Cada vez que Rosaura iba a visitarla, la misma historia: primero, las recriminaciones y luego el victimismo. Que si vienes a verme muy de tarde en tarde, que apenas te acuerdas de mí, que dijiste que vendrías todos los días, que, si no fuera por mis gatos, estaría más sola que la una, que un día vendrás y te dirán que ya me he muerto, que el día que me muera quedarás libre de esta obligación, porque si vienes es por obligación. Y así siempre; de modo que, desde hacía un año, momento en que empezó todo este calvario, esa visita semanal se convertía en un martirio.
La tía Filomena era la única superviviente de los numerosos tíos y tías que Rosaura había tenido. Era la menor de los seis hermanos de su madre y era su madrina. A sus noventa y dos años, la tía Filo, como así la habían llamado siempre, era todo un carácter, una persona de trato difícil; siempre había sido muy desabrida con todo el mundo, incluso con ella, su ahijada. El calificativo más benévolo que se le podía aplicar sería “desagradable”. Y desde que le habían diagnosticado un principio de Alzheimer y había ingresado en aquella residencia, por consejo de su médico, todavía lo era más. Solo tenía una virtud: era escandalosamente rica y todo gracias a su difunto marido, que se enriqueció en Cuba, y a quien, según las malas lenguas, había matado a disgustos sin haberles dado tiempo de tener descendencia. A esta situación de su tía, se le añadía otra a su favor: Rosaura era su única heredera.
Últimamente, sin embargo, esa actitud intolerante hacia ella que había adoptado su tía desde que enfermara, hacía temer a Rosaura que su condición de heredera universal se esfumara y que aquélla cambiara el testamento a favor de algún otro sobrino o bien decidiera dejar todos sus bienes a alguna ONG, a una protectora de animales o, algo mucho peor, a sus diez gatos, casi tan viejos como ella, que la habían seguido en su retiro hasta aquella residencia geriátrica de lujo y a los que decía querer como si de esos hijos que nunca tuvo se tratara.
Rosaura, que estaba atravesando serios problemas económicos desde que enviudara y heredara un montón de deudas de su difunto marido, no podía permitirse el lujo de perder esa oportunidad única de hacerse millonaria y vivir, por fin, en la opulencia sin tener que preocuparse nunca más por ganarse el pan con el sudor de su frente. Hasta podría echarse un novio, más joven que ella, por supuesto, que a sus cincuenta y tres años todavía estaba de muy buen ver.
Si quería, pues, asegurarse la fortuna de su madrina, solo tenía que comportarse como la sobrina dulce y ejemplar que siempre había sido. A partir de ahora la visitaría a diario, la agasajaría con todo tipo de pequeños detalles, le leería lo que quisiera, le contaría todos los chismes de la familia, cosa que, sin duda, le encantaría, la satisfaría, en fin, en todo lo que le pidiera. Sería una sobrina y ahijada dócil y cariñosa en extremo. Todo por la pasta.
Al cabo de varios meses de seguir ese plan a rajatabla, un plan que le resultaba penoso pues le obligaba a estar pendiente de su tía y de todos sus caprichos, cada día y a todas horas, la actitud de la anciana para con ella seguía siendo igual o incluso peor, pues a los reproches de siempre ahora se le añadían comentarios ofensivos del tipo “cómo has engordado últimamente, con el tipito que tenías cuando eras joven; cada vez tienes más patas de gallo, no sé cómo te lo haces; con lo mona que eras de pequeña, quién te ha visto y quién te ve; y así un sinfín de groserías que Rosaura tenía que soportar tragándose su orgullo y mordiéndose la lengua. La agresividad de la tía Filo iba en aumento y todavía empeoraría más por culpa de su enfermedad, que avanzaba a pasos agigantados, según le había dicho el médico de la residencia.
Mirándolo por la parte positiva, pensaba Rosaura, solo era cuestión de aguantar y esperar a que falleciera, lo cual, a esa edad tan avanzada, no debería tardar mucho en acontecer, o a que el Alzheimer la sumergiera antes en un pozo de ignorancia y olvido que la dejara a ella y al testamento en paz porque ya no recordara la existencia de ninguna de las dos cosas.
Un día, sin embargo, al llegar Rosaura a la residencia, en su visita diaria, cuando se disponía a entrar en la habitación de su tía, oyó voces y, alertada y curiosa a la vez, se asomó ligeramente procurando no ser vista, viendo a un hombre de cabello cano, con un maletín en el regazo sobre el que tenía unos papeles y que, sentado junto su tía, departía amigablemente con ella. Por mucho que aguzó el oído, la distancia y la voz apenas audible con la que hablaban, no le permitió entender nada de lo que allí se decía salvo una palabra, que el hombre profirió en voz muy alta y en tono interrogante y de sorpresa: Gatos.
¿Gatos? ¿Qué podía significar aquello? ¿Qué hacía allí aquel hombre hablando de gatos con su tía? Fue la enfermera de planta quién le sacó de dudas al informarle que aquel caballero se había presentado como notario y que había venido porque su tía había reclamado su presencia. ¿Notario? ¿Gatos? ¡Horror!, pensó Rosaura, comprendiendo, de repente, que se había cumplido el peor de sus temores: la tía Filo había cambiado, sin duda, el testamento a favor de sus adorables y adorados gatos.
Esa sería una afrenta que su tía no podía hacerle a ella, su sobrina favorita y ahijada sacrificada. Mientras pudiera, evitaría tal injusticia y disparate. Esos malditos gatos no iban a beneficiarse de la fortuna de su tía. Ya habían vivido a cuerpo de Rey hasta ahora. Ella ya les procuraría una vida mejor sin necesidad de robarle lo que le pertenecía por justicia. Claro que siempre cabía la posibilidad de revocar el testamento argumentando desequilibrio mental pero eso podría tardar demasiado tiempo y quién sabe si también se aprovecharían de ello sus numerosos primos y primas para sacar tajada de la herencia.
Tenía que pensar en un plan y lo primero que hizo fue consultar a un abogado utilizando la típica fórmula de “tengo una amiga que tiene un problema y me ha pedido consejo y…”. Lo que dedujo Rosaura de esa consulta fue que si el beneficiario del nuevo testamento falleciera antes de su lectura y el testador no estuviera en condiciones mentales para volver a cambiarlo, aquél quedaría sin efecto y la voluntad del testador se retrotraería hasta la anterior a la redacción del nuevo documento. En otras palabras: si los gatos murieran por cualquier causa cuando su tía estuviera con las facultades mentales tan mermadas que fuera incapaz de recordar su propio nombre, ella, Rosaura Palacios Villacisneros, volvería a ser la heredera única de los bienes de su querida tía Filomena.
Como los lindos gatitos tenían su propia zona de ocio, no sería demasiado complicado dejarles un “regalo” convenientemente envuelto por una capa de dulce golosina. Estando en un recinto abierto al jardín y sin apenas vigilancia, el deceso de los pobres animalitos podría ser fácilmente achacable a cualquier salvaje desaprensivo que odia a los gatos o a cualquier enfermo senil de los que pululan habitualmente por la residencia y sus jardines a su libre albedrío. ¿Quién sospecharía de ella, la bienintencionada y cariñosa sobrina de la acaudalada señora de la habitación 102? Un accidente, un terrible accidente, esa sería la explicación más plausible. Y si alguien, tras la lectura del testamento, sospechara algo, ¿cómo iba a probar su intervención en el fatal desenlace de los mininos? Además, seamos sinceros, ¿quién, en su sano juicio, no hubiera hecho lo mismo en su lugar? Ahora que Rosaura ya había pergeñado su plan, solo era cuestión de esperar el momento oportuno.
Y como todo llega en esta vida, llegó un momento en que la tía Filo estaba más para allá que para acá, tanto física como mentalmente, de forma que cuando uno de sus cuidadores le dijo, totalmente trastornado pero con el mayor tacto posible, que sus gatitos habían sido encontrados muertos víctimas, seguramente, de una intoxicación (evitando el término envenenamiento), la pobre anciana no articuló palabra alguna y, por toda reacción, un espeso filamento de baba resbaló desde la comisura de sus torcidos labios. Al cabo de 24 horas, un grito resonó por los pasillos de la primera planta, procedente de la habitación 102: ¡Mis gatitooooos! Cuando la enfermera de planta llegó junto a la anciana, se la encontró tendida en el suelo y sin señales de vida.
Y como la vida sigue, al sepelio de la llorada tía Filomena le siguió la lectura del testamento, a la que Rosaura acudió con los nervios a flor de piel, no fuera que hubiera alguna sorpresa de última hora y que aquella tía millonaria hubiera hecho, a sus espaldas, alguna otra locura en las postrimerías de su lucidez.
Cuando el notario pronunció el término “codicilo”, a Rosaura se le arrugó el entrecejo. ¿Codicilo? ¿Qué es un codicilo? Y el buen notario, haciendo gala de su sapiencia y profesionalidad, le vino a referir brevemente que un codicilo es una disposición que el testador añade a su testamento con posterioridad, es decir un documento que modifica ligeramente sus últimas voluntades sin alterar sustancialmente su fundamento, ya que solo añade alguna pequeña modificación al testamento original.
Tras un disimulado suspiro de alivio, la cara de Rosaura viró, en cuestión de segundos, del color rosado al rojo escarlata cuando oyó que la “pequeña” modificación, como el señor notario había definido, del testamento de su tía, consistía en la añadidura de una condición sine qua non: que su bien amada sobrina y ahijada Rosaura tenía que hacerse cargo de sus diez gatitos y cuidarlos amorosamente hasta que murieran de viejos. En caso contrario, Doña Filomena Villacisneros Ortiz disponía que toda su fortuna pasara directamente a sus mininos, que deberían ser cuidados por el albergue de animales que se había construido con su más que generosa aportación económica, institución a la que nombraba beneficiaria subsidiaria y final en caso de que algo malo les pasara a sus queridísimas mascotas.