Me llamo Felip Pujol y nací en Barcelona un 12
de octubre de 1950, el llamado día de la Hispanidad. En casa siempre lo
celebrábamos porque, me decían, mi bisabuelo, Ramón Pujol, había hecho las
américas. Le llamaban “el indiano”, como a todos los que volvían a su tierra
después de haber amasado una fortuna en las colonias españolas. De él heredamos
esta mansión, que mi abuelo primero y mi padre después conservaron como el
primer día. Yo la heredé al fallecer mi progenitor, hace ya siete años. Sin
embargo, no he podido disfrutarla, como propietario, hasta que no me he jubilado.
No podía dejar mis negocios en manos de mis dos hijas hasta que no hubieran
demostrado verdaderas dotes de liderazgo, cosa que no se aprende de un día para
otro.
Elisa, mi mujer,
falleció poco después que mi padre, por lo que el trabajo ha sido hasta hace
poco mi única ocupación y consuelo. Ahora, ya liberado de penas y obligaciones,
puedo dedicar mi tiempo libre a hacer lo que me plazca, y lo primero que me
vino a la mente fue hurgar en el árbol genealógico familiar.
La historia de mis
padres y abuelos era bien sabida y datos no me faltaron para reconstruirla en
poco tiempo, no así la rama anterior a la de mi abuelo paterno. De la vida de
mi bisabuelo, su padre, no había constancia más que lo que todos sabíamos.
Hombre emprendedor, viajero, aventurero y mujeriego ─se decía que había tenido
algún hijo bastardo fruto de un amor prohibido con una negra en Cuba. Eso ya lo
indagaría más tarde—, pero solo me interesaba conocer la vida como comerciante
en aquella isla caribeña y cómo amasó su fortuna. ¿Una plantación, quizá?
¿Cacao, azúcar de caña, café, tabaco? ¿Con qué comerciaba Ramón Pujol que le
reportó tantos beneficios?
Lo único claro y
constatable era que fue un hombre de gran reputación entre la burguesía
catalana y que llegó a ocupar varios cargos municipales de relevancia. Incluso
se le concedió una medalla por su filantropía.
Después de varias
semanas de constante estudio de los papeles familiares y de los archivos del
ayuntamiento, seguía sin obtener resultados.
Visto lo visto, como
tiempo me sobra y dinero también, sea dicho de paso, y además soy una persona
que no se arruga frente a los obstáculos y que cuando empieza una cosa no la
deja a medias, decidí trasladarme a la isla de Cuba. Me dije que si al cabo de
dos semanas no obtenía ningún resultado entonces sí tiraría la toalla, pues
seré terco, pero no insensato. Siempre he calibrado la eficiencia en todo lo
que he hecho. Si algo no da el fruto esperado tras invertir el tiempo y dinero
necesarios, hay que abandonarlo.
Una vez en Cuba, toda
mi actividad se desarrolló en las dependencias del Archivo Nacional, en la
Habana Vieja. Con la debida autorización expedida a través del Ministerio de
Asuntos Exteriores, pude hacerme con abundante material de la época en que mi
bisabuelo estuvo comerciando en ese país, entre 1880 y 1900, aproximadamente.
Cuando casi estaba a
punto de expirar el plazo que me había marcado, encontré lo que buscaba, pero
nuca me imaginé lo que encontraría. Bajo el nombre de Ramón Pujol y Muntaner,
figuraba una larga exposición de hechos y fechas, con la descripción de una
única actividad comercial: esclavista. No lo podía creer. ¡Mi abuelo traficó
con esclavos! Durante casi veinte años. Él era uno más de la extensa lista de
esclavistas catalanes. Había oido hablar de ello, pero nunca me imaginé que
aconteciera en el seno de mi familia, la honorable familia Pujol. También había
leído sobre famosos esclavistas españoles que luego acabaron formando parte de
la élite aristocrática, como Antonio López, el Marqués de Comillas. Pero uno
nunca piensa que algo tan deleznable pueda haber anidado en su propia familia
y, aun menos, que haya sido el origen de todos sus bienes, pasados y presentes.
Una vez de nuevo en
casa, me asaltó una terrible duda: ¿debía informar de mi hallazgo a mis hijas o
sería mejor enterrar el secreto conmigo?
Contrariado como
estaba, llegué a pensar en vender todas nuestras propiedades y donar el dinero
resultante a los más necesitados. Pero ¿de qué vivirían mis hijas? ¿Y mis
nietos? ¿Qué culpa tenían de lo que había hecho uno de sus antepasados? Y yo
¿qué culpa tenía? Otra de las preguntas que me hice fue si mi padre supo de las
andanzas de su abuelo allende los mares. Mi abuelo sí debió saberlo. O no. Nació
un año después de volver su padre de Cuba. Muy probablemente nunca se habló del
tema en su presencia. Pero ¿nunca se lo preguntó mientras vivía? ¿Nunca le picó
la curiosidad por saber qué había hecho su padre para hacerse tan rico?
En fin, quizá le
dijeron lo que yo creí, que comerció con frutas y especias y ahí quedó la cosa.
Y si llegó a descubrirlo, quizá prefirió correr un tupido velo y olvidarse del
tema.
***
Acabo de encargar en el
Centro de Estudios Genealógicos un documento sobre el árbol genealógico
familiar. Va a costar mucho dinero, pero vale la pena el dispendio a cambio de
limpiar la imagen de mi ancestro. Ha costado mucho convencerles, pero
finalmente han aceptado. No puedo permitir que un periodista metomentodo
investigue mi pasado familiar, ahora que me acabo de meter en política, y
arruine mi incipiente carrera en el Parlament. Una vez disponga del documento,
ya me encargaré de hacerlo llegar a las manos adecuadas. No sé en qué estaría
pensando cuando me planteé tirarlo todo por la borda. Hay que pensar en la
familia y mirar al frente, nunca al pasado.
* Casa de indiano en Begur (Girona). Imagen obtenida de internet.
** Estatua de Antonio López López en Barcelona