viernes, 24 de diciembre de 2021

Volar

 


Siempre había deseado volar. Desde que era un niño, soñaba que se elevaba hasta tocar las nubes y planeaba como la más ligera y libre de las aves.

De adolescente, quería emular a los hombres-pájaro, que surcaban el aire a la velocidad de un proyectil, pero un desgraciado accidente cortó de raíz toda esperanza de ver cumplido su deseo.

Con el paso del tiempo, viendo que la ansiada recuperación no llegaba, tuvo que aceptar que las posibilidades de ver realizado su sueño eran cada vez más remotas. Sus ilusiones fueron a parar al saco de los imposibles.

De joven tuvo que resignarse a ser tratado como un objeto delicado y a contemplar la libertad ajena.

De mayor recuperó parcialmente el movimiento, pero ya era demasiado tarde para poner en práctica su sueño. El futuro no le reservaba ninguna proeza que tuviera lugar a más de dos palmos del suelo. Su único consuelo era que en la otra vida se sentiría, sin duda, más ligero que un pájaro.

Habría querido alzar el vuelo en la tierra, pero marcharía de este mundo sin haber podido cumplir su gran ilusión: sobrevolar montañas y valles, tal como había visto hacer a otros más afortunados que él.

Pero todavía le quedaba una posibilidad, todo no estaba perdido. Sus hijos lo harían por él. Lo dejaría escrito. Sería su última voluntad.

Cuando le llegó la hora del adiós definitivo, esparcieron sus cenizas a más de dos mil metros de altura. Por fin lo había conseguido. Por fin pudo volar.


***** 

Esta es la versión traducida al castellano del relato original en catalán presentado al concurso de microrrelatos organizado por la entidad Castellar per les llibertats, de Castellar del Vallés (Barcelona), cuyos requisitos eran que el texto contuviera la palabra futuro y no superara las 250 palabras. Aunque no gané ninguno de los tres premios, el relato se ha publicado en una antología titulada MICRORELATS amb FUTUR, cuya presentación, a la que asistí, tuvo lugar el pasado día 23 de diciembre en el auditorio municipal de esta población. A continuación, os muestro la portada del libro, mi texto publicado y la bellísima imagen con la que ha sido ilustrado por una artista local.





FELICES FIESTAS!!!


viernes, 3 de diciembre de 2021

Un cuento de Navidad

He recuperado un cuento navideño que escribí hace ya ocho años y que había quedado en el baúl de los recuerdos. Tras pasar por la pulidora y después de unos ligeros retoques, ha quedado como lo publico a continuación, con objeto de participar en la XXIX edición del concurso de relatos de El Tintero de Oro, dedicada a la figura de Charles Dickens y su famosísimo Cuento de Navidad. 


Es la primera Nochebuena que María pasará sola. Hace ya dos años que Mario, su marido durante más de cuarenta años, la dejó tras una larga enfermedad y hace tan sólo unas semanas que Luna, su vieja Dálmata, tuvo que ser sacrificada.

También echa mucho de menos a Salvador. Sigue sin tener noticias suyas, desde el día que se marchó, decidido a no volver.

Si pudiera retroceder en el tiempo, haría cualquier cosa por retenerle o, al menos, por tenerle cerca y saber de él. Pero su único hijo desapareció para siempre de su vida.

Tiene a Rosalía, de asuntos sociales, que viene a verla de vez en cuando, y a Ana, la chica voluntaria que pasa con ella dos o tres horas al día para hacerle compañía y la compra. Y su vecina, la buena de Sagrario. Así que no está sola del todo, al menos tiene a alguien por si le ocurre algo.

A pesar de todo, María se siente muy sola. La televisión, los álbumes de fotos y la lectura son toda su distracción. Pero su biblioteca es muy exigua. Tiene que releer las mismas novelas una y otra vez, pero no le importa.

Esta noche volverá a leer Un Cuento de Navidad. Siempre le ha gustado Charles Dickens y esta obra fue su primera lectura. Además, ¿qué otra lectura podría ser más apropiada para estas fechas?

Mientras lee, al dar las doce, no puede evitar rememorar cuando, con Mario y Salvador, iban a la Misa del Gallo. ¡Qué felices eran por aquel entonces! Y cuando un suspiro de resignación se le escapa de los labios, alguien llama a la puerta.

¿Quién podrá ser a esas horas y en Nochebuena? Tal vez sea Sagrario, que viene a interesarse por ella o a traerle un pedacito de turrón. Se levanta quejumbrosa para ir a abrir. La artrosis hace que el trayecto le resulte doloroso e interminable. Cuando ya tiene la mano en el pomo, oye una voz que dice muy bajito: «María, abre, soy yo».

¿Mario? No puede ser. No se lo puede creer. El corazón parece que se le va a salir del pecho y al abrir la puerta contempla la figura de su marido que le sonríe con dulzura.

Mario, sin moverse del umbral, le dice que ha venido para que sepa que está bien, aunque sigue atormentado por la incomprensión con la que trató a su hijo y lamenta no haberse reconciliado con él a tiempo. Pero añade que todo no está perdido, pues allí donde está le han concedido un deseo, ese por el que tanto ha rezado María: que ella, víctima inocente de la discordia entre padre e hijo, que tanto ha sufrido por la ausencia de éste, podrá ver satisfecho lo que tanto anhela. Le comunica que Salvador está al llegar y que, después de tantos años de separación, podrá abrazarlo nuevamente.

Ahora que Mario ha cumplido con su misión, debe volver. María quiere retenerle, quiere que se quede un poco más, pero una fuerza superior tira de él y ella no puede resistirse a dejarlo marchar.

Tanta emoción ha agotado a María, que decide acostarse pensando que mañana se lo contará a Sagrario, y luego a Rosalía, y a Ana, y a todo el vecindario.

Pero al día siguiente, cuando se despierta y recuerda lo sucedido, tiene serias dudas de que haya sido real.  Habrá sido su imaginación que le ha gastado una broma pesada. ¿Una aparición? ¡Qué tontería! Ella nunca ha creído en ese tipo de cosas. Habrá sido un sueño. Se está haciendo vieja y ya no distingue la realidad de la fantasía.

Desilusionada, se levanta, y cuando se dirige a la cocina para prepararse el desayuno, ve que por debajo de la puerta del recibidor asoma un sobre. ¿Quién habrá echado ese sobre el día de Navidad?

Cuando lo abre, ve que se trata de una carta escrita a mano, una carta firmada por Salvador que les dice que les extraña mucho, que vuelve a España tras muchos años de ausencia, que desea reconciliarse con su padre y volver a ser parte de esa familia que lo fue todo para él. Se casó y quiere que conozcan a su mujer y a su hijito. ¡Un nieto! Les promete que antes de que acabe el año vendrán a verlos y celebrarán juntos la Nochevieja y el Año Nuevo.

El sueño de María se ha hecho realidad. Volverán a estar juntos. Harán planes de futuro, un futuro que para ella será seguramente muy breve pero el mejor que nunca haya podido imaginar.

A María, que todavía no entiende cómo ha podido suceder ese milagro, le resbalan las lágrimas de felicidad. Sólo le entristece una cosa: la desilusión y tristeza de Salvador cuando le diga que su padre ya no está para abrazarle.

Esa noche, la noche del día de Navidad que nunca olvidará, María sale al balcón y, mirando al cielo, claro y estrellado como hacía años que no veía, ve en lo más alto una estrella fugaz y, cerrando los ojos, formula un deseo. Desea que Mario, esté donde esté, pueda verlos reunidos y felices.

Mientras tanto, en la mesita que hay junto a la estufa, descansa ese sobre milagroso que le ha cambiado el semblante y la vida a María, un sobre que —María no ha reparado en ello— no lleva sello y cuya carta no está fechada.




domingo, 21 de noviembre de 2021

El renacido

Se dice que en el mundo hay unas dos mil personas que quieren ser criogenizadas cuando mueran y cerca de trescientas cincuenta que ya lo han hecho, esperado ser revividas en unos años.

Durante mucho tiempo corrió la leyenda urbana de que Walt Disney está criogenizado y a la espera de ser resucitado, lo cual es mentira, pues este famoso personaje murió en 1966 a causa de un cáncer de pulmón, fue incinerado y sus cenizas reposan en el panteón familiar en Los Ángeles.

Sea como sea, la criogenización es un método que se ha convertido en la opción para miles de personas. Pero la ciencia todavía no está actualmente tan avanzada. La pregunta es ¿cuándo lo estará? Y sobre todo, ¿cómo volverán a la vida? Esa es la cuestión.

En este microrrelato, que he recuperado del pasado y retocado en el presente, he viajado a un futuro en el que ello es posible y he dado mi respuesta particular a esa cuestión.



El dinero otorga ciertas prebendas que no están al alcance de cualquiera. Gregorio lo había preparado todo desde el día que supo que sólo le quedaba un año de vida. Se puso en contacto con KrioRus, una empresa rusa especializada en criónica. Sus expertos le aseguraron que tan pronto existiera una cura para su enfermedad, lo descongelarían y le devolverían a la vida. De ese modo, renacería, probablemente al cabo de varias décadas, con una larga esperanza de vida. Para que ello surtiera efecto, debían practicarle la eutanasia antes de que su deterioro orgánico impidiera su posterior resucitación y tratamiento.  

El plan se llevó a cabo según lo previsto. Con lo que nadie contaba era que, tras treinta años de hibernación, el suministro eléctrico que mantenía activa la batería del criogenizador empezara a debilitarse de forma inesperada. No hubo nadie que se percatara de ello y, como resultado, el programa de seguridad de la cápsula en la que reposaba el cuerpo inerme de Gregorio activó su apertura automática.

Contrariamente a lo que podría esperarse, su cuerpo volvió a la vida. Gregorio, aturdido y desorientado, acabó recuperando la memoria. No sabía cuánto tiempo había transcurrido desde su muerte programada. Extrañado por la ausencia de personal, alcanzó la salida por sus propios medios. Una vez en el exterior de aquel almacén de cadáveres, observó, horrorizado, la devastación reinante a su alrededor. Tras largos años de espera, se había convertido en la única vida humana en un planeta inhóspito.

Sintió que su vida se extinguía, pero esta vez no habría nada ni nadie que le ofreciera una nueva oportunidad.


martes, 9 de noviembre de 2021

El perro y el loro

 ¿Realidad o leyenda urbana?, quién lo sabe. Esta historia me llegó por boca de un amigo a quien un compañero de trabajo se la contó asegurando que le había ocurrido a un amigo suyo que se acababa de mudar con su mujer a una urbanización en la que sus vecinos tenían un loro. Me imagino que la cadena boca-oído debe ser todavía más larga, de modo que su origen se habrá perdido en el tiempo. Hay quien me ha asegurado saber de una historia parecida y de una fuente también incierta. Y hay quien me ha dicho haberlo leído hace años en un libro de relatos cuyo título no recuerda. ¿Verdad o mentira? Ahí lo dejo.



Los García y los Pardo habían trabado una buena amistad desde que estos se habían instalado en el adosado contiguo. Los García tenían un loro desde hacía muchos años y los Pardo un Pastor Alemán.  

Un viernes por la tarde, los García les comunicaron que se iban a pasar el fin de semana a la costa. Todo transcurría con normalidad hasta que al día siguiente los Pardo vieron aparecer a su perro con el loro en la boca. Horrorizados, creyeron que este le había dado caza. ¿Cómo podía haber ocurrido? Los García debían haberse olvidado cerrar la puerta de la jaula, que solían dejar en el jardín cuando hacía buen tiempo.

A los Pardo no se les ocurrió otra idea que ir a la pajarería más cercana y comprar un loro idéntico al occiso e introducirlo en la jaula de donde debía haberse escapado. Así pues, saltaron el muro de separación y culminaron su proeza, esperando que los García no notaran la diferencia.

Cuando sus vecinos regresaron a casa, la mujer empezó a proferir unos gritos desgarradores. Alertados y temerosos, los Pardo se apresuraron a acudir en su ayuda. Al abrir la puerta y ser interrogado, Julio García dijo que a su mujer le había dado un ataque de histeria al comprobar que el loro, al que habían enterrado en el jardín días atrás, volvía a estar vivo y coleando en su jaula.

Los Pardo nunca confesaron su intervención y la mujer de Julio estuvo, durante años, en tratamiento psiquiátrico.

(250 palabras)



viernes, 29 de octubre de 2021

Historia de un soldado

 


Cuando me incorporé, como alférez de complemento, al cuartel del regimiento de artillería antiaérea de Jerez de la Frontera, no me esperaba vivir una experiencia que me afectaría más de lo que nunca me habría podido imaginar.

Al día siguiente de mi llegada, se produjo un revuelo impresionante. Acababan de traer lo que quedaba del cuerpo de un soldado a quien le había explotado en las manos una granada que se había encontrado en el campo donde habían estado de maniobras militares. La versión oficial era que el chico, imprudente, se dejó llevar por la curiosidad, en lugar de avisar a su cabo o sargento antes de manipular aquel elemento mortífero que debía llevar años y años medio oculto en aquel lugar.

Por suerte, no llegué a ver el cuerpo del desafortunado, pero sí los restos de su uniforme, destrozado y ensangrentado. Aquella imagen me hizo pensar en la fragilidad del ser humano.

A la pena de su muerte accidental se añadía el hecho de que al cabo de un poco más de un mes se habría licenciado y vuelto a casa con sus seres queridos; quizá le esperaba una novia a la que había escrito un montón de cartas mientras malgastaba su tiempo dentro de aquellos muros de piedra.

Ese mismo día, prácticamente recién llegado, me tocó el servicio de oficial de guardia. Aquella noche no podía conciliar el sueño, ni si siquiera tumbado en el sofá destartalado que había en la salita adyacente al cuerpo de guardia. No dejaba de pensar en el pobre soldado que había perdido la vida de una forma tan absurda. Por lo tanto, decidí dar una vuelta de reconocimiento por el patio del cuartel y sus alrededores. De paso aprovecharía a hacer la visita rutinaria a los centinelas que hacían guardia en las garitas más alejadas, no fuera que se hubieran dormido durante ese servicio nocturno.

Iba caminando maquinalmente cuando, de pronto, vislumbré una sombra que se acercaba lentamente. Le di el alto y le pedí el santo y seña. No contestó y siguió avanzando en mi dirección. Estaba a punto de sacar la pistola de reglamento que llevaba al cinto —solo como intimidación, pues no sé qué habría hecho con aquella arma, que nunca había utilizado y ni tan solo sabía si estaba cargada— cuando aquella figura se detuvo a escasos metros. Cuando estuve ante ella, me di cuenta, a pesar de la oscuridad reinante, que tenía sangre por todas partes. Iba a preguntarle qué le había ocurrido cuando, con voz temblorosa, me dijo que no había sido él quien encontró la granada, que fue un compañero quien la descubrió y que se la pasó, suponía que para gastarle una broma, como quien pasa una pelota. Antes de que aquel fantasma, o lo que fuera, desapareciera, pronunció un nombre que no logré entender.

Así que aquel soldado había fallecido como consecuencia de una terrible negligencia de un descerebrado, que no recibiría el merecido castigo por su acto irresponsable. Desde aquel día estuve observando las caras de todos sus compañeros para ver si distinguía una señal de culpabilidad o de angustia en los ojos del verdadero responsable de aquella muerte. Pero fue inútil. Al cabo de cuatro meses, una vez cumplido ese último periodo de mi servicio militar, me marché de aquel lugar sin haber descubierto la verdad.

Pasado un tiempo, no mucho, salí una noche de farra con unos amigos. En el último pub al que fuimos a parar había, en un rincón, la figura de un soldado, como si fuera un muñeco de cera. Cuando le pregunté al camarero qué o a quién representaba, me dijo que no lo sabía, que era un capricho del dueño, que tenía la manía de coleccionar todo tipo de cosas. Entonces me fijé mucho más en aquella figura. En su cara inexpresiva reconocí la que había visto aquella noche, cuando hacía mi ronda como oficial de guardia. Diréis que son imaginaciones mías, pero, de pronto, me dirigió una mirada que me infundió temor.

Desde aquel día, y de eso ya hará más de veinte años, sigo frecuentando ese pub. Me siento junto al soldado y le pregunto, en voz baja, el nombre de quien le hizo aquella insensatez que le costó la vida. Hasta ahora no me ha contestado, pero me sigue mirando de una forma muy extraña, como si quisiera decirme algo. El dueño del local no entiende qué hago sentado tanto rato en ese rincón. La verdad es que yo tampoco.

 

Nota: Hasta que no se abolió el servicio militar obligatorio, de doce meses de duración, los estudiantes universitarios podían optar por realizarlo fraccionado en tres periodos de dos, tres y cuatro meses de duración, respectivamente. Ello se conocía como Instrucción Militar para la Escala de Complemento (IMEC). El primer periodo se realizaba en un Centro de Instrucción de Reclutas (CIR), el segundo en la Academia Militar del arma que le hubiera correspondido al sujeto, y el último se cumplía en un cuartel como sargento o alférez de complemento (según la nota obtenida en la Academia). 


lunes, 4 de octubre de 2021

Un secreto bien guardado

 


Mi amigo Juan siempre ha sido un hombre de guardar muchos secretos. Nunca ha revelado nada que considerara personal, ni siquiera a sus amigos, entre los que me cuento. Siempre nos ha tenido muy intrigados sobre su vida privada. Nunca le conocimos novia alguna. Hasta que un día acudió a una comida que habíamos organizado con una chica de la que nunca nos había hablado. Nos la presentó como Olga, una nueva compañera de trabajo con quien había conectado de un modo muy especial — nos dijo aprovechando que ella había ido al servicio.

—¿Y cómo de especial es esta conexión? — le inquirió Pedro, con una sonrisa libidinosa.

—¿Crees que estarás a la altura? Tiene pinta de ser una fiera en la cama —terció Ramón, siempre tan bruto, soltando una carcajada.

—Es guapa y simpática, espero que dure vuestra relación —fue todo lo que añadí.

—Olga es, es… distinta. No es como las demás —afirmó Juan, un tanto incómodo.

—Yo, vestidas, las veo todas iguales —dijo Ramón, volviendo a soltar una risotada.

—Dejadlo ya, sois unos cretinos. No sé por qué la he traído.

—Para darnos envidia, porque está realmente buena y como siempre nos hemos mofado de ti por no tener pareja… —remató Pedro justo cuando Olga volvía del servicio.

—Seguro que habéis estado hablando de mí —nos dijo, sonriente.

Supongo que nuestras caras y el mutismo general con algún que otro carraspeo, confirmó sus sospechas.

Desde luego, Olga era una chica muy especial. Aparte de su simpatía arrolladora, demostró ser muy culta e inteligente, algo que nos incomodó, pues no cesó de sacar a colación temas que puso en evidencia nuestra ignorancia.

Pero tras ese encuentro, Juan volvió, sin explicación alguna, a su secretismo habitual. No volvió a hablarnos de Olga a pesar de nuestros intentos. Parecía que se arrepentía de habérnosla presentado. Se limitaba a decir que todo iba bien entre ellos. Eso me intrigó. Llegué a pensar que habían roto y no quería que lo supiéramos, pues se avergonzaba de su revés amoroso y tampoco deseaba ser el centro de nuestras burlas o reproches.

Sin temor a equivocarme, a pesar de sus rarezas, siempre me he considerado el mejor amigo de Juan, de ahí que esta vez me preocupara por él de un modo especial. No era normal, ni tan solo para él, pasar de la euforia a la indolencia. Así pues, me dispuse a descubrir lo que fuera que le sucedía, costara lo que costase.

Como el día que nos presentó a Olga, esta nos contó dónde vivía, decidí presentarme en su apartamento para conocer de primera mano qué ocurría —si es que ocurría algo— entre ellos. Seguro que, si habían roto, me lo diría sin tapujos.

Cuando me disponía a cruzar la calle, parado enfrente de su domicilio, vi salir del portal a Juan. Se le veía bien, incluso diría que feliz. Supuse que acababa de visitar a Olga, por lo que ella debía estar en casa. Dudé. Si todo parecía discurrir con normalidad, ¿para qué hablar con ella? Si Juan no nos quería contar nada de su relación sería porque había vuelto a las andadas y había decidido encerrarse de nuevo en su caparazón hecho de secretos. Pero ya que me había desplazado hasta allí, ¿por qué no mantener una charla con Olga y contarle lo que me tenía intrigado?

Subí hasta el quinto segunda y llamé al timbre. Tardó mucho en abrir la puerta. Quizá no estaba presentable y se estaba vistiendo, pensé. Cuando por fin lo hizo, se extrañó de verme.

—Hola, ¿qué haces aquí? —me preguntó, intrigada. Parecía que la había pillado por sorpresa. Me olí algo extraño. Aun así, me invitó a pasar.

Cuando le dije lo que me traía hasta allí, acabó admitiendo que su relación con Juan no era una relación normal y que probablemente por ello no nos quisiera revelar en qué consistía.

—Si él no desea que lo sepáis, yo no lo voy a desvelar. Somos felices con la vida que llevamos y no hay nada de qué hablar.

No quise insistir, pero lo dicho por Olga me intrigó todavía más. ¿Qué secreto guardaba Juan sobre la naturaleza de su relación con esa mujer? Desde luego no era asunto mío. Aun así, perseveré en mis pesquisas y fui a verle con la intención de sonsacarle la verdad.

Siempre tan servicial, me invitó a unas copas. Si lograba emborracharle —pensé— todo sería más fácil. Mi plan funcionó. Acabó extralimitándose con la bebida y cuando apenas se tenía en pie, le pregunté qué tipo de relación mantenía con Olga.

—Sé que no es asunto mío, pero me preocupa tu comportamiento. Has vuelto a encerrarte en ti mismo y creo que tiene algo que ver con Olga. Si realmente me consideras tu amigo, cuéntamelo.

—Si tanto insistes —dijo balbuceando—, espera un momento, pero no sé cómo te lo vas a tomar.

—Hombre, Juan, si para mí eres como un hermano —Estaba ansioso por conocer su secreto.

—Júrame que no se lo dirás a nadie. Será un secreto entre nosotros.

Tras encerrarse en su dormitorio, volvió a aparecer al cabo de un buen rato. Lo que ahora tenía ante mí era un humanoide que habría espantado al más valiente.

—¡Eres un extraterrestre! —exclamé.

—Y, además, he acabado encontrando a mi media naranja. Olga y yo somos iguales. ¿Lo entiendes ahora? —me dijo, mientras yo me desplomaba en el sofá.

900 palabras

 



sábado, 11 de septiembre de 2021

El cazador

 


Anselmo, es un apasionado de la caza, que acostumbra practicar con algunos compañeros cazadores como él.

«Mucha gente no entiende lo emocionante que es cazar, ir tras una presa, pacientemente, hasta abatirla de un disparo certero. La caza no solo es un deporte, es un arte» —suele decir.

Pero hoy es un día especial; nadie más ha podido acudir a la cita.

«Allá ellos —piensa—. Cuando vuelva a casa con una buena pieza lamentarán no haber venido─»

Todavía no ha visto ningún ejemplar, pero algo se ha movido entre la maleza. Se acerca con sigilo. Le parece oír una respiración agitada. Y otra, y otra. Cada vez más cerca. Quizá se trate de otros cazadores. Si se mueve pueden dispararle, así que decide identificarse: ¡Eh! ¡No disparen, soy un cazador! —grita.

 De pronto, algo surge raudo de la espesura. Viendo lo que se le viene encima, Anselmo se lanza a la carrera hacia su todoterreno.

Ahora son más de diez sus feroces perseguidores. Corren como gamos. Ha llegado la oportunidad que han estado esperando. Han aprendido de los humanos, pero ellos son más rápidos. No necesitan armas, solo sus afilados colmillos.

En su huida, Anselmo cae por un terraplén, quedando a merced de sus captores. Ahora es él quien profiere gritos de auxilio. El jefe de la manada se le acerca y, sin demora, le clava sus largos colmillos en el abdomen. Aunque lo merezca, no vale la pena prolongarle el sufrimiento, no somos como elllos —piensa la bestia.






martes, 13 de julio de 2021

No lo podía permitir

Hoy os traigo otro micro, el último relato antes de vacaciones. En esta ocasión no es de terror, aunque ello depende de cómo se mire. 



El niño, en su décimo cumpleaños, tomó la decisión más valiente que, según él, pudo tomar. También fue la más incomprensible para todos los que le rodeaban. Sus padres sufrirían lo indecible y se preguntarían durante toda su vida el porqué de ese terrible acto.

Ese día, a la salida del colegio, en lugar de emprender el camino hacia su casa, se fue al rio. Subió hasta el puente y cuando llegó a mitad del recorrido, en su punto más elevado, comprobó que no había nadie que le impidiera llevar a cabo su cometido, se subió al murete de piedra, cerró los ojos y se lanzó al vacío. Dada la poca profundidad del río en ese tramo, su frágil cuerpo se quebró contra las rocas del fondo.

Nadie en el pueblo pudo hallar una explicación a tal comportamiento, y más viniendo de un niño aparentemente tan cabal e inteligente.

Lo que no sabían era que ese niño había realizado una extraordinaria hazaña: había regresado del futuro para volver a su infancia, cuando todavía era un niño querido por todos. Tenía que impedir por todos los medios acabar siendo el pederasta asesino en el que, con los años, se convertiría. No quería que le recordaran como a un monstruo. No lo podía permitir.

Todo eso lo dejó escrito. Nadie creyó semejante locura. Sin duda todo era fruto de una mente desquiciada. Todo el mundo sabe que es imposible viajar en el tiempo y, de poder hacerlo, tanto o más lo es cambiar el futuro.


miércoles, 30 de junio de 2021

La metamorfosis

Podría decir aquello de que ¿no querías caldo?, pues toma dos tazas. Y esto viene a cuento de que algunas de mis lectoras manifestaron, tras la publicación de mi anterior relato, que el género de terror no era de su agrado o preferencia. Así pues, lo siento por ellas, pues, echando mano de otros relatos que quedaron en el baúl de los recuerdos, mi mano inocente ha vuelto a extraer uno de ese mismo género, aunque no sé si merece el apelativo de terrorífico. Por lo menos, espero que os entretenga. Ya llegarán momentos mejores.


Gregorio no solo compartía el mismo nombre con el protagonista de la famosa novela de Kafka, también trabajaba, como él, en el ramo textil. Pero peor aún era el hecho de que se estaba transformando, como su desgraciado homónimo, en un insecto. Existía, sin embargo, una diferencia notable: su metamorfosis era extremadamente lenta.

Pero llegó el día en que apareció un nuevo cambio que, ahora sí, podía hacer sospechar a sus amigos y compañeros de trabajo de que algo no andaba bien: en la boca le había aparecido algo semejante a las mandíbulas escleróticas de los insectos y que, en el transcurso de las horas, irían, indudablemente, en aumento.

Aquel sería, por lo tanto, su último día de trabajo. Había llegado el momento tan temido en el que aquellos terribles cambios se harían tan notorios que ya no los podría ocultar. Se despediría con cualquier excusa y desaparecería para siempre.

Al entrar en la Empresa, saludó a la recepcionista con un ligero movimiento de cabeza y una sonrisa que más bien era una mueca de dolor reprimido. A Irene, su secretaria, la saludó con un “buenos días” que sonó ininteligible incluso para él. Una vez en su despacho, pulsó el intercomunicador para decirle, con un gran esfuerzo de vocalización: «Irene, que nadie me moleste, no me pase ninguna llamada».

Como por la tarde Gregorio seguía sin aparecer, Irene, preocupada, llamó con los nudillos a la puerta de su despacho. Al no recibir respuesta, la abrió con mucha cautela y se asomó para comprobar si a su jefe le había ocurrido alguna desgracia. Pero el despacho estaba inusualmente a oscuras. Al encender la luz se percató, incrédula, de que no había nadie.

Cuando dio media vuelta para salir, vio sobre el marco de la puerta lo que sus ojos aterrorizados se negaron a aceptar. Solo pudo proferir un grito escalofriante que fue amortiguado de inmediato por aquello que, desde entonces, permanece encerrado tras aquella puerta que ya nadie se atreve a cruzar. Fueron cuatro los que lo hicieron y siguen sin dar señales de vida.

 

martes, 15 de junio de 2021

Las pesadillas de Enrique

Sigo hurgando en el baúl de los relatos olvidados y hoy he recuperado este del género de terror, que hace años presenté a un concurso de relatos de terror sin éxito. Aun así, espero que os guste.



Enrique empezaba a estar realmente preocupado. Sus pesadillas eran cada vez más terribles, reales y recurrentes. Soñaba que era un zombi, un muerto viviente, uno de esos horribles y asquerosos seres de aquellas películas de terror que tanto le gustaban. Ello era, sin duda, culpa de la serie de televisión The Walking Dead, que veía, desde hacía meses, sin perderse ni un solo capítulo. Pero lo peor de todo era que las sensaciones que experimentaba en sueños se estaban trasladando a su vida diaria.

Desde que tenía esas pesadillas, sus apetencias y gustos habían sufrido un cambio notable: le apetecía comer carne cruda, cuando hasta hacía muy poco  solo le gustaba muy hecha, y los olores que antes le resultaban nauseabundos ahora le atraían como si de aromas de perfumes de alta cosmética se trataran. Su voz se volvió extraña, como si sus cuerdas vocales emitieran un sonido de ultratumba.

Por todo ello, decidió someterse a una revisión médica, y quién mejor que Genaro, su buen amigo y endocrinólogo, para llevarla a cabo, ya que por nada en el mundo le confesaría estas anomalías a un perfecto desconocido, quien, en el mejor de los casos, le calificaría de demente.

Una vez en la sala de espera del consultorio médico, mientras fingía leer una revista, tuvo que reprimir unos brutales deseos de lanzarse sobre una mujer entrada en carnes que no dejaba de observarlo de reojo. ¿Intuiría sus intenciones antinaturales? Pero Enrique se contuvo y se comportó con la mayor naturalidad posible.

Por fin le llegó su turno y una guapa enfermera le invitó a pasar al consultorio de su amigo, que le esperaba, de pie, con una sonrisa y con cara de interrogación. Genaro le invitó a sentarse. Enrique tenía ante sí a su amigo y a la enfermera. Ambos le miraban fijamente, lo que a Enrique le incomodó sobremanera. Parecía que le estaban leyendo la mente. Nadie decía nada. Fue Genaro quien, finalmente, rompió el silencio con un «tú dirás». A Enrique no le salían las palabras, se le hizo un nudo en la garganta y empezó a salivar.

No sabría decir en qué momento perdió el conocimiento. Solo recuerda que alguien golpeaba la puerta del despacho y que varias personas, al otro lado, gritaban: doctor, doctor, ¿se encuentra bien?, ¿va todo bien ahí dentro?

Cuando Enrique abandonó la consulta dejó tras de sí un reguero de sangre y unos cuerpos despedazados.

Aquella noche fue la primera, desde hacía semanas, que Enrique no tuvo ninguna pesadilla.


lunes, 17 de mayo de 2021

Gertrudis y la merienda campestre

A falta de inspiración o de motivación escritora, que viene a ser lo mismo, y para no dejar transcurrir mucho tiempo desde mi último relato, he recuperado uno que publiqué en junio de 2015 y que forma parte de la recopilación autoeditada posteriormente en Amazon con el título "Irreal como la vida misma". Así pues, es una primicia para los que por aquella época no frecuentabais este blog, así como para los que no habéis tenido la oportunidad de leer esta magnífica obra de ficción. Espero que os guste.


El frío recorrió su espalda. Gertrudis no había reparado en que las nubes amenazaban lluvia y el aire de esa tarde de otoño era demasiado fresco como para pasarla a la intemperie. Pero no había podido resistirse a la invitación de Anselmo para merendar al aire libre. Hacía mucho tiempo que esperaba una ocasión como aquélla, a solas por unos momentos, sin testigos. Al fin él se había decidido a invitarla. Seguro que le declararía su amor. Así que ni la lluvia ni el frío más intenso la hubiera disuadido de pasar la tarde junto a él en ese paraje tan romántico.


Anselmo, heredero de una rica familia de viticultores, llevaba tiempo frecuentando la casa de los padres de Gertrudis con motivo del recién iniciado negocio con su progenitor. Acababan de formar una sociedad exportadora de vinos y licores y este floreciente negocio les obligaba a mantener continuas reuniones de trabajo. Ambos socios se encerraban en el despacho, portando ambos una copa de coñac en una mano y un puro habano en la otra. Antes de cerrar la puerta tras de sí, Anselmo obsequiaba a la joven con una sonrisa y una mirada que lo decían todo.

Más de tres meses habían transcurrido desde que Anselmo apareciera en su vida y aun no se le había insinuado. Gertrudis sabía que sus padres verían con muy buenos ojos una relación amorosa entre ambos. Pero faltaba lo más importante: que el joven, guapo y rico heredero, le dijera aquellas palabras que esperaba oír con tanto anhelo.

Y por fin, iba a suceder. ¿Por qué, si no, la había invitado a pasar una tarde en el campo?


Ensimismada en sus cavilaciones, Gertrudis no se percató que Anselmo le ofrecía una copa de ese vino dulce que a ella le agradaba tanto. Levantó la mirada y allí estaba él, tan guapo y elegante, con su bigotito afilado más propio de un intelectual que de un comerciante.

Con una simulada timidez, aceptó amablemente la copa y dio un sorbo sin apenas mojarse los labios. Debía mantener los modales propios de una señorita de buena familia. Al poco, la muchacha sintió que se ruborizaba cuando él, obsequiándole con una sonrisa, tomó asiento junto a ella, muy cerca, demasiado cerca para quienes todavía no están prometidos. Pero quien algo quiere algo le cuesta, se dijo y, al fin y al cabo, llevaba tanto tiempo esperando esa íntima cercanía…

Tras un brindis por la amistad, la salud y el negocio común, Anselmo carraspeó y la miró fijamente a los ojos. Ha llegado el momento —pensó ella—, por fin me va a declarar su amor.

Anselmo, tragando saliva, dubitativo, casi sin aliento, se decidió a hablar.

—Gertrudis, tengo que pedirle algo y no sé cómo reaccionará. Llevo mucho tiempo dándole vueltas, pensando en cómo formulárselo pero no puedo soportar más esta indecisión, así que…

—Hable sin temor alguno, Anselmo, pues creo adivinar lo que le inquieta —le interrumpió Gertrudis, ávida por oír la confesión de su amado.

—¿De veras? —inquirió el joven sorprendido y aliviado a la vez.

—Bueno, hable de una vez y saldremos de dudas —le conminó ella.

—Sí, sí, a ello voy, pero antes quiero que sepa que he hablado de ello con su señor padre y me ha dado su consentimiento. —Y aclarándose la garganta, prosiguió con su discurso—. Pues quería proponerle…, quería preguntarle…, vamos que quería solicitarle, y perdone mi atrevimiento, si no tendría usted inconveniente en ser una de las damas de honor en mi boda. Es que mi futura esposa no tiene amigas en este país, es polaca y….

Unos pitidos intensos anularon toda capacidad auditiva de la pobre Gertrudis, que vio cómo todo a su alrededor se volvía borroso y empezaba a dar vueltas. Alguien, a lo lejos, le hablaba pero no podía captar con claridad qué le decía.

—Gertrudis, Gertrudis, ¿está usted bien? —le preguntaba, angustiado, Anselmo, a la vez que le daba unos suaves cachetes en las mejillas.

Pero Gertrudis, incapaz de reaccionar, lo único que hizo fue perder el conocimiento. Solo los truenos fueron capaces de romper el silencio y la lluvia, por fin, hizo acto de presencia.


Ilustración: "Berenar al camp" (merienda en el campo). Reproducción parcial del mosaico de cerámica de Gaspar Homar, Josep Pey y Antonio Serra, 1870, expuesto en el Museo Nacial de Arte de Catalunya.

jueves, 15 de abril de 2021

El invisible

 


Siempre quiso pasar desapercibido y no le había ido mal. Solía jactarse de que durante el servicio militar no tuvo que pringar gracias a que su invisibilidad, como le gustaba llamarla, le había sido muy útil. Como nadie reparaba en él, no sufrió las típicas novatadas por parte de la tropa ni los engorrosos encargos por parte de los mandos. Por supuesto, jamás se presentó voluntario para nada, ni siquiera como método para ganarse la complacencia de sus superiores. En la Universidad hacía lo propio. Nunca levantaba la mano a cualquier pregunta que lanzaba el profesor al auditorio, aun conociendo la respuesta. No quería sobresalir en público. Claro que esa invisibilidad entre el alumnado le pasó factura, pues las compañeras de clase, entre las que se encontraba Laura, le ignoraban por completo, pues no sabían quién era ese joven larguirucho y desaliñado que entraba en el aula o en los laboratorios de prácticas. Y a falta de un nombre, el delegado de clase, un tal Cifuentes, un tipo con ínfulas de líder, en un alarde de originalidad y de guasa, le bautizó con una serie de apodos, a cual más ridículo y bochornoso, que corrieron como la pólvora hasta llegar a oídos de Laura, quien, desde entonces le miró con una sonrisa burlona. En ese caso habría preferido mil veces la indiferencia, a la que ya estaba acostumbrado, que el desdén por parte de la única persona por la que sentía atracción.

El momento más humillante, que jamás olvidaría, fue cuando, intentando un tímido acercamiento a Laura, pasó junto a él el tal Cifuentes y le espetó, sin ton ni son, «Chico desaliñado, ignorante e ignorado», soltando a continuación una sonora carcajada.

 

El caso es que ese chico invisible a ojos de los demás terminó la carrera con sobresalientes y no le costó mucho encontrar trabajo en el laboratorio de control de calidad de una empresa conservera.

Félix Arroyo, como así se llama el protagonista de esta historia, es, lógicamente, un tipo introvertido y muy reservado. Cualquiera le calificaría de insociable. Pero, contra todo pronóstico, no lo es, solo es extremadamente discreto. Siempre ha rehuido la competitividad. Se ciñe a cumplir escrupulosamente sus labores y nada más. Tampoco se queda en el puesto de trabajo más tiempo de lo necesario y reglamentariamente exigido. Cumple con su obligación sin excesos. Si ello le supone no beneficiarse de un ascenso o de un aumento de sueldo por una dedicación extra, le trae sin cuidado. En resumen, es una persona que simplemente quiere conservar su trabajo sin tener que sobresalir en nada. Hay quien lo consideraría un individuo gris, pero él se las da de prudente. Pero lo que no tenía previsto era que esa discreción que le caracteriza le llevaría a lo que le llevó.

—Oye, Félix, mañana vendrá un inspector de Sanidad y tendrás que recibirle, acompañarle durante toda la visita de inspección y satisfacerle en todo lo que necesite, ¿de acuerdo? —le indicó, un día, el director técnico de la fábrica conservera.

—Pero siempre lo ha hecho Inma, que tiene mucha más experiencia que yo en esto —Inmaculada, o Inma, era la química del departamento, que llevaba más de diez años en la Empresa.

—Sí, pero mañana no vendrá, se toma un día libre para asuntos familiares. Y, además, ya va siendo hora que vayas adquiriendo experiencia en este quehacer. Más vale tener a dos personas avezadas en inspección sanitaria, por si algún día, como es el caso, uno falta al trabajo.

 

Al día siguiente, a las nueve en punto de la mañana, desde la recepción le comunicaron que un tal doctor Cifuentes preguntaba por él.

Mientras bajaba las escaleras iba rumiando: Cifuentes…, Cifuentes, me resulta familiar este apellido, pero nada que ver con la ex presidenta de la Comunidad de Madrid, por supuesto. No es un apellido muy habitual, pero ¿de qué me suena? Y cuando ya desechaba a cualquier conocido y pensaba que se trataba de una de sus manías, se dio prácticamente de bruces con un tipo trajeado y con cara de malas pulgas que no hacía otra cosa que mirar su reloj de pulsera. Cuando se vieron las caras, la sorpresa de ambos fue mayúscula y entonces Félix recuperó la memoria. 

—Vaya, vaya, pero qué casualidad. Así que tú eres —leyendo una hoja que tenía el inspector en sus manos— Félix Arroyo, el que me va a acompañar durante mi inspección. ¡Cuánto tiempo sin verte!

Quien así habló era, ni más ni menos, el antiguo compañero de clase que le impuso aquellos motes que tanto le fastidiaron.

—Y tú eres…

—Antonio Cifuentes —le cortó el interpelado.

—Eso ya lo sé. Además, lo he visto en el documento que me han pasado. Quería decir que eres, o mejor dicho fuiste, el delegado de clase.

Dicho eso, a Félix le vino un gusto amargo a la boca, como si una bocanada de bilis le invadiera la garganta, al recordar el bullying al que, por culpa de ese individuo, le sometieron algunos alumnos y que tanto le había marcado durante su época universitaria. Por su culpa, pasó de ser invisible a risible para una pequeña parte del alumnado, entre la que se encontraba la única persona que le atraía de verdad: Laura.

—Veo que tienes buena memoria.

—¿Cómo podía olvidarte?

—Ya. Y me temo que debes guardarme rencor.

—¿Rencor? ¿Por qué?

—Bueno…, pues porque no fui precisamente muy amable contigo.

—Bah, aquello ya está olvidado. La juventud a veces hace cosas sin pensar.

—Cierto. Me alegro que pienses así.

 

Terminada la visita de inspección, vino el correspondiente almuerzo de cortesía con el que la Empresa siempre obsequiaba a sus visitantes y Félix no reparó en gastos. Justificaría el dispendio aduciendo el resultado favorable de la inspección, sin saber si ello fue debido al perfecto estado de revista de las instalaciones, del personal y de la metodología de trabajo o a una reparación moral con la que el inspector quiso compensarle y, de paso, apagar su mala conciencia.

—Una comida excelente, sí señor —alabó Antonio Cifuentes al término de la misma—. Hacía mucho tiempo que no degustaba unas ostras tan exquisitas. Muchas gracias, Félix.

—De nada. Ha sido un placer. Solemos traer a nuestros invitados “especiales” —enfatizó con unas comillas marcadas en el aire con los dedos índice y medio de cada mano— a esta marisquería, pues es de lo mejor y, por si fuera poco, está a un tiro de piedra de la Empresa. Además, uno no siempre tiene la oportunidad de encontrarse con un antiguo compañero de estudios.

 

La verdad es que ahora quien tiene mala conciencia es Félix. Sabe que lo que le espera a su invitado no será precisamente un plato de buen gusto, nunca mejor dicho, pero más lo lamenta por el riesgo que, sin saberlo, corre el dueño del restaurante. Si Antonio Cifuentes así lo quisiera, podría hacerle una inspección, pero nunca descubriría cómo se produjo la contaminación con salmonella de aquella docena de ostras tan sabrosas y que tan vehementemente le recomendó. Nadie se percató de cómo se ausentaba durante la inspección ni cómo entró en el laboratorio de microbiología y salió de él con un tubo de ensayo en la mano, mientras el inspector era atendido por una de las auxiliares. La cocina del restaurante era como su casa, no en vano la Empresa conservera era uno de sus suministradores principales y él un asiduo del local. Y es que no hay nada mejor que saber pasar desapercibido. Una vez más, su invisibilidad le resultó rentable. A Antonio Cifuentes, de momento, no le ha vuelto a ver.


sábado, 20 de marzo de 2021

¿Qué me pasa, doctor?

 


Una vez en casa, después de haber pasado casi tres meses en coma, sentía que no estaba solo, que había alguien viviendo conmigo.

En el hospital, al recuperar la consciencia, ya noté algo extraño, pero lo achaqué a que mi cerebro todavía no funcionaba correctamente. Todas las noches, cuando me quedaba solo en la habitación, oía unos pasos pesados, como si alguien arrastrara los pies, que se acercaban y se detenían junto a mi cama para, acto seguido, percibir una respiración entrecortada que no me dejaba pegar ojo en toda la noche. Ni los somníferos que me daban al quejarme de insomnio me ayudaban a dormir sin interrupciones. Me despertaba a menudo, sintiendo una presencia a mi lado. No veía a nadie, pero percibía claramente un sonido gutural cavernoso que me ponía los pelos de punta.

Pensé que una vez estuviera en casa todo volvería a la normalidad, que lo que experimentaba era producto de una alucinación provocada por la medicación o por el estrés postraumático. Pero me equivoqué. Esa presencia me siguió hasta mi hogar y día tras día y noche tras noche la tenía a mi lado, invisible pero audible.

—¿Qué me pasa, doctor? —le pregunté a un psiquiatra al que acudí en busca de ayuda.

—En su caso no es extraño. Hay personas que no superan fácilmente haber salvado milagrosamente la vida, como es su caso. Haber experimentado la cercanía de la muerte les provoca una suerte de alucinaciones en las que creen ver u oír a un difunto. Intente hablar con él y verá como al cabo de un tiempo desaparece. 

Y así lo hice. Ya que no podía librarme de esa presencia, decidí entablar contacto verbal y saber quién era y qué pretendía. Al cabo de poco, con mucha paciencia y no poco esfuerzo, llegué a entender sus balbuceos.

Se llamaba, o decía llamarse, Gerardo Iglesias. Había fallecido en el mismo hospital donde estuve ingresado, unos días antes de mi llegada. De algún modo que no entendía, había quedado atrapado entre aquellas cuatro paredes. Había oído decir que hay espíritus que no logran ir hacia “la luz” hasta que no aceptan que están muertos o bien hasta que no han resuelto algo que han dejado pendiente en este mundo. Y él lo único que sabía era que desde el momento en que llegué, notó que algo nos unía. De ahí que me había seguido hasta mi casa. Así pues, si yo lo retenía, deberíamos descubrir el motivo.

Me dio todos sus datos y me puse a indagar qué podíamos tener en común. Aunque ya no me asustaba su presencia, me incomodaba vivir con un fantasma.

Lo que descubrí me heló la sangre. Era un sicario. Su último encargo falló y fue él quien resultó herido de muerte. Así figuraba en un número atrasado de La Vanguardia digital que localicé por Internet.

Cuando se lo conté, recordó su identidad y su historial de asesino a sueldo. Solo quedaba por saber qué era lo que le retenía en este mundo. ¿Una cuenta pendiente? ¿Un perdón no pedido o no concedido? Y yo ¿qué tenía que ver en ese asunto?

Debía resolver el enigma si quería deshacerme de aquel fantasma que ahora, además, resultaba ser un criminal peligroso. «Tienes que temer a los vivos, no a los muertos», solía decirme mi padre. Pero convivir con un muerto con aquel historial, me producía mucho reparo. 

Decidí, pues, jugar al detective y colarme en su casa, pensando que seguiría deshabitada. Pero me equivoqué una vez más. En ella se habían instalado unos okupas. Sin embargo, tras el desconcierto inicial, ello me resultó favorable. Me presenté como un amigo íntimo del fallecido y, hasta hacia poco, propietario del piso con la excusa de recuperar algunos enseres personales que ellos no necesitarían, como cartas y documentos varios. Me creyeron y me franquearon el paso sin, eso sí, perderme de vista.

Salí de allí con un archivador entero que parecía contener el historial de los trabajos que le habían encargado durante su vida profesional. No había duda de que Gerardo había sido un tipo escrupuloso. Lo tenía todo muy detallado. Fechas, nombres, lugares, datos de interés, dinero recibido, etcétera. Una vez en casa, leí con calma cada entrada, cada apunte, con la intención de hallar algo interesante, aunque no sabía qué podía ser, cosa que no tardé en descubrir.

Empecé el escrutinio por el final, sus últimos movimientos, sus últimos encargos. La última supuesta víctima era, en efecto, quien había acabado con su vida, tal como pude leer en el periódico, en un acto de defensa propia. Solo figuraba una entrada parcial de dinero, el que debió cobrar al aceptar el trato. El resto no llegó a cobrarlo por razones obvias: no había finiquitado el trabajo. Pero a continuación, había anotado un trabajo pendiente con el que no había acabado de atar cabos. Lo que sí quedaba claro era el nombre del individuo al que debía cargarse: ¡el mío! Junto a mi nombre aparecía mi fotografía, domicilio y lugar de trabajo. A continuación, había garabateado una cifra con un interrogante: 100.000 euros. El interrogante debía significar que no se había cerrado el trato y que, por lo tanto, estaba en el aire la cifra definitiva. ¿Cien mil euros para acabar con mi vida? Pero ¿por qué? Y ¿quién se lo había encargado?

Cuando le enseñé lo que había encontrado, Gerardo recuperó de inmediato la memoria.

—¡Ah, sí, es verdad! Tú eras el siguiente de la lista, ahora lo recuerdo. Ya decía yo que tu cara me sonaba de algo.

—¿Y quién te lo encargó?, le pregunté, ansioso.

—Eso no lo sé. No lo preguntaba. No era de mi incumbencia. Tampoco juzgaba los motivos, solo aceptaba el trabajo por dinero y este dependía de la dificultad del caso. Si pone cien mil euros es que sería difícil o tú muy importante para ese tío, pues yo, por mucho menos, ya aceptaba.

¿Quién querría liquidarme? Sometí a Gerardo a un interrogatorio para adivinar la identidad del individuo que había contactado con él. Solo pudo decirme que habló con él por teléfono y que tenía una voz de hombre joven con un ligero acento italiano, y que todo apuntaba a una venganza laboral, pues antes de colgar le había dicho algo así como «se va a enterar ese si cree que me va a echar». También le comentó que primero quería probar algo por su cuenta, y que si le salía mal volvería a contactar con él, cosa que ya no se produjo. Más claro el agua. Ahora todo cuadraba. Ya sabía de quién se trataba.

 Hacía días que tenía serias sospechas de que Marco Santoro, un joven italiano, jefe de mantenimiento de mi Empresa, desviaba dinero a sus bolsillos. Todo apuntaba a que inflaba las facturas de compra de material de repuesto, supuestamente en connivencia con el suministrador, y se repartían las ganancias. Como el tal Marco me caía muy bien y hasta entonces no había tenido ninguna queja de él, solo le advertí que llevaría a cabo una investigación en toda regla y que, en caso de que aquella sospecha se confirmara, se quedaría en la calle, sin indemnización alguna, y que podía dar gracias de que no lo denunciara a la policía.

Todo cobraba sentido. El accidente de automóvil que me llevó a la UCI fue orquestado por él. Un todoterreno se me echó encima en un cruce y se dio a la fuga. Por lo tanto, eso era lo que había querido probar antes de confiarle el encargo a Gerardo. Pero ahora Gerardo estaba muerto y yo seguía con vida. ¿Cuál sería el siguiente paso? Lo más probable era que Marco volviera a intentar liquidarme personalmente o pasara el encargo a otro. ¿Y si se lo contaba todo a la policía? ¿Me creerían? No sabía qué hacer. Y entonces Gerardo salió en mi ayuda.

—Ya me encargo yo, no te preocupes —me dijo, tajante.

—¿Cómo que te encargas tú? ¡Si estás muerto! —le repliqué, asombrado.

—¿Y qué? No podré matarlo con mis manos, pero sí provocar su muerte. Déjamelo a mí —me cortó cuando vio que iba a replicarle.

Y le dejé hacer. En cierto modo me siento culpable por omisión. Pero, de hecho, mi acto también podría calificarse de defensa propia, aunque con un intermediario, pues si yo no acababa con él, él acabaría conmigo de un modo u otro. Y Gerardo, o mejor dicho su fantasma, cumplió con su palabra. No quiso decirme cómo lo hizo ni yo se lo pregunté. Pero me enteré.

Solo habían pasado dos días cuando el director comercial me llamó para interesarse por mi estado y aprovechó para decírmelo.

—¿Te has enterado de lo de Marco?

—Pues no, ¿qué le ha pasado? — disimulé.

—Ha resultado muerto en un accidente de coche. Algo increíble.

Me contó que en el coche iba otro ocupante, el dueño de una Empresa de accesorios, cuando Marco perdió inexplicablemente el control del vehículo. El acompañante, que resultó herido de gravedad, pero salvó la vida, contó que algo asustó a Marco, como si viera un fantasma, a través del retrovisor, sentado en el asiento trasero. Solo repetía ¿quién eres?, ¿qué quieres? Y dio un volantazo que lo sacó de la carretera. El coche dio varias vueltas de campana.

Ahora duermo de un tirón y Gerardo se ha dado por satisfecho. Nunca había dejado un trabajo sin terminar, aunque en este caso el finiquitado no fuera el que había previsto. Hace días que voló, no sé adónde.

Hoy he ido a ver de nuevo al psiquiatra para decirle que tenía razón, que seguí su consejo y que ya no tengo esas alucinaciones.