Creo que no exagero si digo que todos, o casi
todos, hemos experimentado alguna vez lo que se conoce como dejà vu. Es
una sensación fugaz y poco nítida de que ya hemos visto algo o vivido una
situación igual con anterioridad, pero nos resulta imposible recordar cuándo y
dónde. Hubo un tiempo en que lo experimenté muchas veces, y cada vez con más
frecuencia. Cuando se lo comenté a mi amiga Charo, me dijo, con total
naturalidad, que esos flashes, aparentemente inexplicables, eran retazos de una
vida anterior. Al principio la miré con incredulidad, pero conociendo su
creencia en la reencarnación, no me atreví a llevarle la contraria. «Si cada
día dedicas unos minutos a la meditación, acabarás conectando con tu yo pasado,
con tu otra vida». Y así quedó la cosa. Hasta hace un mes aproximadamente.
No soy creyente, pero
me atrae todo lo paranormal. De ahí que interpretara esos flashes como algo que
seguramente tendría una explicación psicológica, pero que nadie, de momento,
sabía cuál era. Recuerdo que, hace algunos años, la ouija me reveló que en una vida
anterior había sido un Marqués, muy apuesto y muy rico, llamado Rodolfo
Argüelles. El Marqués de Argüelles. ¡Cómo me reí entonces! Ahora, en cambio, no
tengo ningún motivo de burla, todo lo contrario. Y os diré por qué.
Todo empezó, como he
dicho, hará aproximadamente un mes. Tuve una visión —ahora prefiero llamarla
así— de una duración extraordinaria, en comparación con los flashes habituales.
Por fortuna estaba en mi despacho a puerta cerrada y nadie se percató de nada. Recuerdo
que cerré los ojos para relajarme de la tortura que estaba resultando ese día. No
estoy completamente seguro, pero debieron pasar unos diez minutos, al menos eso
me dio a entender mi reloj cuando lo consulté al volver en mí.
En esa visión iba en un
carruaje cerrado, de dos plazas, tirado por un caballo. Según la imagen que
todavía guardaba de él al despertar, pude averiguar que se trataba de un
ómnibus, probablemente del siglo XVII. En el pescante iba sentado un cochero
vestido de librea y me acompañaba una bellísima dama vestida y acicalada como
una noble que se dirige a un baile en la corte. Sin entrar en detalles sobre la
vestimenta de ambos, cosa que no viene a cuento, el caso es que esa mujer me
miraba a los ojos con un asomo de tristeza y a la vez de un amor
indescriptible. Me sonrió y yo, como respuesta, le acaricié el rostro. Al
hacerlo, me besó la palma de la mano antes de retirarla. A continuación, el carruaje
se detuvo y oí cómo el cochero nos decía que ya habíamos llegado a nuestro
destino. Al abrir la puerta para descender del coche vi que ante mí se erigía
un inmenso edificio en el que, según todos los indicios, se celebraba un gran
acontecimiento social.
Ahí acabó mi primera
visión de envergadura, una visión que me resultó muy real y familiar, y que me
dejó muy turbado.
Desde aquel día, cada
vez que me relajaba, se iban sucediendo nuevos episodios, como si de una serie
televisiva se tratara. Se encadenaban cronológicamente, pero con saltos en el
tiempo —semanas, meses quizá—, de modo que en cada ocasión me sentía perdido en
un ambiente nuevo y extraño en el que tenía que improvisar y adoptar un papel lo
más natural posible para no ser descubierto. Y así, poco a poco, fui viviendo
una historia que, para no entrar en muchos detalles, os la voy a resumir.
María Luisa de
Villa-Cisneros, que así se llamaba la joven, era una rica heredera de apenas
diecinueve años cuando la casaron con el Marqués de Argüelles, es decir conmigo,
o mejor dicho con mi anterior identidad. Nuestros respectivos padres
concertaron la boda, una boda de conveniencia a cuya unión yo aportaba un
título nobiliario y ellos mucho dinero, algo que beneficiaba a ambas partes,
pero sobre todo a mi familia, arruinada desde hacía tiempo. Pero no penséis que
la joven heredera se vio forzada a aceptar el acuerdo. Al contrario. María
Luisa llevaba años enamorada de mí, mientras que yo, diez años mayor, era un
calavera y solo pensaba en yacer con mujeres “experimentadas”.
Con el tiempo llegué a
tomarle cariño, pero no había ni rastro de amor. En esta situación, ella empezó
a marchitarse, y el hecho sobreañadido de no quedar embarazada, viendo así truncada
su ilusión de ser madre, la llevó a una melancolía enfermiza, lo que hoy
conocemos como depresión clínica.
Tras diez años de
convivencia, viviendo una existencia triste y solitaria debido a mis largas y cada
vez más frecuentes ausencias, en las que había cabida para otros amores y otras
camas, Luisita, como la llamaban cariñosamente sus padres, tocó fondo y acabó
suicidándose. Una noche se lanzó al vacío desde lo más alto de nuestra mansión.
Murió en el acto, o al menos es lo que nos hizo creer nuestro médico. No
sufrió, dijo. Quienes sí sufrieron, y mucho, por la pérdida de su única hija,
fueron sus padres. Los míos ya habían fallecido, así que no pudieron
reprocharme nada de mi conducta para con ella. La verdad es que tampoco se
interesaron mucho mientras vivía. Mis suegros, por su parte, sospechando que yo
era el culpable del deterioro anímico y mental de María Luisa, me odiaron hasta
el punto de querer verme muerto. Algo que acabó ocurriendo.
Mi última visión así lo
demostraba. De noche, volviendo a casa desde un lupanar, un hombre embozado y
armado con un cuchillo de grandes dimensiones me sorprendió y me degolló en
plena calle, dejándome tendido mientras la sangre brotaba de mi garganta.
Toda esta historia, que
no he contado a nadie —ni siquiera a mi amiga Charo— y de la que solo dejo
constancia en este diario, me perturbó hasta tal punto que no había momento en
el que no me asaltara un inmenso sentimiento de culpa y una angustia que, de no
hallar el modo de resolverla, acabaría también con mi salud mental. Sería como hacer
justicia después de más de tres siglos.
Así que decidí hacer un
viaje en el tiempo, recurriendo a un psicólogo que practicaba regresiones y
que, según había leído, había hecho retroceder a sus pacientes hasta etapas de
sus vidas anteriores. Verdad o mentira, me puse en sus manos, a pesar de que,
cuando le conté lo que pretendía, me aseguró que eso no sería posible.
—Una cosa es que pueda
retroceder hasta momentos pasados y ver personas y escenarios conocidos muchos
años, e incluso siglos atrás, en otras vidas, y otra muy distinta que pueda
revivir esos momentos, actuando como el protagonista de los mismos.
A lo largo de varias
semanas, asistiendo regularmente a esas sesiones de regresión, solo lograba
trasladarme mentalmente hasta esos momentos y lugares de mis visiones. Hasta
que un día experimenté un desplazamiento físico, una experiencia extracorporal.
Me vi volando, tras separarme de mi cuerpo físico, tal como había leído que
ocurría en los llamados viajes astrales, a diferencia de que no vi ningún
cordón de plata, ese hilo plateado, como lo describen los expertos en la
materia, que mantiene unidos el cuerpo astral y el físico.
Así fue cómo pude
desplazarme, no solo en el espacio sino también en el tiempo, lo que me brindó
una segunda oportunidad para llevar a cabo un acto de redención: salvar a María
Luisa de la muerte, evitándole el suicidio y dándole todo el amor que merecía.
Pero el destino volvió
a ser cruel con ella. Un día, cruzando la calle, un carruaje, cuyos caballos se
habían desbocado, la arrolló sin que el cochero pudiera evitarlo. Solo
llevábamos dos años casados.
Os parecerá una
paparrucha, un cuento, una alucinación o una trampa de mi mente. Eso es lo que
dice mi psiquiatra. Según me cuenta, estuve dormido varios días. El psicólogo
que me había sometido a la regresión, al ver que no despertaba, alarmado, llamó
al 112 y enviaron una ambulancia. Parecía estar en coma. Estuve ingresado una
semana sin recobrar la consciencia. Hasta que una nueva visión me despertó.
Tenía ante mí, a los pies de la cama, a María Luísa que, sonriente, me dijo
«Gracias, Rodolfo, por el tiempo de felicidad que me has regalado. Ojalá consiguieras
repetirlo para que en esta nueva ocasión pudiéramos desafiar a la muerte y ser
definitivamente felices. Te esperaré». Eso tampoco se lo he
contado al psiquiatra, pues me encerraría de por vida.
Ahora no hay momento de descanso que no vuelva a ser el Marqués de Argüelles y vivo felizmente casado con María Luisa de Villa-Cisneros. Esta pasada noche hemos asistido a una fiesta organizada por el Archiduque Carlos, de la casa de Austria, que se postula como el nuevo rey de España tras la muerte de Carlos II. Otros, en cambio, apuestan por Felipe, el nieto del Rey de Francia. Hay quien prevé un enfrenamiento entre ambos aspirantes a la corona. Yo sé que habrá una guerra de sucesión y sé quién la ganará. Pero debo mantener la boca cerrada. No he venido a meterme en conflictos políticos sino a aprovechar esta nueva oportunidad para ser feliz junto a mi joven amada.