Había leído que un traumatismo craneoencefálico
podía conllevar unas secuelas inesperadas, en especial una amnesia retrógrada,
pero nunca me imaginé que tras mi grave accidente automovilístico y después de
superar un coma de varias semanas, me sobreviniera una facultad que no me he
atrevido a contar a nadie.
Me percaté de ello
desde el primer instante en que apareció el neurólogo en mi habitación tras
haber vuelto yo al estado consciente. Antes de que abriera la boca para
hablarme, ya supe lo que me iba a decir. Simplemente lo oí en mi interior, en
mi cabeza, que me dolía tremendamente. Al principio pensé que era el resultado
de una conmoción cerebral y que todo era fruto de mi imaginación, o que, por
causas extrañas, había, o percibía, un retraso sonoro como cuando se habla por
teléfono a larga distancia. Pero no. Ignoro la explicación, pero ese efecto
continuó produciéndose con todo aquel que en el hospital me hablaba. Oía lo que
iba a decirme antes de que lo hiciera. Pero eso no fue todo, porque tan pronto
como me dieron el alta, a ese efecto se le añadió otro mucho más impresionante,
por no decir escalofriante: aunque nadie me hablara, oía sus pensamientos.
Diréis que lo que me
ocurre es un don especial que muchos de vosotros desearíais poseer. Leer el
pensamiento es algo maravilloso, nos ofrece una gran ventaja sobre los demás.
Sabemos lo que piensan y así podemos anticiparnos a sus deseos o a cualquier
contrariedad inminente, beneficiándonos de la lectura de sus pensamientos. Pero
también tiene sus desventajas, como pude comprobar más tarde, muy a mi pesar.
La primera y gran
utilidad que le hallé a mi don fue en las entrevistas de trabajo. Podía
anticiparme a mi interlocutor y prepararme las respuestas a las preguntas,
sobre todo las capciosas, que me iba a hacer y a los problemas que me iba a
plantear. Aunque el currículum sea importante, la actitud y soltura del
candidato ante un entrevistador es fundamental. De este modo, conseguí
fácilmente un buen empleo en una multinacional farmacéutica.
Pero no duré mucho
tiempo en esa empresa, y no porque no estuviera a la altura de las expectativas
y prescindieran de mí, sino porque vi otra salida a mi don mucho más atractiva
y remunerada: actuar como mentalista.
Como mentalista actué
en muchos espectáculos, tanto en el teatro como en la televisión. El público
quedaba impresionado por mi habilidad para leerles la mente. En los medios se
mencionaba con elogios ese don especial que manifestaba en público, pero
también había voces que alertaban de la posibilidad de un fraude. Un
embaucador, decían que era. «Es del todo imposible que alguien pueda leer la
mente. Es una estafa en toda regla y alguien debería tomar cartas en el asunto»
Los había que iban más lejos y propugnaban con prohibir «ese ridículo
espectáculo que alimenta la credulidad de los más ignorantes»,
decían.
Mis actuaciones empezaron
a atraer a cada vez un menor número de espectadores y las cadenas de televisión
dejaron de contratarme. Y en el Excelsior, el teatro donde actualmente trabajo,
me pagan ahora mucho menos que antes. Pero con el dinero ganado y ahorrado, y
el poco que seguía ganando, tenía más que suficiente para vivir holgadamente.
«Pero ¿qué ocurrirá dentro de unos años, cuando se me haya condenado al
ostracismo y ya no tenga edad para encontrar otro empleo?»,
me preguntaba.
Hasta que un día
ocurrió algo inesperado y que ha dado un vuelco a mi vida. Y con ello empezó mi
calvario particular.
Fue al salir de una de
mis escasas representaciones. Ya en la calle, de noche, un individuo se me
acercó con paso ligero y se plantó ante mí. No pronunció ni una sola palabra,
simplemente me miró a los ojos. Supe de inmediato lo que estaba pensando y no
era nada halagüeño. Se me pusieron los pelos de punta.
No sé cómo decirte que
vas a sufrir un atentado mortal, pero si realmente eres un mentalista, como parece,
leerás mi mente.
—¿Cómo dice? —le interrogué.
¿Cómo podía alguien saber lo que me iba a ocurrir?
—Me has entendido
perfectamente y compruebo que eres un mentalista de verdad, pues has leído mis
pensamientos. Y voy a adelantarme a tu siguiente pregunta sobre cómo lo sé:
porque yo también poseo el mismo don, de modo que puedo leer la mente de los
demás y así me entero, entre otras cosas, de sus intenciones.
Una vez instalados en
un discreto rincón, me contó precipitadamente que unos días atrás, en un bar
cercano, fue testigo de una discusión entre varios individuos que me
calificaban de aprovechado, clamando algunos por desenmascararme públicamente
para que nadie se dejara embaucar.
—Pero ¿qué tiene que
ver la intención de esos individuos de poner en entredicho lo que hago con el
deseo de matarme? ¿No cree que es desproporcionado? El escarnio público no
tiene porqué llevar parejo un asesinato. ¿Tanto daño les hago para que deseen
mi muerte? —pregunté incrédulo y a la vez angustiado.
—Solo uno de ellos te
desea la muerte. Oí que el susodicho recordaba con disgusto al resto que
después de haber trabajado muchos años en el teatro Excelsior, es decir donde ahora
trabajas, lo habían despedido por tu culpa y que llevaba varios años sin que lo
contrataran como vidente. Cuando se despidieron, ese individuo pasó por mi lado
y percibí claramente lo que pensaba:
A este le voy a hacer
pagar caro que me despidieran porque dicen que es mucho mejor adivino que yo. ¡Ja!
Mis amigos que hagan lo que quieran, pero yo voy a acabar con él sí o sí.
—Si es cierto lo que me
cuentas, ¿cómo podré protegerme de ese asesino si no sé quién es?
—No podrás.
Y tras esas dos
palabras sentí varios pinchazos dolorosísimos y profundos en el vientre. Aquel
sujeto sonreía mientras yo intentaba parar infructuosamente la hemorragia con
las manos. Entonces lo tuve claro. Era él quien quería acabar conmigo como
venganza. Era el actor vidente, o lo que fuera en realidad, que me odiaba,
según él, por haber perdido su trabajo por mi culpa.
Aun sintiéndome muy
mareado, pude oír lo que decía:
—Soy un mentalista
mucho mejor que tú, pues poseo una facultad que, por lo visto, tú no posees:
puedo ocultar mis pensamientos a voluntad, cuando me conviene, por eso no
adivinaste quién era ni mis intenciones. Lo que te he contado sobre la
conversación en el bar con unos amigos es, en cierto modo, cierto, pero me he
permitido poner algo de mi propia cosecha para ponerte a prueba, ja, ja, ja.
Mientras me desvanecía,
oí gritos de personas que se acercaban y que luego intentaban socorrerme. Todos
pensaban que me estaba muriendo. Y yo también. Hasta que dejé de oír y de
escuchar y todo se volvió de color negro.
Ese hombre podía tener dones, pero no el de
vidente, pues no acertó en su suposición de que me había matado. Sobreviví milagrosamente
a las tres cuchilladas que me propinó en el abdomen. Perdí mucha sangre,
tuvieron que hacerme varias transfusiones, estuve al borde de la muerte. Cuando
estuve lo suficientemente lúcido me percaté de que algo había cambiado en mí.
Ya no podía leer la mente de los demás, ni médicos, ni enfermeras, ni nadie.
La policía no pudo dar
con el asesino frustrado, por mucho que les describí su físico —aunque, bien
pensado, podía haber llevado una máscara— y a lo que se dedicaba. En el teatro
Excelsior no pudieron dar ninguna referencia ni información relevante sobre él:
ni dónde trabajaba, si trabajaba, ni donde vivía, ni amigos, ni parientes, nada.
El hombre se había esfumado.
Yo he tenido que
abandonar mi trabajo en el teatro para no exponerme a ser nuevamente atacado y
esta vez con éxito. Vivo recluido en casa, sin apenas salir, y cuando lo hago
no puedo evitar mirar constantemente a mi alrededor, por si acaso. ¿Entendéis
ahora porqué dije que ese don tenía sus desventajas?
Ilustración: Patrick
Jane (interpretado por el actor Simon Baker), protagonista de la serie
norteamericana El Mentalista.