Llegaron
en primavera, como las aves migratorias, y desde el primer día de su llegada,
sospechamos que ocultaban algo inconfesable. Reconozco que suena a la típica
película de suspense, con vecinos muy simpáticos pero que en realidad son unos
asesinos o espías rusos. Pero lo nuestro no era fruto de una fantasía, sino que
tenía visos de ser tan real como lo éramos nosotros. Y al decir “nosotros” me
refiero a mi hermana y yo. Éramos, pues, dos los que sospechamos casi al
instante de la falsa identidad de los recién llegados.
Vivimos
en un adosado. El conjunto lo conforman treinta casas de dos plantas que
comparten un gran jardín comunitario con piscina. Los nuevos vecinos se
instalaron justo en la casa de al lado.
Llegaron
a media mañana de un sábado. Mi hermana y yo estábamos en la parte delantera
lavando el coche de papá, como hacíamos todos los sábados a cambio de una
pequeña recompensa económica. Cuando los vimos llegar, seguidos por el camión
de las mudanzas, nos parecieron encantadores. Una pareja joven y de buen ver,
sobre todo ella, una morena despampanante. Les echamos treinta y pocos años.
Parecían la pareja ideal. Tan pronto nos vieron, se acercaron a saludarnos y se
presentaron. Tricia y Nando ─de Patricia y Fernando, según se apresuraron a
aclarar─. Por la tarde, volvieron en plan formal, para presentarse a nuestros
padres, a quienes les cayeron extraordinariamente bien, por lo simpáticos y
educados que se mostraron. A mi padre le encantó Tricia, aunque dudo que fuera
por su maestría como pastelera, como nos dio a entender, tras probar la tarta
de chocolate con la que nos obsequió y que, según dijo, había hecho con sus
propias manos.
Pero desde
ese día, o debería decir desde esa noche, no dejaron de incordiarnos con un
molesto vocerío, que al principio atribuimos
a la típica pelea de pareja. Nuestros padres no se enteraron, pues su
dormitorio linda con la casa opuesta, mientras que nuestras habitaciones daban,
pared contra pared, a la de nuestros jóvenes y guapos vecinos.
No fue
ese un suceso aislado, sino que se repetía casi cada noche, a la hora de
acostarnos. Las voces, y algún que otro grito, se alternaban con susurros, y en
ambos casos parecían de personas mucho mayores que ellos. A veces eran voces desgarradoras,
otras sonaban como quejidos y sonidos guturales emitidos por un ser agónico.
Cuando
se lo contamos a papá y mamá, él se echó a reír ─me imagino que su
interpretación iba por otros derroteros─ y ella nos miró con cara de preocupación.
“¿No habréis estado fumando hierba?”, fue todo lo que nos dijo. A pesar de
nuestra negativa, no quedó muy convencida. Desde entonces se pasaba el día
olfateando nuestros dormitorios y mirando en los armarios, bajo la almohada y
el colchón.
Cuando
se producían esos “sonidos”, pegábamos la oreja a la pared para oír mejor, pero
no había forma. Acabamos deduciendo que, o bien se drogaban y deliraban, o bien
llevaban a cabo un ritual satánico invocando al mismísimo diablo. Acabamos
inclinándonos por lo segundo. Los adoradores del diablo siempre son gente
encantadora, las películas lo dejan bien claro. Esa información, sin embargo,
no la compartimos con nuestros progenitores, pues entonces sí que nos habrían
tomado por locos o drogatas.
Curiosos
por naturaleza ─no sé a quién salimos, pues nuestros padres tienen de curiosos
lo que yo de marciano─, mi hermana y un servidor nos propusimos aclarar el misterio
como fuera. Pero ¿quién sería el valiente que se metería en la boca del lobo
para desenmascarar a esos dos? Solo había un candidato, según mi hermanita: su
noviete, el chaval más valiente y aguerrido del Instituto. Fue, por lo tanto,
tarea suya convencerle para que nos echara una mano y lo que hiciera falta.
El tío
no se amilanó. Fanático como era de las películas de terror y de los
videojuegos de muertos vivientes, le venía como anillo al dedo una aventura de
tal calibre, esperando con toda seguridad hacerse el héroe ante mi hermanita.
Una vez reclutado como caza-demonios o caza-lo-que-sea, solo necesitábamos un
plan. Y como, según mi hermana, yo era el más escuchimizado pero el más listo
de los tres, me tocó a mí esta tarea.
Para
empezar, había que hacer un seguimiento de sus costumbres y movimientos, cosa
que no me resultaría fácil al tener que compaginar mi tarea de espía con la
asistencia a clase. Aun así, al cabo de cinco días de intensa labor
investigadora, tenía información más que suficiente, tras lo cual cité a mis
dos colaboradores para comentar el resultado de mis pesquisas.
─Cada
noche, a eso de las diez, llega gente, llaman mirando a su alrededor, como
asegurándose que no son vistos, y cuando les abren entran sigilosamente.
─Eso
sí que es sospechoso ─afirmó el amiguete de mi hermana─. ¿Y no les has visto la
cara?
─Delante
de su casa no hay ninguna farola, por lo que la entrada queda muy oscura. Lo
único que sé es que, por cómo van vestidos y se mueven, son hombres y mujeres.
El número varía. Unas veces son cuatro, otras hasta seis. Alguna noche solo
dos.
─¿Y
qué más? Porque solo con esto no podemos pensar que hagan nada malo ─terció mi
hermana.
─Ni
Tricia ni Nando salen a trabajar. Siempre están en casa. Cuando salimos para ir
al “Insti” su coche está aparcado en la calle, y cuando volvemos, a las cinco y
media, sigue allí. Vivimos lo suficientemente lejos del núcleo urbano como para
que necesiten ir en coche a todas partes. Solo salen para ir de compras. Esta
semana lo han hecho dos tardes, a eso de las seis, y tardaron unas dos horas en
volver del Centro Comercial que hay junto a la autovía. Solo usan el coche para
eso.
─¿Y
cómo sabes que van a comprar a ese Centro Comercial, listillo? ─eso lo preguntó
el tonto del noviete de mi hermana, quién si no.
─Pues
porque lo pone en las bolsas de plástico que llevan. “Centro Comercial Los
Andes” ─contesté con un deje de desprecio.
─Ya te
dije que mi hermano es muy listo ─volvió a terciar mi querida hermana.
─Además,
¿no te has fijado ─dije dirigiéndome a ella─ que nunca dejan el coche dentro
del garaje?
─¿Y eso
qué significa, según tú? ─volvió a cuestionar mi poder deductivo el valiente,
aguerrido pero estúpido noviete de la tonta de mi hermana. ¿Cómo podía aguantar
a aquel besugo?
─Pues
está claro ─afirmé con rotundidad, dejando a la silenciosa concurrencia expectante.
─¿…?
─¡Que
son unos terroristas islámicos y preparan un atentado!
─¿Cómo
dices? ¿Pero no se suponía que eran adoradores del diablo o algo así? ─saltó mi
hermana. Y ante la cara de estupor de la pareja de incrédulos oyentes, rematé:
─A
ver, no trabajan, de algo tienen que vivir, digo yo. En el Centro Comercial
pueden comprar de todo, incluso sustancias para fabricar explosivos. Todo lo
almacenan en su garaje, de ahí que tengan que dejar el coche en la calle, para
que nadie vea la mercancía al abrir y cerrar la puerta batiente. Sus visitantes
nocturnos son miembros de una célula durmiente que ha recibido órdenes para
actuar. ¿Y dónde hallarían un lugar mejor que en este tranquilo vecindario? Se
hacen los simpáticos para no levantar sospechas. ¿Acaso no habéis visto cómo
siempre los vecinos de los terroristas los describen como chicos muy normales y
muy majos, que quién lo iba a decir?
─¿Y
por qué yihadistas? ─esta vez fue mi hermana quien preguntó, doliéndome su
falta de perspicacia en lo más hondo de mi ser.
─Al
principio no caí en la cuenta, pero solo hay que ver su pelo negro y rizado, su
piel morena, especialmente la de ella, con esos ojos tan oscuros. ¿Y qué me
dices de su acento tan… especial?
─Eso
es verdad, hablan un pelín raro, pero como papá dijo que debían ser del norte, seguramente
vascos… ─acabó admitiendo mi hermana.
─Qué
acento vasco ni qué niño muerto, es acento árabe. Y ahora manos a la obra
─declaré, poniendo fin a la cháchara.
─¿Cómo
que manos a la obra? ─era el presunto cuñadín quien preguntaba con cara de
palurdo.
─Pues
que ahora es el turno del valiente y aguerrido amiguito de mi hermana ─dije con
retintín─, que para esto te hemos metido en el ajo ─añadí, sintiéndome por fin
liberado de tanta tensión acumulada a lo largo de mi investigación, pasando el
testigo a ese pardillo que mi hermana tenía por novio.
Y
entonces pasé a relatarle cuál iba a ser su papel.
─Solo
tienes que colarte en su casa. No pongas esa cara, ¿no dices que eres como
Spiderman? Pues eso, escalas o te las compones como sea para entrar. Pero antes
mira en el garaje, a ver qué esconden y haces una foto con el móvil. Luego,
cuando estés dentro, subes al piso de arriba y vas al dormitorio, que es donde
deben tener su centro de operaciones. Mira, te he hecho un plano. A fin de
cuentas, su casa es como esta, pero dispuesta al revés, como si fuera una
imagen especular de la nuestra ─dije lo de “especular” a sabiendas de que no
entendería el término y eso me daría más autoridad y respeto, como debe ser en
un jefe de equipo.
─Lo
que no acabo de entender es lo de los gritos y susurros y todas esas voces
extrañas que oímos ─comentó mi todavía incrédula hermana.
─Pues
está más claro que el agua: discuten sobre cómo y dónde llevar a cabo el
atentado, ya sabes que los árabes discuten a gritos, por eso no entendíamos lo
que decían. Y las otras voces son las de otros compañeros, que hablan en voz
más baja por prudencia, para no llamar la atención.
Al
terminar mi argumentación, mi hermana me miraba asombrada, seguramente por mi
pericia, y el otro, con una cara de bobo que parecía que se le iba a desencajar
la mandíbula. Pero, como el perro fiel que era de mi hermanita, quien le
dirigió una mirada entre suplicante y provocadora, el noviete e improbable
cuñadete se puso las pilas. Al día siguiente, a las nueve de la noche, que era,
según mis observaciones, cuando Tricia y Nando, o como se llamaran, cenaban en
la planta baja, se coló, armado con un puñado de herramientas de bricolaje, en
la casa de nuestros vecinos terroristas. Después de eso, haríamos historia.
A las
nueve y media estaba de vuelta, jadeando y sudoroso, en la habitación de mi
hermana, quien pasó el cerrojo para evitar la esperada intrusión de nuestra
madre para avisar que la cena estaba lista. Cuando se hubo repuesto del
agotamiento físico y mental, desembuchó.
─Joder,
tío ─evidentemente se refería a mí─, vaya embolao en el que me has metido. No
he podido entrar en el garaje porque tienen una alarma independiente de la de
la casa y seguro que estaba conectada. He entrado por la cocina y he subido al
piso de arriba. Por cierto, tienen la casa muy bien decorada y llena de velas
encendidas, de esas aromáticas. Aunque he ido con tiento, deben haberme oído
porque, cuando estaba justo delante de la puerta del dormitorio, ha aparecido un
tío con cara de bestia parda y, ay la hostia, ¡con una pistola en la mano! Si
no la he palmao es porque debo tener el corazón de hierro y porque el tío no me
ha disparado, que si no… Mientras me apuntaba, preguntándome quién coño era,
cómo había entrado y qué quería, oía una voz de mujer en la planta baja que
llamaba a la policía. Todavía o sé cómo lo he logrado, pero me he largado tan
rápido como el rayo y he saltado por una ventana que estaba abierta al final
del descansillo. Por fortuna he caído sobre unas hortensias y no me he roto la
crisma de puro milagro.
─Pues
sí que has tenido suerte, sí ─quien dijo eso era yo.
─¿Seguro
que estás bien, cari? ─eso lo dijo mi hermana.
En eso
llamó mamá a la puerta informando a mi hermana que la cena estaba lista y
preguntándole si yo estaba con ella pues no me encontraba en toda la casa. Con
ello dimos por terminada la reunión.
─Tranquilos
─dije aparentando tranquilidad─, esperaremos hasta mañana a ver qué pasa. Si se
presenta la policía, es que realmente la han llamado y entonces no son
terroristas. Y si no aparece la policía es que no la han llamado y eso solo
puede significar que estamos en lo cierto. ¿Os imagináis la casa de unos
terroristas que están preparando un atentado llena de policías husmeando aquí y
allí en busca de explosivos y pistas, exponiéndose a que entren donde no deben
y vean lo que no deben descubrir?
Como
la policía no hizo acto de presencia, al día siguiente, a las cinco y cuarto de
la tarde, era yo quien llamaba al 091 para denunciar la existencia de unos
terroristas que se hacían pasar por unos vecinos ejemplares.
Llamé
desde un locutorio que hay muy cerca del Instituto. Aun así, utilicé un pañuelo
para cubrirme la boca y enmascarar mi voz. Les dije que no podía identificarme
porque temía por mi vida, les di la dirección de mis vecinos y les recomendé
que se presentaran a las diez y pico de la noche para que pudieran coger a
todos los miembros del comando in
fraganti.
Llegué
a temer que me tomaran por un chiflado o por un bromista, que hubieran
detectado una voz infantil ─aunque ya la tengo bastante grave─ y creyeran que
todo era una travesura de críos. Pero no fue así. El horno no está para bollos,
estamos en el nivel cuatro de alerta terrorista y nadie se atrevería a ignorar
un aviso de tal magnitud.
La
policía se presentó a las diez y media en punto. Mi hermana, el guaperas y yo
estábamos vigilando el escenario del asalto desde la ventana de su dormitorio, que
da a la calle, pues el mío da a la zona comunitaria.
El
despliegue fue de película. Decenas de agentes uniformados, con casco, chalecos
antibalas y metralletas se apostaron sigilosamente ante la casa de nuestros
vecinos. Llamaron a la puerta de las dos casas colindantes para penetrar hasta
el jardín trasero y así cerrarles el paso si pretendían escapar por la parte
de atrás. Mis padres, más tiesos que un poste de la luz y con cara de
acojonados, se apartaron para dejarles el camino libre, guardando silencio tal
y como el agente que encabezaba la comitiva les pidió por señas. Nosotros tres,
en el piso de arriba, íbamos del cuarto de mi hermana al mío y viceversa, para
no perdernos un detalle de lo que ocurría delante y detrás de la vivienda.
Finalmente, y de forma sincronizada, los agentes se abrieron paso derribando las
puertas delantera y trasera de la casa de los vecinos y, dando voces de
“policía, policía”, entraron en tromba.
Desde
nuestros dormitorios oímos gritos que no parecían proceder de los agentes sino
de los presuntos terroristas. Nos llamó poderosamente la atención unos
chillidos agudos, propios de alguien que está aterrorizado, seguidos de llantos
de mujer. No acertábamos a entender nada de lo que se decía. Por una vez quise
que las paredes fueran realmente de papel de fumar, como solía decir mi padre.
Al
cabo de una media hora se hizo la paz, la policía se marchó dejando el barrio
en un silencio solo alterado por los ladridos de unos perros que debían oler el
miedo. De la casa de nuestros vecinos salieron precipitadamente cuatro
personas, dos hombres y dos mujeres, y cada pareja tomó un rumbo distinto. Los
hombres iban refunfuñando y las mujeres sofocando el llanto. En unos segundos
todos habían desaparecido de nuestra vista. Y a nosotros tres, perplejos e
intrigados, no nos quedó más remedio que esperar a oír las noticias de la
mañana, pues algo así no podía pasar desapercibido.
A la
mañana siguiente, mientras desayunábamos, antes de partir hacia el Instituto, sugerí
a mis padres que pusieran la televisión para ver si se comentaba algo sobre lo
sucedido la noche anterior. Dicho y hecho. Al encender el televisor, el locutor
del programa de noticias matutinas estaba dando la información que, más o
menos, decía así:
“La
pasada noche, alertados por una llamada anónima, efectivos del grupo
antiterrorista de la Guardia Civil se personaron en un complejo de viviendas
adosadas de la urbanización conocida como “El pulmón verde”, en las afueras de
la capital, con objeto de desmantelar un supuesto grupúsculo yihadista que
presuntamente se disponía a perpetrar un atentado. La amenaza resultó ser
falsa, pues en la vivienda sospechosa no había indicios de comisión alguna de
un delito contra la seguridad ciudadana. Lo que hallaron los agentes que
irrumpieron en la citada vivienda fue a un grupo de seis personas, entre ellas
la pareja de propietarios, que llevaban a cabo una sesión de espiritismo. Al
parecer, los propietarios, de origen rumano, solían recibir, casi todas las
noches, a un grupo de clientes con la finalidad de contactar con sus seres
queridos fallecidos. Farsantes o no, no se les pudo imputar ningún otro delito
que el de tenencia ilícita de armas pues, al parecer, se les incautó un
revolver. Seguramente, la asidua presencia de tales visitas nocturnas, despertó
la sospecha de algún ciudadano que no quiso darse a conocer”.
─Bueno,
ya decía yo que nuestros vecinos ocultaban algo ─dije una vez terminada la
noticia. Todos seguimos desayunando como si tal cosa.
******
Tricia
y Nando, o como se llamen, se han mudado. Creo que tienen algún asunto
pendiente con la policía, pero ya no me interesa su vida privada. Mi hermana y
el cachas de su noviete no dejan de burlarse de mí desde entonces. Y todo por
culpa de esos malditos vecinos.