الخيميائي القديم
(El viejo alquimista)
(El viejo alquimista)
Ŷabir ibn Hayyan invirtió gran parte de su vida en la búsqueda de la piedra filosofal. Eran muchos los alquimistas que perseguían el elixir capaz de transmutar un vulgar metal en oro. Era muy joven cuando se inició en la alquimia de la mano de Ya `far as-Sadiq, un reputado médico de la corte que lo tomó bajo su tutela. Acabó siendo un experto en esta materia y fue feliz durante muchos años. Sin embargo, superada con creces la madurez, Hayyan tuvo que exiliarse y vivir retirado en una pequeña aldea, lejos de todos aquellos que le repudiaron. Sin proponérselo, había acumulado muchos enemigos y solo deseaba vivir en paz.
Quien más le desacreditó fue Abdel Hakîm Muhammed, notorio médico y feroz contrincante de su amado maestro. Muhammed recelaba de Ya `far as-Sadiq por su ascendiente ante el califa de Damasco y no le perdonó su negativa a admitirlo en la corte junto a él. “No quiero a un médico orgulloso y soberbio trabajando conmigo para el califa” –oyó decir Hayyan a su maestro en más de una ocasión. Desde entonces, ambos médicos se convirtieron en enemigos declarados. Aun así, no había lugar a dudas de que Muhammed era un gran hombre de ciencia y un reputado filósofo, y solo por ello el joven Hayyan sentía por él un gran respeto y admiración.
Hayyan nunca hubiera imaginado que, por culpa de Muhammed, tendría que acabar exiliándose. No cesaba de verter sobre él calumnias acerca del mal uso de la al-Kimiyya, con su ridícula búsqueda de la llamada piedra filosofal. Sus burlas y acusaciones todavía le perforan los tímpanos. Afortunadamente, su maestro no vivió lo suficiente para verlo ni oírlo. No habría podido soportarlo. El fuerte carácter de ambos hubiera dado lugar a una confrontación sin precedentes. Ŷabir ibn Hayyan era, en cambio, demasiado prudente y humilde para hacer frente a nadie y mucho menos a Abdel Hakîm Muhammed.
A Ŷabir ibn Hayyan se le conocía, en el que fue su país de acogida, como “el viejo alquimista”. Llegado de Siria, malvivía entre cristianos coptos vendiendo hierbas medicinales. Su casa era poco más que una cabaña de adobe que le alquilaba un mercader Judío, un Radhanita, a precio de oro. “Si existiera realmente la piedra filosofal eso no sería un problema para mí” –se decía, mofándose de su antigua y ridícula creencia. ¿Cómo había podido dedicar tantos años a algo tan absurdo? Ahora ya era demasiado tarde para lamentaciones. Por lo menos, en su nuevo hogar no tenía enemigos. Los habitantes de la aldea no le trataban bien pero tampoco mal. Su escasa clientela se contaba entre los más viejos del lugar, especialmente mujeres. Los niños iban a veces a visitarle por curiosidad pues les habían dicho que era medio brujo. Pero ellos sabían que no era así, que era un hombre bueno y sabio. Les encantaba las historias que les contaba.
Un día les contó la historia de Al-Natili, un joven dotado de una mente prodigiosa, capaz el que fue de recitar todo el Corán de memoria. Nacido en Tus, una antigua ciudad de Persia, siempre estuvo rodeado de libros. Era un niño inteligente y muy interesado por las ciencias naturales. Cuando su padre, farmacéutico de la tribu Azd, fue ejecutado por participar en una conspiración contra el califato Omeya, fue enviado a Arabia, a la ciudad de Medina. Allí estudió los saberes de la época: física, matemáticas, filosofía y lógica. Fue tal su precocidad y sus conocimientos en medicina que a los diecisiete años se hizo célebre por haber salvado la vida al califa omeya Marwan ibn Muhammad ibn Marwan, conocido como Marwan II. La caravana de este príncipe persa tuvo que hacer un alto en Medina, tras su peregrinación a la Meca, al caer repentina y gravemente enfermo. En agradecimiento por haberle librado de la muerte le ofreció unirse a su comitiva y viajar con ella a Damasco. Allí ampliaría sus conocimientos de matemáticas, música y astronomía junto a su médico y consejero personal. El joven rehusó cortésmente tal ofrecimiento, revelándole al príncipe los antecedentes políticos de su padre, los cuales, suponía, le incapacitaban para ocupar un lugar en la corte. El califa, doblemente agradecido por su sinceridad y por haberle sanado pudiendo haberle dejado morir, culpabilizando a la dinastía omeya de la muerte de su progenitor, reiteró su oferta bajo su protección personal. De este modo, el joven Al-Natili cambiaría de nuevo su lugar de residencia, trasladándose al palacio del califa donde conocería a su futuro mentor y maestro.
Cuando llegó a la mayoría de edad, Al-Natili ya había estudiado todas las ciencias conocidas, convirtiéndose en el segundo médico de la corte. A la muerte de su maestro, sucedió a éste en el cargo de médico principal y consejero del califa durante muchos años. Pero cuando Marwan II fue asesinado, en el año 721, poniendo así fin al califato omeya de Damasco, el afamado médico y alquimista Al-Natili cayó en desgracia. “Guardaos de los envidiosos –decía el anciano a su audiencia infantil-, son más peligrosos que las hienas del desierto. Siempre atacan a traición”
Lo que no sabían aquellos chiquillos era que la historia de ese tal Al-Natili era la suya propia. Recordarla le sumergía en un pozo de tristeza y soledad. No era una historia para contar y mucho menos a unos críos que esperaban oír un final feliz. Ŷabir ibn Hayyan enmudeció, lamentándose de haber iniciado aquel relato.
―¿Y qué le pasó? –preguntaron los niños al unísono, despertándole de su ensoñación.
―Se hace tarde y debéis volver a casa. No quiero que vuestras madres os regañen y se enfaden conmigo.
―Ohhh –exclamaron nuevamente a la vez los chiquillos, desilusionados.
Cuando el anciano quedó solo bajo la podrida techumbre de la cabaña, no pudo evitar reanudar el repaso mental de lo que fue su vida antes de la muerte de su maestro, cuando todavía era feliz.
Recordó la riqueza, el lujo y los placeres que le rodeaban. Mujeres a cual más bella, sirvientes prestos a atenderle en todo momento, unos magníficos aposentos en Palacio y todo tipo de caprichos al alcance de la mano. Todo ello gracias a la influencia de su famoso maestro y a la protección del califa. Cuando ambos salieron de su vida quedó desprotegido ante los enemigos que hasta entonces ignoraba tener. Unos querían adueñarse de sus conocimientos, robarle sus preciados escritos donde había ido acumulando todo su saber, otros deseaban apropiarse de su posición social como consejero en la corte, incluso había quienes pretendían arrebatarle sus escasas pero preciadas posesiones alegando haber sido adquiridas con dinero público.
Cuán voluble es la condición humana. De repente, los amigos se volvieron en su contra. Aquellos que tanto le adularon ahora le calumniaban. Quienes se acercaron para conseguir favores o consejo ahora se alejaban como si fuera un apestado. Había caído en desgracia y resultaba peligroso estar de su parte. Pero si bien todas estas iniquidades le dolieron en el alma, el dolor más profundo se lo produjo el ataque, cruel y despiadado, de aquél a quien consideraba un hombre sabio y respetable: Abdel Hakîm Muhammed. Supuso que su empeño en dañarle y ridiculizarle en público se debía a la animadversión y resquemor que había sentido hacia su maestro y que, fallecido éste, descargaba ahora contra él, su amado y fiel discípulo.
Así las cosas, no tuvo más remedio que desaparecer de la tierra que le había visto prosperar, dejando atrás todo lo que más quería. Viajó muy lejos, al otro lado del mar Rojo. Se estableció en Souan, tierra de coptos Nubios, junto al Nilo, un país lejano y hostil para plantar de nuevo su semilla. Pero la tierra de acogida resultó demasiado árida para que brotara una nueva vida de esa vieja semilla y Hayyan tuvo que contentarse con los frutos de sus conocimientos en medicina natural. Pasaba las horas y los días trabajando sin cesar en sus preparados medicinales para venderlos a quienes todavía confiaban en él, que cada vez eran más escasos.
El viejo y exiliado alquimista mantenía a buen recaudo sus fórmulas secretas. En unos anaqueles medio podridos conservaba las plantas, desecadas y troceadas, que recolectaba por los alrededores. En dos grandes baúles de ébano, lo único de valor que pudo conservar, guardaba celosamente sus libros y sus cuadernos donde había ido recopilando todos sus hallazgos. De vez en cuando, por la noche, sabiéndose a salvo de miradas indiscretas, hojeaba y releía sus antiguas anotaciones, recreándose en los viejos tiempos de libertad y lucidez. Los dibujos de las retortas, alambiques y demás utensilios que él mismo había construido le recordaban su amplio y pulcro laboratorio. Sus fórmulas y cálculos todavía le producían un cosquilleo de emoción, a la vez que una profunda nostalgia.
Una noche, ojeando sus manuscritos, dio con su último estudio sobre lo que él había llamado el “elixir de la vida”, la poderosa y codiciada piedra filosofal que tantos problemas le había acabado ocasionando. Releyendo con cierta aprensión aquellas últimas notas tuvo de pronto un pálpito, casi una revelación. Hasta ahora, tantos años después, no se percataba de que había estado a un paso de conseguirlo. No lo podía creer. ¿Estaba en lo cierto o se le había nublado el entendimiento? Esperaba que la senilidad no le estuviera jugando una mala pasada.
Estuvo despierto toda la noche, leyendo una y otra vez aquellos cuarteados pergaminos, hasta que tuvo que reprimir un grito de ¡eureka! como hiciera siglos atrás Arquímedes de Siracusa al comprobar la veracidad de su famosa teoría. ¡¿Cómo no se había dado cuenta, tan cerca que había estado de conseguirlo?! La clave del éxito estaba en ese ingrediente en el que no había reparado. Habían estado buscando esa sustancia durante años, ese al-Iksir tan huidizo, capaz de reordenar las cualidades básicas de los metales, y por fin había dado con la solución. Solo era cuestión de preparar una buena cantidad de “agua real”, la mixtura de su invención, y hacerla reaccionar con aquel polvo seco y rojizo que su buen maestro llamaba al-Kibrit al-Ahmar y que por esas latitudes se conocía como azufre rojo, tan abundante en las montañas que se divisaban desde la aldea.
No podía esperar. Demasiados años habían transcurrido para demorarse siquiera un día más. Hoy prepararía una gran cantidad de agua regia y al día siguiente, de madrugada, saldría sin ser visto. No quería que nadie le siguiera. Guardaría su hallazgo en el más absoluto de los secretos. Cabalgaría tan raudo como le permitiera su vieja mula hasta el pie de esas montañas rojizas y cargaría las alforjas con el preciado mineral. Ya encontraría un lugar apartado y discreto donde materializar el gran prodigio.
Y así llevó a cabo su última y gran aventura. Sin embargo, contrariamente a lo que creía, fue visto, de madrugada, marchando veloz hacia el norte, seguramente guiado por Al Dhi’bah, la estrella que señala el septentrión. Le vio uno de sus admiradores, el pequeño Ala ad-Dawla, que quería ser alquimista como él y quien siempre le seguía a todas partes.
Solo cuando habían transcurrido varios días sin que Hayyan volviera a ser visto en la aldea, el pequeño espía se atrevió a contar lo que había contemplado a sus mayores. Aparte de los niños, el único que lamentó su ausencia fue Abraham, el propietario de la que había sido hasta entonces su inmunda vivienda. Aquel desgraciado le había dejado sin pagar su última mensualidad.
Años después, algunos mercaderes y tribus nómadas dijeron haber oído hablar de un palacio construido en oro puro en un lejano oasis, en el desierto de Kavir, en Persia, y que en él habitaba un viejo sabio que tenía el poder de convertir en ese metal precioso cualquier mineral por vulgar que fuera. Mientras unos creían que era una simple leyenda, puesto que no se sabía de nadie que hubiera estado allí y hubiera vuelto para contarlo, otros opinaban que se trataba de un espejismo pues si bien era cierto que habían visto un refulgir dorado en medio del desierto, al acercarse desaparecía como una gota de agua bajo el tórrido sol del mediodía.
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―¿Y usted qué opina, profesor?
―¿Qué? ¿Cómo dice, joven? –el profesor parece despertar de un sueño.
―Digo que ¿qué opina de toda esta historia y, sobre todo, de esa absurda creencia en la piedra filosofal? –insiste el alumno de la cara infestada de granos, desde la última fila.
―Bueno… Si no le importa, continuaremos otro día. Hoy debemos dejarlo aquí. Se me ha ido el santo al cielo y ya es hora de dar por terminada la clase –aclara el docente mirando el reloj de la pared-. Además, no sé a qué ha venido contarles todas esas patrañas. No estamos en clase de historia sino de química.
―Estaba usted hablando del agua regia y de que fue un árabe, un tal Jabir Ibin Jayan o algo así, quien la preparó por primera vez a partir de ácido clorhídrico y ácido nítrico –comenta la chica rubia, de ojos azules y con gafas que siempre se sienta en la primera fila.
―Ah, sí, sí, claro, claro. Pues bien, para la próxima clase repasen el tema de los ácidos fuertes, ya saben: sulfúrico, clorhídrico y nítrico. Y prepárense para una prueba de control.
―Oh, nooo –exclama toda la clase al unísono.
―¿Qué? ¿Cómo dice, joven? –el profesor parece despertar de un sueño.
―Digo que ¿qué opina de toda esta historia y, sobre todo, de esa absurda creencia en la piedra filosofal? –insiste el alumno de la cara infestada de granos, desde la última fila.
―Bueno… Si no le importa, continuaremos otro día. Hoy debemos dejarlo aquí. Se me ha ido el santo al cielo y ya es hora de dar por terminada la clase –aclara el docente mirando el reloj de la pared-. Además, no sé a qué ha venido contarles todas esas patrañas. No estamos en clase de historia sino de química.
―Estaba usted hablando del agua regia y de que fue un árabe, un tal Jabir Ibin Jayan o algo así, quien la preparó por primera vez a partir de ácido clorhídrico y ácido nítrico –comenta la chica rubia, de ojos azules y con gafas que siempre se sienta en la primera fila.
―Ah, sí, sí, claro, claro. Pues bien, para la próxima clase repasen el tema de los ácidos fuertes, ya saben: sulfúrico, clorhídrico y nítrico. Y prepárense para una prueba de control.
―Oh, nooo –exclama toda la clase al unísono.
Cuando el profesor de química se queda solo en el aula, esboza una sonrisa apagada. Qué tiempos aquéllos –piensa-. ¿Qué debió ser de Ŷabir ibn Hayyan? ¿Llegaría a descubrir la famosa piedra filosofal? Y de ser así, ¿por qué no lo divulgó? Espero poder averiguarlo pronto. ¡Pero qué tonterías digo! Si alguien me oyera diría que estoy loco y, en el mejor de los casos, me expulsarían del instituto o me jubilarían anticipadamente. La piedra filosofal, la piedra filosofal. Pero, mira que si existiera…
Cuando llega a casa, se encierra en su despacho y dedica el resto de la tarde a su verdadera pasión. Enciende el ordenador y abre el último documento, ese relato que ha titulado “el viejo alquimista”. Lleva años trabajando en él. Primero tuvo que aprender el árabe clásico, en lo que invirtió casi tres años y luego ha tenido que dedicar muchas horas de su escaso tiempo libre a descifrar estos textos que aun se le resisten. Los pergaminos están en muy mal estado y los escritos le resultan casi ilegibles. Pero poco a poco va desentrañando la verdad que se esconde tras la desaparición de Ŷabir ibn Hayyan, aquel viejo y denostado alquimista. Está ansioso por descubrir qué hizo y qué le ocurrió tras abandonar aquella aldea. Espera esclarecer el misterio tras la lectura de todos los documentos que todavía le quedan por leer y que adquirió, por curiosidad histórica y a precio de ganga, en aquel mercado turco. Quizá algún día pueda publicar su verdadera historia.
Este es un relato de ficción. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Me he permitido, eso sí, la licencia de inspirarme en algún que otro personaje real. También he tomado prestado el nombre del protagonista, a cuyo propietario real le he cambiado la vida sin contar, obviamente, con su aprobación ni con la de sus descendientes. Espero que su espíritu no me lo tenga en cuenta.
Ilustración: Abū Mūsā Ŷābir ibn Hayyān (Tus, 721 – Kufa, 815). Retrato del siglo XV, Codici Ashburnhamiani 1166. Biblioteca Medicea Laurenziana. Florencia.
Una historia bellísima, Josep.
ResponderEliminarUn abrazo grande.
Muchas gracias, Mari Carmen. Un placer verte por aquí.
EliminarUn abrazo igualmente grande.
Un relato maravilloso, Josep, y no solo por su interesante y emotivo argumento, sino también por lo bien documentado que está. A pesar de ser algo más largo de lo que nos tienes acostumbrados se hace muy ameno.
ResponderEliminarEl final queda abierto, no sabemos si el protagonista logró encontrar al fin la piedra filosofal o si solo se trata de una leyenda, pero eso es justamente lo que le da un aire romántico y misterioso. La narración es impecable, me has impresionado.
Un abrazo y mi más sincera enhorabuena!!
Efectivamente, es un relato que se sale, en cuanto a longitud, de lo que habitualmente hago pero es que la historia da para mucho, jeje. Además, no quería dividirla en dos partes pues me parecía que perdía intensidad y no había por donde cortarla.
EliminarEn fin, me alegra mucho que te haya parecido maravillosa pero es que la vida del viejo alquimista también lo fue hasta que cayó en desgracia.
Dejemos el relato abierto. No conviene desentrañar el misterio. Dejemos que cada uno piense en un final distinto. Yo tengo el mío pero prefiero no compartirlo, jaja.
Un abrazo.
Se lee bien y está expresado en un castellano fluido que no se hace pesado. La historia al final se desarrolla en dos planos temporales, el del tiempo de Hayyan y el del profesor de química que la investiga desde el presente que intuyo es una metáfora de ti mismo ideando y rehaciendo la historia del alquimista. Tus estudios no son dispares del objeto de este cuento tan bien traído y correctamente planteado.
ResponderEliminarUna cosa, perdona si soy impertinente, el tipo de letra de los comentarios es difícil de leer, cuesta mucho de desentrañar. No sé si una tipografía más normal le beneficiaría a esta parte del blog. Es una letra muy fina y alambicada que hace difícil su comprensión.
Un cordial saludo.
Hola Joselu. Me alegra encontrarte también en este blog dedicado a los relatos de ficción. Muchas gracias por pasarte y dejar tu comentario, muy propio viniendo de un profesor. Intento cuidar el leguaje y el estilo narrativo, para que el texto resulte comprensible y agradable de leer. Siendo un hombre de ciencias, esto no siempre resulta fácil. Debo decir, sin embargo, que esta dicotomía entre ciencias y letras, muy propia de la época, siempre me resultó impropia y la lectura siempre ha sido mi pasión. Aunque no tenga una base "técnica" literaria, leyendo se aprende mucho, como te decía días atrás en un comentario que dejé en tu blog.
EliminarEn cuanto a lo que dices del tipo de letra de mis anotaciones, quise distinguirla precisamente para que se viera que era eso, una nota al pie, pero, de todas formas, a mí me aparece perfectamente legible en pantalla e igualmente en el resto de ordenadores de la casa (el de mi mujer y el de mi hija), así que debe ser una cuestión del aparato y del tamaño de la pantalla. De todos modos, si alguien más me hace la misma observación, intentaré modificarlo.
Muchas gracias por tu visita.
Un abrazo.
Caray Josep, cuanta imaginación tienes aunque te hayas documentado, me parece muy difícil llevar una historia así con esos nombres y un tema que me parece muy complicado para escribir, aunque para leer, se lee estupendamente.
ResponderEliminarMis felicitaciones y un abrazo.
Me documenté un poco, ciertamente, para que encajaran algunas piezas pero, aun así, ha sido un relato que se me ha resistido. Llevaba tiempo dándole vueltas a cómo enfocarlo y, sobre todo, desarrollarlo. Y por fin salió así. Diría que es el relato que más tiempo me ha llevado y el más complejo de los que he escrito.
EliminarMe alegra que te haya gustado.
Un abrazo.
Se aprecia que el texto ha sido bastante trabajado, está impecable. Nos sumerges despacito en la historia de este personaje. El final me ha gustado mucho, para seguir imaginando. Y el remate con tu explicación me ha arrancado una sonrisa. Seguro que te perdonan. =)
ResponderEliminarUn abrazo. ;)
Muchas gracias, Soledad, por tus amables palabras.
EliminarEspero que, efectivamente, el espíritu de Yabir y de todos sus descendientes muertos no se lo tomen a mal y se me aparezcan un día de estos para darme un escarmiento por haberme metido en a vida de su antepasado. No creo en los fantasmas pero quizá la alquimia del siglo VIII otorgó a sus practicantes de ciertos poderes sobrenaturales.
La verdad es que, a medida que me sumergía en esa historia, medio ficción medio realidad, me iba dejando atrapar por sus personajes y situaciones de modo que me resultó difícil llegar a un punto y final. Hubiera seguido escribiendo pero preferí cortar por lo sano y darle ese final abierto.
Un abrazo, estimada lectora.