miércoles, 30 de junio de 2021

La metamorfosis

Podría decir aquello de que ¿no querías caldo?, pues toma dos tazas. Y esto viene a cuento de que algunas de mis lectoras manifestaron, tras la publicación de mi anterior relato, que el género de terror no era de su agrado o preferencia. Así pues, lo siento por ellas, pues, echando mano de otros relatos que quedaron en el baúl de los recuerdos, mi mano inocente ha vuelto a extraer uno de ese mismo género, aunque no sé si merece el apelativo de terrorífico. Por lo menos, espero que os entretenga. Ya llegarán momentos mejores.


Gregorio no solo compartía el mismo nombre con el protagonista de la famosa novela de Kafka, también trabajaba, como él, en el ramo textil. Pero peor aún era el hecho de que se estaba transformando, como su desgraciado homónimo, en un insecto. Existía, sin embargo, una diferencia notable: su metamorfosis era extremadamente lenta.

Pero llegó el día en que apareció un nuevo cambio que, ahora sí, podía hacer sospechar a sus amigos y compañeros de trabajo de que algo no andaba bien: en la boca le había aparecido algo semejante a las mandíbulas escleróticas de los insectos y que, en el transcurso de las horas, irían, indudablemente, en aumento.

Aquel sería, por lo tanto, su último día de trabajo. Había llegado el momento tan temido en el que aquellos terribles cambios se harían tan notorios que ya no los podría ocultar. Se despediría con cualquier excusa y desaparecería para siempre.

Al entrar en la Empresa, saludó a la recepcionista con un ligero movimiento de cabeza y una sonrisa que más bien era una mueca de dolor reprimido. A Irene, su secretaria, la saludó con un “buenos días” que sonó ininteligible incluso para él. Una vez en su despacho, pulsó el intercomunicador para decirle, con un gran esfuerzo de vocalización: «Irene, que nadie me moleste, no me pase ninguna llamada».

Como por la tarde Gregorio seguía sin aparecer, Irene, preocupada, llamó con los nudillos a la puerta de su despacho. Al no recibir respuesta, la abrió con mucha cautela y se asomó para comprobar si a su jefe le había ocurrido alguna desgracia. Pero el despacho estaba inusualmente a oscuras. Al encender la luz se percató, incrédula, de que no había nadie.

Cuando dio media vuelta para salir, vio sobre el marco de la puerta lo que sus ojos aterrorizados se negaron a aceptar. Solo pudo proferir un grito escalofriante que fue amortiguado de inmediato por aquello que, desde entonces, permanece encerrado tras aquella puerta que ya nadie se atreve a cruzar. Fueron cuatro los que lo hicieron y siguen sin dar señales de vida.

 

martes, 15 de junio de 2021

Las pesadillas de Enrique

Sigo hurgando en el baúl de los relatos olvidados y hoy he recuperado este del género de terror, que hace años presenté a un concurso de relatos de terror sin éxito. Aun así, espero que os guste.



Enrique empezaba a estar realmente preocupado. Sus pesadillas eran cada vez más terribles, reales y recurrentes. Soñaba que era un zombi, un muerto viviente, uno de esos horribles y asquerosos seres de aquellas películas de terror que tanto le gustaban. Ello era, sin duda, culpa de la serie de televisión The Walking Dead, que veía, desde hacía meses, sin perderse ni un solo capítulo. Pero lo peor de todo era que las sensaciones que experimentaba en sueños se estaban trasladando a su vida diaria.

Desde que tenía esas pesadillas, sus apetencias y gustos habían sufrido un cambio notable: le apetecía comer carne cruda, cuando hasta hacía muy poco  solo le gustaba muy hecha, y los olores que antes le resultaban nauseabundos ahora le atraían como si de aromas de perfumes de alta cosmética se trataran. Su voz se volvió extraña, como si sus cuerdas vocales emitieran un sonido de ultratumba.

Por todo ello, decidió someterse a una revisión médica, y quién mejor que Genaro, su buen amigo y endocrinólogo, para llevarla a cabo, ya que por nada en el mundo le confesaría estas anomalías a un perfecto desconocido, quien, en el mejor de los casos, le calificaría de demente.

Una vez en la sala de espera del consultorio médico, mientras fingía leer una revista, tuvo que reprimir unos brutales deseos de lanzarse sobre una mujer entrada en carnes que no dejaba de observarlo de reojo. ¿Intuiría sus intenciones antinaturales? Pero Enrique se contuvo y se comportó con la mayor naturalidad posible.

Por fin le llegó su turno y una guapa enfermera le invitó a pasar al consultorio de su amigo, que le esperaba, de pie, con una sonrisa y con cara de interrogación. Genaro le invitó a sentarse. Enrique tenía ante sí a su amigo y a la enfermera. Ambos le miraban fijamente, lo que a Enrique le incomodó sobremanera. Parecía que le estaban leyendo la mente. Nadie decía nada. Fue Genaro quien, finalmente, rompió el silencio con un «tú dirás». A Enrique no le salían las palabras, se le hizo un nudo en la garganta y empezó a salivar.

No sabría decir en qué momento perdió el conocimiento. Solo recuerda que alguien golpeaba la puerta del despacho y que varias personas, al otro lado, gritaban: doctor, doctor, ¿se encuentra bien?, ¿va todo bien ahí dentro?

Cuando Enrique abandonó la consulta dejó tras de sí un reguero de sangre y unos cuerpos despedazados.

Aquella noche fue la primera, desde hacía semanas, que Enrique no tuvo ninguna pesadilla.