jueves, 21 de diciembre de 2023

Un cuento de pobres

Hoy os presento el cuarto y último cuento rescatado del baúl de los recuerdos y adaptado a la versión en castellano. Es, quizá, el más navideño del cuarteto. Espero que os guste. Y con ello, aprovecho para desearos unas muy felices fiestas. Los deseos para el próximo año son tantos que no caben en este reducido espacio, pero con toda seguridad son comunes y compartidos por todas las personas de buena voluntad.


Érase una vez un hombre muy pobre. Por no tener, no tenía ni una manta con la que abrigarse las noches de invierno. Dormía en la calle. En el barrio todos le conocían como Ramon el mendigo. Pero ¿qué otra cosa podía hacer el pobre Ramon para sobrevivir aparte de mendigar?

Ramon ya no era joven cuando perdió su trabajo. Nadie le ayudó. Lo perdió todo. Se quedó en la calle con cuatro trastos sin valor alguno, salvo el sentimental: el anillo de casado, el reloj que le regaló su mujer poco antes de morir, la foto familiar, aquella que se hicieron por Navidad, el viejo diario en el que había ido escribiendo aquellas historias que nunca llegó a publicar, algunas pertenencias de vestir, no muchas, y poca cosa más.

A pesar de que los días se le hacían muy largos, nunca se aburría. Leía. Leía los periódicos que encontraba en la calle, aunque fueran atrasados, y sobre todo sus viejos escritos, generalmente cuentos para niños, como los que nunca llegó a tener.

Un día, una niña de no más de ocho años se le acercó y le dijo:

—¿Por qué no tienes casa?

—Porque lo perdí todo —le contestó Ramon.

—¿Y no tienes familia o amigos? —insistió la niña.

—Pues no —fue todo lo que Ramon pudo decirle a la chiquilla. ¿Acaso habría podido entender, siendo tan pequeña, lo que había sido su vida en los últimos años?

Al llegar a casa, Jana, que así se llamaba la niña, les contó a sus padres su encuentro con Ramon, rogándoles que hicieran algo por él.

Y así, aquellas navidades, el hombre más pobre que una rata del barrio las pasó en casa de Jana, invitado por sus padres, que se compadecieron de él. Pasadas las fiestas, sin embargo, debería volver a la calle y todo continuaría como antes.

Cuando llegó el día de su marcha de la casa que le había acogido, Jana, plantada en el rellano, con los ojos húmedos, le besó en la mejilla, rasposa y agrietada por el frío, de tantas noches al raso, y le ofreció un regalo de despedida.

—Toma, lo he hecho para ti —le dijo dándole un dibujo en el que se veía a toda su familia alrededor de la mesa el día de Navidad, él incluido.

—Pues yo también tengo un obsequio que darte, para que no te olvides de mí —le dijo Ramon en voz baja—. Guárdatela y no la pierdas, es todo lo que me queda de valor.

Cuando la pequeña, curiosa, abrió el paquetito toscamente envuelto en papel de estraza, vio una libreta de un azul desvaído y gastada de tanto manosearla.

—¿Qué es lo que hay escrito? —le preguntó Jana.

—Historias —le contestó Ramon.

—¿Cuentos? —volvió a preguntar la pequeña.

—Pues sí —aceptó el hombre—. Espero que te gusten.

—¡Qué bien! —exclamó la niña—. Cuando sea mayor haré como tú —añadió después de pensárselo un poco.

—¿Cómo yo? ¿Qué quieres decir? —preguntó Ramon, intrigado.

—Pues que viviré en la calle y escribiré cuentos para los niños y niñas —afirmó con toda naturalidad.

Ramon bajó las escaleras contento y meditabundo a la vez. Mira por dónde, no había pensado en ello. Tan solo necesitaba otra libreta. A partir de ahora viviría para hacer feliz a los chiquillos del barrio.

Desde aquel día, Ramon se ganó la vida escribiendo, contando y vendiendo sus cuentos, que le daban lo justo para comer. Ya no era el mendigo del barrio. Todo el mundo le conocía ahora como Ramon el cuentista. Y era feliz.

Si no hubiera sido tan pobre quizá no habría hallado ningún motivo para ser útil a los demás —pensaba cada tarde, cuando la luz del día se apagaba y su imaginación se iluminaba.

 

No hay niño o niña en es el barrio que no conozca la historia de Ramon el cuentista, que un mal día de invierno apareció muerto con una libreta en las manos y una sonrisa en los labios.

 

Jana cumplió su deseo de seguir los pasos de Ramón, pero solo en lo referente a escribir cuentos para niños, pues su labor escritora tuvo tanto éxito que le permitió vivir holgadamente. Todavía hoy, a sus treinta años, conserva aquella libreta de un azul desvaído y todavía más gastada por el paso de los años. Para ella es un tesoro, un talismán que la convirtió en quien es, y da gracias a aquel viejo cuentista por haberle infundido la ilusión por la escritura.

 

Y es que siempre hay una segunda oportunidad para renacer de las cenizas y ser feliz, y no hay que perder jamás la ilusión para hacer realidad tus sueños.


jueves, 14 de diciembre de 2023

Un cuento de ricos

Hoy os presento el tercer cuento de la serie de cuatro que escribí hace tiempo y que, aun siendo antiguo, por su temática, no deja de tener actualidad. Esta vez les toca el turno a los ricos, Espero que os guste. 



Jofre, a sus cincuenta años, no había tenido que trabajar jamás en su vida. Hijo, nieto y bisnieto de millonarios, llevaba una vida regalada pero aburrida e insustancial. Solo levantarse, por la mañana, lo tenía todo preparado. No tenía que hacer nada por sí solo. Todo lo dejaba en manos del servicio. Se lo hacían absolutamente todo. No iba a ninguna parte si no era estrictamente necesario. Incluso su médico le iba a visitar a domicilio. Cocinera, mayordomo, camarera, chofer, y hasta un secretario personal velaban, día y noche, por su bienestar.

Un día, sin embargo, tuvo que salir de casa a pie. Su chofer había enfermado por primera vez en su vida y Jofre nunca había querido sacarse el carnet de conducir. Una obligación ineludible fue la culpable de este contratiempo: la reunión mensual del Consejo de Administración de la empresa que había heredado de sus antepasados. No habría sido apropiado ni práctico reunir a todos los miembros del Consejo en su casa. Afortunadamente, le sede de la empresa estaba tan solo a un cuarto de hora andando, como mucho.

Pero por el camino tuvo un encuentro inesperado: en la esquina de enfrente de la oficina a la que se dirigía, un hombre de mediana edad, sentado en una especie de taburete plegable, tocaba la guitarra y cantaba canciones de Serrat. Y lo hacía bastante bien. La funda abierta de la guitarra yacía a sus pies, donde recogía las monedas que los viandantes le arrojaban.

Jofre se lo quedó mirando fijamente. Aquella cara le resultaba familiar. De pronto la reconoció.

—¿Jaume? ¿Jaume Tresserras? —exclamó. —¿Qué haces aquí? —le preguntó tan pronto aquel terminó la canción.

—¡Hombre Jofre!, cuánto tiempo sin verte —exclamó a su vez el interpelado—. Pues ya lo ves, haciendo de músico callejero. Es una larga historia —añadió con cara de circunstancias y ganas de charlar.

—Ahora no puedo entretenerme, llego tarde a una reunión —le contestó Jofre—. Ven a verme a casa un día de estos y charlaremos de los viejos tiempos. —Y dicho esto desapareció entre el gentío que llenaba la zona a aquella hora.

—¡Vaya! De una buena me he librado —pensó Jofre mientras cruzaba la calle a paso ligero—. Quién me lo habría dicho, Tresseras pidiendo por las calles. ¡Con la fortuna que heredó de su padre! Aún era más rico que yo y mírale ahora. ¡Quién le ha visto y quién le ve! Por suerte, me lo he podido sacar de encima. Seguro que me habría pedido dinero. ¿Cómo puede venir a verme si no debe saber dónde vivo? Ni tan solo le he dado tiempo a preguntármelo —iba Jofre rumiando, aliviado.

A las cuatro y media de la tarde de ese mismo día, cuando Jofre se disponía a hacer la siesta, agobiado por el calor de un mes de julio extremadamente caluroso, sonó el timbre de la puerta. Al cabo de unos instantes, un mayordomo incómodo y atemorizado por haber molestado a su señor en uno de los momentos más gratificantes del día, le informaba de la presencia en el salón de un “viejo amigo”, tal como el visitante se había hecho anunciar.

Cuando Jofre se presentó ante el recién llegado, comprobó, asombrado, que quien le había venido a ver era Tresserras, quien, plantado en medio de la estancia, le miraba con una sonrisa pícara.

—¿Qué quieres? —le espetó Jofre sin ningún miramiento.

—¿Que qué quiero? Me has dicho esta mañana que viniera a verte —le respondió su visitante con toda naturalidad.

Y ante el enojoso silencio de su anfitrión, añadió:

—Creías que no te encontraría, ¿verdad? Pues aquí me tienes, para echarte una mano, que buena falta te hace.

—Pero ¿qué dices? ¿Echarme una mano a mí? A mí no me hace falta tu ayuda ni la de nadie —le replicó un Jofre airado.

—Tú estarás podrido de dinero, pero llevas una vida insípida y estás más solo que la una. Yo, en cambio, soy feliz viviendo como vivo.

—Eso no te lo crees ni tú. ¡Si vives en la calle y tienes que mendigar para vivir! Tú sí que debes estar solo y...

—No tengo familia, como tú, pero tengo muchos amigos, voy adonde quiero y hago lo que quiero sin depender de nadie. Te parecerá que estoy solo, pero no me siento solo —lo interrumpió Jaume Tresserras.

Jofre, enojado, contraatacó:

—Pues si vives tan bien, ¿qué haces aquí? ¿Qué quieres de mí? ¿Dinero?

—Ya te he dicho que he venido a echarte una mano —insistió Jaume.

—Y dale. ¿A qué te refieres con eso de echarme una mano, si se puede saber? ¿Acaso me enseñarás a tocar la guitarra? —le preguntó Jofre con sorna.

—No, haré que cambies de vida y que seas feliz. Cuando te he visto esta mañana, he mirado en tu interior y solo he visto un gran vacío y mucha tristeza.

Jofre, boquiabierto, se sentó. Mirando fijamente a aquel viejo compañero con quien estudió la carrera de Económicas para después tomar cada uno su propio camino, se sintió derrotado y comprendió que Jaume tenía razón. Nunca había sido feliz desde que tuvo que suceder a su padre al frente de la editorial. No le quedaba familia ni amigos, solo dinero a puñados, que no le había ayudado a encontrar la felicidad. Más bien al contrario, ya que eran muchos los que le envidiaban y no pocos los enemigos que esperaban que el negocio familiar se hundiera por la falta de interés del que hacía gala.

—¿Y cómo crees que me puedes ayudar a ser feliz? —acabó preguntándole.

—Pues, para empezar, durmiendo en el hotel de las mil estrellas —le dijo su viejo compañero de estudios.

—¿Durmiendo en el hotel de las mil estrellas? Pero ¿acaso te has vuelto loco o es que quieres tomarme el pelo?

—De ninguna de las maneras. Ven conmigo esta noche y lo verás.

 

No era precisamente un hotel al uso al que Jaume llevó a Jofre, pero a este no le decepcionó lo más mínimo. Hacía muchos años que no yacía sobre una alfombra de césped bajo un cielo estrellado. La noche era cálida y la sensación de aire renovado le invadía de los pies a la cabeza. La bóveda celestial relucía más que nunca. Jofre no habría sabido decir si eran miles o millones de estrellas las que veían sus ojos, pero aquella imagen le hizo reflexionar y tomar conciencia de qué y quién era. Verse tan pequeño ante el Universo no le hizo sentir insignificante, al contrario, se vio más grande que nunca, con ganas de luchar por su libertad, de afrontar su existencia con una nueva perspectiva, de saber, en definitiva, disfrutar de la vida.

La estancia en el hotel de las mil estrellas fue totalmente gratuita. Jofre vuelve a menudo, especialmente las noches en las que se siente abrumado por los inevitables quebraderos de cabeza provocados por la editorial. Por cierto, esta ha sufrido una profunda renovación. Nuevo personal la encabeza y un nuevo Consejo de Administración controla el negocio. También se ha incorporado un nuevo empleado, a media jornada, ya que tiene que compaginar su trabajo en la empresa con la de músico en la calle.

Ahora, Jofre dedica su tiempo libre a aprender a tocar la guitarra.

 

Y es que el saber no ocupa lugar y nunca es tarde si la dicha es buena.


jueves, 7 de diciembre de 2023

Un cuento de oficinistas

Hoy os presento el segundo cuento, de la serie de cuatro, que, como os anuncié la semana pasada, he recuperado después de varios años durmienso el sueño de los justos en otro blog fenecido hace tiempo por falta de visitantes. Espero que os guste.



Había una vez un viejo oficinista que llevaba la friolera de sesenta y cuatro años trabajando en la misma empresa. Se quería jubilar, pero no le dejaban. Decían que era indispensable en el puesto que ocupaba. Pero él sabía la verdad: su salario era tan magro que no hallarían a nadie más dispuesto a trabajar por aquella miseria. Todo el personal de la empresa era muy mayor, por idéntico motivo, pero Juan Currante, que así se llamaba nuestro protagonista, era, con creces, el más viejo y el más antiguo.

Pero Juan también sabía que la pensión por jubilación todavía sería más esmirriada y todo por haberse dejado embaucar con un «pero si aun eres muy joven, ya te daremos de alta a la Seguridad Social más adelante, cuando seas mayor, que las cosas, como puedes ver, no marchan muy bien ahora mismo». Y así durante cincuenta largos años.

Entró a trabajar en Industrias Miserias, nombre con el que se conocía en el pueblo la fábrica de tractores, cuando tenía tan solo quince años y el señor Negrero, el dueño, cuarenta. Ahora él iba camino de los ochenta y aquel hacía ya un montón de años que criaba malvas, y ahora eran su único hijo y el socio de este, Julián Explotador, los que llevaban el negocio.

Nunca había estado enfermo, jamás había faltado al trabajo. Entraba el primero y salía el último. Y así cada día laborable, de siete en punto de la mañana a siete y pico de la tarde. Orgulloso de su trabajo en Negrero e Hijo, S.L. primero y Negrero & Explotador, S.L. después, declaró en muchas ocasiones que pensaba morirse al pie del cañón. En lo que no pensó cuando esto dijo fue que ese cañón fuera tan pesado, resistiera tanto tiempo y que a su edad todavía le tendría que sacar lustre.

El día de su ochenta cumpleaños fue el primer día de su vida laboral que pidió poder ausentarse del trabajo. Nunca antes había hecho tal cosa, ni siquiera cuando nació Ignacio, su hijo. Pero ahora tenía un motivo lo suficientemente importante: le habían llamado del hospital. Ignacio había sufrido un accidente con la motocicleta y acababa de entrar en el quirófano. Parecía grave.

A Luisa, su mujer, no le diría nada, tampoco lo entendería. Solo se lo contó a Mercedes, su cuidadora, un miembro más de la familia y, claro, al señor Negrero hijo.

—¿Qué puede hacer usted en el hospital? Solo molestar. ¿No se da cuenta de que no podrá ver a su hijo, hombre de Dios? Vaya al terminar sus quehaceres, que ya habrá salido de la operación —le dijo, señalándole con la mirada la puerta del despacho para que regresara a su lugar de trabajo.

Pero al ver que Juan no aceptaba su consejo y que tomaba su abrigo, la bufanda y la bolsa de mano dispuesto a marcharse, le espetó:

—Señor... esto..., da igual; mire que si se va antes de terminar su jornada laboral le tendremos que descontar las horas perdidas y con la que está cayendo no está usted para perder dinero así como así.

 

Al día siguiente, Juan llegó tarde a la oficina, un hecho extraordinario que no pasó desapercibido por nadie. Todo el mundo se imaginaba lo peor. «Pobre hombre, una mujer mentalmente discapacitada y ahora un hijo vaya usted a saber en qué situación, eso si es que está vivo» —pensaron.

Pero a las diez y diez, Juan entró en la oficina con paso decidido y cara de felicidad, y antes de que el señor Honorato Facha, el jefe de personal, pudiera reprenderlo, dijo en voz alta:

—He venido a recoger mis pocas pertenencias. Mucho gusto y que lo pasen ustedes bien —iba a decir «y que os den por culo», pero se contuvo.

Y dirigiéndose al señor Facha, que le observaba boquiabierto, añadió:

—Ya me dirá cuando puedo pasar a firmar el finiquito. ¡Adiós! —gritó a la vez que agitaba un papelito como quien voltea una banderita como señal de bienvenida a un mandatario extranjero. Y dando media vuelta, salió por la puerta grande a toda prisa, como si tuviera miedo de que le atraparan y no pudiese salir de allí nunca más.

—¿Qué llevaba el señor... esto..., bueno da igual, ¿qué llevaba ese en la mano? —preguntó el socio de Negrero, conocido por todos, sin excepción, con el mote de señor tocacojones, que también estaba presente.

—Pues no estoy seguro señor toca..., quiero decir señor Explotador, pero parecía un billete de lotería.

 

Aquella misma mañana, muy temprano, cuando Ignacio se despertó, tras la operación, y vio a su padre sentado a los pies de su cama, puso unos ojos como platos, y mirándolo con cara de loco empezó a agitar los brazos escayolados, que más bien parecía un pájaro despavorido. «La cartera, la cartera», gritaba mirando a su alrededor como quien ha perdido algo muy valioso. Y es que la suerte llega cuando uno menos la espera. Ignacio, pobre chico, iba conduciendo ofuscado y apresurado porque le había tocado el primer premio de la lotería, un montón de millones y no vio que el semáforo se había puesto en rojo y, claro, pasa lo que pasa.

—Padre, vaya al banco, deprisa, e ingrese este billete. ¡Somos millonarios! —le dijo. casi a gritos.

—Ahora mismo, hijo mío —contestó Juan, dirigiéndose raudo hacia la puerta de la habitación.

Pero antes de salir, se paró, y después de pensárselo unos segundos, se giró y añadió:

—Pero antes tengo que pasar por la oficina, pues tengo que terminar una tarea pendiente.

 

 Y es que no hay que dejar para mañana lo que se pueda hacer hoy.


jueves, 30 de noviembre de 2023

Un cuento de brujas

Hoy inicio la publicación de una serie de cuentos que escribí hace algo más de ocho años y que formaron parte de un blog en catalán que abrí en noviembre de 2013 y que falleció de puro aburrimiento en febrero de 2018. Espero que tengan aquí una segunda oportunidad y que os resulten, como mínimo, entretenidos. El primero de la serie que os presento a continuación lleva por título “Un cuento de brujas”. Aunque Hallowen ya queda atrás, creo que esta historieta todavía tiene su vigencia. Espero que os guste.


Hace muchos, muchos años, en Vilanova de Bellpuig, un pueblo del Pla d’Urgell (Lleida), vivía Dolors Armengol, conocida por los aldeanos como la bruixa Lola. Vivía sola en la última —o primera, según se mire— casa del pueblo.

Unos decían haberla visto volar de noche sobre una escoba; otros transformada en un enorme cuervo que, con sus afiladas garras, arrancaba los ojos de los pobres desgraciados con los que se cruzaba; y los más osados juraban que convertía en un gato negro a sus enemigos.

Con o sin razón, casi todo el pueblo la temía y algunos la odiaban. Enterada de todo ello, Lola vivía, sin embargo, tranquila y pasaba los días recolectando hierbas medicinales y las noches preparando pociones y ungüentos que luego vendía por los alrededores, ya que sabía de sobra que en Vilanova de Bellpuig nadie se atrevería a comprarlos y mucho menos a probarlos.

Un día, llegó al pueblo Isidre Gonyalons, el nuevo médico, para hacerse cargo de la consulta que había quedado recientemente vacante. Tan pronto como el doctor Gonyalons tomó posesión de su cargo, recibió la visita de una pequeña delegación de buenos ciudadanos, encabezados por el cura párroco, el padre Perramón, un octogenario que llevaba toda su vida sacerdotal al frente de la parroquia. Todos le dijeron lo mismo:

—Doctor, vaya con cuidado con la bruja Lola. Todos los que le han precedido han acabado muy mal. No tenemos pruebas, pero han ido desapareciendo uno tras otro sin dejar rastro.

—Ya he oído hablar de este cuento de brujas —les contestó Isidre—, pero no creo en las brujas y ustedes harían bien olvidándose de estas tonterías.

—¿Tonterías?, replicó, furioso, el viejo cura. Se nota que usted es un joven descreído. Pero no se descuide y esté al quite, porque a esa bruja no le gusta la competencia y un día de estos usted acabará como Antoni Bruguera, Pere Ermengol y tantos otros que, ignorando nuestros consejos, se atrevieron a ocupar el lugar de médico en este pueblo.

Hastiado de oír, día tras día, tantas historias absurdas sobre la presunta bruja, el joven médico decidió ir a su encuentro y así poder sacar sus propias conclusiones. «Seguro que solo es una mujer arisca y estrafalaria que hace de curandera y nada más. Esta gente son un hatajo de ignorantes», se decía a sí mismo mientras se encaminaba hacia la última —o la primera, según se mire— casa del pueblo.

Luego de llamar tres veces a la puerta donde vivía la interfecta, aquella se abrió, apareciendo una cara cubierta por mil y una arrugas, que casi parecía una pasa gigante, con una nariz como una alcachofa y unos ojos saltones y grandes como dos ciruelas mustias que le escrutaban de arriba abajo.

—¿Quién eres y qué quieres?, le espetó sin ningún tipo de recato.

El joven, amedrentado por el aspecto de la anciana, contestó con una voz más temblorosa de lo que pretendía.

—Soy, ejem, el nuevo médico del pueblo. Me llamo Isidre Gonyalons y venía a...

—Me da igual quien seas, como te llames y a qué cojones venías. Vete de aquí inmediatamente y déjame en paz —le abroncó la vieja Lola, cerrándole la puerta en las narices.

Pero Isidre, tozudo como era y picado por la curiosidad tras ese encontronazo, no se contentó con largarse y aquí no ha pasado nada. Quería saber, ahora más que nunca, cómo era aquella extraña mujer y qué hacía exactamente para ganarse la vida. Tan solo quería salir de dudas para poder demostrar a todos aquellos supersticiosos del pueblo, un buen puñado, por cierto, que eran unos necios.

El joven supo por sus vecinos, convertidos en espías y confidentes, que Lola iba cada domingo a Mollerussa, que distaba a unos 15 Km del pueblo, pero nadie había osado seguirla, no fuera que... «Seguro que va a ofrecer sus hechizos y pociones mágicas a pobres infelices y vaya usted a saber si también a otras brujas», le dijeron. Incluso le informaron del autocar que tomaba y a qué hora salía de su casa para ir hasta la carretera a esperarlo. Tanto le presionaron que Isidre se vio forzado a preparar un plan, consistente en seguirla hasta el mercado de la capital de la comarca y ver qué hacía exactamente aquella mujer allí.

El domingo que tenía que llevar a cabo el seguimiento, llovía a cántaros y hacía un frío de tres pares de narices. Isidre, guarecido bajo su paraguas y medio escondido en la esquina de enfrente, vio cómo Lola salía de casa con paso ligero, seguramente hacia la parada del autocar. A pesar del mal tiempo, el joven no quiso desaprovechar la ocasión y la siguió convenientemente disfrazado de campesino, aunque con el breve encuentro cara a cara que habían tenido días atrás, no era probable que le reconociera.

Después de un cuarto de hora de trayecto, al llegar a la plaza del mercado de Mollerussa, donde el autocar tenía su última parada, la lluvia había amainado, pero las nubes seguían con aspecto amenazador. Tan pronto la vieja puso los pies en la plaza, se internó por el laberinto de callejones que formaban los puestos ambulantes del mercado con una agilidad impropia de una mujer de su edad. Isidre corrió para no perderla de vista, pero el gentío le impedía avanzar a paso ligero. Cuando la volvió a ver, aceleró la marcha, pero un enorme gato negro se le echó encima, le hizo trastabillar y darse de bruces contra el pavimento, con un estrépito de mil demonios producido por la caída de botes, cazuelas y todo tipo de cacharros de uno de los puestos de venta al que quiso agarrarse en su caída. Cuando se incorporó, avergonzado y deshaciéndose en disculpas, la lluvia volvió a hacer acto de presencia y con una furia desmedida. Alzó la cabeza para mirar al cielo desdibujado por las abundantes gotas que caían sin piedad y entonces le pareció vislumbrar algo que le llamó poderosamente la atención: sobre una torre cercana que daba a la plaza había una figura negra y jorobada. Era ella, sin duda. De lejos pudo ver cómo le observaba con aquellos inconfundibles ojos. El agua le enturbiaba la vista y quizá también la cordura, pero vio cómo la vieja saltaba al vacío y se convertía en un gran pájaro negro, como un cuervo gigante, que se alejaba volando y emitiendo un graznido que le puso los pelos de punta. Curiosamente, nadie se percató de lo que pasaba sobre sus cabezas empapadas por la cortina de agua que caía como no recordaba haber visto jamás.

El joven médico se sintió de pronto muy cansado, como si hubiera envejecido cien años. Volvió al pueblo con las manos vacías y la cabeza ardiendo, con la única intención de descansar. Ya volvería a intentarlo en otra ocasión. Pero con lo que había visto, o le había parecido ver, no lo tenía nada claro.

Cuando llegó a casa, encontró, clavada en la puerta, una nota escrita con una caligrafía propia de un escolar de primer grado. La nota decía así:

Ten cuidado con lo que haces y dices, no sea que tenga que convertirte en otro de mis gatos. Ten más sentido común que los otros y no me obligues a hacer uso de mis poderes. Déjame en paz y yo te dejaré en paz.

Cuando los vecinos preguntaron a Isidre si había descubierto algo extraño allá, en Mollerusa, este les contestó, con una sonrisa socarrona: «Pero ¿qué queréis que descubriera, majaderos? Nada de nada».

Y así pasaron los años. Isidre ejerció de médico hasta su jubilación, a los setenta años. Cuando llegó su relevo, un joven venido de Lleida, el viejo doctor Gonyalons decidió no ponerle en antecedentes. «Ya se ocuparán de contárselo los fisgones de siempre. Y cuando se lo hayan explicado, que haga lo que quiera. No quiero tener nada que ver con esta historia. Yo ahora aprovecharé a hacer lo que he estado esperando todos estos años: poner pies en polvorosa tan pronto como pueda».

Y así, generación tras generación, continuaron las murmuraciones sobre aquella mujer más vieja que Matusalén, conocida como la bruja Lola que, según las malas lenguas, tiene más de trecientos años y un montón de gatos negros y gordos en su casa.

Y es que, bien pensado, si no quieres problemas, no te metas donde no te llaman.


lunes, 13 de noviembre de 2023

El chimpancé

 


Tras cinco años de trabajo en el departamento de investigación de un laboratorio farmacéutico, me encariñé con Óscar, el chimpancé más viejo que había sido sometido a un sinfín de ensayos, pero que, a pesar de ello, se mantenía en una forma física saludable. Nadie sabía su edad, pues fue adquirido de forma un tanto irregular y su vendedor, que fue quien lo trajo a nuestro país, tampoco conocía este dato. El veterinario al que consultaron en su día, estableció como edad probable unos cuatro años, así que cuando yo le conocí rondaría los quince.

Ya no lo utilizaban para ninguna prueba más, pues el nuevo director de investigación, que se autodefinía como amante de los animales, consideró acertadamente que el animal ya había sido sometido a demasiadas pruebas y, además, las normas sobre buenas prácticas de laboratorio prohíben el uso de una misma especie animal para más de una intervención.

De este modo, a las ratas, ratones, conejos, gatos y cobayas, una vez utilizados experimentalmente, se les practicaba la eutanasia —a menos que murieran durante o tras el ensayo al que habían sido sometidos— y posterior cremación. A pesar de ello y saltándose el procedimiento, siempre había algún mozo de almacén interesado en llevarse a casa un hermoso ejemplar de conejo, siempre y cuando solo hubiera sido sometido a pruebas de sensibilización y tolerancia dérmica u ocular como paso previo para la comercialización de algún producto cosmético. En tal caso, el responsable del estabulario hacía la vista gorda, rogándole al interesado que ocultara debidamente al animal que iba a ser objeto de un pequeño festín gastronómico.

Pero regresando al caso de Óscar, como nadie sabía qué hacer con él, pues al haber sido adquirido ilegalmente no podían siquiera donarlo a un zoológico, que exigiría conocer su origen y los papeles acreditativos de su adquisición, el pobre animal sobrevivía en su jaula, viendo como otros especímenes de su misma especie entraban y salían de las suyas sin saber qué hacían con ellos.

Como siempre que entraba en el laboratorio me dirigía a su jaula para saludarle, nos hicimos amigos. Solo había que ver lo contento que se ponía al verme entrar a saludarle. Sus gritos de alegría, los saltos que daba y su gran sonrisa me conmovían. Sacaba sus brazos a través de los barrotes como si quisiera abrazarme y que lo abrazara. Ello me enternecía, como si se tratara de un niño pequeño pidiendo cariño.

Cuando me plantaba frente a él, ambos actuábamos como si mantuviéramos una conversación: yo le hablaba bajito —para evitar que los cuidadores se rieran de mí—, le decía lo que uno le dice a un crío al que quiere distraer y nos dábamos la mano en señal de amistad. Tras ese tiempo de mutuo afecto, resolví pedirle al director de investigación que me dejara llevármelo a casa y si tenía que pagar por ello, pues estaba dispuesto a hacerlo, pero no soportaba verlo ni un día más en aquel triste rincón.

Y así fue cómo Óscar pasó a formar parte de mi vida. Se aclimató de inmediato. Se le veía feliz. Tenía una habitación solo para él y andaba por casa libre de hacer lo que se le antojara. La única precaución que tomaba era llevarlo atado con una correa cuando salíamos de paseo. Al principio, los vecinos se alarmaron. No estaban acostumbrados a ver un chimpancé por la calle como si de un perro se tratara. Pero pronto se acostumbraron e incluso le hacían monerías cuando se cruzaban con nosotros, a las que él correspondía dando pequeños gritos de satisfacción y moviendo la cabeza asintiendo.

Pero al cabo de algún tiempo, Óscar empezó a mostrar signos de agresividad, pero solo en casa, cuando no había nadie más que nosotros dos. Se enfadaba por cualquier cosa. Parecía un niño mimado que se rebela cuando no se le concede lo que quiere. Tenía berrinches de niño malcriado, llegando en una ocasión a darme un manotazo. Un día, tal fue su enfado que me asusté al ver su expresión feroz, enseñando los dientes y en una actitud de ataque. Por fortuna logré apaciguarlo dándole lo que más le gustaba: un caramelo de anís. A continuación, cuando todo volvió a la calma, me encerré en mi estudio y busqué en el libro que había comprado cuando lo adopté, un manual sobre el comportamiento de los primates.

Quedé aun más preocupado cuando supe que los chimpancés tienen una fuerza muscular muy superior a la del hombre. Su musculatura está mucho más desarrollada, pudiendo llegar a matar a una presa de un peso y envergadura superior a la suya. Su dentadura es muy poderosa. Aunque su alimentación es básicamente vegetal, en realidad son omnívoros. De hecho, últimamente, Óscar solo comía carne y algo de fruta.

Desde ese día, empecé a temerle. Me daba la impresión que su mirada ya no era tan limpia y cálida como antes. A veces le sorprendía mirándome de un modo extraño, como si estuviera maquinando algo contra mí. Al principio deseché tal cosa, y lo interpreté como una de mis paranoias, pero con el tiempo ya no lo tuve tan claro. Un amigo, que solía frecuentar mi piso y que interaccionaba con Óscar de forma amistosa, me dio la razón y me previno contra él. «Deshazte de él lo antes posible y antes de que sea demasiado tarde. A este animal le ocurre algo extraño. Su comportamiento ya no es tan amigable como al principio. Quizá haya contraído alguna enfermedad en el laboratorio que le puede provocar accesos de ira y el día menos pensado te ataque brutalmente», Con esas palabras, mi amigo me infundió un miedo visceral, de modo que Óscar pasó de ser mi amigo a un potencial enemigo peligroso. Tenía que deshacerme de él, pero no sabía cómo.

Como si me hubiera leído el pensamiento, Óscar me seguía a todas partes y no me quitaba ojo de encima, como si estuviera al acecho, preparado para lanzárseme encima en caso de que yo pretendiera hacerle algo en contra de su voluntad.

Así las cosas, fui a ver al veterinario que lo había reconocido al ser adquirido por el laboratorio, le conté lo que sucedía y le pedí consejo. «Tráemelo y lo examinaré», fue todo lo que me dijo. Y así lo hice.

El día de autos, salí a pasear con Óscar, como cada día, pero esa vez el trayecto no era el mismo de siempre, pues me dirigía, sin él saberlo, hacia la clínica veterinaria que, por fortuna, no quedaba demasiado lejos de casa.

Una vez en ella, noté que Óscar estaba agitado, gruñía y tiraba fuertemente de la correa con dirección a la puerta de salida. Tuvo que salir un auxiliar para lograr, entre los dos, que entrara en el cubículo de exploración. Contrariamente a lo que presentía, el animal se tranquilizó, como si reconociera al veterinario que muchos años atrás lo había examinado. Se dejó hacer, mostrándose en todo momento colaborador. Fue cuando el veterinario quiso ponerle unos electrodos en la cabeza para realizarle un electroencefalograma, cuando su agresividad volvió a aflorar. No podíamos retenerlo entre todo el equipo de la clínica que acudió en nuestra ayuda. Finalmente, le propinó un tremendo mordisco al pobre veterinario y, aprovechando nuestro estupor, que hizo que relajáramos por unos segundos nuestros esfuerzos por sujetarle, se escabulló y salió a la calle como alma que lleva el diablo, profiriendo unos gritos amenazantes y desgarradores. Cuando salí tras él, vi cómo se detenía en seco y se giraba para mirarme fijamente. En su mirada vi claramente reflejados los signos de la cólera y me pareció vislumbrar una señal de amenaza. Acto seguido desapareció y no volví a verlo.

Por supuesto, di parte a la policía, contándoles lo que había ocurrido y que no solo temía por él sino también, y sobre todo, por cualquier persona que se cruzara en su camino, dado su estado de ánimo.

Una patrulla recorrió todo el barrio y aledaños, sin dar ningún fruto. Así pues, tuve que resignarme y volví a casa pensando que alguien lo encontraría y lo pondría en conocimiento de la policía, que había emitido una nota de advertencia a los ciudadanos.

Pasaron los días y seguí sin tener noticias de Óscar, cosa que me extrañó sobremanera. Hasta que una noche, estando en la cama leyendo, oí un ruido sospechoso en la terraza. Al descorrer las cortinas para ver quién andaba fuera, me llevé un susto tremendo, pues vi la cara de Óscar pegada al cristal y, al verme, empezó a aporrear la puerta corredera. Temiendo que la echara abajo y alarmara al vecindario, decidí abrirle. No tuve tiempo de apartarme, pues me propinó tal empujón que salí volando hasta aterrizar en el suelo del salón. Antes de levantarme, se me acercó blandiendo un objeto, que no pude distinguir dada la oscuridad reinante, con la clara intención de hundírmelo en el cráneo. Por fortuna tuve el suficiente reflejo para apartarme a tiempo y alejarme de él todo lo que pude. Empezó a perseguirme por todo el piso, dando unos saltos increíbles, mientras seguía gritando como un poseso. Pensé que no saldría vivo de aquel encuentro, pero pude llegar hasta el recibidor y como siempre dejo las llaves puestas detrás de la puerta, pude abrirla antes de que me atrapara y salí corriendo escaleras abajo y, ahora sí, pidiendo auxilio a voz en cuello. Con tanta precipitación, resbalé y caí rodando por las escaleras, dándome tal golpe en la cabeza que perdí el conocimiento.

Cuando desperté, estaba en mi cama. Todo parecía estar en orden, salí al salón y no vi ninguna señal de lucha ni destrozo alguno. La cristalera estaba intacta y no había ningún indicio de la presencia de Óscar.

Aturdido, extrañado y todavía asustado, fui a trabajar mientras cavilaba sobre lo acontecido, sin hallar explicación alguna. Al llegar a mi puesto de trabajo, me dirigí presuroso al estabulario, sin saber muy bien porqué. Solo poner los pies en él, dirigí la mirada hacia la jaula que había alojado a Óscar. Cuál sería mi sorpresa al verle tranquilamente sentado y sacando los brazos hacia mí como siempre había hecho al verme entrar. Me acerqué con pasos dubitativos y temblorosos. Era él, no cabía duda. Pero esta vez no me atreví a tocarlo. Entonces me miró con cara de extrañeza y empezó a gemir. Su expresión era de pena, pero en el fondo percibí un atisbo de rencor.

En ello estaba cuando oí a mis espaldas la voz del director del departamento. Nos estuvo contemplando un largo rato y al final me miró y me dijo: «Veo que os habéis hecho amigos. Si quieres te lo puedes llevar a casa, siempre estará mejor que aquí. Me da pena el pobre animal. ¿Qué me dices?»

Salí apresuradamente del estabulario alegando una indisposición. Ahora estoy en casa, en la cama, intentando comprender. Creo que pediré la baja por estrés e iré buscando otro trabajo.


sábado, 4 de noviembre de 2023

El Documento Nacional de Identidad

El microrreto que nos plantea El Tintero de Oro en esta séptima temporada consiste en escribir un microrrelato de hasta 250 palabras, con la característica de que sea un texto sin narrador. Aquí va mi aportación. Espero que os guste.


Estimado Sr:

Esta Dirección Nacional de Policía, habiendo recibido un informe del equipo de expedición del DNI de Sant Feliu de Llobregat (Barcelona), le notifica que existen a su nombre dos documentos nacionales de identidad con la misma numeración, idénticos nombres paterno y materno e igual dirección postal, a la que le remitimos el presente comunicado, pero que se diferencian por la fotografía y la firma.

Ante ello, deberá personarse a la mayor brevedad posible en la comisaría de policía de la antes citada población a efectos de dilucidar a quién corresponde en realidad dicho documento y los datos que en él constan.

En el caso improbable de que se trate de una disociación de la personalidad, se requiere además de la presencia de un psiquiatra que pueda dar fe de dicha circunstancia. Un juez instructor tomará declaración al médico especialista para determinar, de ser ello posible, cuál de las dos identidades es la certera o más probable.

La incomparecencia se considerará un delito de desobediencia e incluso de rebeldía, al margen del cargo por una posible usurpación de identidad infligida de forma voluntaria, a menos que concurra la patología psicológica anteriormente aludida.

De no personarse en las arriba citadas dependencias de la comisaría de policía de Sant Feliu de Llobregat, nos veremos obligados a enviar a su domicilio a unos agentes, que procederán a su detención para su posterior comparecencia ante el juez instructor, quien determinará los cargos en su contra.

Atentamente,

 

Madrid, a 28 de diciembre de 2022

 



martes, 17 de octubre de 2023

El armario


 

Volver a la casa en la que nací y viví hasta mi preadolescencia fue todo un reto al que no me pude resistir. Resultaba demasiado tentador, sobre todo después de leer aquel anuncio.

Fue por casualidad, como suele ocurrir con muchas cosas importantes en esta vida. Se vendía a un precio irrisorio, teniendo en cuenta a cómo estaba el precio de la vivienda, a pesar de su antigüedad.

Antes de interesarme en persona, indagué un poco y descubrí que desde que mis padres y yo abandonamos aquella casa, hace de eso veinte años, había tenido una gran cantidad de propietarios, que, a su vez, habían preferido mudarse al cabo de un corto periodo de tiempo. Y yo presentía el motivo. La culpa de ello debía tenerla el armario o, debería decir, su contenido.

Mis padres nunca me creyeron, hasta que no tuvieron más remedio que rendirse.

Todo empezó el día que cumplí diez años. Fueron tantos los regalos que recibí, que mi cuarto ya no daba abasto para contener tantos cachivaches que había ido acumulando desde que tuve uso de razón. Así que decidí ganar espacio para lo más nuevo y trasladar mis viejos juguetes al armario de la buhardilla, en la que no había puesto los pies desde que era muy pequeño y cuya impresión me obligó a no repetir la experiencia. De aquella visita solo me quedó el recuerdo de aquel viejo armario apoyado en una pared del desván.

Pues bien, en mi décimo cumpleaños decidí volver a visitar aquel espacio tan lúgubre diciéndome que ya era un chico mayor que nada tenía que temer de un carcomido armatoste que no debía haber sido abierto desde tiempo inmemorial. Craso error.

Al abrirlo, tras mucho esfuerzo, pues sus goznes estaban oxidados por el paso del tiempo, comprobé que solo contenía algunos trajes de hombre y vestidos de mujer totalmente apolillados. El olor que desprendían aquellos ropajes era muy desagradable. Olor a muerto, me dije. El caso es que deposité en él todos los juguetes que había decidido exiliar, pues por aquel entonces era incapaz de tirar nada por muy viejo e inútil que fuera.

Fue por la noche de ese mismo día cuando empezó mi pesadilla. Como mi habitación estaba justo debajo de aquel desván, los ruidos que de él surgían eran perfectamente audibles. Tras un chirriar producido probablemente por la apertura de una puerta —que yo interpreté la del armario— oí claramente pasos, eso sí, amortiguados, como el que quiere no ser descubierto en plena noche, y seguidamente el típico ruido de unos cochecitos rodando por encima del techo de mi alcoba. Parecía como si alguien estuviera jugando con mis coches de miniatura, esos que había arrinconado hacía ya unos cuantos años y que habían ido a parar al fondo de ese maldito armario.

Desde aquella noche, todas las siguientes resultaron igualmente angustiosas. Sin duda, alguien se movía por la buhardilla jugando con mis viejos juguetes.

Como ya he dicho, mis padres jamás me creyeron y todo lo que conseguí, tras insistir hasta la saciedad, fue que me permitieran mudarme a otra habitación de la planta baja, la que había pertenecido a mi hermana, antes de morir.

La oposición de mis padres a tal traslado se debía a que mi madre quería mantener inalterable la habitación que había ocupado Ángela, mi única hermana, dos años mayor que yo.

La verdad es que a mí también me pareció una especie de profanación de un templo al que mi madre acudía con frecuencia, como si quisiera rendir un homenaje a la memoria de su querida hija.

Pero tras unas noches de sosiego, volvieron los ruidos nocturnos, pero esta vez acompañados de susurros y sonidos propios de arrastrar algún mueble o enser pesado. Mis padres negaron tal hecho; o estaban sordos o tan profundamente dormidos que no podían oír nada en absoluto. Y así fueron pasando los años, resignado y agradeciendo que nada malo aconteciera tras esos enigmáticos sonidos. Hasta que cumplí los catorce años.

Aunque a esa edad ya no recibía tantos regalos como cuando era pequeño, también quise desembarazarme de algunos trastos que había ido acumulando durante los últimos cuatro años sin que me hubiera atrevido hasta entonces volver a subir al trastero en el que se había convertido la buhardilla. Pero ya tenía edad suficiente para dejar atrás lo que ahora pensaba que había sido una alucinación derivada de mi inconmensurable fantasía.

Al entrar en aquel habitáculo oscuro y maloliente, me asaltó, sin embargo, un repentino temor. Presentí que el armario me estaba esperando. Solo con acercarme unos pasos, su puerta se entreabrió con aquel chirrido que tan bien recordaba. Mis piernas empezaron a temblar y estuve a punto de salir corriendo de aquella lúgubre estancia. Pero cuando me disponía a hacerlo, oí una voz infantil que me llamaba, una voz que me resultó familiar, la de mi hermana. Se me erizaron los pelos de la nuca y un escalofrío me recorrió el espinazo. Me quedé inmóvil, no podía moverme. Al final, pude articular unas palabras:

—¿Qui, quién eres? — fue todo lo que logré decir.

—¿No me reconoces? Soy Ángela, tu hermana.

—¿A, A, Ángela? —balbucí—. Pe, pero si estás muerta —añadí.

—Lo estaba, hasta que tú me trajiste de nuevo.

—¿Yo?

—Sí, tú, gracias a los juguetes que me dejaste. Aquellos con los que solíamos jugar, ¿no te acuerdas?

Y claro que me acordaba. Aun siendo dos años mayor que yo, Ángela, además de hermana, había sido mi mejor amiga y compañera de juegos.

El resto del día lo pasé obnubilado. Debía parecer un zombi, porque mis padres se percataron y me interrogaron. Ante mi resistencia a contarles lo que había vivido unas horas antes, para que no me tomaran por loco, mi padre me conminó a darles una explicación ya que teníamos invitados y mi comportamiento estaba llamando la atención, pues creían que estaba enfermo.

—Ángela ha vuelto y está en el armario de la buhardilla —les dije en un susurro.

Mi madre, alarmada, puso su mano en mi frente para comprobar si tenía fiebre y me interrogó sobre mi estado físico, convencida de que había contraído una enfermedad.

Cuando todo el mundo se hubo marchado, y ante mi insistencia pertinaz, mis padres acabaron cediendo y subieron conmigo a la buhardilla, solo con la intención —supuse— de convencerme de que todo había sido una alucinación, un delirio o algo peor. Creo que llegaron a poner en duda mi estado mental.

El armario estaba, en esta ocasión, cerrado y se resistió a ser abierto. Por muchos esfuerzos que hacía mi padre no lograba que las puertas cedieran un ápice. Cuando ya se daba por vencido, diciéndome que aquello era una prueba de que allí no había nada ni nadie, la voz de mi hermana se oyó clara y grave desde su interior, como si de una caja de resonancia se tratara. Mis padres, espantados, dieron un paso atrás y me miraron horrorizados. Ante la insistencia de mi hermana, que solo repetía mi nombre, probé a abrir aquel armazón de madera carcomida. Las puertas cedieron sin oponer resistencia.

Su interior apareció sin rastro de ningún ser vivo o muerto. Yo no sabía qué hacer ni entendía el reclamo de Ángela. Entonces oí, en mi interior, como si alguien me hablara muy bajito y pegado a mis oídos:

—Vete, Manolito —siempre me había llamado así—. Déjame con ellos. Esto no va contigo. Vete, por favor.

Obviamente, mis padres no pudieron oírlo, era un mensaje solo para mí. Así que obedecí a mi hermana y abandoné la estancia precipitadamente. Mis padres, pero sobre todo mi madre, quiso demorarse un poco para inspeccionar a fondo el armario, pues aquella voz que habían oído minutos antes era la inconfundible voz de su hija.

No sé qué ocurrió a continuación. Solo sé que desde el piso de abajo oí unos gritos ensordecedores de mi madre y unas palabras que parecían suplicantes de mi padre. Cuando al cabo de un tiempo, que se me antojó larguísimo, bajaron mis progenitores, parecían muertos vivientes, de tan lívidos y demacrados como estaban, sin ser capaces de darme una explicación. Solo balbuceaban palabras ininteligibles. Cuando se serenaron, me prohibieron tajantemente volver a subir a aquella estancia, obligándome a jurarles que jamás lo haría. Estuve tentado en más de una ocasión de faltar a mi juramento, pero decidí no hacerlo, Por el momento.

Pero el momento no llegó, porque a los pocos días nos mudamos a otra vivienda, lejos del barrio donde habíamos vivido todos esos años. Nunca se volvió a hablar del tema y cada vez que intentaba sacarlo a colación recibía una dura reprimenda. Y así pasaron los años y, aunque parezca mentira, me olvidé del asunto. Acabé creyendo, o mejor dicho autoconvenciéndome, de que todo había sido fruto de alguna trampa mental, una especie de histeria colectiva.

Pero cuando leí en el periódico que aquella casa estaba en venta y me enteré que por ella habían pasado tantos inquilinos, abandonándola sin explicación alguna, quise retomar el tema donde lo había dejado muchos años atrás. A fin de cuentas —me dije— los muertos no viajan ni cambian de residencia. Si todo fue real, Ángela debe seguir allí —concluí mentalmente.

¿Qué pretendía con ello? ¿Reencontrarme con el espíritu de mi hermana y que me contara qué había ocurrido en aquella estancia en la que la dejé a solas con mis padres? ¿Por qué no? No tengo nada que perder, excepto la cordura—me dije—. Gracias a mi desahogada posición económica, el dispendio para la compra de aquella vieja casa no suponía problema alguno. Lo consideraría una inversión. Si la cosa salía mal, la volvería a vender después de remodelarla y quizá lograría hacer un buen negocio. Es a lo que, de hecho, me dedico.

Al cabo de una semana, entraba en la casa familiar decidido a descubrir la verdad, si es que había algo que descubrir.

Lógicamente, lo primero que hice fue dirigirme a la buhardilla para abrir el misterioso armario. Con treinta y cuatro años, ya no me flaquearon las piernas y, decidido como estaba, me apresuré a abrir aquellas raídas puertas, que esta vez no opusieron ninguna resistencia. El armario estaba como la primera vez que lo abrí. Seguramente todos los anteriores inquilinos no se habían atrevido a tocar nada, por reparo o por haber tenido algún tipo de experiencia paranormal.

Al principio nada sucedió, pero al transcurrir un minuto o dos, volví a escuchar la voz de mi hermana, que me daba la bienvenida y acto seguido se materializó. Era la niña que todavía recordaba de mis juegos y de las fotografías que abundaban por la casa y especialmente en su antigua habitación, esa especie de mausoleo que mi madre había creado en su memoria.

Lo que aquella aparición me reveló me sacudió de tal forma que no podía dar crédito a sus palabras: Ángela murió por culpa de mis padres.

Por aquel entonces, yo estaba pasando las vacaciones en unas colonias de verano y al regresar, mis padres me contaron que Ángela había sufrido un accidente y no pudieron hacer nada por salvarla. Por mucho que pregunté, no hubo forma de que me dijeran qué tipo de accidente había acabado con su vida. Todo eran vaguedades y yo, con tan solo siete años, dejé de preguntar.

Pero lo que realmente ocurrió fue que mis padres se fueron una noche a cenar con unos amigos y, no teniendo con quién dejarla, decidieron que, como con nueve años ya era lo suficientemente mayor para cuidar de sí misma, podía quedarse sola en casa. Siendo Ángela una niña inquieta y rebelde, y temiendo que pudiera hacer alguna travesura, la dejaron encerrada bajo llave en el desván, donde podría jugar con los juguetes que guardábamos allí.

Con lo que no contaron nuestros padres era que unos ladrones entraran, aprovechando su ausencia, en casa. Ángela, alertada por el ruido, se refugió en el armario. Pero ello no le sirvió de nada, pues los intrusos, al descubrir que existía un desván y que en la casa no había nada de valor, forzaron la puerta del armario esperando encontrar algo que valiera la pena. Pero lo que encontraron fue a mi hermana que, presa del pánico, intentó huir de aquellos delincuentes. Pero resultó del todo inútil, pues cayó en sus garras. En la lucha para lograr zafarse de ellos, recibió un tremendo golpe en la cabeza que le provocó un severo traumatismo craneoencefálico que le causó la muerte.

Ignoro cuál sería la explicación que dieron mis padres a la policía, pero desde luego no les contaron toda la verdad y creyeron a pies juntillas la versión de aquella pobre pareja destrozada por tal horrible pérdida. Como no pudieron dar con los ladrones, nunca se supo todo lo ocurrido y, al cabo de un tiempo, el caso se cerró.

 Así pues, mis padres mintieron a todo el mundo —a mi incluido— para evitar ser acusados de abandono y negligencia grave. Y mantuvieron el engaño durante todos estos años. El cuerpo de mi hermana yace en el panteón familiar, pero su espíritu ha estado “viviendo” en el fondo del armario que fue en realidad su tumba.

La rabia de saberse traicionada por haber mentido sobre su suerte, hizo que Ángela, o su fantasma, saliera como un genio furioso encerrado injustamente en una lámpara mágica cuando mis padres abrieron aquel día el armario. Les recriminó su traición, su cobardía y su irresponsabilidad por dejar a una niña de nueve años sola y encerrada. Ellos eran los verdaderos culpables de su muerte.

Por lo tanto, mientras nosotros abandonamos aquella casa y a mi hermana en ella, Ángela ha estado viendo pasar el tiempo a la espera de que sus padres le mostraran un sincero arrepentimiento. No pedía más. Y en lugar de eso, tuvo que soportar la soledad y la presencia de extraños a los que no tuvo más remedio que expulsar a su antojo.

Cuando hubo terminado su relato, me sentí tremendamente desolado, considerándome culpable por haberla ignorado yo también todos estos años, dejándola vagando como alma en pena. Pero todavía estaba a tiempo de compensarla mínimamente. No la abandonaría. No podía vivir con ese peso en la conciencia. Su hermano también le había fallado. Mis padres ya no estaban para pedirle perdón, pero yo sí, y no volvería a darle la espalda.

Pienso envejecer a su lado. Ahora solo me resta hacerle compañía hasta el fin de mis días. Haré reformas, tal como había presumido. Lo primero que haré será remodelar esa buhardilla y convertirla en mi habitación. Así estaré cerca de ella y podremos seguir charlando y jugando juntos. A fin de cuentas, solo tiene once años. Siento que así repararé un poco la gran injusticia cometida.



jueves, 7 de septiembre de 2023

La obra póstuma

Con estre microrrelato, que lleva por título La obra póstuma, participo en el reto que nos plantea este mes El Tintero de Oro. Espero que os guste. 



Pensé que quizá la tranquilidad de una biblioteca me sacaría del pozo seco en el que se hallaba mi inspiración. Y así fue.

Al tercer día consecutivo de acudir a la biblioteca pública tuvo lugar el hallazgo. Hasta entonces, todas las escasa ideas me resultaban anodinas, nada que ver con mi pasada experiencia literaria. Fue al agacharme para recuperar mi bloc de notas escasamente nutrido de estupideces, cuando lo vi.

Al principio no identifiqué de qué se trataba, pero cuando lo tuve en mis manos comprobé que era un tintero dorado —parecía oro auténtico— y en él había la siguiente inscripción: “Pídeme un deseo y lo verás por escrito”. No me lo podía creer. ¿Acaso estaba ante una especie de lámpara de Aladino? Qué tontería más pueril —pensé.

Pero mi desesperación me empujó a probar la veracidad de aquel sortilegio. Y funcionó, ya lo creo. En apenas unos minutos mi mano escribía compulsivamente. Y lo que surgía de ella era oro puro, como el del tintero mágico.

Mi editor, gratamente satisfecho por el resultado, me prometió publicarlo lo antes posible, previendo que sería todo un éxito.

Cuando, al llegar a casa, me dispuse a poner en un lugar prominente el tintero, como si de un trofeo se tratara, vi algo que hasta entonces me había pasado desapercibido. En letras muy pequeñas, había otra inscripción que decía: “pero todo tiene su precio”.

Ese precio lo estoy pagando ahora en una cama de hospital. Creo que mi novela será mi obra póstuma.

 (250 palabras)

 

jueves, 27 de julio de 2023

Un breve descanso

 


No es que esté cansado, pero sí un poco bajo de calorías escritoras, no sé si por culpa del calor, de un bajón inspirador o ambas cosas. El caso es que me voy de vacaciones y dejo los bártulos de escribir en casa y no los retomaré hasta septiembre o quien sabe cuándo.

Esta entrada es común para mis dos blogs: Retales de una vida y Cuaderno de bitácora, y repasando su historial a fecha de hoy, resulta que el primero ha sufrido un descenso en la productividad, pues si por estas fechas, en 2022, había publicado 13 relatos, ahora el cómputo es de 9; y en cuanto al segundo, en cambio, ha habido un ligero aumento, ya que de 13 posts publicados en julio de 2022 he pasado a 16 a día de hoy sin contar este, por supuesto. Esto debe ser como en las elecciones, que hay aumentos y descensos en los resultados muchas veces inexplicables.

Sea como sea, mi intención es seguir adelante, siempre en función de cómo evolucione mi inspiración y mis intereses sociales.

Así pues, es esta una despedida breve y espero que nos volvamos a encontrar una vez superado este periodo canicular que estamos sufriendo.

¡Un abrazo!