Podría decir aquello de que ¿no querías caldo?, pues toma dos tazas. Y esto viene a cuento de que algunas de mis lectoras manifestaron, tras la publicación de mi anterior relato, que el género de terror no era de su agrado o preferencia. Así pues, lo siento por ellas, pues, echando mano de otros relatos que quedaron en el baúl de los recuerdos, mi mano inocente ha vuelto a extraer uno de ese mismo género, aunque no sé si merece el apelativo de terrorífico. Por lo menos, espero que os entretenga. Ya llegarán momentos mejores.
Gregorio no solo compartía el mismo nombre con el protagonista de la famosa novela de Kafka, también trabajaba, como él, en el ramo textil. Pero peor aún era el hecho de que se estaba transformando, como su desgraciado homónimo, en un insecto. Existía, sin embargo, una diferencia notable: su metamorfosis era extremadamente lenta.
Pero llegó el día en
que apareció un nuevo cambio que, ahora sí, podía hacer sospechar a sus amigos
y compañeros de trabajo de que algo no andaba bien: en la boca le había
aparecido algo semejante a las mandíbulas escleróticas de los insectos y que,
en el transcurso de las horas, irían, indudablemente, en aumento.
Aquel sería, por lo
tanto, su último día de trabajo. Había llegado el momento tan temido en el que
aquellos terribles cambios se harían tan notorios que ya no los podría ocultar.
Se despediría con cualquier excusa y desaparecería para siempre.
Al entrar en la
Empresa, saludó a la recepcionista con un ligero movimiento de cabeza y una
sonrisa que más bien era una mueca de dolor reprimido. A Irene, su secretaria,
la saludó con un “buenos días” que sonó ininteligible incluso para él. Una vez
en su despacho, pulsó el intercomunicador para decirle, con un gran esfuerzo de
vocalización: «Irene, que nadie me moleste, no me pase ninguna llamada».
Como por la tarde
Gregorio seguía sin aparecer, Irene, preocupada, llamó con los nudillos a la
puerta de su despacho. Al no recibir respuesta, la abrió con mucha cautela y se
asomó para comprobar si a su jefe le había ocurrido alguna desgracia. Pero el
despacho estaba inusualmente a oscuras. Al encender la luz se percató,
incrédula, de que no había nadie.
Cuando dio media vuelta
para salir, vio sobre el marco de la puerta lo que sus ojos aterrorizados se
negaron a aceptar. Solo pudo proferir un grito escalofriante que fue
amortiguado de inmediato por aquello que, desde entonces, permanece encerrado
tras aquella puerta que ya nadie se atreve a cruzar. Fueron cuatro los que lo hicieron
y siguen sin dar señales de vida.