La historia familiar era intrigante. Mi bisabuelo, mi abuelo, mis tíos, todos habían fallecido de forma aparentemente accidental y a una edad temprana. Las muertes se habían producido, según todos los indicios, por ignorar voluntariamente las advertencias del incunable.
―La culpa de todo la tiene ese maldito libro. Primero te seduce y luego te acaba dominando –sentenció mi padre.
Y, ante mi cara de interrogación, me contó la historia necrológica de mis antepasados.
―Tu bisabuelo era muy supersticioso. Conservó el libro en el arcón donde lo encontró de niño y en el que sus padres lo habían conservado muchos años sin sospechar qué secreto guardaba bajo sus cubiertas. Siempre le inspiró recelo pero nunca quiso deshacerse de él. Si el anterior propietario de la casona lo mantuvo en la buhardilla y no se lo había llevado ni lo había reclamado, debía ser porque quiso mantenerlo fuera de su alcance, pensaba. Tu bisabuela le dijo en más de una ocasión que, si tanta inquietud le provocaba, se deshiciese de él. Pero el hombre alegaba que si no lo había hecho su anterior dueño sería porque su destrucción podía acarrear alguna desgracia. Pero llegó un día en que, reconcomido por la curiosidad, decidió averiguar qué contenía.
―¿Y qué es lo que vio? –me anticipé, intrigado.
―Es de suponer que, al principio, lo que tú y todos hemos visto. Desde entonces, cada vez pasaba más horas con él. Al cabo de un tiempo, sin embargo, su lectura empezó a perturbarle y decidió devolverlo al arcón.
―¿Y qué tuvo que ver el libro con su muerte? –pregunté, impaciente.
―Para alguien ajeno a lo acontecía en aquella casa, nada en absoluto. Mi abuelo estaba reparando el tejado, pues se habían desprendido algunas tejas, y se precipitó al vacío. Eso fue en marzo de 1907. Tenía cuarenta y siete años.
―Cualquiera diría que fue un accidente fortuito –afirmé.
―Eso es lo que todos creyeron, incluida mi abuela. Pero a los pocos días, guardando los objetos personales de su difunto marido en la buhardilla, dio con el arcón y con el libro. Al tomarlo, de una de sus páginas cayó un pliego de hojas. Contenían unas anotaciones, una especie de diario.
―Un diario en el que tu abuelo contaba la verdad, supongo.
―Sí. En esas notas contaba todo lo que el libro le había ido indicando desde el día en que decidió abrirlo: no salir de casa, no hacer eso o aquello; en fin, cosas que no debía hacer. La última anotación era del día anterior al accidente.
―¿Y entonces por qué subió al tejado? ¿Acaso no le advirtió de ese peligro?
―Sí que se lo advirtió. Pero él le desoyó.
―Pero ¿por qué?
―Tu bisabuela contaría, muchos años después, a su único hijo, mi padre, lo que había escrito en aquel diario. El libro había obrado al principio maravillas, verdaderos milagros. Gracias a sus poderes, el negocio familiar creció como nunca. Años de penurias dieron paso a una época de bonanza económica sin precedentes. La granja se convertiría en la más próspera y los campos de labranza en los más fértiles de la región. Pero a cambio de estas bondades, el libro le exigía algo a cambio. Al principio eran cosas banales y fáciles de cumplir pero cada vez las exigencias fueron mayores y más comprometidas. No se sabe cuál fue la última, la que no quiso cumplir, la que le llevó a la tumba, porque tu bisabuela quemó aquellos papeles y nunca lo reveló. La vergüenza la debió llevar a obrar así. Estaba convencida de que su marido, en cierto modo, se había suicidado. Y no quemó el libro de milagro. La superstición salvó de la quema al incunable.
Contar la historia de las muertes familiares le ocupó a mi padre muchas horas. Anochecía y yo seguía escuchándolo boquiabierto.
Me contó que mi abuelo falleció en 1950, a los cincuenta años, por la caída de un rayo. Cabalgaba a campo abierto bajo una tormenta de mil demonios. El hombre todavía estaba con vida cuando lo hallaron tendido a los pies de su caballo, que salió ileso. Antes de expirar, el hombre mascullaba sin que nadie entendiera lo que decía, excepto mi abuela. Aunque ella no conocía todos los detalles, sí sospechaba que ese libro estaba detrás de la muerte de su marido. Al cabo de una semana, la granja y las tierras que mi abuelo había heredado de su padre fueron pasto de las llamas. Nunca se supo qué había provocado aquel pavoroso incendio. Mi abuela sucumbió bajo los escombros de la casona. Cuando la encontraron, tenía el libro en las manos. Intacto.
―¿Y a vosotros no os ocurrió nada? –pregunté, asombrado.
―No estuvimos presentes. Mi hermano mayor, el tío Alfredo, se hallaba prestando el servicio militar, y tu tío Gabriel y yo estábamos pasando las vacaciones en un campamento de verano organizado por la parroquia del pueblo.
―¿Fue por eso que lo licenciaron antes de terminar la mili? –conocía ese detalle pero no el motivo. Me habían hecho creer que mis abuelos habían fallecido a causa de una enfermedad infecciosa y que el tío Alfredo vendió todas las propiedades de sus padres para montar, con su parte de la herencia, el negocio textil con el que haría fortuna.
―Efectivamente. Con veinte años recién cumplidos, se convirtió en el cabeza de familia. También heredó el libro como si de una joya familiar se tratara pero sin creer una sola palabra de las supercherías que nuestra madre le contó en vida.
Mi padre parecía desear sacar a la luz todo lo que nos había ocultado, a mi madre y a mí, durante tanto tiempo. Me contó que mi tío Alfredo fue quien falleció a una edad más avanzada, a los sesenta y cinco años, y que su hermano Gabriel, de quien mi padre había heredado el incunable, tenía sesenta años cuando murió. Todavía eran jóvenes para morir, sobre todo teniendo en cuenta que gozaban de muy buena salud.
―Alfredo murió ahogado, practicando submarinismo, su deporte favorito, pero ignoro qué relación pudo tener su muerte con el libro. Su esposa, tu tía Gertrudis, nunca quiso hablar del tema. Vendió el negocio familiar y marchó a su ciudad natal. No volvimos a tener noticias suyas hasta que, enferma de Parkinson, le envió a mi hermano Gabriel el incunable. Al cabo de cinco años éste murió de un infarto y cuando, dos años después, falleció la tía Elisenda, el libro pasó a mis manos.
―¿El tío Gabriel murió de un infarto? Un infarto no es un accidente –alegué.
―De un infarto que le sobrevino mientras se ponía en forma en una cinta de correr. Todos sus amigos comentaron lo paradójico de su muerte. El ejercicio saludable le ha matado, decían. Ahora estoy seguro de que fue el libro, y no el ejercicio, lo que acabó con su vida.
―Entonces, ¿crees realmente que todas esas muertes fueron por no cumplir con alguna exigencia del incunable? La crónica que me prestó aquel librero afirmaba que este tipo de libros otorgaban, en la antigüedad, salud y fortuna a sus poseedores pero a cambio de algo que a veces podía ser terrible. Pero a mí solo me advirtió de peligros graves. Me mantuvo a salvo.
―Eso es lo que hace al principio, ganarse la confianza de quien lo usa, para acabar convirtiéndole en su esclavo. Primero te tantea, te va conociendo, hasta descubrir tus debilidades. Comienza su obra advirtiéndote de peligros para que confíes en él, para que le estés agradecido y le acabes necesitando. Cuando ya lo ha logrado, te concede favores de mayor envergadura, de modo que esta dependencia se hace todavía mayor. Hasta que llega el momento de cobrárselos. Y entonces no puedes negarte. Lo sé por experiencia propia.
Viendo el estado de nerviosismo de mi padre, presentí que lo que oiría a continuación no sería de mi agrado, que quizá incluso me iba a horrorizar. Si hasta entonces había creído a pies juntillas que mi padre no sería capaz de ningún acto deshonesto, empecé a tener serias dudas sobre su integridad. Y sin más preámbulos que un simple carraspeo, continuó con su confesión.
―Lo que te voy a contar no lo sabe siquiera tu madre. Pero ya no puedo guardar el secreto por más tiempo. Necesito decírselo a alguien y tú eres el único a quien se lo puedo confiar. No solo eres mi hijo sino también mi único heredero.
Dicho esto, yo me preparé para lo peor y él para revelarme la verdad de la forma más cruda.
―Siempre supe que este libro tenía algún poder oculto. Diría que desde que lo vi por primera vez en casa de mi padre. Yo era muy pequeño para entender lo que ocurría a mi alrededor, pero a veces me daba la impresión que mis padres le temían, refiriéndose a él como “ese libro”. Teníamos terminantemente prohibido tocarlo, con la excusa de que era un ejemplar único y que valía una fortuna. Aunque siempre sospeché que la relación entre el libro y mis padres no era la de un simple objeto valioso, nunca pregunté, ni de pequeño ni de mayor. Entre los hermanos jamás sacamos el tema a relucir. Creo que todos temíamos hablar de ello. Vivíamos bien y con eso teníamos suficiente. Lo mismo de mayores. A mi hermano Alfredo el negocio le iba viento en popa y tanto Gabriel como yo no podíamos quejarnos.
A pesar del frio reinante en la biblioteca, mi padre tenía la frente perlada. Encendía un cigarrillo tras otro y no cesaba de beber. El cenicero y la copa de brandy se llenaban una y otra vez.
―Alfredo siempre fue muy generoso con nosotros, como si nos debiera algo por ser el mayor, pero nunca nos habló del libro. Y la incomunicación continuó cuando, al fallecer, el libro volvió a cambiar de mano. Fue entonces Gabriel quien mantuvo el secreto. Nunca fui capaz de preguntarles a mis hermanos qué misterio encerraba el incunable y si habían podido experimentar algo una vez lo tuvieron en sus manos. Me mantuve en la ignorancia. Hasta que me tocó a mí ser su propietario. Y cuando así fue y comencé a conocer sus “propiedades protectoras”, no pude entender el mutismo de toda mi familia. ¿Cómo pudieron silenciar lo que hacía el libro? ¿Por qué no nos advirtieron de lo que era capaz? ¿Acaso había algo vergonzoso que ocultar? No lo podía entender. Hasta que no vi en lo que me había convertido ese libro, no comprendí el motivo de sus silencios. Pero yo no puedo hacerle esto a un hijo. Mis hermanos no tuvieron descendencia pero mis padres…
El tiempo corría, o quizás huía, como una presa perseguida por su depredador. Cada vez que mi madre llamaba a la puerta para saber si estábamos bien, si necesitábamos algo, mi padre le pedía que nos dejara tranquilos, que no nos interrumpiera. Tenía mucho que contar y necesitaba su tiempo para hacerlo.
Amanecía cuando mi padre, derrumbado y agotado, terminó su discurso, porque eso fue, un largo monólogo que yo no me atreví a interrumpir, anonadado como estaba por lo que oía. La biblioteca apestaba a tabaco. La botella de brandy de la que mi padre se había aprovisionado para darse valor, estaba casi vacía. Él todavía mantenía en sus manos la copa, agarrándola con fuerza como si quisiera quebrarla. Cabizbajo, como queriendo evitar mi mirada acusadora, respiraba profunda y lentamente.
Me sentí de pronto en su piel. Me imaginé pasando por lo que él debió pasar durante los tres años que había tenido el incunable en casa, primero ayudándole y luego dándole órdenes. No sabía qué decirle. No tenía palabras de reproche ni de consuelo. El silencio se adueñó de la estancia. Hasta que su voz lo hizo añicos.
―Acabo de cumplir sesenta años y he dejado de ser libre y honrado. Ese libro me ha quitado la libertad y la dignidad. Debo prescindir de él. No quiero que pase a tus manos y acabes como yo.
―¿Y si lo vendiéramos, como me aconsejó el librero? Insinuó que con ello ganaríamos un buen dinero –le propuse, dubitativo.
―También te dijo que lo quemáramos si queríamos estar a salvo. Venderlo sería como transmitir a otros esta maldición. Tenía razón ese viejo, deberíamos reducirlo a cenizas. Sería el único modo de librarnos de su poder.
―Pues quemémoslo -accedí.
―Lo haré yo. Me corresponde a mí acabar con él. Pero deberé ser cauteloso. Podría revolverse contra quien desee hacerle daño. Pero tú no te preocupes, ya me las ingeniaré. Ahora ve y descansa. Y no le cuentes nada de lo aquí hablado a tu madre. No sabe absolutamente nada. Si pregunta, ya me inventaré una excusa –fueron sus últimas palabras antes de retirarse.
Como era de esperar, no podía dormir ni descansar. No hacía más que pensar en lo que había tenido que hacer mi padre desde que sucumbió a la influencia del incunable. Ahora comprendía la ascensión meteórica de la empresa, todos esos contratos millonarios que le llovían sin cesar cuando sus competidores quebraban y la crisis afectaba brutalmente al sector; la forma milagrosa en que mi madre venció, primero el aneurisma cerebral y luego el cáncer de mama; la repentina salud de hierro de mi padre cuando poco antes había estado tan delicado; hasta la increíblemente reiterada suerte con la lotería. Bonanza económica y salud a raudales. Pero lo que nunca hubiera pensado de un hombre tan íntegro como mi padre es que aceptara, a cambio, mancharse las manos de sangre. No importaba que hubiera sido la de un sicario la mano ejecutora. ¿Cómo pudo llegar a corromperse así? No podía imaginarle ligado al negocio de las mafias, la prostitución y las drogas. Y todo por ese maldito libro. El incunable era realmente diabólico. Te ofrece éxito, riqueza y salud, y a cambio te exige que accedas a ser el peor de los delincuentes, un ser rastrero y deleznable. Mi padre y mis antepasados le habían vendido el alma a cambio de riquezas materiales.
Pero por otra parte, sentí una gran conmiseración por ese hombre abatido que se había desnudado ante mí confesando lo inconfesable. Había caído en la tentación y había accedido a entrar en el juego y luego no pudo salirse de él, no pudo abandonar la partida. Las amenazas por desobediencia fueron suficientes para hacerle claudicar. ¿Quién hubiera permitido dejar morir a su mujer? ¿Quién se hubiera atrevido a desafiar a ese monstruo que, como le había amenazado, podía cobrarse la vida de su hijo? Sus intentos por ignorarlo cayeron en saco roto. Le obligaba a consultarlo y obedecerle pues, de lo contrario, sus manifestaciones de ira no se hacían esperar. Ojalá lograra acabar con él. Si no lo hacía mi padre, lo haría yo aunque me fuera la vida en el empeño. Si él estaba dispuesto a sacrificar su vida para evitar que el incunable se apoderara de mi conciencia cuando recayera en mí su propiedad, yo estaba dispuesto a sacrificar la mía para que él dejara de vivir aquel infierno.
Debía serenarme. No podía elaborar un plan en el estado de agitación en el que me encontraba. Debía descansar y dormir. Me levanté. En el armario del baño guardaba una caja. Quedaban algunos comprimidos de diazepam. Cuando despertara, ya pensaría en algo.
CONTINUARÁ
bueno, ya estoy aquí. Realmente un relato apasionante y bien llevado. Espero ansiosa el desenlace.
ResponderEliminarUna larga carrera la que has tenido que hacer, Paola. Te agradezco, pues, el esfuerzo para "ponerte al día". Aquello de que los últimos serán los primeros, parece que aquí se ha cumplido a rajatabla. Has sido la última (al menos de momento) en "acoplarte" al primer episodio y la primera (de eso no hay duda) a dejar tu amable comentario en éste. Veremos que nos depara el desenlace.
EliminarUn abrazo.
Me temo que el incunable no se dejara reducir a cenizas tan fácilmente... Uno puede entender la lógica que lleva a sus poseedores a corromperse a cambio de salud, éxito y riqueza. El planteamiento del relato es coherente. Y yo mismo seguro que hubiera caído en el hechizo de este diabólico incunable. No te he leído hasta ahora, No sé si frecuentas el género fantástico, pero este relato tiene muy buenos ingredientes y especias adecuadas. La tensión se mantiene. Y el desenlace se va dibujando en las propias texturas del cuento.
ResponderEliminarUn abrazo.
Quien esté libre de culpa que tire el primer incunable.
EliminarYo mismo hubiera caído en la tentación si, por ejemplo, me hubiera ofrecido un trabajo de biólogo bien remunerado cuando lo busqué sin éxito. O la posibilidad de hacer el doctorado en el departamento de microbiología en el que, por aquel entonces, había "overbooking" de aspirantes, o...., en fin, quién sabe.
El género fantástico es uno de mis géneros favoritos pero no el único, pues reparto mi imaginación entre unos cuantos más. Espero que tengas ocasión de comprobarlo. Porque en esto del escribir hago como en la alimentación corporal: como de todo y equilibrado. Nada de dietas pero tampoco de excesos.
Muchas gracias, José Luis, por venir a leer estas historias con las que solo pretendo entretener a mis potenciales lector/as y a mí mismo. Lo segundo lo consigo siempre, lo primero ya es más difícil.
Un abrazo.
Esto se está poniendo buenisimo, así que sin repetirme más, te digo que estoy deseando leer como termina esta historia tan intrigante con este libro tan macabro, jajaja. Me encanta.
ResponderEliminarUn abrazo Josep
Está al rojo vivo. Lo que no sé es quién acabará quemándose. Mantendremos la intriga un poquito más.
EliminarMe encanta mantener el suspense.
Muchas gracias, Elda, por tu presencia.
Un abrazo.
El relato está más que interesante, Josep :)
ResponderEliminarComprendo la angustia del padre, su necesidad de deshacerse del secreto que le atormenta y al mismo tiempo el temor por su hijo. Es un libro que ofrece grandes recompensas, pero su precio por concederlas va aumentando hasta hacerse imposible...
Tengo mucha curiosidad por saber si conseguirán destruirlo, que imagino no será tan fácil. ¡¡Quedo a la espera de la siguiente entrega!!
Buenísimo, me ha encantado.
Un abrazo.
Ciertos favores se cobran muy caros. Es humano caer en la tentación y dejarse arrastrar por los cantos de sirena pero nuestros protagonistas hubieran tenido que recelar de unos favores que no tenían un origen humano.
EliminarA los hombres se les puede combatir pero a un incunable con poderes maléficos...eso ya es harina de otro costal.
Ya falta muy poco para conocer el final. Dije que lo publicaría antes del estreno de Star Wars 7 pero no he podido cumplir con mi palabra. El incunable manda. Creo que, en cierto modo, también a mí me ha atrapado.
Un abrazo.
Gracias por tus ideas. Las compartiré con el joven protagonista de esta historia. Le diré que son de alguien que dice llamarse Julio David. Pero dejémosle que encuentre por sí mismo una salida airosa al terrible problema que tiene atenazada a toda la familia.
ResponderEliminarHay quien vendería su alma al diablo a cambio de fortuna, éxito, juventud, salud y belleza. Nunca hubiera imaginado que un libro tuviera la misma potestad. A no ser que detrás de él se esconda un espíritu maléfico.
Veremos qué ocurre y cómo acaba la historia. ¿Tendrá un final feliz?
Un abrazo.
Bueno, has terminado de engancharme del todo jeje Seguro que el libro no se deja vencer tan fácilmente. O tal vez el chico aún necesite saber más sobre él a pesar de todo lo mencionado por su padre.
ResponderEliminarEspero el siguiente con más ganas aún. ;)
Un abrazo. =)
Me resulta muy grato saber que soy capaz de enganchar a alguien a través de una de mis historias, como si de una telenovela o un culebrón se tratara, jaja
EliminarMuchas gracias, Soledad, por tener la paciencia y amabilidad de seguirme y de seguir mis relatos.
El desenlace está a punto!!!
Un abrazo.
Josep me acerco para desearte una Feliz Navidad, que los días venideros te llenen de felicidad.
ResponderEliminarUn abrazo.
Hola San, cuánto tiempo sin saber de ti. Me alegro y te agradezco que hayas venido a saludarme y desearme unas felices fiestas.
EliminarEl deseo es recíproco. Que al año nuevo nos inunde de ideas y de buenos propósitos.
Un abrazo.