sábado, 12 de abril de 2025

Un divorcio malogrado

 


Estaba muy preocupada y no sabía a quién acudir. Ya sé que hay divorcios muy traumáticos, en los que la pareja acaba muy mal, incluso con el uso de la violencia de por medio. Cuando nos casamos, mi marido no era para nada violento, todo lo contrario, era una persona muy atenta y cariñosa conmigo. Sin embargo, todo cambió cuando descubrimos, tras cinco años de matrimonio, que yo no podía darle hijos. Nunca pensé que este hecho, tan triste para ambos, le afectara hasta el punto de empezar a distanciarse de mí, e incluso a despreciarme. Nuestra relación se convirtió en un infierno, de tal modo que me planteé el divorcio. Y así se lo propuse. Encontraría, sin lugar a dudas, una mujer que le proporcionara tantos hijos como quisiera.

Cuando se lo sugerí, se puso hecho una furia, alegando no sé cuántos motivos que no se sostenían, dada la intolerable situación de nuestra relación matrimonial. «Si ya no me quieres, ¿por qué no aceptas el divorcio? Todavía podemos rehacer nuestras vidas, sobre todo tú», le dije.

El motivo de su negativa me lo insinuó el abogado de la familia, al que consulté en vistas a una separación legal y, preferiblemente, amistosa.

—Señora, la única explicación que se me ocurre es la económica —me dijo seriamente, mirándome a los ojos de una forma que dejaba traslucir pesadumbre—. Usted resultó ser la heredera universal de todo el patrimonio de su señor padre, que Dios le tenga en la gloria, y al que serví y asesoré durante muchos años. Y ahora me veo en la obligación moral de hacer lo mismo por usted.

—Pero vivimos en régimen de separación de bienes, lo mío es mío y lo suyo, suyo —alegué.

—Precisamente por eso. Si se divorcian, él no tendrá acceso a sus bienes, ni dinerarios ni mobiliarios. Estará prácticamente en la bancarrota, pues me consta que su último negocio fracasó y del puesto de trabajo que le facilité, a petición de usted, acabaron despidiéndole, cosa que ya le predije porque ese hombre con el que usted se casó en contra de la voluntad de sus padres, que en paz descansen, no es ni será jamás un hombre de provecho, y disculpe mi atrevimiento. Usted prácticamente le mantiene, ¿no es así?

—Pues sí, esa es la verdad —contesté, avergonzada— entonces ¿qué me aconseja? —pregunté, angustiada.

—Mi consejo es que, aunque se oponga, solicite el divorcio. Yo se lo prepararé todo, no se preocupe. Déjelo en mis manos.

Y así volví a casa, reflexionando sobre lo que pudo ser y no fue, y en lo que me esperaba cuando mi marido recibiera la petición de divorcio. Seguro que montaría una de sus escenas, con gritos y amenazas, y quién sabe si algo peor.

Pero no es eso lo que més me preocupó después, sino el hecho de que cuando, pasados unos días desde la visita a mi abogado, me atreví a anunciarle nuevamente mi intención de divorciarme de él, en lugar de mostrar enojo y montar en cólera, como esperaba, me dijo que había que tomarse de la mejor forma posible las cosas malas que nos ocurren. Y añadió:

—No te preocupes, ya encontraré una salida a esta situación tan embarazosa.

En el testamento lo nombré mi heredero cuando yo faltase. Era lo lógico. Y ahora, teniendo en cuenta que no tenemos descendencia y que mi familia es muy escasa, ¿a quién podía nombrar como beneficiario? Cuando nos casamos éramos felices. Nada presagiaba un final así. Y, además, ¿qué me importaba ya si, una vez muerta, se quedaba con todo?

Pero de pronto me asaltó un terrible presentimiento: podría intentar matarme antes del divorcio y simular un accidente. Sería un viudo muy rico y apetecible. Pero ¿sería capaz de acabar con mi vida para heredarlo todo? Al principio me pareció una locura, una paranoia, pero aun así estaba atenta a cualquier movimiento suyo que me resultara sospechoso. Le vigilaba constantemente, registraba sus cosas por si encontraba alguna prueba de sus maquinaciones. Por fin, mi desconfianza se reafirmó cuando descubrí un arma de fuego, una pistola con silenciador, en el maletín que yo le regalé. Conocía el código de apertura —4515, 4 de mayo de 2015, la fecha de nuestra boda, qué ironía—. ¿Lo habría dejado a mi alcance para atemorizarme, a sabiendas de que yo lo abriría, o fue un simple descuido?

¿Qué hacer ante ese hallazgo? Entonces recordé la máxima de mi padre ante cualquier tipo de amenaza o agresión: ojo por ojo, diente por diente. Y a la vez recordé que él guardaba una pistola en la caja fuerte, de la que mi marido no tenía la combinación. Y así fue cómo yo también me agencié de un arma, que puse a buen recaudo en mi mesilla de noche. Aunque hacía tiempo que ya no compartíamos cama, tomé la precaución de cambiar la mesilla por una que cerrara con llave, que llevaba siempre encima. Y por la noche, dormía con el arma bajo la almohada.

Todo volvió a parecerme surrealista y fruto de mi alocada imaginación, pero dejé de creer en esa posibilidad cuando recibí aquella carta.

Era una carta anónima, escrita con recortes de letras, en la que se me amenazaba de muerte por algo que, decía el autor, le había hecho mi padre y que le había llevado a la ruina. No decía nada más, ni qué ni cómo. Todo muy misterioso y extraño. La policía, a quien puse en antecedentes, no pudo hacer otra cosa que prometerme una vigilancia discreta, y todo gracias a que el comisario al que acudí había sido amigo de mi padre. De lo contrario, seguro que no se habrían tomado esa molestia.

Pasados dos días, volví a recibir el mismo anónimo. Lo que le extrañó a la policía fue que no pidiera dinero a cambio. Aun así, el comisario ordenó que unos agentes de paisano se apostaran discretamente cerca de mi domicilio, permitiéndoles, de este modo, una intervención inmediata en caso de aparecer un sospechoso que pudiera perpetrar su amenaza. Pero nadie extraño apareció en los siguientes días, lo que la policía interpretó como una broma pesada o que el tipo que había enviado esos anónimos se había echado atrás al sospechar la presencia de la policía, de modo que abandonaron la vigilancia.

Yo no era tan confiada y seguí pensando que todo formaba parte de un plan que había pergeñado mi futuro asesino, el cual no vendría de la calle, sino que lo tendría en casa. Cuando así se lo mencioné al comisario, puso los ojos en blanco y me dijo que no veía porqué querría matarme mi propio marido, y por mucho que le conté mis argumentos, no me creyó. Me sentí tratada como a una niña mimada y embustera, que solo quiere llamar la atención de los mayores.

Pero yo me mantuve fiel a mis sospechas. Si mi marido me asesinaba mientras dormía, podría argumentar que había sido cosa de un intruso, el mismo que había enviado los anónimos, que no había hallado otra forma de ejecutar su amenaza que allanando nuestro hogar y acabando con mi vida. Argumentaría que no había oído nada, pues dormíamos en habitaciones separadas y el silenciador, que seguramente utilizaría mi asesino, había ahogado el sonido del disparo. Él quedaría fuera de toda sospecha —seguro que el arma no estaba registrada y no sería extraño encontrar huellas dactilares suyas por todas partes, viviendo allí. Sería el crimen perfecto. Él se saldría con la suya y yo pasaría a engrosar la población del cementerio.

Ante esa posibilidad, que cada vez veía más factible y más cercana, me vino nuevamente a la mente la ley del Talión. No me dejaría asesinar sin ofrecer resistencia. Cuando mi marido viniera a liquidarme, le estaría esperando con el arma en la mano. Pero no podía mantenerme despierta todas las noches. Puse, pues, un pequeño sensor en la puerta de mi dormitorio, que compré por internet, de forma que cuando aquella se abriera, oiría un pitido en el pinganillo que llevaría acoplado a la oreja. Probé el artilugio y funcionaba perfectamente. Tendría que seguir con este sistema de protección hasta que mi abogado lograra que mi marido firmara el divorcio. Aun así, no podía descartar la posibilidad de que, como venganza, me liquidara después, allí donde le viniera en gana. ¿Tendría que contratar a un guardaespaldas? Cada vez me sentía más asustada e impotente.

Pero si mi plan surtía efecto, y era yo quien le mataba a él, sería en defensa propia, todo habría acabado y nadie podría acusarme de nada. Quedaría todo justificado. Mi marido quiso matarme antes de divorciarnos para quedarse con la herencia que le correspondía al quedar viudo, cosa que no habría sido posible de haberse llevado a cabo el divorcio mientras yo vivía.

Al cabo de unos días, mi marido me dijo que, al día siguiente por la mañana, muy temprano, tenía una entrevista de trabajo en Madrid y que tomaría el último AVE de esa tarde. Así pues —pensé—, con mi marido ausente, esa noche estaría a salvo.

No fue así. Cuando ya dormía, un pitido en el pinganillo me despertó, a la vez que oí el sonido de la puerta al abrirse. ¿Cómo era posible? ¿Me había engañado mi marido para que me confiara, pensado que no estaba en casa? Fingí estar dormida y tomé la pistola de debajo de la almohada con sumo cuidado. Oí unos pasos acercándose con cautela hasta llegar a mi lado de la cama y a continuación ese clic propio de un arma de fuego cuando se amartilla. Yo ya tenía amartillada la mía, así que reaccioné de inmediato y en cuestión de un segundo disparé a la silueta que vislumbré en la oscuridad. El fogonazo y el estruendo del disparo fueron brutales, mi oído empezó a pitar, la habitación olía a pólvora y oía muy amortiguados los quejidos de mi atacante. Encendí la luz, me incorporé, y vi un cuerpo tendido a mis pies. No parecía mi marido. Abultaba más. Cuando, con reparo, le di la vuelta al sujeto, todavía con vida, me quedé helada. ¡Era mi abogado!, que me miraba con cara de impotencia o quizá de disculpa.

Llamé a la policía y a una ambulancia. Tras colgar el teléfono, trasladé, como pude, al abogado al salón y lo tendí en un sofá.

—Menos mal que no tiene muy buena puntería, porque, de lo contrario... Aunque a mi edad, no sé que habría sido mejor, pues la cárcel no es el lugar donde pueda pasar los últimos años de su vida un viejo achacoso como yo. ¡Qué insensato fui! —Y dicho esto, cerró los ojos tras un profundo suspiro.

Cuando llegó la ambulancia, precedida por una patrulla de policía y un coche con el comisario amigo de mi padre, el abogado ya me había confesado el plan.

Fue él, a quien, tras contarle mis problemas conyugales y mi deseo de divorciarme, se le ocurrió el plan. Propuso a mi marido ser él mi asesino, solo tenía que procurarle una pistola con silenciador —pues él no contaba con medios para hacerlo—. Nadie sospecharía de ninguno de los dos, pues quién iba a sospechar del abogado de la víctima y de un marido que tenía una coartada perfecta —la cita en Madrid sí tuvo lugar por mediación del abogado, que se las apañó, gracias a sus contactos, para montarle una entrevista de trabajo, que por supuesto no progresaría— a seiscientos kilómetros de casa, y todo a cambio de un generoso pago por sus “servicios”. Otra de las tareas de mi marido fue mandar los anónimos, otro dato que despistaría a los investigadores. Si el plan funcionaba, el abogado se aseguraría una jubilación muy generosa, pues últimamente sus ingresos habían caído en picado.

 

El abogado está en prisión preventiva, pendiente de juicio, y mi marido en busca y captura. Ahora comprendo sus palabras cuando afirmó que ya encontraría una salida a esta situación tan embarazosa. Lo que ignoro es qué quiso decirme con que había que tomarse de la mejor forma posible las cosas malas que nos ocurren. Espero que se aplique esta recomendación, porque yo lo estoy intentando.

Solo espero que lo encuentren pronto, porque, si no aparece, no podré divorciarme de él.


miércoles, 19 de marzo de 2025

El diario

 


Estoy preparando la mudanza, cuando, entre recuerdos varios, he encontrado aquel diario que un día, sintiéndome eufórica, empecé a escribir. Pensé que era cosa de adolescentes, pero algo en mi interior me empujó a plasmar en aquellas hojas, todavía vírgenes, mis sentimientos, mis ilusiones y mis experiencias. Y todo por culpa de alguien que juró hacerme feliz.

Ahora, sentada junto a la ventana, desde donde habíamos contemplado las puestas de sol y nos habíamos hecho tantas promesas, releo mis notas, con una caligrafía infantil, pero cargada de emociones, y me pregunto cómo pudo cambiar tanto nuestra vida.

Desde que escribí las últimas líneas, empapadas de lágrimas, han transcurrido dos largos años. Creía que a estas alturas ya se me habría cerrado la profunda herida que se abrió en mi corazón, pero veo que estas notas me remueven por dentro haciéndome sentir culpable por no haber sabido retenerlo.

Pero ¿cómo se retiene a alguien que se ha desenamorado? No hay vuelta atrás, eso lo comprobé de inmediato. Entonces ¿por qué me siento así, impotente y hundida? Son los recuerdos de aquellos días tan felices los que me deprimen y no me dejan resucitar de esta muerte sentimental en la que me siento instalada.

Me levanto y arrojo este maldito diario por la ventana y me obligo a hacer un último esfuerzo para, si no olvidarlo, cosa imposible, por lo menos ignorarlo, verlo como es ahora, un insensible que solo piensa en posesiones materiales. Y yo no podía ser una de ellas.




domingo, 9 de marzo de 2025

Una cuestión de talla

 


Su largo currículum contrastaba con su corta estatura. Con sus 145 cm, hacía años que Ismael había superado su complejo de inferioridad que le habían provocado sus compañeros de la escuela desde su más tierna edad. Sus padres eran de estatura normal, según los cánones de la época, pero una alteración extraña, probablemente genética, que nadie supo definir y mucho menos determinar, o quizá por haber sido concebido cuando su madre ya tenía una edad impropia para procrear, hizo que el hijo único —no se atrevieron a tener más por si ese defecto volvía a repetirse— de los Gómez, una familia de banqueros, fuera tratado como a una pieza de porcelana.

Lo único que infundía respeto entre el alumnado era que “el enano” —así le llamaban— llegara al colegio en un coche que muchos querrían tener y con un chófer con uniforme y gorra de plato. Sería enano, pero rico —se decían.

Pero ese niño, aparentemente débil y raquítico, resultó ser una lumbrera. Sus notas oscilaban entre el sobresaliente y la matrícula de honor, motivo de envidia de sus compañeros, que no amigos, pues de eso no tenía.

En la adolescencia la cosa empeoró, y todo por culpa de las chicas. Mientras cursó sus estudios en el colegio religioso, solo para niños, el sexo femenino brillaba por su ausencia, tanto en su vida social como personal. Le gustaban las chicas —cómo no—, pero ¿qué chica iba a fijarse en él?

En la facultad de económicas despuntó por las únicas dos cosas que le identificaban: su brillante expediente académico y su estatura. Y allí tampoco se salvó del escarnio público, tanto en clase como fuera de ella. De este modo, Ismael vivía prácticamente recluido en casa, apenas salía, y solo se dedicaba al estudio. Quería sobresalir como economista, trabajar en la banca como su padre y ser el orgullo de la familia.

Y así fue. Con solo veinticinco años era el subdirector general de la banca familiar, presidida por Don Laureano Gómez que, a sus setenta años ya pensaba en jubilarse y dejar el negocio familiar en manos de su vástago.

Cuando esto aconteció, sus padres abandonaron la gran ciudad y se instalaron en su segunda residencia en la montaña, donde respirarían aire sano y disfrutarían de una paz y tranquilidad sin parangón.

Ismael, por su parte, se quedó a vivir en la gran casa familiar, con la única compañía de una cocinera a tiempo parcial, un asistente para todo, un jardinero y el chofer, el mismo que le había acompañado cada día a clase, pero con unos cuantos años de más a la espalda. Hasta que un día, la cocinera, ya mayor para tanto trajín —en esa casa todos eran viejos y todos sus quehaceres les parecían muy pesados—, le presentó la renuncia. «Pero no se inquiete, que tengo a la perfecta sustituta: mi hija. ¿Su hija? ¿Aquella niña que venía con usted cuando no iba a la escuela porque estaba enferma y no tenía con quién dejarla? Esa, esa. Cocina mucho mejor que yo. Ya verá» Y así se cerró el trato.

Isabel, que así se llamaba la joven, era toda una belleza. De niño ya le gustaba, pero no solo porque era guapa, sino porque, además, era muy simpática con él. Nunca se rio de su defecto físico, al contrario, le animaba a prescindir de los comentarios ajenos y se ponía furiosa cuando Ismael le contaba lo que le decían sus compañeros.

Isabel tenía ahora treinta años e Ismael cinco más. Serían la pareja perfecta si no fuera por... ¿Cómo era posible que una chica de esa edad y tan bonita no tuviera novio? No se atrevía a preguntárselo.

Cuando la madre de Isabel falleció, con solo sesenta y siete años, viuda y con solo esa hija, el propietario del piso donde había vivido casi toda una vida decidió alquilarlo a otro inquilino, a menos que Isabel estuviera dispuesta a pagar el nuevo alquiler, que para ella resultaba prohibitivo.

Ismael, conocedor de este grave problema, pensó en pagarle ese desmesurado alquiler, pero temía que Isabel se sintiera ofendida o, por orgullo, no quisiera aceptar ese trato. Entonces pensó en otra opción: que viviera en su casa. Sería una cocinera a tiempo total, se ahorraría el dispendio de una vivienda y encima le aumentaría el sueldo al estar disponible más horas a su entera disposición.

Fue un gran alivio para Ismael la aceptación de su propuesta por parte de Isabel, de la que estaba cada vez más enamorado. Ahora la tendría más cerca y por más tiempo. Se haría la ilusión de que eran pareja, aunque durmieran en habitaciones distintas.

Isabel, además de una espléndida cocinera era un potosí. Era su compañía perfecta y constante. Al volver del trabajo, Ismael era atendido con un esmero inimaginable. Le preparaba la ropa, se la planchaba con gran esmero, estaba pendiente de él en todo momento, no fuera que su discapacidad le ocasionara algún accidente doméstico, le preparaba el desayuno y le ayudaba a sentarse en el taburete que, aun siendo más bajo de lo habitual, representaba un pequeño obstáculo para Ismael. Y este, en lugar de sentirse abrumado por tanta atención, vivía en la gloria.

Y así discurrieron los meses. Sin novedad en el frente, como a Ismael le gustaba decir cuando todo iba bien. Compartían los mismos gustos, leían los mismos libros y veían juntos los mismos programas de televisión. Preferían ver las películas en la televisión porque en el cine la estatura de Ismael le impedía ver la pantalla y le daba vergüenza usar un asiento alzador infantil y la gente le miraba como a un bicho raro. Como la televisión era, pues, la mejor distracción para ambos, Ismael se apresuró a comprar el primer televisor de color que apareció en el mercado.

Salían a pasear, eso sí, pero evitaban comer en un restaurante, por la misma razón que al cine, pues los camareros, con afán de contentarle, le ofrecían una trona, pues no solían tener cojines sobre los que pudiera sentarse. Por no hablar de los cuchicheos y risitas por parte del resto de clientes.

Pero a pesar de ser feliz así, a Ismael le faltaba algo muy importante para serlo totalmente: Tener a Isabel como esposa. Pero temía su rechazo. ¿Cómo una mujer como ella, a la que todos los hombres miraban con indisimulado deseo, iba a contraer matrimonio con alguien que no levantaba ni metro y medio del suelo? Pero el tiempo corría en contra de Isabel si quería ser algún día madre, algo que había manifestado en más de una ocasión. Acababa de cumplir treinta y cinco años, una edad que ya empezaba a ser conflictiva en caso de un primer embarazo. Y en el mejor de los casos, si aceptaba ser su mujer, ¿quién les aseguraba que el hijo, o hija, que engendraran no fuera como él?

Torturado por esas dudas, Ismael no sabía si lanzarse al ruedo y que pasara lo que Dios quisiera, o callarse para siempre. ¿Y si ella le quería y no se atrevía a proponérselo? Una noche, tras la cena, propuso a Isabel tomar una copa de whisky en el salón, él para animarse y, de paso para ver si también la animaba a ella y así prepararla para lo que le quería decir. «¿Whisky?, ay no, qué asco. Pero, mujer, solo un sorbito, para probarlo, igual te gusta y hasta repites. Que no, que no»

De este modo, Isabel solo se tomó una tacita de té, mientras Ismael se bebía casi todo lo que quedaba de la botella. A las doce de la noche, Isabel bostezaba e Ismael no se tenía en pie. Aun así, no quiso perder la oportunidad de declararse. Se levantó, cerró los ojos y se santiguó tres veces, como el torero que sale a la plaza.

 

La boda se celebró, por lo civil, al cabo de tan solo un mes —Ismael no quería dejar escapar la ocasión, no fuera que Isabel se retractara— a la que solo acudieron unas cincuenta personas, entre ellas sus empleados, tanto de la oficina como domésticos. Como no tenía amigos, pensó en invitar a todo el personal del colegio y de la facultad con el que había coincidido en sus estudios para darles envidia. Solo acudieron unos cuantos profesores, los que todavía guardaban un buen recuerdo de él, quienes se comían a Isabel con su mirada concupiscente.

Todo fue perfecto, salvo alguna anécdota sin importancia, como el hecho de que cuando los camareros le vieron entrar en el comedor donde se celebró el ágape, le indicaron cortésmente que se sentara a la mesa reservada para los niños. Una vez aclarado el entuerto, con el bochorno y enfado del novio, pudo sentarse a la mesa presidencial. El problema se resolvió con un par de cojines y santas pascuas. Y, luego, la noche de bodas. Ismael nunca olvidaría la entrada triunfal en la habitación en brazos de Isabel. ¡Qué romántico! Isabel, por su parte, se congratuló de que no todo en Ismael fuera de pequeño tamaño.

Tuvieron un hijo varón, sano y de tamaño estándar. Sería el heredero de la fortuna familiar, pues no tentarían a la suerte con un segundo hijo. Le pusieron el nombre de Hércules porque, sin duda, sería un hombre de gran talla.

Ismael enseñaría a su hijo que hay momentos en que tenemos que hacer frente a los que se burlan de nosotros y nos humillan, situaciones a las que deberemos enfrentarnos usando la inteligencia en lugar de la fuerza, que el tamaño no importa, que lo que realmente importa es el corazón, el esfuerzo y el coraje. Aunque a Hércules no le haría falta hacerse valer por su estatura, debería tener muy presente estas enseñanzas para ser una persona justa y no actuar como un Goliat ante los más desfavorecidos.

 

Fotograma de la película Un hombre de altura (2016)

 

viernes, 28 de febrero de 2025

La entrevista

 


Era una entrevista extremadamente importante. Aunque se consideraba bien preparado para superar cualquier trampa que el entrevistador, un tipo duro y sin escrúpulos, sin duda le tendería, no podía evitar sentirse angustiado. Desde que había tomado la decisión de presentarse a esa candidatura, el insomnio no le abandonaba. Ello no era más que una señal de su miedo ante una situación tan comprometida.

Tenía que presentarse a la entrevista despejado y entero de ánimo; de lo contrario, la impresión que daría sería nefasta y ya podía dar por perdida esa oportunidad única que se le había presentado a última hora y que no quería dejar escapar. El aspecto es sumamente importante en cualquier tipo de entrevista, lo sabía, pero la actitud serena y de seguridad es una pieza clave para ganarse el respeto y la confianza de los que ostentan el poder, especialmente en un campo tan complicado y competitivo como en el que pretendía introducirse. Tenía conocimientos más que suficientes pero, en estos casos, la actitud suele pesar más que la aptitud.

Pero ya no era momento de pensar sino de actuar pues ya se encontraba en la antesala de su futuro inmediato, esperando a que apareciera quien representa, hoy por hoy, un poder indiscutible en un mundo hecho para los ambiciosos. Necesitaba ese empleo, cambiar de trabajo, de aires, aunque ello supusiera una traición a su jefe actual que, reconocía, tanto le había enseñado. Pero precisaba sentirse realizado y apreciado por sus superiores, por lo que estaba dispuesto a hacer lo que hiciera falta para ganarse el puesto. Estaba tenso, demasiado. Debía controlarse. Sus manos húmedas y su frente perlada de sudor delatarían su inseguridad y eso le hundiría. Tenía que evitarlo a toda costa, pero por mucho que restregara las palmas de sus manos en el interior de los bolsillos del pantalón y se secara el sudor de la frente con esos pañuelos de papel que habían dejado sobre la mesa como si adivinaran lo que le iba a suceder, seguía transpirando sin parar. Pero es que, además, no soportaba el calor, y en ese despacho la temperatura era infernal.

Como su entrevistador se demoraba, pensó que aún tenía tiempo para intentar relajarse. Tras comprobar que no había nadie observándole —sabía que esa gente solía estar al acecho en todo momento—, se levantó, se quitó la chaqueta, practicó unos estiramientos, respiró profundamente diez veces, flexionó las piernas, agitó repetidas veces sus brazos y pensó en abrir la ventana para dejar entrar el aire frio de la calle. Pero la ventana era impracticable, lo que le impidió llevar a cabo su propósito, así que tuvo que recurrir al autocontrol, lo que siempre, hasta entonces, le había dado tan buenos resultados.

Y funcionó. Al cabo de unos minutos, estaba notablemente más calmado y parecía que había controlado su sudoración y ese pequeño temblor en las manos. Pero pasaba el tiempo y nadie acudía a su encuentro, no se oía ni un susurro en toda la oficina. ¿Se habrían olvidado de él? No podía ser. Sería ridículo que después de todo por lo que había pasado, aquella secretaria tan estirada se hubiera olvidado de anunciarlo a su jefe. No le quedaba más remedio que preguntar y salir de dudas. Vio que había pasado más de media hora, por lo que nadie podía recriminarle que saliera del despacho para pedir una explicación. Necesitaba obtener ese puesto pero no estaba dispuesto a que lo ningunearan. Ya había sido demasiado sumiso, humilde y manejable en el que había sido su trabajo hasta ahora. A fin de cuentas, sabía que allí querían a gente decidida y sin reparos, así que no tenían porqué censurarle que pidiera explicaciones.

Cuando abrió la puerta, se encontró con una oficina totalmente vacía. Las luces seguían encendidas, pero no había nadie donde poco antes había una actividad frenética. Un reloj de pared marcaba las 21:00 horas. ¿Cómo era posible, si él había llegado alrededor de las seis de la tarde? No podía haber transcurrido tanto tiempo desde que le dejaron sentado esperando. Sabía, de oídas, que en esa empresa tenían fama de torturar psicológicamente a los candidatos para un puesto tan relevante como el que quería ocupar, para comprobar, de este modo, si tenían la suficiente paciencia y entereza y cerciorarse de su resistencia a la adversidad. Pero lo que le estaban haciendo parecía más bien una burla que no estaba dispuesto a tolerar.

Así pues, volvió a la sala para recoger su chaqueta y largarse a toda prisa, pero cuando entró vio sentado, a la cabecera de la larga mesa, a un individuo que le miraba con una sonrisa socarrona. Su aspecto impresionaba.

Tras la sorpresa inicial, el joven candidato iba a balbucear una disculpa, sin saber muy bien por qué, cuando aquel desconocido le invitó a sentarse junto a él con un ademán que más bien parecía una orden. Tras unos segundos escrutándole como si quisiera descubrir algún signo de debilidad en ese joven del que tanto le habían hablado, por fin exclamó:

—La paciencia es una virtud en esta empresa. Quien algo quiere, algo le cuesta, y por lo que he visto, parece que realmente deseas trabajar con nosotros. Pero antes, contesta a mi pregunta: ¿Cuál es el motivo para que quieras cambiar de bando? — le interpeló con una voz cavernosa que helaba la sangre; a lo que el joven respondió sin titubear:

—Llevo mucho tiempo, ya he perdido la cuenta, trabajando para ellos, pero ya no me siento realizado, ya nadie me escucha, nadie me hace caso, todo lo que hago resulta inútil, me siento frustrado pues mis esfuerzos no dan fruto ni son recompensados. Mi trabajo resulta estéril. En cambio, con ustedes seguro que puedo ser mucho más productivo —añadió, tragando saliva y sin dejar de sudar. Caramba, qué calor más endemoniado hacía en esas oficinas. Tendría que acostumbrarse.

—Muy bien, muy bien —dijo su interlocutor, con cara de satisfacción—. Desde luego, trabajo no te faltará. Por fortuna, cada vez hay más gente inclinada a hacer el mal, solo les falta un empujoncito. Y los que ya lo practican, necesitan un coaching constante para que no decaigan. ¿Cuándo puedes incorporarte?

—Cuanto antes mejor, mañana mismo, si le parece bien.

—¡Perfecto! Pero antes deberías cambiarte de indumentaria, que ese color blanco tan inmaculado no representa los ideales de nuestra empresa. El negro es más elegante, te sentará mejor e infundirás más respeto. Antes, nuestro color favorito era el rojo, pero hay que adaptarse a los cambios.

 

jueves, 20 de febrero de 2025

Un cuento de burros

 



Érase una vez un hombre que tenía dos burros, Pancho y Pincho, ya demasiado viejos para trabajar en el campo. Vivían en la masía donde, el dueño, Pedro Labrador —apellido muy acorde con su profesión—, los tenía siempre encerrados en el establo junto a dos potros negros, esbeltos y vigorosos, recientemente adquiridos en el mercado de ganado que tenía lugar cada año en el pueblo. Para qué quería Pedro esos dos ejemplares era una incógnita para Pancho y Pincho. Pero, claro, ¿qué podían saber ellos siendo tan solo unos burros?

Esos dos viejos animales, compañeros y amigos de toda la vida, apenas se relacionaban con los recién llegados, demasiado jóvenes, orgullosos y de buena raza para tener algo en común. Cada vez que uno de los burros les dirigía la palabra para darles un consejo u opinión, los caballos les daban la espalda, mirándolos de reojo y diciéndoles, despectivamente, que cerraran su bocaza, que total eran unos burros que no sabían nada de nada. Ellos habían sido comprados por su inteligencia, elegancia y coraje, para participar en concursos de equitación; en cambio, ellos tan solo eran animales de carga que no servían para nada más.

Un día, o mejor dicho una noche, entraron en la masía unos ladrones, uno gordo y bajito y el otro alto y delgado, con muy malas intenciones, como las de todos los ladrones. No tuvieron suficiente con llevarse todo lo que hallaron de valor y dejar al dueño muy malherido de los garrotazos que recibió de esos brutos, sino que también entraron en el establo para ver si había algún animal de utilidad o digno de ser vendido a un comprador sin escrúpulos.

Cuando los dos malvados vieron aquellos dos ejemplares tan bellos se les pusieron los ojos como platos y con los garrotes que habían utilizado para neutralizar a Pedro Labrador, los amenazaron y golpearon hasta que los potros, aterrorizados, se refugiaron en un rincón pidiendo clemencia con la mirada. Los burros lo contemplaban todo desde el otro extremo del establo sin saber muy bien qué hacer e incluso dudando si valía la pena intervenir en defensa de aquellos dos caballos arrogantes y ariscos.

Finalmente, los burros se miraron y tomaron una decisión en común. Cuando los dos ladrones iban a atar a los purasangres con los lazos que su dueño utilizaba para adiestrarlos, Pancho le lanzó una mordedura en la pierna del gordo, que vaya un jamón que tenía por muslo, mientras Pincho le propinó al alto una coz de tal magnitud que el hombre salió volando por la ventana más próxima. El resultado de la intervención —total, una burrada— fue que los intrusos se largaron más raudos que si les persiguieran mil demonios, dejando por el suelo todo lo que habían podido arramblar.

Mientras los potros todavía resollaban y temblaban de miedo en un rincón de la caballeriza, los burros entraron en la masía para ver qué podían hacer por el amo, si es que todavía estaba vivo. Al encontrarlo inconsciente, pero con vida, lo cargaron sobre el lomo de uno de ellos y se aproximaron al pueblo para llevarlo a casa del médico, a quien despertaron con sus escandalosos bramidos.

 

Al año siguiente, en el mercado del ganado, un par de potros negros y esbeltos, pero un poco acoquinados, estaban en venta por un módico precio. El último día de mercado, un campesino ceñudo y con cara de malas pulgas los compró pensando que le podrían ser de utilidad en el campo, pues no se los imaginaba haciendo otra cosa que no fuera ayudarle a labrar o haciendo girar la rueda del molino. Pancho y Pincho, que habían acudido al mercado con su amo —ahora los llevaba con él a todas partes como si fueran animales de defensa y compañía—, los miraban con pena y satisfacción a la vez.

Y es que no hay que juzgar a nadie por las apariencias. Nunca se sabe lo que puede dar de sí un burro. Y si son dos, más aún.

 

domingo, 19 de enero de 2025

Año nuevo, vida nueva

 


Juan y María llevaban casados 49 años. Al cabo de seis meses celebrarían las bodas de oro. Nunca habían imaginado vivir tanto tiempo juntos. Pero así era y sería mientras su salud lo permitiera.

Este año pasarían la Nochevieja solos, sus hijos tenían otros compromisos y no podrían celebrarlo juntos como cada fin de año. Sería más triste de lo habitual, pero lo importante era pasarla juntos.

Lo celebraron siguiendo la tradición: una cena exquisita —María era una excelente cocinera—, turrones y cava y a esperar las doce campanadas desde la Puerta del Sol, intrigados por ver qué vestido luciría en esta ocasión la Pedroche.

Llegado el momento culminante, tras haber tragado, no sin cierta dificultad, las doce uvas, cada uno formuló su deseo secreto. Ambos pidieron, como siempre, seguir siendo felices a lo largo del año que acababan de estrenar.

Se acostaron temprano —la edad no perdona—, pues pasada la una de la madrugada ya se les cerraban los ojos irremediablemente.

Al día siguiente vendrían los hijos y los nietos a comer. María ya había preparado un gran ágape, como cada año. Durante la comida, brindarían por los que ya no estaban.

Lo que María no podía haber previsto era que ese día tan inolvidable, sería Juan quien no estaría presente. Esa mañana no despertó. María estrenó así una nueva vida sin su marido. Juan siempre había dicho que quería dejar este mundo sin sufrir, tranquilamente, mientras dormía. Por lo menos, ese deseo sí que se cumplió.