viernes, 27 de diciembre de 2019

Una investigación peligrosa

Este relato es continuación del anterior, titulado "Una sentencia peligrosa", que podéis leer AQUÍ.




Las alucinaciones que experimentaba no presagiaban nada bueno. Y lo peor de todo, es que mi terapeuta no le daba demasiada importancia. Quizá ni siquiera me creía.
—Ya le dije que eran los efectos secundarios de la medicación.
—Pero es que los prospectos no mencionan nada de eso.
—¿Y dónde ha mirado usted, si se puede saber?
—Pues de una web sobre medicamentos.
—¿Me está diciendo que ha mirado en internet?
—Pues sí. Me dieron permiso para usar uno de los ordenadores de…
—Y ¡¿quién le dio permiso, si puede saberse?!
—Pues…
—Da igual. ¿No sabe que eso no debe hacerse bajo ningún concepto? La información de internet puede ser inexacta, engañosa y sobre todo perjudicial si no se sabe interpretar. Yo soy su psiquiatra y es a mí a quien debe consultar sus dudas. ¿Entendido?
—Es que como no se me van estos efectos y no me los tratan…
—No hace falta hacer nada. Ya toma suficiente medicación. Todos esos síntomas desaparecerán por sí solos.
Pero aquella misma noche volví a tener uno de esos episodios. Estaba tendido en la cama, con los ojos cerrados, cuando oí una voz. Se parecía a la de Eduardo. «Busca detrás de la cama», repetía una y otra vez. Quise apartar de mí esa voz, pero no fui capaz de acallarla. Hasta que por fin hice lo que me pedía, a ver si de ese modo mi subconsciente me dejaba tranquilo. Aparté con cuidado la cama, para no hacer ruido y alertar a los celadores, pero no vi nada. Hasta que reparé en que el zócalo parecía estar ligeramente suelto. Me agaché y tiré de él. Se separó de la pared y dentro vi un papel. Era una carta manuscrita. Alguien había dejado allí esa misiva. ¿Sería una confesión, una advertencia, una información secreta? De pronto, pensé en la novela de Alejandro Dumas, El Conde de Montecristo. Quizá el autor de esa nota la había escrito para mí, para ayudarme a salir del pozo en el que me encontraba.
Pero lo que contenía esa nota era una especie de diario escrito por el difunto Eduardo, en el que contaba sus peripecias. Tenía razón cuando me dijo que lo que le había traído al Centro era una experiencia muy parecida a la mía.

Fue en un viaje del Imserso. De camino a Alicante, paramos en un área de servicio a pie de autopista. Entre nosotros viajaba un viejo que apenas se relacionaba con el grupo. Era un tipo solitario y huraño. Llegué a preguntarme qué hacía allí si no le gustaba la compañía. El caso es que, al entrar al restaurante, dejé al resto del grupo en la cafetería para ir a los lavabos. Al cabo de aproximadamente un cuarto de hora, cuando ya nos disponíamos a volver al autocar, el chofer echó en falta al anciano. Le buscaron por todo el restaurante hasta llegar a los servicios, donde lo encontraron muerto a cuchilladas. Tras llamar a la policía, un coche patrulla de la Guardia Civil se personó en el lugar y, tras interrogar a todo el personal presente, me detuvieron como culpable de asesinato. Al parecer, algunas personas dijeron que me habían visto salir de los lavabos poco después de que él entrara. Quiénes me señalaron, nunca lo he sabido, como tampoco sabré jamás quién me puso el dinero y el cuchillo con restos de sangre de la víctima en mi bolsa de mano, un cuchillo que debían haber limpiado porque no se hallaron restos de ADN, ni del fallecido ni mío. Lo que sí supe por los medios es que el muerto era un juez retirado que había condenado años atrás a cuarenta años de prisión al hijo de un influyente magnate de la comunicación. El joven, desafortunadamente, murió cosido a navajazos en la cárcel.
Las pruebas que me incriminaron fueron circunstanciales y totalmente falsas. Lo que deduje es que fue una revancha. El padre del chico apuñalado quiso vengarse del ex juez haciéndole lo mismo que le hicieron a su hijo. Por culpa de mis antecedentes delictivos como camello —a lo que ya no me dedicaba en ese momento— me utilizaron como chivo expiatorio y así caso resuelto. Por eso, ante una posible pena de cárcel de más de veinte años, mi abogado me recomendó que aceptara un trato: que aceptara declararme mentalmente incapacitado por efecto de mi drogodependencia y solo pasaría unos pocos años en el psiquiátrico. Un psiquiatra, traído por mi abogado, confirmó mi estado psicológico alterado.

Llegado a este punto, dejé de leer. ¿Era casualidad que su abogado le recomendara lo mismo que a mí? No podía ser Gervasio. El pobre Eduardo no podría pagar a un abogado de prestigio como él. Seguí leyendo.

He intentado inútilmente contactar con el abogado, pero no hay forma. No quiere saber nada de mí, me ha dicho Juan, quien ha hecho de intermediario, pues el abogado no ha querido nunca ponerse al teléfono.
«Eduardo, no ves que ese hombre tiene asuntos mucho más urgentes que atender. A ti te atendió como un favor, como abogado de oficio, pero ahora tiene mucho trabajo con gente muy importante. Ten paciencia; cuando esté más tranquilo ya te llamará. Es un hombre de palabra»—me dijo la última vez que le llamó de mi parte. Pero no le creo. He sabido que ese Gervasio Mendieta es un delincuente, creo que tuvo algo que ver en todo este asunto y ahora se lava las manos.

¡Gervasio! Así que estaba en lo cierto. Ese tipo era un malnacido. Me había metido allí esperando que me pudriera. Mientras, se tiraba a mi mujer, el cabrón, motivo más que suficiente para que no deseara verme en la calle.

Cada día me encuentro peor y nadie me hace caso. No tengo ganas de comer, ni siquiera de asearme. Parezco un muerto viviente y creo que es fruto de la medicación. Hace días que ya no me la tomo. Como Juan me tiene confianza, me la entrega y se marcha sin comprobarlo. Pero si descubren que voy escondiendo las pastillas, se las cargará. Me sabe mal que una persona tan buena y amable conmigo se vea en esa situación por mi culpa. Esta noche se lo confesaré. Espero que me entienda y guarde mi secreto. Necesito estar lo más lúcido posible para hacer frente a esta maldita situación. Si mejoro, me podrán dar el alta.
Hoy he conocido a uno nuevo. Es ese tipo al que también le endilgaron un asesinato que no ha cometido. Lo leí en la prensa. He hablado con él, pero no he tenido ocasión de contárselo todo. Mañana le diré lo que sé de su abogado. Juntos podemos elaborar un plan.
A veces creo que no sé lo que estoy diciendo. No vamos a salir de aquí ninguno de los dos. Somos víctimas de los mismos verdugos. Si le cuento todo esto de repente me creerá loco de verdad. Tengo que procurar que sospeche de que algo no va bien aquí dentro. Para empezar, le enviaré un anónimo advirtiéndole de lo que me contó Juan. Tiene que saber que el maldito abogado y su mujer están liados. Incluso sospecho que ella también está en el ajo. Luego, cuando tengamos más confianza, ya le contaré el resto.

Así que había sido él el autor de ese anónimo. No me lo podía creer. Mi peor pesadilla se hacía realidad. Ya no sabía en quién confiar. Seguro que Juan, ese celador tan amable, estaba a sueldo de Gervasio o de quien sea. Ahora sí que me sentía más atrapado que nunca. Temía acabar como Eduardo.
Por esa razón decidí empezar a escribir un diario, para que quedara constancia de la verdad en caso de que me pasara algo malo. Utilizaría el mismo escondrijo que usó Eduardo para ocultarlo.
Entendí por qué me encontraba tan mal. Ahora sí que estaba seguro de que era obra de lo que me daban. Seguiría los pasos de mi antecesor, pero sin confesárselo a Juan ni a nadie. De momento, preferí tenerlo de mi parte.
Por mucho que me esforzaba en mostrarme normal, no lograba convencer a mi terapeuta. Hasta dudé de él. Quizá estaba sufriendo un cuadro paranoico. ¿Acaso todo el mundo estaba conchabado contra mí? ¡¿Qué había hecho yo para merecerme esto?! No era nadie. Si había sido un hombre con recursos, había caído tan bajo que nadie me querría echar un cable. Me había dedicado a negocios turbios, fuera de la ley, pero eso no era tan grave como para que me lo hicieran pagar de esa forma. Solo esperaba que algún día alguien sacara todos esos trapos sucios a la luz y que, aunque yo ya no estuviera, los culpables de mi desgracia y la de Eduardo, pagaran por ello.

Ayer no podía levantarme de la cama. Sentía vértigos. A duras penas pude llegar hasta el comedor para el desayuno y para el almuerzo. No cené, las náuseas me lo impidieron. Por la noche volvía a estar tirado sobre la cama, dando, en vano, vueltas al asunto. No podía confiar mis sospechas a nadie. Juan había sido quien encontró muerto a Eduardo. Seguramente fue él quien lo ahorcó siguiendo instrucciones y quién sabe si había más celadores implicados.   
Por la tarde, en la visita a mi psiquiatra no pude más y le solté todo lo que pensaba, aunque con ello perdiera toda posibilidad de salir de allí. Tuve una crisis de ansiedad y le reproché que me estaba dando una medicación que no era más que veneno. Le tiré encima las pastillas que hacía algunas noches simulaba tomarme. No entendía cómo Juan, si estaba metido en esa trama, no se hubiera cerciorado de ello. Quizá confiaba en mí como en Eduardo.
El caso es que el psiquiatra, cuando recogió los medicamentos que le lancé a la cara, los miró y le noté un gesto de desconcierto, que disimuló de inmediato. Lo único que me dijo es que debía tratarse de un error y que lo aclararía con Juan.
Temí que Juan viniera esa noche a saldar cuentas conmigo por haberle mostrado a mi terapeuta que no me tomaba la medicación y que él no se aseguró de ello, como era su deber.
 Eran ya las once, hora de tener la luz apagada, cuando seguía anotándolo todo en mi libreta mientras estaba pendiente de cualquier ruido en el pasillo.
De pronto oí que alguien se acercaba. Seguro que era Juan. Por si acaso, apagué la luz, escondí el diario bajo la almohada y fingí estar dormido.

*****

Me equivoqué. No era Juan quien entró en mi habitación. Lo reconocí por la estatura y complexión que se recortaba sobre la luz del pasillo. Era mi terapeuta. Se acercó sigilosamente. Me temí lo peor, sobre todo cuando me pareció ver que llevaba algo en la mano. Cuando se inclinó sobre mí estuve a punto de gritar, pero el pinchazo en el cuello me dejó paralizado. En dos segundos perdí la consciencia.
Esta mañana ha venido a verme y me lo ha contado. Me inyectó un potente antipsicótico para que perdiera la consciencia y poderme sacar de allí con la excusa de que había sufrido una hipoglucemia a causa de mi desnutrición. Estaba a salvo en el hospital en el que prestaba sus servicios por las mañanas.
Cuando descubrió que Juan me había cambiado la medicación por otra con una elevada toxicidad a la dosis que me administraba, le despidió fulminantemente. No le denunció a la policía para preservar el buen nombre de la institución psiquiátrica. Me aseguró que, tan pronto regresara al Centro, elaboraría un informe favorable para poder darme el alta. Aun así, yo seguía enrocado en mi recelo, seguía sin fiarme de él. A fin de cuentas, en un hospital es mucho más fácil simular una muerte accidental. Podía sentirse descubierto y querer librarse de mí de forma mucho más aséptica.

Pero no estaba en lo cierto.
Me estoy vistiendo con ropa de calle. Me han notificado que ya puedo marcharme. En unos instantes me entregarán el alta y seré, por fin, libre. Todavía no sé qué voy a hacer. Tengo muchas incógnitas que despejar y no sé por dónde empezar. Creo que lo primero que haré será contratar los servicios de un buen detective para que me ayude a ensamblar este rompecabezas y poner a todos los implicados en este perverso montaje a disposición de las autoridades. Mi psiquiatra me ha dado un nombre. Él es el único amigo que he hecho aquí dentro. Lástima que no haya tenido ocasión de hacer amistad con Eduardo y ayudarle a salir libre como yo.

Ahora que lo pienso, ¿qué habrá sido de mi diario?


miércoles, 18 de diciembre de 2019

Una sentencia peligrosa

Este relato es continuación del titulado "Un negocio peligroso" y que podéis leer AQUÍ



Durante el juicio, mi abogado, abrumado por las pruebas que se presentaron contra mí —decididamente manipuladas por la policía—, acabó aconsejándome que aceptara la propuesta de declararme mentalmente incapacitado. Alegaría, gracias a la intervención de un psiquiatra amigo suyo, que había sufrido un episodio severo de enajenación mental. De este modo, sortearía la cárcel. ¿Cómo iba a negarme? No estaba dispuesto a padecer una reclusión de, como mínimo, veinte años. En su lugar, estaría encerrado en un centro psiquiátrico y saldría presuntamente curado en un par de años. Ya investigaría por mi cuenta qué había de verdad detrás de esa rocambolesca historia para no dormir.
Y, efectivamente, el juez decretó mi internamiento en un centro de salud mental por un periodo mínimo de un año y medio, siempre sujeto al pronóstico del cuadro médico. Solo saldría en libertad cuando los especialistas consideraran que ya no era un peligro para la sociedad.
El primer mes de internamiento fue muy duro. Mi mujer venía a verme cada tres días. Marta era la única persona que me consideraba inocente y creía a pies juntillas mi versión de los hechos. Su presencia y sus palabras de ánimo eran como un soplo de aire fresco entre tanta perturbación mental que me rodeaba. Aun así, el tiempo discurría muy lentamente. En la cárcel quizá habría hecho algún amigo, pero en este lugar no veía con quien podía entablar una conversación mínimamente coherente. Hasta que conocí a Eduardo.
—¿Eres ese a quien han metido en este agujero por haber presuntamente —recalcó este adverbio a propósito— matado a un tipo en un tren?
Cuanto levanté la mirada de la revista que estaba hojeando, vi a un individuo demacrado, desaliñado y con barba de varios días que me observaba con curiosidad, como quien tiene bajo la lupa a un insecto singular.
—Pues sí, soy yo.
—Encantado de conocerte. Me llamo Eduardo y estoy aquí por lo mismo que tú.
—¿Cómo que estás aquí por lo mismo que yo? —dije convencido de que estaba ante un individuo realmente alelado y que decía cualquier cosa por decir.
—A mí también me endilgaron un asesinato que no cometí. Y también opté por venir a este Centro en lugar de dar con mis huesos en la cárcel. Maldito el día que acepté la proposición de mi abogado.
—¿Por qué dices eso?
—Pues porque en la cárcel ya habría cumplido una cuarta parte de la condena y me habrían aplicado el tercer grado. En cambio, aquí…
—¿En cambio aquí qué?
—Eh, vosotros dos, basta de cháchara, que ya es la hora del almuerzo. Venga, id pasando al comedor, que se hace tarde.
Cuando llegamos al comedor tuvimos que separarnos, pues en ninguna de las mesas había dos asientos juntos para poder seguir con la conversación. De ese modo, el tal Eduardo se dirigió al fondo de la sala haciéndome una señal de molinete con una mano indicándome que ya seguiríamos en otra ocasión.
Pero esa ocasión no se produjo. Al día siguiente encontraron a ese pobre desgraciado ahorcado en su habitación. Según oí decir a un celador, se había colgado de los barrotes de la ventana con ayuda de una sábana. Si tenía tendencias suicidas, ¿por qué no lo tenían encerrado en una de las celdas de alta seguridad?
El caso es que, con su muerte, dejé de pensar en lo que me había dicho. Es más, me convencí de que había hablado con un loco de atar, que se había inventado esa historia. Hasta que recibí aquella carta.
Hacía casi dos semanas que Marta no me visitaba. Al principio lo achaqué a que habría enfermado por culpa de la gripe, que ese año estaba causando estragos. Yo mismo estaba hecho un asco por lo mismo. Moqueaba y tosía sin cesar.
Fue Juan, el celador que había hallado el cuerpo inánime de Eduardo, quien me la trajo.
—Toma, alguien te ha escrito. Espero que sean buenas noticias.
Mi nombre estaba escrito a mano con letras mayúsculas. No había remitente.
—Oye, Juan, no lleva sello ni remitente. ¿Sabes quién la ha traído?
—Ni idea. La he encontrado entre el montón de correspondencia para distribuir.
Se trataba de un anónimo, uno de esos con letras recortadas de algún periódico o revista. Decía así:
OJO CON TU ABOGADO Y TU MUJER
Corto y claro.
¿Qué significaba aquello? ¿Acaso mi abogado estaba liado con mi mujer? ¿Sería cierto o alguien intentaba cabrearme más de lo que estaba? Pero ¿por qué? ¿Sería ese el motivo por el que Marta ya no venía a verme ni me escribía? ¿No se atrevía a confesarme su infidelidad? Si eso era cierto, a mi abogado no le interesaría que saliera de ese encierro, por lo menos mientras durara esa relación adúltera. Fuera cierto o no, siempre me quedaría el informe favorable de la dirección del Centro. Ya llevaba en él casi un año; quizá iba siendo hora de demostrar una mejoría en mi estado mental para ganarme su confianza.
Pero ¿quién era, en realidad, Gervasio? ¿Quién me lo había recomendado? Recordé que fue un antiguo colega de la facultad, a quien le pregunté si sabía de un buen abogado especializado en temas fiscales cuando mi empresa tuvo un grave problema con Hacienda. Afortunadamente, me concedieron permiso para llamarle.
—Hola, Fernando, ¿te acuerdas de mí?
—Hombre, ¡cuánto tiempo? ¿Qué hará? Diez años, por lo menos. ¿Qué me cuentas?
Y le conté todo lo que me había ocurrido y donde estaba. Tras su lógico desconcierto inicial, entramos en materia.
—Y ¿qué puedo hacer por ti?
—Te acuerdas de aquel abogado que me recomendaste para que llevara mi problema con Hacienda?
—¿Quién? ¿Gervasio?
—El mismo.
—¿Qué quieres saber?
—¿Es trigo limpio?
—¿Qué si es trigo limpio? ¿Acaso algún abogado famoso lo es?, ja, ja, ja. Ay, perdona, no debía…
—Necesito saber si está metido en negocios turbios —le corté—, si me puedo fiar de él.
—Hombre, depende de para qué. Es un gran profesional y lleva los negocios de gente muy importante, incluso de gente… ya me entiendes.
—Pues no.
—Hombres de negocios no precisamente limpios. De esos que tienen millones y millones en paraísos fiscales y demás. Se dice que está muy bien relacionado con los de arriba, ya sabes, políticos y gente poderosa en general. Incluso con la policía.
Solo pude articular un «gracias» y colgué sin más.
Así que mis sospechas estaban fundadas. Ese tipo estaba metido hasta las trancas en ese turbio asunto. Mi teoría conspiratoria estaba tomando forma. Pero no tenía a nadie a quién confesárselo. Estaba solo ante el peligro.
No sabía qué hacer, hasta que me trasladaron de habitación.
El centro había experimentado una reducción de “clientes” y ahora había habitaciones sobrantes. Como la mía era de las más pequeñas, las que usaban en caso de overbooking, me trasladaron a otra mucho más amplia, aunque igualmente asegurada con barrotes en la ventana y puerta reforzada. Cuando llevaba un par de días en ella, supe a quién había albergado antes que a mí. Unas pocas palabras en la pared, casi cubiertas por la cabecera de la cama, le delataba: «Aquí ha estado Eduardo», como el que corona una cumbre o llega a un lugar difícil o recóndito.
Ignoraba si el tiempo verbal significaba que sabía que iba a morir o bien que esperaba marcharse algún día y dejaba, de ese modo, su huella.
Sin perder más tiempo, escribí a mi mujer pidiendo que me confirmara mis sospechas: si estaba liada con Gervasio y si sabía que llevaba los asuntos de gente poderosa y de poco fiar. También le pedía que, si alguna vez me había querido, me contara la verdad e intentase averiguar si el abogado tuvo algo que ver con mi detención.

La carta de respuesta tardó en llegar, pero finalmente llegó.
Marta solo me decía que tuviera paciencia, que me sometiera al tratamiento que me pautaban y que esperara medio año más para manifestar una clara mejoría en mi estado psicológico. De este modo, con un poco de suerte, decretarían mi puesta en libertad. Supuse que temía que revisaran mi correspondencia y por ello se expresaba con cautela, como si hablara con un enfermo de verdad. Al final, antes de despedirse, deseándome una rápida curación, decía «Gervasio te manda recuerdos. Confía en él, tiene muy buenos contactos» (así, subrayado). ¿Era un mensaje? ¿Qué quería decir con que tenía muy buenos contactos?
Volví a escribirle al cabo de unos días, pero ya no recibí respuesta.
No me quedaba otra salida que seguir su consejo. Seguiría siendo un paciente aplicado, me sometería a todo tipo de tratamiento al que me sometieran y le seguiría la corriente a mi terapeuta. Solo esperaba que los fármacos que me administraban no me hicieran ningún mal. Incluso quizá me levantarían la moral, pues esta llevaba tiempo por los suelos.
A medida que pasaban las semanas, sin embargo, cada vez me encontraba peor, pero nadie me hacía caso. «Serán los efectos secundarios de la medicación», me decían. En un momento de asueto, en el que me permitieron usar uno de los ordenadores del Centro, busqué por internet los efectos adversos de los medicamentos que me habían dicho que me administraban. Ninguno de ellos producía los mareos y las alucinaciones que últimamente sufría cada vez con mayor intensidad y frecuencia. Algo raro me estaba pasando y tenía que saber el qué y el por qué. Pero ¿por dónde empezar?

martes, 10 de diciembre de 2019

Un negocio peligroso




Tenía más de cinco horas por delante. Cuando llegara a la estación de Santa Justa ya habría anochecido. Había comprado, como siempre, un billete de primera clase. Podría echar una cabezadita sin quedar con el cuerpo entumecido.
Tan pronto como el tren inició su recorrido, me puse a leer El juego de Ripley, la tercera novela de la serie “Ripley” de Patricia Highsmith. Me encanta, pues me siento muy identificado con el protagonista. Rico, felizmente casado y con una doble vida: la del talentoso hombre de negocios y la de quien no duda en saltarse la ley si con ello experimenta placer.
Mi querida Marta siempre ha ignorado esta faceta. Nunca se imaginaría de lo que soy capaz a cambio de una buena descarga de adrenalina. Tampoco sabía qué me llevaba a Sevilla tan a menudo. Ahora ya debe sospechar algo, pero no creo que me vea capaz de haber cometido ese crimen.
Al cabo de una hora de haber dejado atrás la estación de Barcelona-Sants, ya no podía mantener los ojos abiertos. El vagón solo estaba ocupado por media docena de pasajeros. Sus voces apagadas, susurrantes, acompañadas por el sonido del tren, me provocaron un dulce sopor que me sumergió en un profundo sueño.
No sabría decir cuánto tiempo estuve dormido. Me despertó una detonación, seguida de un violento frenazo que me lanzó contra los asientos delanteros que, afortunadamente, estaban vacíos. Ignoraba lo que había sucedido. Cuando asomé la cabeza por encima del respaldo de los asientos, observé cómo el personal se precipitaba hacia la salida. En cuestión de segundos, el vagón quedó vacío. ¿Adónde podían ir? Estábamos en medio de la nada. Y oscurecía.
El coche olía a pólvora. Acabé decidiendo unirme al resto del pasaje. Pero al pasar por uno de los habitáculos, vi a un hombre recostado en su asiento. Estaba cubierto de sangre. Alguien debía haberle disparado y activado a continuación el freno de emergencia para saltar del tren y desaparecer. Cuando me apeé, vi a un grupo de pasajeros a unos metros de donde estaba. Eran los mismos que viajaban en mi vagón. Cuando me disponía a reunirme con ellos, vi que me señalaban. A continuación, un par de tipos se dirigieron presurosos hacia mí. Instintivamente, me giré por si había alguien detrás de mí al que querían dar alcance. Pero no. Cuando me volví, ya tenía a aquellos individuos a dos pasos exhibiéndome sus credenciales de policía para, acto seguido, llevarme casi en volandas hacia el vagón restaurante. «Te creías muy listo, ¿verdad?», me dijo el más alto. «Ahora sabrás lo que es bueno», dijo el más bajo.
Una vez en el vagón restaurante, me sometieron a un interrogatorio y allí empezó mi pesadilla. Todos los pasajeros que viajaban en el mismo vagón que yo aseguraban que había disparado a ese desconocido. Sería mejor que confesara, de lo contrario tendría que vérmelas con el comisario, que era un individuo de armas tomar; hacía cantar hasta a los mudos.
Cuando me dejaron en el frío calabozo, con el cuerpo maltrecho por los cuidados recibidos de aquellos dos energúmenos, intenté poner las ideas en orden. ¿Por qué esos cinco pasajeros me acusaban de asesinato? ¿Acaso no me habían visto dormir? ¿Quién sería el fiambre y qué habría hecho para que lo mataran? ¿Qué pintaba yo en esa historia?
Cuando desperté por la mañana, helado y dolorido, me llevaron ante el comisario. Cantar no me hizo cantar, pero vi el coro de los ángeles y todas las estrellas del firmamento, tras lo cual me envió ante el juez. Este, sin pensárselo dos veces, decretó prisión provisional sin fianza. Aquello me recordó a El proceso, de Kafka. Era tan irreal...
Rechacé el abogado que me habían designado y he contratado los servicios del mío. Se halla tan desconcertado como yo. Esperamos que todo se aclare a la mayor brevedad posible.
Después de pensarlo largo y tendido, he sacado mis conclusiones, por disparatadas que parezcan.
Los pasajeros que me implicaron en la muerte de ese hombre estaban conchabados, al igual que esos dos polis corruptos. Alguno de mis rivales o un traficante de obras de arte de la capital hispalense me habría delatado para congraciarse con la pasma y esos dos, en lugar de detenerme, pensaron usarme como cabeza de turco en alguna de sus próximas corruptelas criminales. El muerto debía ser un capo y se lo cargaron en un ajuste de cuentas. Debieron estar vigilando mis movimientos y cuando supieron de mi nuevo viaje a Sevilla urdieron el plan. Para que no viajara nadie más en el mismo vagón, compraron todos los demás billetes. Los dos polis viajarían en otro coche para que todo el montaje fuera creíble. Que el mafioso y yo viajáramos en el mismo vagón fue cuestión de suerte, aunque había un cincuenta por ciento de probabilidades, habida cuenta que en un AVE solo hay dos coches de primera clase. Si me acusaban a mí del asesinato de ese desgraciado, teniendo un currículo delictivo, nadie investigaría al resto de pasajeros. Ese comisario es un cafre corrupto. Y el juez un prevaricador. ¡Dios, cómo está el patio!
Todo esto se lo he contado a mi abogado. Ha puesto una cara que me hace sospechar que no me cree. ¿Y si también está en el ajo?
Sabía que lo que me traía entre manos en Sevilla era peligroso, pero no tanto. Hubiera sido mejor ir en avión.

900 palabras

lunes, 2 de diciembre de 2019

Los golpes de la verdad



No podía afirmar quién tenía razón. Padre estaba muy alterado. Hacía dos semanas que madre nos haba dejado. Yo tenía entonces ocho años. Lo recuerdo porque se fue el día de mi cumpleaños. Hay cosas que nunca se olvidan. Ana, mi hermana, que solo contaba con cinco, ya casi no la recuerda.
Vivíamos en el pueblo, al que nunca he querido volver. De aquello ya hace más de treinta años y si lo recuerdo es porque he encontrado la carta o, mejor dicho, lo que queda de ella, que me llevé, chamuscada, sin que padre se percatara.
Recuerdo los golpes en la puerta. Era una pareja de la Guardia Civil, acompañados por el tío Tomás, el hermano mayor de mi madre. Padre nos mandó salir a la calle, pero la pared, por muy gruesa que fuera, quiso hacerme partícipe de lo que allí dentro sucedía. Ana todavía era muy pequeña para entenderlo.
La atronadora voz de mi tío daba miedo. Siempre lo había querido, pero lo que decía de mi padre no era posible. Padre quería a mi madre con locura. Si ella se fue, no era culpa suya. No tenía nada que ver con ello.
Nunca supimos qué fue de ella. Debió marcharse muy lejos y no quiso decírselo a nadie. A pesar de que no entendí los motivos, quise creerlo así en aquel momento. Padre no podía mentir. Hasta que encontré los restos de la carta en el hogar.
Nunca se aclaró la verdad y me siento culpable de ello. De haberse sabido, ¿qué habría sido de nosotros?  Nunca abrí boca. No tuve el valor suficiente.
Padre hace años que murió. Ya lo puedo juzgar abiertamente. Aunque era un buen padre, tenía un temperamento muy fuerte, era posesivo y rencoroso, ahora me doy cuenta. Siempre tuve mis dudas de lo que realmente ocurrió y que nunca he querido compartir con mi hermana. Me tomaría por loco. Pero ahora, cuando vuelvo a leer aquellas líneas que salvé de la quema, lo veo claro y siento una angustia y una rabia indescifrables. Pocas palabras, pero suficientemente duras como para desatar una tormenta: «Ya no te amo.»