Llegó al alba, tras un largo viaje y una noche en vela. Desde que había recibido aquella carta no dormía bien. Había pasado tanto tiempo que no había vuelto a pensar en la casa de la playa ni en aquel último verano de su niñez. Hasta ahora. Aquella misiva solo llevaba como remitente un nombre: Laura. Le pedía que fuera, necesitaba hablar con él. ¿Después de tantos años? ¿Para qué? Estuvo dudando si debía acudir o no a aquella cita. Pero ahora ya estaba allí. Ya no había vuelta atrás.
El paisaje había cambiado. Menos árboles, más edificaciones, un campo de golf donde antaño hubo un prado interminable. El espesor arbóreo, casi selvático, había sido sustituido por un enjambre de áridas urbanizaciones. Lo único que permanecía inalterable era la brisa de la mañana, procedente de un mar en calma que no tardaría en tornarse bravío. Más de una vida se había cobrado ese mar engañoso. La de muchos pescadores. Y también la de aquel niño.
Ahora ya no hay pescadores, ni barcas varadas en la playa, ni redes que reparar. El mar y la playa siguen siendo los mismos pero un poco más tristes y solitarios. Frente a ese mar, en esa playa, fue donde se despidieron por última vez.
Al atardecer, cuando las olas volvían a su vaivén sosegado, cuando el viento volvía a ser la brisa que refresca al paseante, seguía sin saber de ella. Preguntó a los ancianos que, sentados a la sombre de la arboleda de la plaza, charlaban y rememoraban sus años de juventud. Preguntó en los bares. Preguntó en las casas que se alzaban a lo largo de la playa. Preguntó a todos y cada uno de los viandantes con los que se cruzó. Todo en balde. Nadie sabía qué había sido de ella. Muchos eran los rumores pero no pasaban de ser eso, simples rumores. Parecía haberse esfumado. La casa seguía en pie, donde la recordaba, pero nadie respondió a sus llamadas. ¿A qué jugaba? Le había hecho venir y ahora no aparecía. ¿Sería una broma de mal gusto?
Cuando, cansado del largo viaje y del ir y venir por las calles del pueblo, se disponía a dar cuenta de una suculenta cena en la remozada fonda del pueblo, una mujer entrada en años se le acercó y le tendió un papel como quien entrega un tesoro. Una vez cumplido su propósito dio media vuelta y se fue, sin darle tiempo a pedirle explicaciones.
Con la boca todavía llena de un delicioso cocido, leyó lo que una mano trémula había escrito en aquella cuartilla que ahora sostenía él, intrigado.
“Mañana, a las ocho en punto, te espero junto al acantilado, donde tú sabes”
Dos líneas para una cita que se había pospuesto durante más de treinta años. ¿Por qué había esperado tanto tiempo para dar señales de vida? ¿Qué querría de él? Casi la había olvidado y ahora aparecía de la nada, le hacía venir hasta allí y, de una forma misteriosa, le citaba junto al acantilado. Precisamente en el acantilado. ¿Sería capaz de resucitar aquel penoso suceso del que ya nadie se acordaba?
Eran solo unos críos. No pretendían hacerle daño. La imagen del cuerpo de aquel niño flotando entre las rocas le impregna la retina. Recuerda el mutismo de ambos ante las preguntas de unos padres destrozados por la tragedia y los interrogantes de las autoridades. Fue un simpe empujón tras una discusión. Les amenazó con contarles a sus padres que les había visto dándose un beso. El crío no atendía a las súplicas, primero, y a las amenazas de su hermana mayor, después. Y ella temió las represalias de su padre, tan rígido e intolerante. Fue ella quien le empujó y aquel maldito traspiés acabó con su cuerpo contra las rocas y las olas. Se juraron no desvelar la verdad. Si un inocente beso hubiera traído malas consecuencias para ella, no quería ni imaginar lo que le sucedería por haber acabado con la vida de su propio hermano, aunque hubiera sido un accidente.
Cuando el ocaso hizo acto de presencia y el acantilado adquiría un tono rojizo brillante por efecto del sol poniente y del agua, la vio. Laura emergió de entre las rocas como una aparición. De sus ojos emanaban una profunda tristeza, su cara demacrada dejaba ver un gran sufrimiento y sus cabellos deshilachados transmitían un total abandono. Parecía un espectro. Se le acercó y, una vez ante él, se le abrazó con fuerza y rompió a llorar sin consuelo.
Era noche cerrada cuando abandonaba el lugar sin ser visto. La historia se repetía pero esta vez era él el culpable, quien había propinado el empujón mortal. ¿Cómo, a estas alturas, iban a contar la verdad de lo ocurrido hacía más de treinta años? ¿Qué sentido tenía remover el pasado y resucitar recuerdos olvidados? No se lo podía permitir. Aunque ella se auto-inculpara, él sería el cómplice y encubridor. Toda su carrera y su imagen se verían perjudicadas por algo que ya no tenía solución.
Su decisión había sido la correcta. Nadie les había visto juntos. Cuando la encontraran, creerían que había sufrido un accidente. O bien que, como llevaba años trastocada por la muerte de su hermano, había acabado suicidándose. Cualquier explicación parecería más plausible que la verdad. Una vez más.
No podía consentir que, después tantos años, viniera ella a implantarle de nuevo lo que con tanto esfuerzo había logrado eliminar de su mente: la culpa.
Por cierto, ¿quién sería aquella mujer que le hizo entrega de la nota mientras cenaba? ¿Sabría algo de la cita? Tendría que pensar en algo, no podía dejar ningún cabo suelto.