He recuperado un cuento navideño que escribí hace ya ocho años y que había quedado en el baúl de los recuerdos. Tras pasar por la pulidora y después de unos ligeros retoques, ha quedado como lo publico a continuación, con objeto de participar en la XXIX edición del concurso de relatos de El Tintero de Oro, dedicada a la figura de Charles Dickens y su famosísimo Cuento de Navidad.
Es la primera Nochebuena que María pasará sola.
Hace ya dos años que Mario, su marido durante más de cuarenta años, la dejó tras
una larga enfermedad y hace tan sólo unas semanas que Luna, su vieja Dálmata, tuvo
que ser sacrificada.
También echa mucho de
menos a Salvador. Sigue sin tener noticias suyas, desde el día que se marchó,
decidido a no volver.
Si pudiera retroceder
en el tiempo, haría cualquier cosa por retenerle o, al menos, por tenerle cerca
y saber de él. Pero su único hijo desapareció para siempre de su vida.
Tiene a Rosalía, de
asuntos sociales, que viene a verla de vez en cuando, y a Ana, la chica
voluntaria que pasa con ella dos o tres horas al día para hacerle compañía y la
compra. Y su vecina, la buena de Sagrario. Así que no está sola del todo, al
menos tiene a alguien por si le ocurre algo.
A pesar de todo, María se
siente muy sola. La televisión, los álbumes de fotos y la lectura son toda su
distracción. Pero su biblioteca es muy exigua. Tiene que releer las mismas
novelas una y otra vez, pero no le importa.
Esta noche volverá a leer
Un Cuento de Navidad. Siempre le ha gustado Charles Dickens y esta obra fue su
primera lectura. Además, ¿qué otra lectura podría ser más apropiada para estas
fechas?
Mientras lee, al dar
las doce, no puede evitar rememorar cuando, con Mario y Salvador, iban a la
Misa del Gallo. ¡Qué felices eran por aquel entonces! Y cuando un suspiro de resignación
se le escapa de los labios, alguien llama a la puerta.
¿Quién podrá ser a esas
horas y en Nochebuena? Tal vez sea Sagrario, que viene a interesarse por ella o
a traerle un pedacito de turrón. Se levanta quejumbrosa para ir a abrir. La
artrosis hace que el trayecto le resulte doloroso e interminable. Cuando ya
tiene la mano en el pomo, oye una voz que dice muy bajito: «María, abre, soy yo».
¿Mario? No puede ser. No
se lo puede creer. El corazón parece que se le va a salir del pecho y al abrir
la puerta contempla la figura de su marido que le sonríe con dulzura.
Mario, sin moverse del
umbral, le dice que ha venido para que sepa que está bien, aunque sigue atormentado
por la incomprensión con la que trató a su hijo y lamenta no haberse reconciliado
con él a tiempo. Pero añade que todo no está perdido, pues allí donde está le
han concedido un deseo, ese por el que tanto ha rezado María: que ella, víctima inocente de la discordia entre padre e hijo, que tanto ha sufrido por la ausencia de éste,
podrá ver satisfecho lo que tanto anhela. Le comunica que Salvador está al
llegar y que, después de tantos años de separación, podrá abrazarlo nuevamente.
Ahora que Mario ha
cumplido con su misión, debe volver. María quiere retenerle, quiere que se
quede un poco más, pero una fuerza superior tira de él y ella no puede
resistirse a dejarlo marchar.
Tanta emoción ha
agotado a María, que decide acostarse pensando que mañana se lo contará a
Sagrario, y luego a Rosalía, y a Ana, y a todo el vecindario.
Pero al día siguiente, cuando
se despierta y recuerda lo sucedido, tiene serias dudas de que haya sido real. Habrá sido su imaginación que le ha gastado una
broma pesada. ¿Una aparición? ¡Qué tontería! Ella nunca ha creído en ese tipo
de cosas. Habrá sido un sueño. Se está haciendo vieja y ya no distingue la
realidad de la fantasía.
Desilusionada, se
levanta, y cuando se dirige a la cocina para prepararse el desayuno, ve que por
debajo de la puerta del recibidor asoma un sobre. ¿Quién habrá echado ese sobre
el día de Navidad?
Cuando lo abre, ve que
se trata de una carta escrita a mano, una carta firmada por Salvador que les
dice que les extraña mucho, que vuelve a España tras muchos años de ausencia,
que desea reconciliarse con su padre y volver a ser parte de esa familia que lo
fue todo para él. Se casó y quiere que conozcan a su mujer y a su hijito. ¡Un
nieto! Les promete que antes de que acabe el año vendrán a verlos y celebrarán
juntos la Nochevieja y el Año Nuevo.
El sueño de María se ha
hecho realidad. Volverán a estar juntos. Harán planes de futuro, un futuro que
para ella será seguramente muy breve pero el mejor que nunca haya podido
imaginar.
A María, que todavía no
entiende cómo ha podido suceder ese milagro, le resbalan las lágrimas de
felicidad. Sólo le entristece una cosa: la desilusión y tristeza de Salvador cuando le diga que su padre ya no está para abrazarle.
Esa noche, la noche del
día de Navidad que nunca olvidará, María sale al balcón y, mirando al cielo,
claro y estrellado como hacía años que no veía, ve en lo más alto una estrella
fugaz y, cerrando los ojos, formula un deseo. Desea que Mario, esté donde esté,
pueda verlos reunidos y felices.
Mientras tanto, en la
mesita que hay junto a la estufa, descansa ese sobre milagroso que le ha
cambiado el semblante y la vida a María, un sobre que —María no ha reparado en
ello— no lleva sello y cuya carta no está fechada.