Las penurias por las que pasé
para tirar adelante como madre soltera solo las conozco yo. Me aconsejaron que
abortara, que en mi situación, tan joven y con muy pocos recursos económicos,
era lo mejor que podía hacer. Pero quise seguir adelante con el embarazo en
contra de las opiniones ajenas, empezando por las de mis padres, que se
desentendieron de mí.
Con el tiempo, las cosas se
normalizaron. Ocasiones no me faltaron para vivir en pareja, pero las deseché
todas. Ya tuve suficiente con la primera, un mal tipo que me hizo sufrir y que
me abandonó cuando más lo necesitaba. Héctor, mi hijo, y yo salimos de la
miseria y ahora, veinte años después, vivimos humildemente, pero no nos falta
lo esencial. Creo haberle educado bien. Reconozco que le he sobreprotegido,
aunque no mimado. Le he dado todo lo que he podido darle. Sé que no ha sido
mucho, pero lo suficiente para que supiera lo que cuesta ganarse la vida de
forma honrada. Pero algo debo haber hecho mal, porque no se conforma con lo que
tiene, siempre quiere más, siempre está insatisfecho y su carácter se ha
agriado hasta alcanzar cotas que me preocupan.
No sé adónde va ni con quién.
No me da explicaciones. Sale y entra en casa cuando le viene en gana y
últimamente suele volver muy tarde, de madrugada, y cuando se levanta, a las
tantas, todavía huele a alcohol. No me extrañaría que también tomara alguna
droga, pues se ha vuelto muy irascible y me trata mal, como lo hacía su padre
biológico. ¿Qué habré hecho para merecerme esto?, me repito día sí y día
también. Pero soy su madre y le quiero. Cuando nació pensé que era lo mejor que
me había podido pasar en esta vida, pero ahora ya no estoy tan segura.
Desde hace unas semanas, su
comportamiento es todavía más extraño. Cuando le pregunto de qué trabaja, me
responde que tiene un negocio con unos amigos que no conozco y se cierra en
banda cuando le pido más detalles. No le insisto, pues se pone hecho una furia
y me dice que me ocupe de mis asuntos, que ya es mayor para tomar sus propias
decisiones, que sabe lo que hace y que debería estar contenta con el dinero que
ahora trae a casa. Y es verdad, últimamente me da mucho más dinero del que me
daba como resultado de sus “trapicheos”, como él los llamaba.
Un día, aprovechando que no
estaba en casa, hurgué en su dormitorio. Sé que estuvo mal, pero ese acto me
abrió los ojos. Hubiera preferido no verlo, pero el mal ya estaba hecho. En el
fondo de su armario, en una bolsa de deporte hallé muchos fajos de billetes.
Pero eso no fue todo, lo peor fue que junto a ese dinero de origen desconocido
había una pistola. No pude evitar soltar un grito, que ahogué al instante, para
que nadie me oyera. ¿Para qué quería mi hijo una pistola y cómo había
conseguido reunir tanto dinero? ¿Un atraco, quizá? Pero en las noticias no había
aparecido ninguna relacionada con un robo. ¿Estaría metido en algún asunto turbio,
tráfico de drogas tal vez? Desde aquel día no dejé de espiarle, temiéndome lo
peor. Cada vez que le preguntaba adónde iba, se ponía hecho un basilisco.
Un día, de madrugada, volvió
borracho, tropezando con todo lo que se le ponía por delante. Fue tal el
estruendo que armó, que salté de la cama para ver qué estaba ocurriendo. Le
tuve que acompañar hasta su habitación y lo dejé tendido en la cama vestido
como iba. Al encender la lamparilla de la mesilla de noche para quitarle los
zapatos y arroparle, vi, con horror, que su camisa y su cara estaban salpicadas
de sangre. Farfullaba palabas ininteligibles. Lo único que me pareció entender
fue algo así como: «tenía que hacerlo»
¿Hacer qué? Decidí dejarlo dormir y que por la mañana, cuando estuviera
despejado, le interrogaría, se pusiese como quisiera. Había ocurrido algo grave
y quería saberlo.
No
soltó prenda. Me dijo, una vez más, que me metiera en mis asuntos, que era
mejor que, por mi bien, no supiera nada. Y que, sobre todo, mantuviera la boca
cerrada. Esto último me lo dijo con una mirada amenazante que jamás antes le
había visto. Me asustó. Aquel chico ya no era mi hijo. Algo le había
transformado y suponía que ya no había marcha atrás. Desayunó sin decir palabra,
cabizbajo. Parecía que estaba rumiando algo. Murmuraba. De pronto sonó su
teléfono móvil, lo que le sobresaltó. Habló con monosílabos y alguna frase que
no pude entender, pues me dio la espalda y se alejó de mí. Tras colgar, se fue
a su habitación, donde le oí trastear. Le pregunté a través de la puerta si
estaba bien, si sucedía algo malo. Me gritó que me largara de una vez y lo
dejara en paz. Al cabo de unos minutos, salió cargado con la bolsa que descubrí
días atrás y una mochila a la espalda. Se fue sin siquiera despedirse. No le he
vuelto a ver.
Ayer,
por la televisión, informaron que habían hallado un cadáver en un descampado.
Había recibido seis disparos, uno mortal de necesidad. Se trataba de un
empresario muy conocido, cuyo nombre todavía no se ha hecho público. No le
habían sustraído nada, lo cual significaba que el robo no había sido el motivo
del asesinato. Había varias líneas de investigación abiertas, entre las cuales
estaba la de un asesinato encargado por uno de sus muchos enemigos, alguno de
los cuales le había amenazado de muerte, tal como denunció el fallecido semanas
atrás. Unos obreros dijeron haber oído varios disparos y visto a un individuo
que, trastabillando, huyó en un Peugeot de color rojo en el que le estaba
esperando alguien al volante. Con las prisas o por culpa del viento reinante en
aquel momento, al presunto asesino se le salió la capucha con la que ocultaba
su rostro. Era joven, delgado, bastante alto y con el pelo muy negro y rizado.
Es todo lo que pudieron percibir. Y a continuación, en la pantalla apareció un
retrato robot del citado individuo.
No
había duda, ese joven era mi hijo, o por lo menos se le parecía muchísimo. El
dibujante había hecho un buen trabajo, muy a pesar mío. Y el coche de mi hijo
es, precisamente, como el que habían descrito
Las
autoridades pedían la colaboración ciudadana para atrapar a ese asesino. La
familia del fallecido ofrecía una elevada suma de dinero para quien pudiera facilitar alguna pista fiable.
No pude
seguir escuchando lo que decía la periodista ante las cámaras de televisión.
¡Era todo tan horrible! ¿Qué podía hacer? ¡Cómo iba a delatar a mi propio
hijo! Le caerían muchos años de cárcel y no quería verlo entre rejas. Si no
decía nada, lo mas probable es que, de no atraparlo, seguiría cometiendo
crímenes. ¡Mi hijo, un criminal! ¡Qué fracaso más grande como madre! No me lo
podía perdonar. ¿En qué me había equivocado? Pero no era momento de reproches,
sino de mirar hacia adelante y decidir qué debía hacer con mi hijo. ¿Protegerlo
o entregarlo? De no ser su madre, seguro que pensaría que debía hacer lo
correcto, denunciándolo y que pagara por sus malos actos. Por supuesto no
aceptaría la recompensa que ofrecía la familia del hombre asesinado. ¡Faltaría
más! «Una mujer entrega a la policía a su único hijo y cobra los veinte mil
euros que ofrecía la familia a quien diera una pista para detenerlo». Eso sería lo que publicarían los medios,
incluyendo a las redes sociales, que tanto disfrutan metiéndose en la vida de
los demás.
¿Qué
hacer? Estaba hecha un lío. No me sentía capaz de tomar una decisión. Así que
lo dejé todo en manos de mi conciencia. Tras pensarlo mucho, decidí que iría a
la comisaría y lo contaría todo.
Así lo
hice. Pero cuando llegué a mi destino, me detuve en seco ante la puerta, incapaz de entrar. Me quedé paralizada. Me di la vuelta y regresé a
casa. Que sea lo que Dios quiera, me dije. ¿Y si me interrogan porque sospechan
de Héctor? ¿Qué les diré? Una vez más, me pregunté cómo debía obrar. Siempre he
pensado que una buena madre siempre protege a su hijo, aunque haya hecho algo
malo.
Cuando
entré en casa, me tomé una pastilla para dormir y me metí en la cama,
totalmente a oscuras y en posición fetal. Me sentía muy trastornada. Lo último que pensé antes de sucumbir
al efecto del somnífero fue qué haría en mi lugar una buena madre.