Hoy os presento el segundo cuento, de la serie de cuatro, que, como os anuncié la semana pasada, he recuperado después de varios años durmienso el sueño de los justos en otro blog fenecido hace tiempo por falta de visitantes. Espero que os guste.
Había una vez un viejo oficinista que llevaba la
friolera de sesenta y cuatro años trabajando en la misma empresa. Se quería
jubilar, pero no le dejaban. Decían que era indispensable en el puesto que
ocupaba. Pero él sabía la verdad: su salario era tan magro que no hallarían a
nadie más dispuesto a trabajar por aquella miseria. Todo el personal de la
empresa era muy mayor, por idéntico motivo, pero Juan Currante, que así se
llamaba nuestro protagonista, era, con creces, el más viejo y el más antiguo.
Pero Juan también sabía
que la pensión por jubilación todavía sería más esmirriada y todo por haberse
dejado embaucar con un «pero si aun eres muy joven, ya te daremos de alta a la
Seguridad Social más adelante, cuando seas mayor, que las cosas, como puedes
ver, no marchan muy bien ahora mismo». Y así durante cincuenta
largos años.
Entró a trabajar en
Industrias Miserias, nombre con el que se conocía en el pueblo la fábrica de
tractores, cuando tenía tan solo quince años y el señor Negrero, el dueño,
cuarenta. Ahora él iba camino de los ochenta y aquel hacía ya un montón de años
que criaba malvas, y ahora eran su único hijo y el socio de este, Julián
Explotador, los que llevaban el negocio.
Nunca había estado
enfermo, jamás había faltado al trabajo. Entraba el primero y salía el último.
Y así cada día laborable, de siete en punto de la mañana a siete y pico de la
tarde. Orgulloso de su trabajo en Negrero e Hijo, S.L. primero y Negrero &
Explotador, S.L. después, declaró en muchas ocasiones que pensaba morirse al
pie del cañón. En lo que no pensó cuando esto dijo fue que ese cañón fuera tan
pesado, resistiera tanto tiempo y que a su edad todavía le tendría que sacar
lustre.
El día de su ochenta
cumpleaños fue el primer día de su vida laboral que pidió poder ausentarse del
trabajo. Nunca antes había hecho tal cosa, ni siquiera cuando nació Ignacio, su
hijo. Pero ahora tenía un motivo lo suficientemente importante: le habían llamado
del hospital. Ignacio había sufrido un accidente con la motocicleta y acababa
de entrar en el quirófano. Parecía grave.
A Luisa, su mujer, no
le diría nada, tampoco lo entendería. Solo se lo contó a Mercedes, su
cuidadora, un miembro más de la familia y, claro, al señor Negrero hijo.
—¿Qué puede hacer usted
en el hospital? Solo molestar. ¿No se da cuenta de que no podrá ver a su hijo,
hombre de Dios? Vaya al terminar sus quehaceres, que ya habrá salido de la
operación —le dijo, señalándole con la mirada la puerta del despacho para que regresara
a su lugar de trabajo.
Pero al ver que Juan no
aceptaba su consejo y que tomaba su abrigo, la bufanda y la bolsa de mano
dispuesto a marcharse, le espetó:
—Señor... esto..., da
igual; mire que si se va antes de terminar su jornada laboral le tendremos que
descontar las horas perdidas y con la que está cayendo no está usted para
perder dinero así como así.
Al día siguiente, Juan llegó tarde a la
oficina, un hecho extraordinario que no pasó desapercibido por nadie. Todo el
mundo se imaginaba lo peor. «Pobre hombre, una mujer mentalmente discapacitada
y ahora un hijo vaya usted a saber en qué situación, eso si es que está vivo»
—pensaron.
Pero a las diez y diez,
Juan entró en la oficina con paso decidido y cara de felicidad, y antes de que
el señor Honorato Facha, el jefe de personal, pudiera reprenderlo, dijo en voz
alta:
—He venido a recoger
mis pocas pertenencias. Mucho gusto y que lo pasen ustedes bien —iba a decir «y
que os den por culo», pero se contuvo.
Y dirigiéndose al señor
Facha, que le observaba boquiabierto, añadió:
—Ya me dirá cuando
puedo pasar a firmar el finiquito. ¡Adiós! —gritó a la vez que agitaba un
papelito como quien voltea una banderita como señal de bienvenida a un
mandatario extranjero. Y dando media vuelta, salió por la puerta grande a toda
prisa, como si tuviera miedo de que le atraparan y no pudiese salir de allí
nunca más.
—¿Qué llevaba el
señor... esto..., bueno da igual, ¿qué llevaba ese en la mano? —preguntó el
socio de Negrero, conocido por todos, sin excepción, con el mote de señor
tocacojones, que también estaba presente.
—Pues no estoy seguro
señor toca..., quiero decir señor Explotador, pero parecía un billete de
lotería.
Aquella misma mañana, muy temprano, cuando
Ignacio se despertó, tras la operación, y vio a su padre sentado a los pies de
su cama, puso unos ojos como platos, y mirándolo con cara de loco empezó a
agitar los brazos escayolados, que más bien parecía un pájaro despavorido. «La
cartera, la cartera», gritaba mirando a su alrededor como quien ha perdido algo
muy valioso. Y es que la suerte llega cuando uno menos la espera. Ignacio,
pobre chico, iba conduciendo ofuscado y apresurado porque le había tocado el
primer premio de la lotería, un montón de millones y no vio que el semáforo se
había puesto en rojo y, claro, pasa lo que pasa.
—Padre, vaya al banco,
deprisa, e ingrese este billete. ¡Somos millonarios! —le dijo. casi a gritos.
—Ahora mismo, hijo mío
—contestó Juan, dirigiéndose raudo hacia la puerta de la habitación.
Pero antes de salir, se
paró, y después de pensárselo unos segundos, se giró y añadió:
—Pero antes tengo que
pasar por la oficina, pues tengo que terminar una tarea pendiente.
Y es que no hay que dejar para mañana lo que se pueda hacer hoy.
Me han encantado los nombres propios😅 de los protagonistas que son toda ena declaración de intenciones. Un cuento que entronca directamente con la magistral película "El buen patrón".
ResponderEliminarAbrazos, Josep.
Esos nombres llevan un mensaje nada subliminal, je, je. Son como son.
EliminarPues sí, hay muchos "buenos patrones" repartidos por ahí.
Un abrazo.
Al igual que a Miguel, los nombres me han hecho sonreír, lo mismo con la imagen que ilustra tu post.
ResponderEliminarQué lástima que en algunos trabajos aún se siga explotando a los trabajadores, y que algunos de estos también crean que van a heredar de la empresa algún día.
Muy buen cuento, Josep, y muy buena moraleja.
Un abrazo.
Los nombres forman parte de la trama, je, je.
EliminarY sí, aunque estemos en el siglo XXI todavía existen empresarios que explotan a sus trabajadores.
Me alegro que este cuento te haya gustado.
Un abrazo, Chelo.
Como los demás comentaristas , a mí también me han gustado los nombres de tu personaje , están puestos muy adecuadamente.
ResponderEliminars una historia para estos días en que todos nos enganchamos a la suerte para conseguir salir de los problemas que tenemos.
Es que Juan, mi protagonista, era un currante de pies a la cabeza, así que su apellido le viene como anillo al dedo. je, je.
EliminarHemos sido muchos los que esperábamos hacernos ricos gracias a la lotería para dejar de trabajar, pero Juan se lo tenía mucho más merecido.
Un saludo.
Yo no hubiera osado pasar por la oficina antes de ingresar el billete en el banco. Nunca se sabe lo que puede pasar entre tanto usurero.
ResponderEliminarMuy bueno el cuento y muy cuidados los nombres de los personajes.
Un abrazo.
Pues tienes razón, porque con esas aves rapaces revoloteando, se arriegaba a que le despojaran del boleto.
EliminarMe alegro que este cuento te haya gustado.
Un abrazo.
Extraordinario empleado. Yo creo que no habría aguantado, el trato. Tampoco habría llevado el décimo allí, la verdad.
ResponderEliminarUn buen texto, de un tiempo pasado que ojalá sea muy lejano. Pero no creo :-). Un abrazo, y feliz viernes
Pocos empleados quedan como Juan, tan fiel y sufrido. La mayoría no habría soportado ese trato inhumano durante tantos años. Pero al final obtuvo su recompensa gracias a que la fortuna sonrió a su hijo y, de paso, a él. Ahora ya puede disfrutar de un retiro placentero.
EliminarUn abrazo.
Hola, Josep! Un relato que a más de uno nos ha dejado con ganas de bajar a comprar un número de lotería o un euromillón, ja, ja, ja... Un premio de lotería te da dinero, pero sobre todo los dos tesoros más importantes que la riqueza te puede ofrecer y que has plasmado maravillosamente en el relato: 1. tiempo para hacer lo que te salga de dicha sea la parte y 2. No tener por qué aguantar a los gilipollas. Un abrazo!
ResponderEliminarHola, David! Hay quien dice que el dinero no da la felicidad, pero creo que en este caso la da con creces, por lo menos al pobre Juan, que tenía más que merecido un buen descanso a su avanzada edad y dejar de aguantar a tantos imbéciles y negreros.
EliminarUn abrazo.
Precioso cuento con moraleja incluida, y con unos nombres la mar de ilustrativos. Además con final feliz.
ResponderEliminarOye, eres un cuentista muy bueno. Enhorabuena.
La historia, aunque exagerada, es un fiel reflejo del panorama laboral que tenemos ahora mismo y, salvo el final (creo que no hay tanto boleto de lotería premiado para los explotados que lo necesitan), muestra la situación de un importante sector de trabajadores.
Un beso.
A mí me gustan mucho los cuentos con moraleja y final feliz, que son, si no, cómo no, la gran mayoría.
EliminarEsta parodia pretende ser un reflejo de lo que sucede, aun hoy en día, en algunas empresas, con salarios de pena, incumpliendo la ley, a veces con trabajos clandestinos, cobrando en negro y, por supuesto, sin que estén dados de alta en la Seguridad Social.
Gracias por considerarme un buen cuentista. Los cuentos siempre me han gustado, desde que se los contaba, totalmente inventados, a mis hijas, je, je. Este va dirigido a los mayores con un mínimo dentido del humor y de la justicia.
Un beso.
Vaya con el pobre Juan, una vida de dedicación que tuvo sus frutos ya al final de la misma. Aunque con esos nombres no me imagino cómo debiera ser la empresa en cuestión, jajaja. Ay, la lotería, a quién le pudiera echar una mano, yo en su casoe habría despachado mucho más agusto, jejeje.
ResponderEliminarUn abrazo Josep!
Pd: muchas gracias por lanzarte a por el libro tan rápido, eso es un lujazo!
En ese caso excepcional, el esfuerzo de Juan dio sus frutos, aunque a una edad demasiado avanzada como para poder disfrutar mucho tiempo de ellos. Y todo gracias al empeño de su hijo, que fue quien compró el boleto.
EliminarQuien más quien menos, hemos alguna vez imaginado cómo nos despediríamos de nuestro superior si nos tocase el gordo, pero todo ha quedado en un simple sueño, je, je.
Un abrazo, Pepe.
P.D.- Hoy me llega tu libro. En cuanto termine la lectura del que tengo ahora entre manos, me pongo con él, pues ya estoy ansioso por leerlo.
Magnífica esta iniciativa tuya que nos ha hecho conocer este, más magnífico si cabe, relato. Me ha encantado ese personaje trabajador hasta el límite (que siempre lo hay) y ese sentido del humor con el que te burlas de los personajes miserables que le rodean al asignarles nombre. Me ha encantado.
ResponderEliminarUn beso.
Hola, Rosa. Me alegro que, en primer lugar, te/os satisfaga la idea de recuperar estos cuentos ignorados por quienes fueron, tiempo ha, sus destinatarios y, en segundo lugar, que te/os haya gustado este cuento en particular, del que recuerdo haberme reído mientras lo escribía. Yo también me alegro de haberlos resucitado y que tengan ahora los lectores que se merecen, je, je.
EliminarUn beso.
Estupendo relato. Ya me estaba fastidiando el abuso de semejantes personajes con unos nombres muy bien elegidos, igual que el de la fábrica, :))), y menos mal que cambio el rumbo de este pobre hombre tan paciente por demás.
ResponderEliminarMe ha encantado por las dos emociones que se notan mientras se lee, la de asombro y digamos, rabia, y la alegría del final.
Un gusto Josep volver a leer tus historias siempre tan entretenidas.
Un abrazo y buen día.
¡Hola, Elda! Bienvenida de nuevo a este humilde blog. Me alegra que este cuento te haya provocado esas dos emociones, totalmente acertadas. Por fortuna, es un cuento con final feliz, como debe ser, je, je.
EliminarEl gusto es mío, amiga.
Un abrazo.