantenerme
despierta todas las noches. Puse, pues, un pequeño sensor en la puerta de mi
dormitorio, que compré por internet, de forma que cuando aquella se abriera, oiría
un pitido en el pinganillo que llevaría acoplado a la oreja. Probé el artilugio
y funcionaba perfectamente. Tendría que seguir con este sistema de protección
hasta que mi abogado lograra que mi marido firmara el divorcio. Aun así, no
podía descartar la posibilidad de que, como venganza, me liquidara después,
allí donde le viniera en gana. ¿Tendría que contratar a un guardaespaldas? Cada
vez me sentía más asustada e impotente.
Pero si mi plan surtía efecto, y era yo
quien le mataba a él, sería en defensa propia, todo habría acabado y nadie
podría acusarme de nada. Quedaría todo justificado. Mi marido quiso matarme
antes de divorciarnos para quedarse con la herencia que le correspondía al
quedar viudo, cosa que no habría sido posible de haberse llevado a cabo el
divorcio mientras yo vivía.
Al cabo de unos días, mi marido me dijo
que, al día siguiente por la mañana, muy temprano, tenía una entrevista de
trabajo en Madrid y que tomaría el último AVE de esa tarde. Así pues —pensé—, con
mi marido ausente, esa noche estaría a salvo.
No fue así. Cuando ya dormía, un pitido
en el pinganillo me despertó, a la vez que oí el sonido de la puerta al abrirse.
¿Cómo era posible? ¿Me había engañado mi marido para que me confiara, pensado
que no estaba en casa? Fingí estar dormida y tomé la pistola de debajo de la
almohada con sumo cuidado. Oí unos pasos acercándose con cautela hasta llegar a
mi lado de la cama y a continuación ese clic propio de un arma de fuego cuando
se amartilla. Yo ya tenía amartillada la mía, así que reaccioné de inmediato y
en cuestión de un segundo disparé a la silueta que vislumbré en la oscuridad.
El fogonazo y el estruendo del disparo fueron brutales, mi oído empezó a pitar,
la habitación olía a pólvora y oía muy amortiguados los quejidos de mi
atacante. Encendí la luz, me incorporé, y vi un cuerpo tendido a mis pies. No parecía
mi marido. Abultaba más. Cuando, con reparo, le di la vuelta al sujeto, todavía
con vida, me quedé helada. ¡Era mi abogado!, que me miraba con cara de impotencia
o quizá de disculpa.
Llamé a la policía y a una ambulancia. Tras
colgar el teléfono, trasladé, como pude, al abogado al salón y lo tendí en un
sofá.
—Menos mal que no tiene muy buena
puntería, porque, de lo contrario... Aunque a mi edad, no sé que habría sido
mejor, pues la cárcel no es el lugar donde pueda pasar los últimos años de su
vida un viejo achacoso como yo. ¡Qué insensato fui! —Y dicho esto, cerró los
ojos tras un profundo suspiro.
Cuando llegó la ambulancia, precedida
por una patrulla de policía y un coche con el comisario amigo de mi padre, el
abogado ya me había confesado el plan.
Fue él, a quien, tras contarle mis
problemas conyugales y mi deseo de divorciarme, se le ocurrió el plan. Propuso
a mi marido ser él mi asesino, solo tenía que procurarle una pistola con
silenciador —pues él no contaba con medios para hacerlo—. Nadie sospecharía de
ninguno de los dos, pues quién iba a sospechar del abogado de la víctima y de
un marido que tenía una coartada perfecta —la cita en Madrid sí tuvo lugar por
mediación del abogado, que se las apañó, gracias a sus contactos, para montarle
una entrevista de trabajo, que por supuesto no progresaría— a seiscientos
kilómetros de casa, y todo a cambio de un generoso pago por sus “servicios”. Otra
de las tareas de mi marido fue mandar los anónimos, otro dato que despistaría a
los investigadores. Si el plan funcionaba, el abogado se aseguraría una jubilación
muy generosa, pues últimamente sus ingresos habían caído en picado.
El
abogado está en prisión preventiva, pendiente de juicio, y mi marido en busca y
captura. Ahora comprendo sus palabras cuando afirmó que ya encontraría una
salida a esta situación tan embarazosa. Lo que ignoro es qué quiso decirme con
que había que tomarse de la mejor forma posible las cosas malas que nos
ocurren. Espero que se aplique esta recomendación, porque yo lo estoy
intentando.
Solo espero que lo encuentren pronto, porque, si no aparece, no podré divorciarme de él.