jueves, 7 de septiembre de 2023

La obra póstuma

Con estre microrrelato, que lleva por título La obra póstuma, participo en el reto que nos plantea este mes El Tintero de Oro. Espero que os guste. 



Pensé que quizá la tranquilidad de una biblioteca me sacaría del pozo seco en el que se hallaba mi inspiración. Y así fue.

Al tercer día consecutivo de acudir a la biblioteca pública tuvo lugar el hallazgo. Hasta entonces, todas las escasa ideas me resultaban anodinas, nada que ver con mi pasada experiencia literaria. Fue al agacharme para recuperar mi bloc de notas escasamente nutrido de estupideces, cuando lo vi.

Al principio no identifiqué de qué se trataba, pero cuando lo tuve en mis manos comprobé que era un tintero dorado —parecía oro auténtico— y en él había la siguiente inscripción: “Pídeme un deseo y lo verás por escrito”. No me lo podía creer. ¿Acaso estaba ante una especie de lámpara de Aladino? Qué tontería más pueril —pensé.

Pero mi desesperación me empujó a probar la veracidad de aquel sortilegio. Y funcionó, ya lo creo. En apenas unos minutos mi mano escribía compulsivamente. Y lo que surgía de ella era oro puro, como el del tintero mágico.

Mi editor, gratamente satisfecho por el resultado, me prometió publicarlo lo antes posible, previendo que sería todo un éxito.

Cuando, al llegar a casa, me dispuse a poner en un lugar prominente el tintero, como si de un trofeo se tratara, vi algo que hasta entonces me había pasado desapercibido. En letras muy pequeñas, había otra inscripción que decía: “pero todo tiene su precio”.

Ese precio lo estoy pagando ahora en una cama de hospital. Creo que mi novela será mi obra póstuma.

 (250 palabras)

 

jueves, 27 de julio de 2023

Un breve descanso

 


No es que esté cansado, pero sí un poco bajo de calorías escritoras, no sé si por culpa del calor, de un bajón inspirador o ambas cosas. El caso es que me voy de vacaciones y dejo los bártulos de escribir en casa y no los retomaré hasta septiembre o quien sabe cuándo.

Esta entrada es común para mis dos blogs: Retales de una vida y Cuaderno de bitácora, y repasando su historial a fecha de hoy, resulta que el primero ha sufrido un descenso en la productividad, pues si por estas fechas, en 2022, había publicado 13 relatos, ahora el cómputo es de 9; y en cuanto al segundo, en cambio, ha habido un ligero aumento, ya que de 13 posts publicados en julio de 2022 he pasado a 16 a día de hoy sin contar este, por supuesto. Esto debe ser como en las elecciones, que hay aumentos y descensos en los resultados muchas veces inexplicables.

Sea como sea, mi intención es seguir adelante, siempre en función de cómo evolucione mi inspiración y mis intereses sociales.

Así pues, es esta una despedida breve y espero que nos volvamos a encontrar una vez superado este periodo canicular que estamos sufriendo.

¡Un abrazo!


jueves, 13 de julio de 2023

La planta exótica

 


El problema principal residió en que mi mujer no quiso hacerme caso. Últimamente me llevaba la contraria en casi todo lo que le decía. Después de tantos años de convivencia ya me había resignado a que así fuera, pues a pesar de ese inconveniente en nuestra relación, por lo demás todo fluía con normalidad. Y yo la seguía queriendo como el primer día.

Todo empezó un día en que descubrió una planta desconocida en nuestro jardín. Yo dije de inmediato que se trataba de una mala hierba, pero ella adujo que, fuese lo que fuese, era bella y tenía unas flores hermosísimas con forma de rosa, de varios colores y tonalidades, que daban un aspecto exótico a nuestro jardín. Desde entonces, yo me refería a ella como “la planta exótica”.

Al principio todo iba bien, pero la dedicación que le prodigaba mi mujer no me pareció normal. No solo le hablaba —algo que ya solía hacer con todas nuestras plantas, tanto de exterior como de interior, pues aducía que eso las estimulaba— sino que también le cantaba canciones de amor. Según ella, desde que lo hacía, “su planta” —como así la llamaba— crecía lozana y cada vez más hermosa.

Con el tiempo, adquirió unas dimensiones considerables y causaba el deterioro, primero, y la muerte después de las que crecían y vivían a su alrededor. Eso me puso en guardia y le dije que podía ser una planta parásita que vivía a expensas de sus vecinas. Obviamente, haciendo gala de su tozudez y contradiciendo todo lo que yo le decía, como que se deshiciera de ella o la trasladase a otro lugar del jardín donde estuviera aislada del resto de plantas, insistió en dejarla donde había aparecido, argumentando que si había crecido allí se debía a que era un lugar idóneo para su desarrollo.

Mi preocupación fue en aumento cuando vi que mi mujer pasaba con ella gran parte del día e incluso la visitaba por la noche, antes de acostarse. Ese vínculo me resultó antinatural y digno de ser estudiado y tratado por un psiquiatra. ¿Podía ser que esa planta exótica ejerciera una influencia malsana sobre mi mujer? Por mucho que intenté persuadirla de que aquello no era normal y hacerle ver que por muy bella que fuese, solo era una maldita planta ornamental, no hubo forma de convencerla. Llegó a culparme de sentir celos por su dedicación al cuidado de una planta fuera de lo común, pues no llegamos a poder identificarla, por muchos libros y páginas web de botánica que consultamos.

Un día decidí que ya no podía soportar más ese dislate, que deterioraba cada vez más nuestra relación, ya un tanto deteriorada, pues mi mujer se volvió agresiva, no perdiendo la ocasión de acusarme en todo momento de mi animadversión hacia su planta, a la que prodigaba mimos como si se tratase de una criatura. Y su agresividad fue en aumento desde que descubrí, una noche, que discutía acaloradamente con ella, metiéndose luego en la cama muy malhumorada, sin querer contarme el motivo.

Así pues, hice las maletas y me largué, no sin antes advertirla que aquello no podía terminar bien, aconsejándole que consultara a un terapeuta si no quería que empeorara su estado mental. Cómo no, se burló se mí y me invitó a abandonar de inmediato el que había sido nuestro hogar por más de veinte años. «Y cierra la puerta después de salir». Esas fueron sus últimas palabras. Y esa fue la última vez que la vi.

A pesar del resentimiento que sentía hacia ella, no podía dejar de preocuparme y la llamaba de vez en cuando, sin ningún resultado, pues me colgaba el teléfono tan pronto como oía mi voz.

Hasta que un día me encontré con una amiga común y se interesó por mi mujer, bastante alarmada, pues tampoco respondía a sus llamadas ni a sus mensajes de voz. Cuando le conté lo ocurrido, insistió en que debíamos ir a verla, por si se había agravado su estado mental y se había recluido padeciendo algún síndrome extraño.

Le hice caso y, haciendo uso de mi juego de llaves, entramos en el piso dado voces para reclamar su atención. Por toda respuesta, un silencio sepulcral llenó la estancia. Temeroso de lo que podía hallar, me dirigí, seguido por nuestra amiga, al jardín. Lo que vi me llenó de angustia y terror. La planta exótica había alcanzado una altura de más de tres metros y junto a ella descubrimos algunos enseres de mi mujer: pedazos de ropa desgarrada, sus zapatos, su reloj y sus gafas. Pero ni rastro de ella. Incluso me pareció percibir algunas gotas de sangre seca a los pies de aquella planta que parecía que nos miraba con regocijo.

Aun hoy la policía no ha logrado esclarecer lo ocurrido y, por mucho que mi amiga ha insistido en que lo haga, yo no me he atrevido a dar mi opinión, para que no me tacharan de demente. Cuando me sienta con fuerzas, volveré al jardín para arrancar de cuajo esa planta exótica que nunca debió aparecer en nuestra casa. Debo reconocer, sin embargo, que lo voy demorando por miedo de lo que pueda ocurrir.


Ilustración: Rosa arco iris, que no reviste ningunza peligrosidad, a diferencia de "la planta exótica" de este relato de ficción.


domingo, 25 de junio de 2023

La caja china

 


Iba a ser un fin de semana de lo más divertido. Habíamos alquilado una casa rural en el Pirineo de Huesca y mis amigos querían enseñarme a esquiar, pues yo nunca me había puesto unos esquís y la idea, si soy sincero, no me entusiasmaba. Pero del mismo modo que se dice que el hombre propone y Dios dispone, en este caso quien dispuso nuestra situación fue el maldito hombre del tiempo. En lugar de un fin de semana soleado, aunque frío, como el susodicho había pronosticado, lo que tuvimos que soportar fue un violento temporal de viento y nieve que nos mantuvo encerrados desde que pusimos los pies en la casa.

Y así, la primera noche, después de cenar, aburridos y cansados de jugar al Trivial, a las cartas y a los dados, mis amigos, conociendo mi aptitud para contar historias, me invitaron, o más bien me conminaron a hacerlo. Ello me trajo a la memoria los tres días de encierro en Villa Diodati, donde Mary Shelley escribió su Frankenstein, aunque la única similitud entre ambas situaciones era el frío y el encierro forzoso al que tuvimos que rendirnos. Así pues, ante su insistencia, decidí contarles la historia de Amanda y Fernando:

 

Conocí a Amanda —empecé a contar— en una de las últimas empresas en las que he trabajado. Al incorporarme, el director general me presentó a los que conformarían mi equipo. Y allí estaba ella. Rubia, espigada y con una sonrisa permanentemente fijada a sus labios, me llamó de inmediato la atención. Pero aparte de su físico, debo resaltar que lo que más me atrajo de ella al poco de tratarla fueron sus cualidades profesionales, lo que hizo de Amanda mi colaboradora preferida. Atenta, servicial, pero sobre todo muy competente en las tareas que le asignaba, se convirtió en mi mano derecha, la única persona del departamento en quien podía delegar tranquilamente, por muy complejo que fuera el asunto que lleváramos entre manos.

Sin embargo, al cabo de un año, aproximadamente, noté que algo grave le debía haber sucedido, que hizo tambalear su dedicación y desempeño, como si en su interior se hubiera fracturado algo que le impedía ser la misma. Su rendimiento cayó en picado, hasta el punto que todo el personal se percató de ello, acabando siendo la comidilla del grupo.

Como no podía ni quería obviar el problema de base, un día la invité a almorzar para intentar sonsacarle cuál era el motivo de ese cambio tan brusco de comportamiento. Y entonces me contó su historia con Fernando, su novio desde hacía ocho años y que hacía dos había fallecido por su culpa. Aunque el dolor por esa pérdida, de la que se seguía culpando, había superado ya la fase de aceptación, algo terrible le acababa de suceder que interfería con su vida y su trabajo. Y yo, como buen samaritano, o buen jefe, y con vocación de psicólogo y confesor, la exhorté a que me contara lo sucedido. Como esperando la oportunidad de sincerarse con alguien de confianza, me tomó la palabra y me contó lo siguiente:

 

Fernando, murió en un accidente de coche, una noche de verano, cuando volvíamos de un restaurante en el que habíamos celebrado su cumpleaños. Como consideraba que él no estaba en condiciones de conducir, pues había bebido más de la cuenta, mientras que yo soy abstemia, me ofrecí a ser la conductora. El no opuso resistencia y se conformó con ser el copiloto por una vez en su vida, pues le gustaba mucho conducir y jamás me dejaba ponerme al volante. La carretera tenía un tramo de muchas curvas, pero me la conocía muy bien, pues no era la primera vez que hacíamos ese mismo trayecto. Aun así, Fernando no podía evitar darme constantes órdenes con su lengua de trapo —toma la próxima salida, no corras tanto, no vayas tan lenta que así no llegaremos hasta mañana, en la próxima rotonda sigue recto, cuidado, agarra bien el volante, que llegamos a las curvas...—. El caso es que al llegar a esas dichosas curvas dejó de hablar y entonces me percaté que se había quedado dormido, seguramente por el efecto del alcohol pues él no dormía jamás cuando iba de acompañante. Solo habíamos sobrepasado las tres primeras curvas cuando un vehículo, con claros indicios de un exceso de velocidad, invadió el carril contrario y chocó frontalmente contra nosotros. Los cinco ocupantes del otro vehículo murieron en el acto y los análisis revelaron que superaban tres veces el límite de alcoholemia y el conductor, además, dio positivo a varias sustancias. A mí me mantuvieron en coma inducido durante dos semanas, las que necesité para recuperarme mínimamente de mis múltiples fracturas, de una hemorragia interna y de un traumatismo craneoencefálico severo. Cuando, al despertar, pregunté por Fernando, me dieron la mala noticia: habían intentado salvarlo, pero sus graves lesiones eran incompatibles con la vida.

Tras una larga temporada aquejada de una tremenda depresión, pude salir del pozo gracias a la medicación y a la psicoterapia. Y cuando creía que lo había superado y ya no me culpaba del accidente, que obviamente no había provocado yo, me sucedió algo que ha truncado mi recién recobrada entereza.

Todavía no entiendo cómo pude acceder a ese juego al que nunca había querido someterme, pero en una reunión de amigos, en mi casa, y con unas copas de más, me propusieron jugar a la ouija. Y sucedió algo inesperado.

 

Amanda parecía muy reacia a contarme lo ocurrido, para que no la tomara por loca, como me confesó. De todos modos, antes de saber cuál era el motivo de tanta congoja, le advertí que no hiciera caso de lo que ese tablero le hubiera transmitido, que todo era una patraña. Pero el mal ya estaba hecho —me dijo con voz temblorosa— y consistía en que el espíritu de Fernando se había presentado, diciéndole que allí donde estaba no encontraría la paz hasta que ella pagara por lo que había hecho.

 

Nunca había creído en el más allá ni en la existencia de espíritus, pero aquel suceso ha trastocado todas mis creencias. Tenía que ser Fernando quien se había presentado, pues sabía detalles de nuestra relación que ninguno de los presentes podía conocer. Desde entonces, vivo en un continuo tormento y no puedo pegar ojo por las noches creyendo que, de un momento a otro, el espíritu vengativo de Fernando hará acto de presencia para llevar a cabo su venganza. De ahí que vivo como alma en pena y no puedo concentrarme en nada más que no sea el espíritu de Fernando y lo que me deparará toda esta increíble historia.

 

Por mucho que traté de persuadirla de que nada de ello podía ser real, que, en todo caso, era fruto de su imaginación o de una sugestión, o que debía haber alguna explicación, como que alguien de su entorno, no precisamente amigo, le había gastado una broma pesada, alguien que debía haber estado muy unido a Fernando y que conocía muchas cosas de su relación con ella, hacía oídos sordos. Así pues, fracasé rotundamente en mi intención de convencerla.

Al cabo de una semana, aproximadamente, Amanda no apareció en el trabajo y no comunicó el motivo. La llamé al móvil reiteradas veces y siempre lo tenía desconectado. Le dejé cientos de mensajes que no me devolvió. Una de sus compañeras fue a su casa, pero no había nadie. Un vecino le dijo que hacía un par de días la había visto tomar un taxi y que parecía que llevaba mucha prisa. En definitiva, desapareció del mapa y nunca más se supo de ella. Aunque su familia dio parte a la policía, esta no fue capaz de dar con su paradero.

Con quien sí pudimos contactar fue con sus padres, ya mayores, y su hermana menor, quienes también estaban angustiados al no tener noticias de Amanda. Su hermana, Marga, me contó todo lo que había ocurrido hasta el maldito accidente. Yo ya conocía los detalles de cómo había sucedido, pero, como si la chica necesitara explayarse con alguien de confianza —al parecer inspiro confianza a mucha gente— me dijo que, aunque lamentaba cómo se había producido la muerte del que tenía que ser su cuñado, lo odiaba, llegándome a confesar, un tanto compungida, que, a pesar de no desear la muerte de nadie, se había alegrado de la de su futuro cuñado, pues era lo mejor que le había podido pasar a su hermana. Y entonces me contó la tortuosa relación que mantuvo su hermana con él hasta que la muerte los separó:

 

Fernando era la personificación del machista y maltratador psicológico. Amanda, por el contrario, era una mujer sumisa que se había rendido a los encantos de aquel individuo que nunca cayó bien a la familia. Por mucho que le advertí que nunca sería feliz al lado de aquel individuo, Amanda no me hizo caso y siguió con él a pesar de las evidentes muestras de menosprecio que le hacía en público. Todo su grupo de amistades lo sabía y lo había presenciado, sintiendo vergüenza ajena, pero nadie se atrevía a reprochárselo, pues Fernando tenía muy mal carácter y cuando alguien le llevaba la contraria se volvía muy agresivo.

A pesar de todo ello, llegaron a fijar la fecha de la boda, y fue entonces, curiosamente, cuando el carácter de Amanda se agrió. Ya no era la misma de siempre, cariñosa, alegre y optimista. Por mucho que sus amigas se interesaron por ella, jamás abrió boca para hablar mal de Fernando, que sin duda era el motivo de aquel cambio.

De cara a la galería, él intentaba comportarse con ella de forma muy cariñosa, pero el lenguaje no verbal de mi hermana decía que en la intimidad debía ser muy distinto. Yo estaba convencida de que ejercía un dominio absoluto sobre ella y cada vez se mostraba más posesivo y celoso. Un día, Amanda apareció con un moratón bien visible en un ojo que, como suele suceder en esos casos, justificó con un montón de excusas a cuál más ridícula. Por mucho que intenté que se sincerara conmigo, no pude sacar nada en claro, pero lo que sí era evidente es que mi hermana sufría en soledad e incluso diría que temía al que iba a ser su marido.

 

Cuando le conté la experiencia de Amanda con la ouija, Marga se puso a temblar. No sabía nada, pero estaba claro que la desaparición de su hermana estaba relacionada con ello. A diferencia de Amanda, Marga sí creía en esas cosas del más allá y temió que Fernando hubiera llevado a cabo su venganza y le hubiera hecho daño a su hermana, o incluso que hubiera acabado con su vida.

Pero ahí no quedó la cosa, pues pasado un tiempo, cuando ya nadie confiaba en tener noticias de la desaparecida, Marga recibió una carta sin remitente. Era la letra de Amanda y la ponía al corriente de todo lo acaecido, para acabar diciendo que Fernando la perseguía allá adonde iba y que temía que algún día se saliera con la suya.

Desde entonces, no se tuvieron más noticias de ella.

 

El relato duró hasta la madrugada, sin percatarnos del tiempo transcurrido. Cuando lo di por finalizado ya clareaba, nos desperezamos, pusimos más leña en la chimenea, pues había bajado mucho la temperatura, y nos fuimos a descansar. El temporal había amainado y ya no nevaba.

Todos quedaron satisfechos por el agradable rato que les había hecho pasar. Aun así, me acribillaron a preguntas. Aunque les dije que todo había sido una invención y que había pretendido hacer algo parecido a lo que en literatura se conoce como Caja china, que consiste en contar una historia dentro de otra, no me creyeron y se desperdigaron hacia sus habitaciones refunfuñando.

Una vez en la cama, a pesar de sentirme muy cansado, no pude conciliar el sueño, pensando en Amanda.


miércoles, 7 de junio de 2023

Un relato de espías

 


Siempre que he contado esta historia a algún amigo íntimo, no me ha creído. Así que he querido ponerla por escrito para contar quién fui durante mi juventud.

Tenía treinta años cuando entré al servicio de su Graciosa Majestad. Me sentía en la cresta de la ola y no me desagradaba que no se conociera mi verdadera identidad. Cuando las mujeres me preguntaban a qué me dedicaba, les decía que era detective privado. Si eso ya las entusiasmaba, qué habrían dicho si les hubiera confesado la verdad. En más de una ocasión estuve tentado de hacerlo, pero supe contenerme. Hasta que conocí a Eva, una bellísima modelo de la que me enamoré locamente. Se lo confesé al poco de trasladarse a vivir conmigo. Quería que me conociera tal como era, sin tapujos ni secretos. Y eso posiblemente le costó la vida.

Debo decir, sin embargo, que todo sucedió en parte por una indiscreción suya, a pesar de todas mis advertencias. Nadie debía conocer donde vivíamos, no en balde los espías cambiamos de morada con tanta frecuencia. Aun así, me siento culpable por haber infringido la norma más elemental de todo espía: el secretismo absoluto.

La primera voz de alarma tuvo lugar una noche, cuando volvíamos a pie de cenar en un restaurante cercano. Enseguida noté que alguien nos seguía. Yo estaba entonces metido de lleno en la caza de un oligarca ruso que había adoptado una identidad falsa. Disponer de la información que, todo indicaba, poseía sobre los planes para un supuesto ataque a la central nuclear de Zaporiyia por parte del ejército ruso era crucial para evitar un desastre a gran escala.

No me cupo ninguna duda, por lo tanto, que nos seguía alguno de sus guardaespaldas con objeto de eliminarme.   

Una vez en mi apartamento, le conté toda la verdad. Cavilando sobre cómo ese sabueso conocía mi identidad y paradero, Eva me confesó que quizá fuera debido a que se lo contó a una amiga. Estaban tomando unas copas y le dijo que se había trasladado a vivir conmigo, pero no a lo que me dedicaba. Recordaba haberle enseñado una foto en la que salíamos los dos muy acaramelados. Sí le extrañó que pareciera reconocerme.

Habían entablado una amistad desde hacía poco y desde el principio congeniaron. Es que la vida de una modelo, aunque parezca mentira, es muy solitaria y aburrida—me dijo. En su profesión no hay amigas, hay rivales. No era de extrañar, pues, que intimara tan pronto con esa joven. De hecho —reconoció— sabía muy poco de ella, solo su nombre de pila, Andrea, y que trabajaba en un banco de la City de Londres. Quise saber quién era y si era cierta la impresión que le dio a Eva de que me conocía. ¿Sería ella quien nos había seguido? ¿Qué interés podía tener hacia mí esa amiga?

Aquella noche transcurrió normalmente. Quien fuera nuestro perseguidor, debía haber quedado satisfecho al comprobar mi domicilio. Pero seguro que volvería al ataque y la próxima vez probablemente no saliéramos ilesos. Así pues, conminé a Eva a que volviera a su antiguo apartamento hasta que las aguas hubieran vuelto a su cauce.

Al día siguiente me puse manos a la obra y por la tarde ya tenía todos los datos de aquella enigmática amiga. Era rusa. Se llamaba Alina Ivanova y vivía en la Gran Bretaña desde hacía cinco años.

Todo mi equipo se puso en marcha para obtener la máxima información y hacer un seguimiento de sus actividades. La extinta KGB era mucho más eficaz que los actuales servicios secretos rusos, pues al poco ya supimos que estábamos ante una amante del gerifalte ruso. Solo debíamos seguirla las veinticuatro horas del día para dar con el paradero de aquel hombre. Montamos una estrecha vigilancia para, una vez localizado su escondite, entrar y apresarlo. Alina no tardó mucho en llevarnos hasta el escondrijo de su amante. Me resultó extraña tanta facilidad. ¿Podía ser que la rusa hubiera adivinado nuestras intenciones y nos guiara hacia una trampa?

Cuando irrumpimos en el piso, solo vimos a dos mujeres: Alina y Eva, esta última amordazada. Al verme, no pudo contener el llanto. Pero su mirada también me advirtió que alguien estaba a nuestras espaldas. Cuando me volví, había tres individuos, dos de ellos fuertemente armados y flanqueando a otro que sin duda debía ser el ruso al que queríamos apresar. Enseguida comprendí que su intención era acabar con todos nosotros. Sabíamos demasiado como para dejarnos con vida.

Cuando ya me daba por vencido, sucedió algo inesperado: Alina sacó un revólver del bolsillo trasero de su pantalón y empezó a disparar. Mis hombres y yo nos echamos al suelo. Tras un cruce de disparos atronador, se hizo el silencio. Una vez dispersado el humo que la pólvora había esparcido, vi que tanto Alina como los tres rusos yacían sin vida. Cuando dirigí la mirada a la silla donde habían atado a Eva, no pude reprimir un grito de desesperación.

Alina era una agente que trabajaba para el Kremlin, vigilando al oligarca para asegurar su lealtad y a la vez neutralizar la operación en la que yo trabajaba. A Eva la debió utilizar para intentar negociar.

Siempre supe que mi profesión y mi vida sentimental tenían que estar totalmente separadas, pero el amor me traicionó y acabó con mi amada.

Espero que algún día alguien lea esta historia y saque sus conclusiones.

 



martes, 9 de mayo de 2023

Bendita inspiración

 


Lo que os voy a contar os parecerá increíble. Hace tan solo unos días, me sobrevino una crisis de ideas; no se me ocurría nada aceptable que pudiera dar a leer a mi editor. El tiempo corría en mi contra. Necesitaba urgentemente llenar mi cuenta corriente, pues hacía ya dos años que no publicaba nada y tenía firmado un contrato con mi editorial que me obligaba a ello.

Por mucho que me esforzaba, no fluía nada que valiera la pena. Vivía en un constante temor al fracaso y a la vergüenza de ser un escritor frustrado después de una brillante carrera literaria. Me asaltaban las dudas de si sería capaz de recuperar mi madurez escritora.

Mi editor me llamaba con frecuencia y no me atrevía a contestar para que mi voz no delatara mi nerviosismo. No tenía más escusas que darle y mi inseguridad iba en aumento. Por mucho que intentaba relajarme, no lo conseguía.

Un día, mi ex mujer vino a verme para conocer lo que me pasaba a petición de mi editor y amigo común. Me sacudió moralmente sin piedad. Parecía un sargento echándole la bronca a un recluta.

El caso es que surtió efecto. Cuando se hubo marchado, me senté ante el ordenador. Ya tenía una historia. Contaría mi vida al lado de una mujer horrible. Sería como una catarsis liberadora. La historia brotaba velozmente. Por fin me había llegado la inspiración. Solo imaginarme la cara que pondría mi ex cuando la leyera, me llenó de regocijo.

 

250 palabras

Emociones (por orden de aparición):

Temor, vergüenza, frustración, duda, nerviosismo, inseguridad, regocijo.



jueves, 13 de abril de 2023

Manos ásperas

 En el último encuentro mensual del taller de escritura en el que participo, se nos propuso elaborar un texto sobre “Manos ásperas”. Este es el relato, en su versión en castellano, que surgió de mi imaginación:



Todos dicen que tengo las manos ásperas. ¿Qué queréis, si estoy todo el santo día trabajado en el campo? ¿Acaso hay algún campesino que no las tenga?

Este hecho no debería ser un obstáculo para llevar una vida normal, claro está. Mi padre, que en paz descanse, también tenía las manos ásperas y ello no le representó ningún inconveniente. Yo veía como —muy de vez en cuando, sea dicho de paso— acariciaba a mi madre y ella jamás le reprochó el tacto áspero de sus manos ni le rechazó por este motivo.

—El hombre de campo debe tener las manos grandes y fuertes, y las callosidades son una prueba del trabajo duro y sacrificado del campesino —decía, orgulloso, mi padre.

Por lo tanto, nunca me avergoncé de haber salido a mi padre en este aspecto. Y en otros, por supuesto. Hombre trabajador, cabal y buena gente, como pocos en el pueblo. Era muy apreciado por los amigos y vecinos. A mí, en cambio, nada de todo esto me ha valido para ganarme la amistad de nadie de mi edad.

Que me rechazaran por tener las manos ásperas era una idiotez que no entendía ni me habría importado si no fuera porque este rechazo también venía de Rosa, la chica más bonita de la comarca.

Rosa y yo nos conocemos desde niños y fuimos amigos inseparables, compartiendo juegos y más tarde confidencias. Yo estaba enamorado y creo que ella lo sabía. Pero el hecho de tener que ir a trabajar al campo con mi padre en lugar de continuar los estudios fue la causa de su alejamiento. Se juntó con aquel grupo de chulillos con ínfulas de señoritos y ya no quiso saber nada más de mí. Me convertí en una especie extraña para los jóvenes de mi entorno y que —todo hay que decirlo— no habían puesto jamás los pies en un campo de cultivo y pretendían trabajar en algo más “honorable”. Cuando me veían por el pueblo, el grupito de Rosa se burlaba de mí, y ella se carcajeaba. Todavía recuerdo la primera y única vez que le di la mano y como la retiró de inmediato con cara de asco.

Ahora, cuando me cruzo con ella por la calle, cambia de acera y simula no haberme visto. Una vez nos encontramos cara a cara y no pudo evitarme. Entonces le pregunté por qué me menospreciaba de esa manera. Todo lo que dijo fue: «porque me repugnan tus manos tan ásperas. Aquella vez que me tomaste de la mano, sin que yo lo quisiera, sentí un asco que no he podido olvidar». Y me dejó allí, plantado en medio de la calle.

Desde aquel día, aprovecho mi escaso tiempo libre para seguirla allá donde va. Solo es cuestión de esperar el momento y lugar propicio. Aunque no vea mi cara ni oiga mi voz, sabrá que quien la está estrangulando por la espalda soy yo. O, mejor dicho, mis manos ásperas.


sábado, 11 de marzo de 2023

La piedra volcánica

 

Hola, amigos. Este mes, El Tintero de Oro nos invita a participar en el reto “De la escena... ¡al micro!, que consiste en escribir y describir una escena de una película sin sobrepasar las 250 palabras.

Yo he elegido una película de 1959 y que vi de estreno a mis nueve años, y que he vuelto a ver incontables veces, y sigo pensando que es la mejor versión cinematográfica de la novela homónima de Julio Verne. Se trata, cómo no, de Viaje al centro de la tierra, protagonizada por James Mason en el papel del Profesor Lidenbrook.

Podríais pensar que lo que he hecho es una adaptación de una novela y no de una película, pero dadas las diferencias entre la obra original de Julio Verne y la producción para la gran pantalla de Charles Brakett, creo que mi versión escrita cumple con el requisito estipulado en las bases del microrreto. Juzgad por vosotros mismos.



La piedra volcánica


Un buen día le regalé al Profesor Lidenbrook una piedra volcánica. Con ello pretendía ganarme su afecto y afianzar así mi relación con Jenny, su hermosísima sobrina de la que estaba locamente enamorado.

Como muestra de agradecimiento, me invitó a cenar, ocasión que yo aprovecharía para pedirle la mano de Jenny.

Cuando llegué a la cita, el profesor estaba recluido en su laboratorio. Mientras le esperábamos, a Jenny y a mí nos invadió un gran nerviosismo, deseando y temiendo a la vez el preciado momento de la pedida. Yo era un alumno de bajo nivel social, por lo que mis esperanzas de éxito eran más bien escasas.

Pasaban los minutos y el profesor no aparecía. Hasta que una explosión nos alarmó. Apareció con el rostro tiznado y la ropa hecha trizas, pero con una cara de satisfacción como si hubiera descubierto un tesoro.

La elevada temperatura a la que había sometido mi obsequio fue el motivo de la explosión y de que de su interior apareciera una plomada con una inscripción de un tal Arne Saknussem, desaparecido años atrás, que aseguraba haber llegado al centro de la Tierra.

Mientras el profesor afirmaba querer seguir los pasos de su colega, yo intentaba por todos los medios hablar con él.

—Es importante —le dije.

—¿Qué quieres? —preguntó por fin.

—Ir con usted —le espeté.

Entonces oímos un gran estrépito. Jenny se había caído de lo alto de una escalera, a la que se había encaramado para oír disimuladamente mi pedida de mano.




sábado, 25 de febrero de 2023

El indiano (versión 2.0)

 El pasado 14 de febrero, la televisión pública catalana (TV3) emitió, en su programa semanal Sense ficció, el documental titulado Negrers, la Catalunya esclavista, en el que se exponía, de forma pormenorizada, el pasado esclavista de algunos personajes catalanes que emigraron a Cuba en busca de oportunidades y volvieron enormemente enriquecidos, gracias a la mano de obra gratuita aportada por sus esclavos negros. Esos nuevos millonarios se convirtieron en grandes prohombres, mecenas y benefactores sociales muy respetados y que fueron los artífices del gran desarrollo industrial, comercial y arquitectónico de Cataluña, apoyando y financiando la construcción de edificios modernistas que hoy embellecen Barcelona capital y muchas poblaciones catalanas. Aunque el esclavismo no fue únicamente utilizado por empresarios catalanes, sino que esta práctica execrable también tuvo sus protagonistas en otras regiones españolas, ese repaso histórico me sobrecogió al descubrir el pasado esclavista de muchos personajes catalanes a los que hasta ahora respetaba enormemente por sus logros y actividades en pro del desarrollo cultural y artístico.

El caso es que este documental me recordó que algunos años antes, concretamente el 12 de noviembre de 2019, escribí un relato de ficción sobre un descendiente de un indiano y que he querido recuperar —y de paso retocar— para volverlo a publicar en este blog. Pido disculpas de esta reiteración a lo/as lectore/as que ya lo leyeron en su momento, pero no he podido evitar sacarlo de nuevo a la luz porque está basado en hechos históricos que no deben olvidarse.


Me llamo Felip Pujol y nací en Barcelona un 12 de octubre de 1950, el llamado día de la Hispanidad. En casa siempre lo celebrábamos porque, me decían, mi bisabuelo, Ramón Pujol, había hecho las américas. Le llamaban “el indiano”, como a todos los que volvían a su tierra después de haber amasado una fortuna en las colonias españolas. De él heredamos esta mansión, que mi abuelo primero y mi padre después conservaron como el primer día. Yo la heredé al fallecer mi progenitor, hace ya siete años. Sin embargo, no he podido disfrutarla, como propietario, hasta que no me he jubilado. No podía dejar mis negocios en manos de mis dos hijas hasta que no hubieran demostrado verdaderas dotes de liderazgo, cosa que no se aprende de un día para otro.

Elisa, mi mujer, falleció poco después que mi padre, por lo que el trabajo ha sido hasta hace poco mi única ocupación y consuelo. Ahora, ya liberado de penas y obligaciones, puedo dedicar mi tiempo libre a hacer lo que me plazca, y lo primero que me vino a la mente fue hurgar en el árbol genealógico familiar.

La historia de mis padres y abuelos era bien sabida y datos no me faltaron para reconstruirla en poco tiempo, no así la rama anterior a la de mi abuelo paterno. De la vida de mi bisabuelo, su padre, no había constancia más que lo que todos sabíamos. Hombre emprendedor, viajero, aventurero y mujeriego ─se decía que había tenido algún hijo bastardo fruto de un amor prohibido con una negra en Cuba. Eso ya lo indagaría más tarde—, pero solo me interesaba conocer la vida como comerciante en aquella isla caribeña y cómo amasó su fortuna. ¿Una plantación, quizá? ¿Cacao, azúcar de caña, café, tabaco? ¿Con qué comerciaba Ramón Pujol que le reportó tantos beneficios?

Lo único claro y constatable era que fue un hombre de gran reputación entre la burguesía catalana y que llegó a ocupar varios cargos municipales de relevancia. Incluso se le concedió una medalla por su filantropía.

Después de varias semanas de constante estudio de los papeles familiares y de los archivos del ayuntamiento, seguía sin obtener resultados.

Visto lo visto, como tiempo me sobra y dinero también, sea dicho de paso, y además soy una persona que no se arruga frente a los obstáculos y que cuando empieza una cosa no la deja a medias, decidí trasladarme a la isla de Cuba. Me dije que si al cabo de dos semanas no obtenía ningún resultado, entonces sí tiraría la toalla, pues seré terco, pero no insensato. Siempre he calibrado la eficiencia en todo lo que he hecho. Si algo no da el fruto esperado tras invertir el tiempo y dinero necesarios, hay que abandonarlo.

Una vez en Cuba, toda mi actividad se desarrolló en las dependencias del Archivo Nacional, en la Habana Vieja. Con la debida autorización expedida a través del Ministerio de Asuntos Exteriores, pude hacerme con abundante material de la época en que mi bisabuelo estuvo comerciando en Santiago de Cuba, entre 1880 y 1900.

Cuando casi estaba a punto de expirar el plazo que me había marcado, encontré lo que buscaba, pero nunca me imaginé lo que encontraría. Bajo el nombre de Ramón Pujol y Muntaner, figuraba una larga exposición de hechos y fechas, con la descripción de sus actividades como propietario de extensas tierras del cultivo del algodón y de cacao. Pero lo que me alarmó sobremanera fue descubrir que también fue poseedor de un gran número de esclavos negros. ¡Mi bisabuelo fue un esclavista! No me lo podía creer. ¡Mi bisabuelo traficó con esclavos durante casi veinte años! Él era uno más de la extensa lista de esclavistas catalanes. Había oído hablar de ello, pero nunca me imaginé que aconteciera en el seno de mi familia, la honorable familia Pujol. También había leído sobre famosos esclavistas españoles que luego acabaron formando parte de la élite aristocrática, como Antonio López, el Marqués de Comillas. Pero uno nunca piensa que algo tan deleznable pueda haber anidado en su propia familia y, aun menos, que haya sido el origen de todos sus bienes, pasados y presentes.

Una vez de nuevo en casa, me asaltó una terrible duda: ¿debía informar de mi hallazgo a mis hijas o sería mejor enterrar el secreto conmigo?

Contrariado como estaba, llegué a pensar en vender todas nuestras propiedades y donar el dinero resultante a los más necesitados. Pero ¿de qué vivirían mis hijas? ¿Y mis nietos? ¿Qué culpa tenían de lo que había hecho uno de sus antepasados? Y yo ¿qué culpa tenía? Otra de las preguntas que me hice fue si mi padre supo de las andanzas de su abuelo allende los mares. Mi abuelo sí debió saberlo. O no. Nació un año después de volver su padre de Cuba. Muy probablemente nunca se habló del tema en su presencia. Pero ¿nunca se lo preguntó mientras vivía? ¿Nunca le picó la curiosidad por saber qué había hecho su padre para hacerse tan rico?

En fin, quizá le dijeron lo que yo creí, que comerció con frutas y especias y ahí quedó la cosa. Y si llegó a descubrirlo, quizá prefirió correr un tupido velo y olvidarse del tema. 

***

 Acabo de encargar en el Centro de Estudios Genealógicos un documento sobre el árbol genealógico familiar. Me va a costar mucho dinero, pero vale la pena el dispendio a cambio de limpiar la imagen de mi ancestro. Ha costado mucho convencer a su director, pero finalmente ha aceptado, aunque a regañadientes. El dinero todo lo puede. Y es que no puedo permitir que un periodista metomentodo investigue mi pasado familiar, ahora que me acabo de meter en política, y arruine mi incipiente pero prometedora carrera. A estos individuos les gusta hurgar en la vida de los que progresan. Una vez disponga del documento convenientemente adaptado a mis intereses, ya me encargaré de hacerlo llegar a las manos adecuadas. No sé en qué estaría pensando cuando me planteé tirarlo todo por la borda. Hay que pensar en la familia y mirar al frente, nunca al pasado.


*Ilustración: Estatua de Antonio López, ubicada en la plaza de Barcelona que lleva el mismo nombre, hasta que fue retirada en 2018 por su pasado esclavista.


viernes, 10 de febrero de 2023

Una vida distinta

 


Odio la cara de asco con la que me miran algunos de los que pasan delante de mí. Tendrían que estar en mi lugar. Así se enterarían de lo que vale un peine. Bueno, en realidad un peine no, en todo caso una vida distinta a la suya, pues la alusión a un peine, cuyo significado mucha gente ignora, se refiere a augurios muy negativos, y no es el caso, pues yo, la verdad, no lo paso nada mal. ¡¿Qué digo?! Me lo paso cojonudamente bien. Yo sí tengo un lugar fijo y seguro donde vivir, no como muchos de esos idiotas que deambulan por ahí sin rumbo fijo, pidiendo en las esquinas y durmiendo en un banco cochambroso. Y quienes sí tienen donde ir, seguro que es un lugar de trabajo asqueroso, con un sueldo de mierda o un piso con aluminosis, con tres o cuatro niños revoltosos y maleducados, y una mujer que les hace la vida imposible. Y si les preguntara si son felices, mentirían como bellacos.

Yo hace años que dejé de ser un esclavo. No dependo de nadie ni nadie depende de mí. Trabajar para otro para que se enriquezca a mi costa no va conmigo. Y desde que tomé la decisión de liberarme, soy feliz. Amo la libertad y no hay mejor forma de disfrutarla que vivir en la calle. Sí, en la calle, lo habéis oído bien. Ah, ¿no os parece bien? Sois como la gran mayoría de pijos ignorantes. ¡Qué sabréis vosotros! ¿Acaso lo habéis probado? No se puede juzgar algo sin conocerlo. La gente tiene muchos prejuicios. No soportan a los que no son como ellos. Bueno, para ser sincero, yo tampoco les soporto a ellos, unos engreídos del tres al cuarto. Y es que la gente habla por hablar, sin tener ni puta idea de a lo que me refiero. ¿Que no os gusta mi lenguaje? No seáis hipócritas, seguro que soltáis las mismas palabrotas o peores en la intimidad, como dijo que hacía ese político del bigotito cuando hablaba en catalán. ¡Qué idiota! Ese, como todos los políticos, se cree que somos tontos. Bueno, la verdad es que la gran mayoría de los ciudadanos lo son. Yo no, me huelo la mentira a kilómetros de distancia y como no quiero ser engañado en ningún aspecto, por eso me he planteado vivir como lo hago: a mi aire y sin compromisos de ningún tipo.

Cuando veo pasar a esos trajeados, con su maletín en la mano, y con prisas, en lugar de despertar en mi conmiseración, lo que siento es desprecio. Trabajar y trabajar. ¿Para qué? ¿Para hacer frente a gastos superfluos, por no decir innecesarios? La hipoteca, el coche, los caprichos de la parienta y de los mocosos malcriados, el colegio privado, algún que otro viajecito, y así un sinfín de cosas inútiles. A mí, la vivienda me sale gratis, no necesito coche para nada, mis viajes son por el barrio y mis pies me transportan de un lugar a otro. Y como, además, no tengo mujer ni hijos, pues estoy totalmente exento de obligaciones económicas familiares. Si quisiera viajar para conocer mundo, que no es el caso, no necesitaría coche, ni barco ni avión, pues podría viajar haciendo autostop, porque supongo que todavía existe esta modalidad. Para qué gastarse un pastón en otros medios de transporte pudiendo hacerlo gratis.

Y ¿cómo me alimento?, os preguntaréis. Pues me valgo de mi astucia y savoir faire. Cuando no voy a un comedor social, que es lo que suelo hacer, sobre todo cuando hace frio, voy a un Supermercado paquistaní del barrio donde me conocen y me quedo con las piezas de fruta y verdura más maduras y en mal estado, las que nadie quiere, gratuitamente. Si lo miráis bien, les hago un favor al apartar de la vista de la clientela tales mercancías defectuosas. Son una mala imagen para la empresa, porque no sé en lo que estarán pensando esos tipos al dejar unos tomates chuchuríos, unas lechugas mustias o unas manzanas con manchas oscuras en vías de putrefacción, a la vista de la clientela. Quizá en su país eso sea normal, pero aquí no, deberían saberlo. Pero qué sabrán ellos, si son unos ignorantes. A veces también me espero a que, por la puerta de atrás y una vez cerrado el establecimiento, depositen en los contenedores los productos caducados desde hace días. Al menos en eso sí se fijan. Supongo que lo hacen porque temen que alguien los denuncie por vender productos caducados que, por cierto, si fueran nocivos para la salud, hace años que estaría muerto.

Solo en una ocasión, en la que todas esas posibilidades fallaron, tuve que salir de caza. Bueno, lo de caza no es más que un eufemismo de matar palomas para comérmelas. No pongáis esa cara. Ya veo que estáis llenos de prejuicios. Quizá no sea una práctica muy saludable, pues se dice que estas ratas voladoras pueden transmitir muchas enfermedades. Pero debo haber tenido suerte, pues nunca he enfermado, o bien ya estoy inmunizado contra todo tipo de bicho viviente, porque ni tan solo pillé la Covid. El caso es que, con tan solo unas cuantas migas de pan, en un pis pas estás rodeado de esas infelices aves. Matarlas y desplumarlas ya fue otro cantar, pero sé de una indigente a quien se le da muy bien ese quehacer, que por algo trabajó muchos años en una pollería. Así que, pensando en ella, cacé dos ejemplares para repartírnoslos, y bastante rollizos, por cierto. Las llamas purificadoras de una pequeña fogata, que la mujer suele encender de noche, hizo el resto. Y como soy un todo terreno en cuestiones gastronómicas, pues casi me resultó una cena suculenta. Y en este caso también hice una labor encomiable para el consistorio municipal, que no sabe cómo atajar la plaga de palomas que hace años asola la Ciudad Condal. Y no digamos el favor que le hice a mi compañera de la calle, que muy pocas veces come caliente. Dice que la artrosis le impide ir andando hasta el comedor social, y eso que solo está a dos manzanas. El caso es que me lo agradeció del único modo que podía y no le quise hacer un feo y acepté. El lecho que usa no es tan cómodo como el mío, pero para uno rapidito ya va bien. Supongo que ya sabéis a lo que me refiero ¿no? No seáis tan remilgados, que cuando el hambre aprieta, y no me refiero precisamente al de comer, cualquier cosa vale. Aun así, no lo volvería a hacer. Creo que me contagió algún que otro piojo, lo que me obligó a raparme al cero. Y menos mal que no me pegó ladillas, que si no...

¿Y de dónde saco la ropa?, también os preguntaréis. Pues no sabéis la cantidad de ropa y calzado que la gente tira en los contenedores y que todavía está en buen estado. Incluso hay ropa de marca. Hay que ver lo que despilfarran algunos. O les sobra el dinero o son unos consumistas empedernidos. Con tanta ropa que he acumulado, puedo cambiarme de vestuario cada día. Y en esto también colaboro con el medio ambiente, pues lo que hago es reciclar, cosa que incluso los que se autodefinen como ecologistas no saben lo que es. ¡Hipócritas!

Ya veis, pues, que vivo la vida a mi aire, sin ataduras, De dinero no voy bien ni mal, tengo el suficiente y gracias a la generosidad de algunos incautos —o debería decir almas piadosas y benefactoras— que dejan unas monedas, y algún que otro billete, en mi caja de cartón, la cual he adornado y enriquecido con un cartelito en el que tengo escrito, con una letra muy pulcra —que uno será indigente, pero no inculto, pues de niño fui a la escuela, aunque de eso haga una eternidad— un mensaje que hasta haría llorar a Putin.

El truco consiste en esconder mis piernas bajo una manta y simular que donde se supone que debería haber dos piernas ahora hay dos muñones, pues sufrí los efectos de una mina antipersona cuando estuve en Afganistán con las tropas españolas. precisamente desactivando explosivos. Y la gente se lo cree. Hay que ver lo ilusos que son algunos. Supongo que da tanta pena ver que una persona que ha sacrificado su vida en nombre de la libertad acabe en la calle sin ningún tipo de subsidio, que más de uno se siente en la obligación moral de aportar un dinerillo para paliar un poco esa injusticia y drama humano.

El único contratiempo que ese engaño es que no puedo quedarme inmóvil todo el día en la misma posición, pues las piernas se me acaban agarrotando y doliendo un montón. Solo faltaría que las acabara perdiendo de verdad, pues a veces tardan mucho en recobrar la sensibilidad. Tengo que esperar a que oscurezca y no haya apenas transeúntes ni miradas indiscretas para erguirme y volver a la bipedestación, aunque sea cojeando un buen rato hasta desentumecer y recuperar la movilidad de mis dos extremidades inferiores. Lo hago con tanta maña que hasta ahora nadie me ha descubierto. Es entonces cuando aprovecho para el avituallamiento de comida y vestimenta. Así que ya veis que lo que gano, lo gano a pulso, con esfuerzo y sacrificio.

El caso es que, como no tengo gastos y recaudo un dinerillo en donaciones —prefiero este término al de limosnas— tengo unos ahorrillos con los que he abierto una cuenta bancaria, pues, aunque no devengue interés alguno —otros ladrones, las entidades bancarias—, por lo menos estarán a salvo de manos ajenas, que por estos barrios ronda mucho mangante, en especial “el cojo” —que este sí que está tullido de verdad—, que intentó extorsionarme para evitar que divulgara mi engaño. Se ve que una noche no fui lo suficientemente precavido y descubrió mi truco, y me vio esconder mis ganancias del día en el saquito que llevo pegado a mi cuerpo para que nadie pueda tirar de él sin mi conocimiento mientras duermo. ¿No pretendía que le diera una parte a cambio de su silencio, el muy cabrón? Y es que ni siquiera en este mundo de indigentes existen los escrúpulos. Le propiné tal paliza, gracias a mi recuperada movilidad, que creo que lo dejé más tullido de lo que estaba. Aun así, tuve que poner tierra de por medio para que no diera conmigo, ni él ni nadie del gremio.

Ahora, desde que me he mudado a este nuevo barrio, alejado de la competencia, estoy mucho más tranquilo. Aquí la gente no es tan pudiente, pero no puedo quejarme. He descubierto otro Supermercado paquistaní —esa gente, al igual que los chinos, están por doquier— Además, hay ingenuos en todas partes. ¡Qué sería de esta sociedad sin la ingenuidad! Nada, no seríamos nada.

Y no creáis que no disfruto de un tiempo de ocio. Todos los fines de semana me tomo vacaciones y, si hace buen tiempo, me voy a la playa de la Barceloneta a tomar el sol o simplemente a relajarme. No sé si algún día enfermaré de algo inevitable, pero de lo que nunca padeceré es de ansiedad, el mal que asola nuestra sociedad de consumo. ¿A que os doy un poco de envidia?

No sé cuántos años viviré, pero sí sé que lo haré sin que nadie abuse de mí y sin hacer daño a nadie, si exceptuamos la somanta de palos que le arreé a aquel presunto chivato lisiado.

La vida es corta y hay que saber vivirla, caramba. Yo elegí vivir una vida distinta a la de la gran mayoría de los infelices mortales, y me va de maravilla. Os lo recomiendo. No seáis idiotas, cambiad también de vida. Me lo agradeceréis.


Este relato participa fuera de concurso en El Tintero de Oro




sábado, 14 de enero de 2023

¿Qué será de mí?

 


Siempre me satisfizo gozar de inmortalidad, pero ahora ya no le veo ninguna ventaja.

En los albores de lo que hoy se conoce como Universo, fui tratado injustamente y tuve que enfrentarme a enemigos recalcitrantes. En alguna ocasión la batalla fue dura, pero la mayor parte de las veces salí triunfante. Gozaba de poder y de gloria. Se me respetaba y no había hombre sobre la faz de la tierra que no me temiera. Incluso algunos me idolatraban. Mis seguidores eran muchedumbre. Ahora ya no.

No logro dilucidar que es lo que me ha conducido hasta este punto. El mundo actual está en decadencia. Mi prestigio se está extinguiendo y son cada vez menos los que creen en mí, incluso aquellos que han gozado y se han beneficiado de mi existencia, esos a los que favorecí para que progresaran y vieran sus deseos hechos realidad.

No sé qué hacer. Tendré que reunir fuerzas para reconquistar esas almas perdidas por el camino. Pero hay tanto descreído en la actualidad...

Cada vez hay más gente que se atreve a burlarse de mi figura y de mi poder. Antes, unos me representaban casi como un dios. Un ángel caído, me llamaban otros. Cierto es que siempre me han representado de una forma ridícula, casi grotesca. No sé por qué se empeñaron en atribuirme cuernos y hasta un rabo.

Con la cantidad de nombres que tengo, ya no soy capaz de llamar la atención del más temeroso de los humanos. ¡¿Qué será de mí?!