Hoy os presento el tercer cuento de la serie de cuatro que escribí hace tiempo y que, aun siendo antiguo, por su temática, no deja de tener actualidad. Esta vez les toca el turno a los ricos, Espero que os guste.
Jofre, a sus cincuenta años, no había tenido
que trabajar jamás en su vida. Hijo, nieto y bisnieto de millonarios, llevaba
una vida regalada pero aburrida e insustancial. Solo levantarse, por la mañana,
lo tenía todo preparado. No tenía que hacer nada por sí solo. Todo lo dejaba en
manos del servicio. Se lo hacían absolutamente todo. No iba a ninguna parte si
no era estrictamente necesario. Incluso su médico le iba a visitar a domicilio.
Cocinera, mayordomo, camarera, chofer, y hasta un secretario personal velaban,
día y noche, por su bienestar.
Un día, sin embargo,
tuvo que salir de casa a pie. Su chofer había enfermado por primera vez en su
vida y Jofre nunca había querido sacarse el carnet de conducir. Una obligación
ineludible fue la culpable de este contratiempo: la reunión mensual del Consejo
de Administración de la empresa que había heredado de sus antepasados. No
habría sido apropiado ni práctico reunir a todos los miembros del Consejo en su
casa. Afortunadamente, le sede de la empresa estaba tan solo a un cuarto de
hora andando, como mucho.
Pero por el camino tuvo
un encuentro inesperado: en la esquina de enfrente de la oficina a la que se
dirigía, un hombre de mediana edad, sentado en una especie de taburete
plegable, tocaba la guitarra y cantaba canciones de Serrat. Y lo hacía bastante
bien. La funda abierta de la guitarra yacía a sus pies, donde recogía las
monedas que los viandantes le arrojaban.
Jofre se lo quedó
mirando fijamente. Aquella cara le resultaba familiar. De pronto la reconoció.
—¿Jaume? ¿Jaume
Tresserras? —exclamó. —¿Qué haces aquí? —le preguntó tan pronto aquel terminó
la canción.
—¡Hombre Jofre!, cuánto
tiempo sin verte —exclamó a su vez el interpelado—. Pues ya lo ves, haciendo de
músico callejero. Es una larga historia —añadió con cara de circunstancias y
ganas de charlar.
—Ahora no puedo
entretenerme, llego tarde a una reunión —le contestó Jofre—. Ven a verme a casa
un día de estos y charlaremos de los viejos tiempos. —Y dicho esto desapareció
entre el gentío que llenaba la zona a aquella hora.
—¡Vaya! De una buena me
he librado —pensó Jofre mientras cruzaba la calle a paso ligero—. Quién me lo
habría dicho, Tresseras pidiendo por las calles. ¡Con la fortuna que heredó de
su padre! Aún era más rico que yo y mírale ahora. ¡Quién le ha visto y quién le
ve! Por suerte, me lo he podido sacar de encima. Seguro que me habría pedido
dinero. ¿Cómo puede venir a verme si no debe saber dónde vivo? Ni tan solo le
he dado tiempo a preguntármelo —iba Jofre rumiando, aliviado.
A las cuatro y media de
la tarde de ese mismo día, cuando Jofre se disponía a hacer la siesta, agobiado
por el calor de un mes de julio extremadamente caluroso, sonó el timbre de la
puerta. Al cabo de unos instantes, un mayordomo incómodo y atemorizado por
haber molestado a su señor en uno de los momentos más gratificantes del día, le
informaba de la presencia en el salón de un “viejo amigo”, tal como el
visitante se había hecho anunciar.
Cuando Jofre se
presentó ante el recién llegado, comprobó, asombrado, que quien le había venido
a ver era Tresserras, quien, plantado en medio de la estancia, le miraba con
una sonrisa pícara.
—¿Qué quieres? —le
espetó Jofre sin ningún miramiento.
—¿Que qué quiero? Me
has dicho esta mañana que viniera a verte —le respondió su visitante con toda
naturalidad.
Y ante el enojoso
silencio de su anfitrión, añadió:
—Creías que no te
encontraría, ¿verdad? Pues aquí me tienes, para echarte una mano, que buena
falta te hace.
—Pero ¿qué dices?
¿Echarme una mano a mí? A mí no me hace falta tu ayuda ni la de nadie —le
replicó un Jofre airado.
—Tú estarás podrido de
dinero, pero llevas una vida insípida y estás más solo que la una. Yo, en
cambio, soy feliz viviendo como vivo.
—Eso no te lo crees ni
tú. ¡Si vives en la calle y tienes que mendigar para vivir! Tú sí que debes
estar solo y...
—No tengo familia, como
tú, pero tengo muchos amigos, voy adonde quiero y hago lo que quiero sin
depender de nadie. Te parecerá que estoy solo, pero no me siento solo —lo
interrumpió Jaume Tresserras.
Jofre, enojado,
contraatacó:
—Pues si vives tan
bien, ¿qué haces aquí? ¿Qué quieres de mí? ¿Dinero?
—Ya te he dicho que he
venido a echarte una mano —insistió Jaume.
—Y dale. ¿A qué te
refieres con eso de echarme una mano, si se puede saber? ¿Acaso me enseñarás a
tocar la guitarra? —le preguntó Jofre con sorna.
—No, haré que cambies
de vida y que seas feliz. Cuando te he visto esta mañana, he mirado en tu
interior y solo he visto un gran vacío y mucha tristeza.
Jofre, boquiabierto, se
sentó. Mirando fijamente a aquel viejo compañero con quien estudió la carrera de
Económicas para después tomar cada uno su propio camino, se sintió derrotado y
comprendió que Jaume tenía razón. Nunca había sido feliz desde que tuvo que
suceder a su padre al frente de la editorial. No le quedaba familia ni amigos,
solo dinero a puñados, que no le había ayudado a encontrar la felicidad. Más
bien al contrario, ya que eran muchos los que le envidiaban y no pocos los
enemigos que esperaban que el negocio familiar se hundiera por la falta de
interés del que hacía gala.
—¿Y cómo crees que me
puedes ayudar a ser feliz? —acabó preguntándole.
—Pues, para empezar,
durmiendo en el hotel de las mil estrellas —le dijo su viejo compañero de
estudios.
—¿Durmiendo en el hotel
de las mil estrellas? Pero ¿acaso te has vuelto loco o es que quieres tomarme
el pelo?
—De ninguna de las
maneras. Ven conmigo esta noche y lo verás.
No era precisamente un hotel al uso al que
Jaume llevó a Jofre, pero a este no le decepcionó lo más mínimo. Hacía muchos
años que no yacía sobre una alfombra de césped bajo un cielo estrellado. La
noche era cálida y la sensación de aire renovado le invadía de los pies a la
cabeza. La bóveda celestial relucía más que nunca. Jofre no habría sabido decir
si eran miles o millones de estrellas las que veían sus ojos, pero aquella
imagen le hizo reflexionar y tomar conciencia de qué y quién era. Verse tan
pequeño ante el Universo no le hizo sentir insignificante, al contrario, se vio
más grande que nunca, con ganas de luchar por su libertad, de afrontar su
existencia con una nueva perspectiva, de saber, en definitiva, disfrutar de la
vida.
La estancia en el hotel
de las mil estrellas fue totalmente gratuita. Jofre vuelve a menudo,
especialmente las noches en las que se siente abrumado por los inevitables quebraderos
de cabeza provocados por la editorial. Por cierto, esta ha sufrido una profunda
renovación. Nuevo personal la encabeza y un nuevo Consejo de Administración
controla el negocio. También se ha incorporado un nuevo empleado, a media
jornada, ya que tiene que compaginar su trabajo en la empresa con la de músico
en la calle.
Ahora, Jofre dedica su
tiempo libre a aprender a tocar la guitarra.
Y es que el saber no ocupa lugar y nunca es tarde si la dicha es buena.
Muy buen relato con una buena moraleja. De nada sirve el dinero si se está solo sin amigos ni familia. Bueno, de nada no, es mejor estar solo cómodamente que estarlo en la miseria. Ambos amigos mejoraron su vida notablemente y eso es un final estupendo.
ResponderEliminarUn beso.
Está claro que el dinero no da la felicidad por sí solo. Sin familia y sin amigos, se puede nadar en la abundancia, pero nadar en solitario puede hacer que uno se ahogue sin tener a nadie cerca para rescatarlo. Dicen que mejor solo que mal acompañado, pero siempre se necesita una buena compañía y si esa compañía procede de una reconciliación, pues mejor que mejor.
EliminarUn beso.
Un cuento muy emotivo y con cierto aire navideño que nos hace ver que el dinero por sí mismo no asegura la felicidad. Incluso la puede quitar je, je. Pienso que las personas más felices son las que se sienten acompañadas, amadas y valoradas. Abrazos, Josep.
ResponderEliminarTres cosas hay en en la vida: salud, dinero y amor. Y como reza la canción: quien tenga un amor, que lo cuide, que lo cuide, la salud y la platita que no la tire, que no la tire, ja,ja,ja. Mi protagonista no sé cómo estaría de salud, supongo que bien, de platita fenomenal, y como de amor andaba bastante mal, lo único que le quedaba para ser feliz era amar la vida, cambiando su forma de vivir.
EliminarUn abrazo, Miguel.
Muy entrañable está historia, y es que las pequeñas cosas son al fin, lo más satisfactorio y para las cuales no se necesita dinero
ResponderEliminarUna buena lección del compañero la que le regaló.
Me ha gustado mucho.
Un abrazo Josep.
Una vida satisfactoria está compuesta por esas pequeñas cosas que nos hacen sentir que somos felices. Y a Jofre le faltaba eso; y eso se lo proporcionó quien menos se lo esperaba.
EliminarMe alegro que te haya gustado este cuento.
Un abrazo, Elda.
Qué bonito.
ResponderEliminarNosotros dormimos a veces en el hotel de las mil estrellas, en la finca, sin contaminación lumínica, buscando constelaciones.
Los músicos callejeros suelen ser personas felices, de hecho en algunos sitios tienen que tener un carnet y no entran dentro de lo que podríamos llamar mendigos, son músicos, así empezaron Rod Steward, Ed Sheeran o Edith Piaf, entre otros. Como verás soy muy fan de los músicos callejeros, jajajaja.
Me ha gustado el relato, como todos los tuyos.
Yo, la verdad, es que hace mucho, pero que mucho tiempo, que no practico esa tan deseada actividad, y cuando he tenido ocasión de contemplar la bóveda celeste, la maldita contaminación lumínica me lo ha impedido. Tendré que irme a un lugar apartado en lo alto de una montaña para disfrutar de ese espectáculo, je, je.
EliminarEsos músicos callejeros, a pesar de sus inicios duros, han acabado viendo satisfecha su máxima ilusión: actuar ante un público mutitudinario y vivir de su profesión de músico. Pero me gustaría saber si ahora son más felices que antes.
Me alegro que te haya gustado este cuento.
Un abrazo.
Miedo da esa media jornada de Jaume. A ver si, tratando de ayudar a su amigo, va terminar alienado por la sociedad de consumo.
ResponderEliminarBromas al margen, muy buen cuento.
Un abrazo.
Pues espero que el bueno de Jaume no acabe en las garras empresariales ni en las de la sociedad de consumo. Sería una faena que después de querer hacer feliz a su amigo acabara contaminado.
EliminarGracias por dejar tu comentario, Chema.
Un abrazo.
Hola, Josep! Aunque no aparezca en el relato, sin duda que has escrito un estupendo cuento de Navidad. Tiene todos los ingredientes: una crisis vital, algo o alguien que te hace ver las cosas de otro modo y un final de superación en el que por fin el personaje se da cuenta de lo más importante.
ResponderEliminarTambién me gustaría destacar la crítica social que incluyes. En este caso, esa condescendencia social con las que la gente "acomodada" trata a los "vulnerables". Es la sociedad de hoy, tan dada al postureo, en la que das una limosna mientras te grabas con el móvil para luego subir el vídeo en busca de likes que confirmen lo buena que gente que eres.
No, ayudar a alguien es "ensuciarte" las manos para darle un futuro, no dar una simple limosna solo para sentirnos majos.
Esta condescendencia también se refleja en ese frase "qué puedes ofrecerme tú".
Un cuento de Navidad fantástico y que, a quince de diciembre, me anima a estrenar un Feliz Navidad!!
Hola, David! Pues sí, aunque Jaume no sea un ángel al uso, ejerce más o menos esa función que mencionas. Ojala que el materialismo quedara relegado a favor de una mayor "espiritualidad" o sensibilidad social y humana. Pero la realidad, por desgracia, no apunta hacia esa dirección.
EliminarMe alegro mucho que este cuento te haya puesto en contacto con la Navidad, aunque presumo que el próximo que publicaré el día 22 será un cuento todavía más navideño.
Un fuerte abrazo.
Una historia muy propia para estas fechas en que nos centramos tanto en consumir y gastar. Hay cosas gratis que son sumamente placenteras y nos dan mucha paz, como observar un cielo cuajado de estrellas.
ResponderEliminarMe ha encantado, Josep Mª.
Un beso.
Hola, Paloma! Aunque mirar las estrellas sea un espectáculo precioso (si la contaminación lumínica nos lo permite, cosa harto difícil) y gratuito, creo que son muy pocos los que prefieren hacerlo en lugar de dedicarse a otros quehaceres mucho más prosaicos, y caros.
EliminarYo mismo, de hecho, practico poquísimo este hermoso ejercicio. En cambio, cuando era un boy scout había dormido en más de una ocasión en ese hotel estrellado.
Me alegro que te haya gustado. El próximo y último cuento todavía es más navideño, por eso lo he dejado para el final de la serie, je, je.
Un beso.
Efectivamente, amigo, hay quen mira el cielo sin ver más que un montón de lucecitas, y a lo sumo preguntan: ¿Dónde está la Osa Mayor?, sin saber disfrutar de tanta belleza, algo típico de las personas superficiales.
ResponderEliminarMe alegro que este cuento te haya parecido simpático, es lo que pretendía.
Saludos.