jueves, 30 de mayo de 2024

La carpa dorada

 


Nunca debí aceptar la petición de mi amigo Carlos. No me gusta tener que responsabilizarme de un animal de compañía, aunque sea un pez con el que no hay interrelación alguna. Con un perro o un gato puedes hablar, aunque no te responda, pero te entiende; ahora bien, con un pez...

«Solo tienes que darle de comer una vez al día. Espolvoreas el contenido de este sobre y ya está, pero no te excedas, que puede empacharse y morir de sobredosis». Esto último me lo dijo sonriendo.

El caso es que le debía a mi amigo unos cuantos favores y no me pude negar a hacerme cargo de... ¿cómo lo llamó? Ah, sí, de su Carassius auratus auratus. Vamos, la carpa dorada de toda la vida.

Una vez instalada la pecera sobre una mesa rinconera, me sentí intranquilo. No había reparado en un hecho muy relevante: la presencia de mi gato. Es un animal muy dócil y cariñoso, pero temía que una travesura suya hiciera que la pecera volara por los aires, la hiciera añicos y su inquilino expuesto a su voracidad animal.

¿Qué podía hacer para no tener un disgusto? Pues los mantuve separados físicamente, de modo que mi gato no tuviera a la carpa en su punto de mira. La pecera ocupaba una habitación cerrada con llave —mi gato es tan listo y mañoso que ha aprendido a abrir las puertas tirando de la manilla a base de saltos—, de modo que el minino podía pasear libremente por toda la casa con esa habitación “sagrada” como único obstáculo a su libre deambular.

No obviaré decir que el cuidado de ese pez dorado me resultó bastante estresante, siempre atento a que mi gato no hiciera de las suyas y entrara en la habitación de la carpa mientras le daba de comer, siempre mirando a mi derredor —pues los felinos son extremadamente silenciosos y aparecen cuándo y dónde menos te lo esperas— y siempre pendiente de cerrar la puerta con llave al salir. Como además soy un poco obsesivo-compulsivo, con frecuencia tenía que levantarme de la cama una o dos veces por la noche para comprobar que la dichosa habitación estaba bien cerrada y todo en orden.

Pero un fatídico día algo falló. Me encontré por la mañana la puerta de mi Sancta Sanctorum particular abierta de par en par. No pude reprimir una exclamación de pánico. La pecera hecha añicos por el suelo, entre un gran charco de agua, y ni rastro de la carpa dorada. Fui en busca del gato asesino —¿quién podía ser el culpable de su desaparición si no?— y me lo encontré en la cocina todavía relamiéndose.

Lo primero que se me ocurrió, después de proferirle todos los exabruptos posibles e inútiles, fue comprar una nueva carpa —a fin de cuentas, todas son iguales, pensé— y una nueva pecera. Pero en la tienda de animales más próxima no tenían carpas a la venta y las peceras disponibles no se parecían en nada a la original. Me entró el pánico. Mi amigo regresaba a la mañana siguiente y yo con las manos vacías y el corazón desbocado por culpa de ese micifuz de mierda. Maldito el día que lo acepté como regalo de mi ex novia. Tendría que habérselo devuelto cuando se largó. «Los regalos no se devuelven», me dijo la muy cretina.

Ahora el cretino era yo. Plantado en medio del comedor sin saber qué hacer. ¿Si llamaba al 112 me atenderían como una urgencia? Tras mucho meditarlo, lo tuve claro. No era la solución ideal, pero no se me ocurrió otra. Por una vez celebré tener ese hobby que a muchos les desagrada.

Aún recuerdo la cara de asombro de mi amigo cuando le deposité en los brazos un gato disecado. «Tu carpa está dentro. En lugar de una, ahora tienes dos mascotas», le solté a bocajarro antes de cerrarle la puerta en las narices.

Como comprenderéis, Carlos ya no es mi amigo. No sé nada de él desde aquel suceso. Y no he vuelto a tener ningún animal vivo en casa. Mejor solo que mal acompañado.


lunes, 13 de mayo de 2024

La carrera del tiempo

Esta es mi contribución al microrreto de este mes de mayo propuesto por El Tintero de Oro, con el tema "A vueltas con el tiempo". Espero que os guste.



En esta ocasión, Aurelio estaba convencido que ganaría el Rally. Su nuevo automóvil, convenientemente tuneado, cortaría el aire como un rayo.

Aun saliendo en décima posición, fue ganando terreno rápidamente. Volaba más que corría. Ni él mismo se lo podía explicar. La motorización de su coche no justificaba tal velocidad. Parecía que algo le empujaba, pero lo único que le daba alas era su deseo de ganar.

Al cabo de muy poco tiempo —no podría precisar cuánto— llegó a la meta sin que nadie le persiguiera ni de lejos.

Le extrañó sobremanera que no hubiera nadie esperando a los corredores. El cartel con el rótulo META pendía desmayado. El viento lo zarandeaba inmisericorde.

Se dirigió raudo al primer edificio que vio a su alrededor. En los bajos había un bar restaurante. Preguntó al hombre que atendía la barra. Este, sorprendido por la pregunta, le dijo: «¿Carrera?, pero si la carrera fue hace dos días, lo que ocurre es que nadie ha venido a descolgar el cartel. Ya sabe cómo son estas cosas. Y usted ¿de dónde dice que viene?»

A Aurelio, desconcertado, solo le quedó una explicación para hallar sentido a lo ocurrido. A la velocidad con la que se desplazó, había acelerado el tiempo de tal forma que se había pasado de frenada. El tiempo había corrido tanto a su favor que había alcanzado el futuro, aunque solo fuera con cuarenta y ocho horas de adelanto. Aunque mereciera un trofeo o un reconocimiento, quién se lo iba a creer.



jueves, 2 de mayo de 2024

El don

 


Había leído que un traumatismo craneoencefálico podía conllevar unas secuelas inesperadas, en especial una amnesia retrógrada, pero nunca me imaginé que tras mi grave accidente automovilístico y después de superar un coma de varias semanas, me sobreviniera una facultad que no me he atrevido a contar a nadie.

Me percaté de ello desde el primer instante en que apareció el neurólogo en mi habitación tras haber vuelto yo al estado consciente. Antes de que abriera la boca para hablarme, ya supe lo que me iba a decir. Simplemente lo oí en mi interior, en mi cabeza, que me dolía tremendamente. Al principio pensé que era el resultado de una conmoción cerebral y que todo era fruto de mi imaginación, o que, por causas extrañas, había, o percibía, un retraso sonoro como cuando se habla por teléfono a larga distancia. Pero no. Ignoro la explicación, pero ese efecto continuó produciéndose con todo aquel que en el hospital me hablaba. Oía lo que iba a decirme antes de que lo hiciera. Pero eso no fue todo, porque tan pronto como me dieron el alta, a ese efecto se le añadió otro mucho más impresionante, por no decir escalofriante: aunque nadie me hablara, oía sus pensamientos.

Diréis que lo que me ocurre es un don especial que muchos de vosotros desearíais poseer. Leer el pensamiento es algo maravilloso, nos ofrece una gran ventaja sobre los demás. Sabemos lo que piensan y así podemos anticiparnos a sus deseos o a cualquier contrariedad inminente, beneficiándonos de la lectura de sus pensamientos. Pero también tiene sus desventajas, como pude comprobar más tarde, muy a mi pesar.

La primera y gran utilidad que le hallé a mi don fue en las entrevistas de trabajo. Podía anticiparme a mi interlocutor y prepararme las respuestas a las preguntas, sobre todo las capciosas, que me iba a hacer y a los problemas que me iba a plantear. Aunque el currículum sea importante, la actitud y soltura del candidato ante un entrevistador es fundamental. De este modo, conseguí fácilmente un buen empleo en una multinacional farmacéutica.

Pero no duré mucho tiempo en esa empresa, y no porque no estuviera a la altura de las expectativas y prescindieran de mí, sino porque vi otra salida a mi don mucho más atractiva y remunerada: actuar como mentalista.

Como mentalista actué en muchos espectáculos, tanto en el teatro como en la televisión. El público quedaba impresionado por mi habilidad para leerles la mente. En los medios se mencionaba con elogios ese don especial que manifestaba en público, pero también había voces que alertaban de la posibilidad de un fraude. Un embaucador, decían que era. «Es del todo imposible que alguien pueda leer la mente. Es una estafa en toda regla y alguien debería tomar cartas en el asunto» Los había que iban más lejos y propugnaban con prohibir «ese ridículo espectáculo que alimenta la credulidad de los más ignorantes», decían.

Mis actuaciones empezaron a atraer a cada vez un menor número de espectadores y las cadenas de televisión dejaron de contratarme. Y en el Excelsior, el teatro donde actualmente trabajo, me pagan ahora mucho menos que antes. Pero con el dinero ganado y ahorrado, y el poco que seguía ganando, tenía más que suficiente para vivir holgadamente. «Pero ¿qué ocurrirá dentro de unos años, cuando se me haya condenado al ostracismo y ya no tenga edad para encontrar otro empleo?», me preguntaba.

Hasta que un día ocurrió algo inesperado y que ha dado un vuelco a mi vida. Y con ello empezó mi calvario particular.

Fue al salir de una de mis escasas representaciones. Ya en la calle, de noche, un individuo se me acercó con paso ligero y se plantó ante mí. No pronunció ni una sola palabra, simplemente me miró a los ojos. Supe de inmediato lo que estaba pensando y no era nada halagüeño. Se me pusieron los pelos de punta.

No sé cómo decirte que vas a sufrir un atentado mortal, pero si realmente eres un mentalista, como parece, leerás mi mente.

—¿Cómo dice? —le interrogué. ¿Cómo podía alguien saber lo que me iba a ocurrir?

—Me has entendido perfectamente y compruebo que eres un mentalista de verdad, pues has leído mis pensamientos. Y voy a adelantarme a tu siguiente pregunta sobre cómo lo sé: porque yo también poseo el mismo don, de modo que puedo leer la mente de los demás y así me entero, entre otras cosas, de sus intenciones.

Una vez instalados en un discreto rincón, me contó precipitadamente que unos días atrás, en un bar cercano, fue testigo de una discusión entre varios individuos que me calificaban de aprovechado, clamando algunos por desenmascararme públicamente para que nadie se dejara embaucar.

—Pero ¿qué tiene que ver la intención de esos individuos de poner en entredicho lo que hago con el deseo de matarme? ¿No cree que es desproporcionado? El escarnio público no tiene porqué llevar parejo un asesinato. ¿Tanto daño les hago para que deseen mi muerte? —pregunté incrédulo y a la vez angustiado.

—Solo uno de ellos te desea la muerte. Oí que el susodicho recordaba con disgusto al resto que después de haber trabajado muchos años en el teatro Excelsior, es decir donde ahora trabajas, lo habían despedido por tu culpa y que llevaba varios años sin que lo contrataran como vidente. Cuando se despidieron, ese individuo pasó por mi lado y percibí claramente lo que pensaba:

A este le voy a hacer pagar caro que me despidieran porque dicen que es mucho mejor adivino que yo. ¡Ja! Mis amigos que hagan lo que quieran, pero yo voy a acabar con él sí o sí.

—Si es cierto lo que me cuentas, ¿cómo podré protegerme de ese asesino si no sé quién es?

—No podrás.

Y tras esas dos palabras sentí varios pinchazos dolorosísimos y profundos en el vientre. Aquel sujeto sonreía mientras yo intentaba parar infructuosamente la hemorragia con las manos. Entonces lo tuve claro. Era él quien quería acabar conmigo como venganza. Era el actor vidente, o lo que fuera en realidad, que me odiaba, según él, por haber perdido su trabajo por mi culpa.

Aun sintiéndome muy mareado, pude oír lo que decía:

—Soy un mentalista mucho mejor que tú, pues poseo una facultad que, por lo visto, tú no posees: puedo ocultar mis pensamientos a voluntad, cuando me conviene, por eso no adivinaste quién era ni mis intenciones. Lo que te he contado sobre la conversación en el bar con unos amigos es, en cierto modo, cierto, pero me he permitido poner algo de mi propia cosecha para ponerte a prueba, ja, ja, ja.

Mientras me desvanecía, oí gritos de personas que se acercaban y que luego intentaban socorrerme. Todos pensaban que me estaba muriendo. Y yo también. Hasta que dejé de oír y de escuchar y todo se volvió de color negro.

 

Ese hombre podía tener dones, pero no el de vidente, pues no acertó en su suposición de que me había matado. Sobreviví milagrosamente a las tres cuchilladas que me propinó en el abdomen. Perdí mucha sangre, tuvieron que hacerme varias transfusiones, estuve al borde de la muerte. Cuando estuve lo suficientemente lúcido me percaté de que algo había cambiado en mí. Ya no podía leer la mente de los demás, ni médicos, ni enfermeras, ni nadie.

La policía no pudo dar con el asesino frustrado, por mucho que les describí su físico —aunque, bien pensado, podía haber llevado una máscara— y a lo que se dedicaba. En el teatro Excelsior no pudieron dar ninguna referencia ni información relevante sobre él: ni dónde trabajaba, si trabajaba, ni donde vivía, ni amigos, ni parientes, nada. El hombre se había esfumado.

Yo he tenido que abandonar mi trabajo en el teatro para no exponerme a ser nuevamente atacado y esta vez con éxito. Vivo recluido en casa, sin apenas salir, y cuando lo hago no puedo evitar mirar constantemente a mi alrededor, por si acaso. ¿Entendéis ahora porqué dije que ese don tenía sus desventajas?

 

 Ilustración: Patrick Jane (interpretado por el actor Simon Baker), protagonista de la serie norteamericana El Mentalista.