martes, 26 de noviembre de 2024

La buena madre

 


Las penurias por las que pasé para tirar adelante como madre soltera solo las conozco yo. Me aconsejaron que abortara, que en mi situación, tan joven y con muy pocos recursos económicos, era lo mejor que podía hacer. Pero quise seguir adelante con el embarazo en contra de las opiniones ajenas, empezando por las de mis padres, que se desentendieron de mí.

Con el tiempo, las cosas se normalizaron. Ocasiones no me faltaron para vivir en pareja, pero las deseché todas. Ya tuve suficiente con la primera, un mal tipo que me hizo sufrir y que me abandonó cuando más lo necesitaba. Héctor, mi hijo, y yo salimos de la miseria y ahora, veinte años después, vivimos humildemente, pero no nos falta lo esencial. Creo haberle educado bien. Reconozco que le he sobreprotegido, aunque no mimado. Le he dado todo lo que he podido darle. Sé que no ha sido mucho, pero lo suficiente para que supiera lo que cuesta ganarse la vida de forma honrada. Pero algo debo haber hecho mal, porque no se conforma con lo que tiene, siempre quiere más, siempre está insatisfecho y su carácter se ha agriado hasta alcanzar cotas que me preocupan.

No sé adónde va ni con quién. No me da explicaciones. Sale y entra en casa cuando le viene en gana y últimamente suele volver muy tarde, de madrugada, y cuando se levanta, a las tantas, todavía huele a alcohol. No me extrañaría que también tomara alguna droga, pues se ha vuelto muy irascible y me trata mal, como lo hacía su padre biológico. ¿Qué habré hecho para merecerme esto?, me repito día sí y día también. Pero soy su madre y le quiero. Cuando nació pensé que era lo mejor que me había podido pasar en esta vida, pero ahora ya no estoy tan segura.

Desde hace unas semanas, su comportamiento es todavía más extraño. Cuando le pregunto de qué trabaja, me responde que tiene un negocio con unos amigos que no conozco y se cierra en banda cuando le pido más detalles. No le insisto, pues se pone hecho una furia y me dice que me ocupe de mis asuntos, que ya es mayor para tomar sus propias decisiones, que sabe lo que hace y que debería estar contenta con el dinero que ahora trae a casa. Y es verdad, últimamente me da mucho más dinero del que me daba como resultado de sus “trapicheos”, como él los llamaba.

Un día, aprovechando que no estaba en casa, hurgué en su dormitorio. Sé que estuvo mal, pero ese acto me abrió los ojos. Hubiera preferido no verlo, pero el mal ya estaba hecho. En el fondo de su armario, en una bolsa de deporte hallé muchos fajos de billetes. Pero eso no fue todo, lo peor fue que junto a ese dinero de origen desconocido había una pistola. No pude evitar soltar un grito, que ahogué al instante, para que nadie me oyera. ¿Para qué quería mi hijo una pistola y cómo había conseguido reunir tanto dinero? ¿Un atraco, quizá? Pero en las noticias no había aparecido ninguna relacionada con un robo. ¿Estaría metido en algún asunto turbio, tráfico de drogas tal vez? Desde aquel día no dejé de espiarle, temiéndome lo peor. Cada vez que le preguntaba adónde iba, se ponía hecho un basilisco.

Un día, de madrugada, volvió borracho, tropezando con todo lo que se le ponía por delante. Fue tal el estruendo que armó, que salté de la cama para ver qué estaba ocurriendo. Le tuve que acompañar hasta su habitación y lo dejé tendido en la cama vestido como iba. Al encender la lamparilla de la mesilla de noche para quitarle los zapatos y arroparle, vi, con horror, que su camisa y su cara estaban salpicadas de sangre. Farfullaba palabas ininteligibles. Lo único que me pareció entender fue algo así como: «tenía que hacerlo» ¿Hacer qué? Decidí dejarlo dormir y que por la mañana, cuando estuviera despejado, le interrogaría, se pusiese como quisiera. Había ocurrido algo grave y quería saberlo.

No soltó prenda. Me dijo, una vez más, que me metiera en mis asuntos, que era mejor que, por mi bien, no supiera nada. Y que, sobre todo, mantuviera la boca cerrada. Esto último me lo dijo con una mirada amenazante que jamás antes le había visto. Me asustó. Aquel chico ya no era mi hijo. Algo le había transformado y suponía que ya no había marcha atrás. Desayunó sin decir palabra, cabizbajo. Parecía que estaba rumiando algo. Murmuraba. De pronto sonó su teléfono móvil, lo que le sobresaltó. Habló con monosílabos y alguna frase que no pude entender, pues me dio la espalda y se alejó de mí. Tras colgar, se fue a su habitación, donde le oí trastear. Le pregunté a través de la puerta si estaba bien, si sucedía algo malo. Me gritó que me largara de una vez y lo dejara en paz. Al cabo de unos minutos, salió cargado con la bolsa que descubrí días atrás y una mochila a la espalda. Se fue sin siquiera despedirse. No le he vuelto a ver.

Ayer, por la televisión, informaron que habían hallado un cadáver en un descampado. Había recibido seis disparos, uno mortal de necesidad. Se trataba de un empresario muy conocido, cuyo nombre todavía no se ha hecho público. No le habían sustraído nada, lo cual significaba que el robo no había sido el motivo del asesinato. Había varias líneas de investigación abiertas, entre las cuales estaba la de un asesinato encargado por uno de sus muchos enemigos, alguno de los cuales le había amenazado de muerte, tal como denunció el fallecido semanas atrás. Unos obreros dijeron haber oído varios disparos y visto a un individuo que, trastabillando, huyó en un Peugeot de color rojo en el que le estaba esperando alguien al volante. Con las prisas o por culpa del viento reinante en aquel momento, al presunto asesino se le salió la capucha con la que ocultaba su rostro. Era joven, delgado, bastante alto y con el pelo muy negro y rizado. Es todo lo que pudieron percibir. Y a continuación, en la pantalla apareció un retrato robot del citado individuo.

No había duda, ese joven era mi hijo, o por lo menos se le parecía muchísimo. El dibujante había hecho un buen trabajo, muy a pesar mío. Y el coche de mi hijo es, precisamente, como el que habían descrito

Las autoridades pedían la colaboración ciudadana para atrapar a ese asesino. La familia del fallecido ofrecía una elevada suma de dinero para quien pudiera facilitar alguna pista fiable.

No pude seguir escuchando lo que decía la periodista ante las cámaras de televisión. ¡Era todo tan horrible! ¿Qué podía hacer? ¡Cómo iba a delatar a mi propio hijo! Le caerían muchos años de cárcel y no quería verlo entre rejas. Si no decía nada, lo mas probable es que, de no atraparlo, seguiría cometiendo crímenes. ¡Mi hijo, un criminal! ¡Qué fracaso más grande como madre! No me lo podía perdonar. ¿En qué me había equivocado? Pero no era momento de reproches, sino de mirar hacia adelante y decidir qué debía hacer con mi hijo. ¿Protegerlo o entregarlo? De no ser su madre, seguro que pensaría que debía hacer lo correcto, denunciándolo y que pagara por sus malos actos. Por supuesto no aceptaría la recompensa que ofrecía la familia del hombre asesinado. ¡Faltaría más! «Una mujer entrega a la policía a su único hijo y cobra los veinte mil euros que ofrecía la familia a quien diera una pista para detenerlo». Eso sería lo que publicarían los medios, incluyendo a las redes sociales, que tanto disfrutan metiéndose en la vida de los demás.

¿Qué hacer? Estaba hecha un lío. No me sentía capaz de tomar una decisión. Así que lo dejé todo en manos de mi conciencia. Tras pensarlo mucho, decidí que iría a la comisaría y lo contaría todo.

Así lo hice. Pero cuando llegué a mi destino, me detuve en seco ante la puerta, incapaz de entrar. Me quedé paralizada. Me di la vuelta y regresé a casa. Que sea lo que Dios quiera, me dije. ¿Y si me interrogan porque sospechan de Héctor? ¿Qué les diré? Una vez más, me pregunté cómo debía obrar. Siempre he pensado que una buena madre siempre protege a su hijo, aunque haya hecho algo malo.

Cuando entré en casa, me tomé una pastilla para dormir y me metí en la cama, totalmente a oscuras y en posición fetal. Me sentía muy trastornada. Lo último que pensé antes de sucumbir al efecto del somnífero fue qué haría en mi lugar una buena madre.

 

jueves, 14 de noviembre de 2024

El cuadro que me ha cambiado la vida

 


Siempre recordaré la última vez que fui a Montserrat (1). Hacía muchos años que no iba y, no sabría explicar por qué, sentí de pronto la necesidad de hacerle una visita, como cuando era niño.

Era un día frío pero soleado. Y, cosa extraña, no había muchos visitantes, de forma que pude hacer el típico recorrido que incluye la visita a la Moreneta (2), en menos tiempo que el esperado. No soy creyente, pero quería recordar lo que hacía con mis hermanas y mis padres una vez al año.

Al llegar al final del trayecto, allí donde los devotos encienden unas velas, pidiendo cualquier deseo a la Virgen, me sentí empujado a hacer lo mismo, como un recuerdo de la costumbre de mis padres. Un acto —lo reconozco— totalmente simbólico, nada habitual en mí. Y entonces, no sé explicar el cómo ni el porqué, experimenté una espiritualidad que hacía muchos años que no sentía. El caso es que salí al exterior con una sensación de bienestar que no sabría definir, como si intuyera que me esperaba algo extraordinario a corto plazo. Se dice que Monserrat esconde poderes ocultos (3), pero nunca he creído en estas tonterías. «O estoy enfermo o simplemente es que me hago viejo», me dije.

Cuando estuve de nuevo en la explanada frente a la entrada de la Abadía, recordé que me habían elogiado el museo que hay en sus entrañas y que nunca había tenido ocasión de visitar. Como solo eran las doce del mediodía y, por lo tanto, tenía tiempo suficiente antes de almorzar, decidí entrar.

Una vez dentro, como no quería entretenerme más de la cuenta, fui directamente hacia las salas dedicadas a la pintura moderna, y concretamente las del modernismo, el estilo pictórico que más me gusta. Tan solo llegar al destino elegido, me sentí transportado a un pasado que me resultaba familiar. Y esa sensación se hizo mucho más patente cuando la vi. De repente, todo empezó a dar vueltas a mi alrededor.

Fue un shock emocional. Aquella imagen, aquella cara... Era ella, sin duda. ¿Cómo era posible? ¿Acaso me había vuelto loco? El cuadro llevaba por título Madeleine. Era una pintura al óleo que Ramon Casas pintó en París el año 1892, es decir, ¡ciento treinta años atrás!

Os parecerá, como a mí entonces, una locura, pero era la Madeleine que conocí en París cuando fui a perfeccionar mi francés. ¿Cuánto hacía de eso? ¿Cómo podía saberlo! Aquello me sobrepasaba. No podía ser real. Sentí algo parecido a una crisis de ansiedad. Tuve que sentarme para serenarme. Al cerrar los ojos, rememoré de pronto aquel encuentro y un escalofrío recorrió toda mi espalda. Me vi entrando en aquel tugurio parisino y cómo la vi sentada en un rincón. Estaba fumando un puro, como el que aparece en el cuadro. Puesto que el local estaba abarrotado y no tenía dónde sentarme, me hizo una señal con la mano indicándome que me sentara a su mesa. Tímido como era —y todavía soy—, me costó decidirme, pero su sonrisa derribó todas mis reservas. Al fin y al cabo, me había propuesto conocer gente de toda clase, especialmente bohemia, y aquella mujer tenía todo el aspecto de serlo.

Bebía una copa de Pastís. Yo pedí lo mismo. Al cabo de una hora, no sé si por el efecto del alcohol, de su compañía o del ambiente reinante, me sentía pletórico.

Desde aquel día, iba todas las tardes al Moulin de la Galette —así se llamaba el local— y siempre me la encontraba sentada en la misma mesa. Nos hicimos amigos —o eso creí—. Me dijo que se llamaba Madeleine Boisguillaime, que trabajaba de lavandera y que frecuentaba aquel lugar porque era el único en Montmartre en el que no ponían ningún impedimento al acceso de una mujer que, como ella, fumaba y bebía sin compañía masculina.

Un día me invitó a su casa, una buhardilla minúscula, pero suficientemente confortable para una sola persona, y me dio a probar algo que nunca había probado: absenta, que, según decían, tenía propiedades afrodisíacas, cosa que puedo asegurar que no es cierta. Sí me dijo que tuviera cuidado y no bebiera demasiado, pues se decía que Van Gogh, unos años antes, se había cortado una oreja, de tan ebrio como estaba por culpa de esa bebida espirituosa.

Al llegar a este punto de la historia, abrí los ojos, estremecido. Recordé, de pronto, que me aficioné a ese maldito brebaje y que, una noche, paseando por la orilla del Sena, me sentí muy mareado, tropecé  y caí a las gélidas aguas de aquel río tan caudaloso. Sentado ahora en aquel banco del museo, volví a sentir aquel frío escalofriante y cómo la corriente me arrastraba río abajo hasta que perdí la conciencia y la vida.

Ahora entendía por qué aquel cuadro me había conmocionado tanto. No se trataba de un simple déjà vu. Ahora comprendía aquellos sueños reiterativos que parecían indicarme que había vivido una vida anterior y que siempre había desdeñado. Yo, que siempre había negado la posibilidad de la reencarnación, ahora ya no estoy tan seguro.

Desde aquella visita al museo de Montserrat, no he vuelto a ser el mismo. Me gustaría volver al pasado y encontrarme de nuevo con Madeleine.

 

 

(1) Para quienes no lo sepan, Montserrat es un macizo montañoso, de forma muy singular, situado en la provincia de Barcelona. En él se levanta el monasterio que lleva su nombre, una abadía benedictina consagrada a la Virgen de Monstserrat, conocida popularmente como “La Moreneta”, por su color negro.

(2) Según la leyenda, en el año 880, unos pastorcillos vieron una luz muy brillante que les llevó hasta una cueva, donde hallaron la imagen de la Virgen. Conocida la noticia, el Obispo de Manresa intentó trasladarla a esa ciudad, pero resultó del todo imposible, pues la imagen, a pesar de su pequeño tamaño, se volvió muy pesada, lo que se interpretó como un deseo de la Virgen de quedarse en el lugar donde había sido hallada. De este modo, el obispo ordenó la construcción de la ermita de Santa María, origen del actual monasterio. El motivo del color negro de la imagen ha sido objeto de mucha controversia (de hecho, hay muchas vírgenes negras en el mundo), pero la opinión menos culta y más mundana es que se debe al humo de las miles de velas que durante siglos le han colocado a sus pies para venerarla.

(3) De todas las leyendas que rodean a Montserrat, la más bizarra es la protagonizada por el comandante nazi Heinrich Himmler. Conocidas son las aficiones esotéricas de los gerifaltes del Tercer Reich, incluyendo a Hitler, que le llevó, el 23 de octubre de 1940, a visitar Montserrat en busca del Santo Grial. Y no podemos olvidar la historia del “tamborilero del Bruch”, Isidro Llusà Casanovas, que en 1808, durante la guerra de independencia española, gracias a la reverberación del sonido de su tambor motivada por las singulares formas de la montaña, provocó la desbandada de las tropas francesas, al creer que las fuerzas rivales eran mucho más numerosas. Y tampoco pueden faltar los OVNIS que, al parecer, hacen escala en Montserrat, camino del lago de Banyoles. De este modo, desde hace años, una comunidad de aficionados a la ufología se da cita todos los días 11 para avistar esos fenómenos, cuya justificación, según algunos, reside en que la montaña de Montserrat es uno de los centros energéticos más importantes del mundo.

 




lunes, 4 de noviembre de 2024

Una tarde en el monasterio

 


Siempre he creído que las mejores excursiones son las improvisadas, y así se lo hice saber a Eulalia.

—Cogemos el coche y vamos adonde nos lleve el destino —le propuse.

Era una domingo frío y gris. No invitaba a salir, pero estaba tan aburrido que cualquier actividad al aire libre me parecía más tentadora que quedarnos en casa, como hacíamos últimamente cada domingo, viendo series de Netflix en plan maratoniano.

—¿El destino? Yo no creo en el destino —me respondió malhumorada.

—Bueno, pues, la casualidad.

—Tampoco creo en las casualidades. Todo tiene un motivo en esta vida —argumentó en un tono de menosprecio. Era evidente que Eulalia no tenía un buen día, pero yo no estaba dispuesto a darme por vencido.

—Mira, haré como en ese programa de televisión que tanto te gusta: lanzaré un dardo a un mapa de la provincia de Barcelona; sí, mujer, no pongas esa cara, y el lugar donde se clave será nuestro destino. No me dirás que no será casualidad.

Eulalia se encogió de hombros, como diciendo «haz lo que te dé la gana, tío».

A la primera tirada, el dardo se clavó, firme, en un punto en el centro del mapa. Corrí hacia él para ver de cerca el lugar que el destino, o la casualidad, había elegido, el punto hacia el que nos tenía que llevar nuestro viaje: Rajadell.

—¡Rajadell! —exclamé—. ¿Conoces Rajadell? —le pregunté con la certeza de que me diría que no, como así fue.

—¿Y que hay allí que valga la pena ver, si se puede saber? —me preguntó ahora con cara de hastío.

—No lo sé, no había oído hablar jamás de esa población. Repetiré el tiro, a ver si en la siguiente ocasión tenemos más suerte y nos señala un lugar más conocido.

Pero, cosa extraña, a cada tirada, el dardo se clavaba, insistentemente, en el mismo lugar: Rajadell.

—Esto no puede ser casualidad, tiene que ser cosa del destino —afirmé.

—No digas tonterías —me contestó Eulalia poniendo los ojos en blanco.

Al cabo de media hora ya tenía la respuesta a su pregunta. Internet es formidable cuando se quiere encontrar información sobre lo que sea.

Así pues, la puse en antecedentes de lo qué encontraríamos en aquel lugar, lo más interesante de todo, una capilla de estilo románico del siglo XIII, que acabó siendo un pequeño monasterio a mediados del siglo XIV. Le describí el lugar, su historia y el valor patrimonial de esa obra arquitectónica popular, así como todo lo que podríamos ver en los alrededores, tanto desde el punto de vista monumental como geográfico.

—¿Y dónde está exactamente? —volvió a preguntar con tanto interés como quien pregunta qué hay para cenar.

—Está en la comarca del Bages, a solo unos sesenta quilómetros de aquí. En menos de una hora estamos allí. Si salimos después de desayunar, no encontraremos ningún atasco en la carretera. ¿Qué me dices?

Por toda respuesta, volvió a encogerse de hombros y se fue a la cocina.

 

A las once, dos horas más tarde de lo previsto, salimos de casa en dirección a Rajadell. Como me temía, encontramos una espantosa caravana de vehículos. Llegamos a nuestro destino a la una de la tarde, yo hecho una furia y ella con cara de fastidio. Como ya era muy tarde y estábamos hambrientos, decidimos ir primero al pueblo para comer y ya visitaríamos luego el monasterio y sus alrededores.

          A aquella hora, el restaurante estaba repleto, así que tuvimos que esperar a que se vaciara una mesa. Por fin, pudimos tomar asiento después de media hora de permanecer de pie, cada vez más nerviosos y hambrientos. Por si eso fuera poco, la lentitud del servicio era exasperante. Yo me iba impacientando, ya que en octubre oscurece muy temprano y el tiempo corría en nuestra contra.

A las cuatro y media llegamos al lugar donde supuestamente teníamos que disfrutar de una experiencia cultural y artística extraordinaria. Y no iba errado, pero solo en parte.

La verdad es que la visión de aquel monasterio no me impresionó lo más mínimo, todo lo contrario. No lo quise verbalizar para no dar pie a que Eulalia me dijera el consabido «ya te lo decía yo». La puerta estaba cerrada —como suele suceder cuando uno quiere visitar una iglesia antigua—, así que solo pudimos dar una vuelta por una zona que parecía dejada de la mano de Dios. La verdad es que me desmoralicé bastante, pero no estaba dispuesto a reconocerlo ni bajo tortura.

Mi gran sorpresa fue, sin embargo, comprobar que Eulalia se sintió, de repente, entusiasmada, cautivada. No paraba de hacer fotografías y de dar vueltas y más vueltas por todo el perímetro de aquella construcción medieval que parecía que fuera a desmoronarse de un momento a otro. Caminaba con los ojos cerrados, como si estuviera en trance y no fuera de este mundo. Después se puso a danzar sin parar, extendiendo los brazos como si fueran alas, al estilo de una bailarina de ballet clásico. Me pareció oír una música muy tenue procedente del interior del monasterio al compás de la cual Eulalia bailaba y bailaba. Tenían que ser imaginaciones mías —pensé—. No entendía nada, pero no me atrevía a interrumpirla. Era evidente que se sentía feliz, como si se hubiera transportado a otra época, a otra dimensión, a una vida pasada, ¡qué sé yo!

Mientras tanto, yo esperaba, sentado sobre una roca, a que recobrase los sentidos y volviera a la realidad. Pero el tiempo pasaba y aquello no se detenía. Eulalia se iba alejando cada vez más. Yo no sabía qué hacer, si ir tras ella o esperar. Temía despertarla de aquel estado de éxtasis. No sabía cómo podía reaccionar. Todo aquello me resultaba increíble. Parecía que se había vuelto loca.

Oscurecía y Eulalia no volvía de su último periplo danzante por los alrededores. Cansado de esperar, fui por fin en su busca. Había desaparecido y por mucho que la llamaba a gritos no me contestaba. Pasaron horas sin que apareciera, hasta que decidí dar parte a la policía local.

La patrulla que peinó la zona solo halló la cámara fotográfica, pero ni rastro de ella. A las doce de la noche tuvimos que abandonar la búsqueda. Ya volveríamos a intentarlo por la mañana. Pero Eulalia no apareció. Se había esfumado como por obra de un hechizo.

 

De aquello hace ya un año y solo me queda de Eulalia su cámara y las fotografías que hizo con ella.

          No se lo he dicho a nadie para que no me tomen por loco, pero creo que aquel monasterio se la tragó. ¿Era ese su destino? ¿Por eso el dardo se obstinó en marcar aquel punto en el mapa?

          Nunca olvidaré a Eulalia ni aquella tarde en el monasterio.

 

 

         

Este relato es una traducción del original en catalán y responde a la consigna recibida en el grupo de escritura del que formaba parte en aquel momento.

Debíamos escribir un relato inspirado en la fotografía que se nos repartió a cada miembro. A mí me correspondió la que aparece en el encabezamiento de esta entrada. Gracias al buscador de imágenes de Google, pude saber que mi fotografía representaba un antiguo monasterio ubicado en la población de Rajadell, de la que nunca había oído hablar. Jamás he estado allí y la verdad es que no me atrae, sobre todo por si hay algo de cierto en lo que me he inventado.