Las alucinaciones que experimentaba no
presagiaban nada bueno. Y lo peor de todo, es que mi terapeuta no le daba demasiada
importancia. Quizá ni siquiera me creía.
—Ya le dije que eran
los efectos secundarios de la medicación.
—Pero es que los
prospectos no mencionan nada de eso.
—¿Y dónde ha mirado
usted, si se puede saber?
—Pues de una web sobre
medicamentos.
—¿Me está diciendo que ha
mirado en internet?
—Pues sí. Me dieron
permiso para usar uno de los ordenadores de…
—Y ¡¿quién le dio
permiso, si puede saberse?!
—Pues…
—Da igual. ¿No sabe que
eso no debe hacerse bajo ningún concepto? La información de internet puede ser
inexacta, engañosa y sobre todo perjudicial si no se sabe interpretar. Yo soy
su psiquiatra y es a mí a quien debe consultar sus dudas. ¿Entendido?
—Es que como no se me
van estos efectos y no me los tratan…
—No hace falta hacer
nada. Ya toma suficiente medicación. Todos esos síntomas desaparecerán por sí
solos.
Pero aquella misma
noche volví a tener uno de esos episodios. Estaba tendido en la cama, con los ojos cerrados, cuando oí una voz. Se parecía a la de Eduardo. «Busca detrás de
la cama», repetía una y otra vez. Quise apartar de mí esa voz, pero
no fui capaz de acallarla. Hasta que por fin hice lo que me pedía, a ver si de
ese modo mi subconsciente me dejaba tranquilo. Aparté con cuidado la cama, para
no hacer ruido y alertar a los celadores, pero no vi nada. Hasta que reparé en
que el zócalo parecía estar ligeramente suelto. Me agaché y tiré de él. Se
separó de la pared y dentro vi un papel. Era una carta manuscrita. Alguien
había dejado allí esa misiva. ¿Sería una confesión, una advertencia, una
información secreta? De pronto, pensé en la novela de Alejandro Dumas, El Conde
de Montecristo. Quizá el autor de esa nota la había escrito para mí, para
ayudarme a salir del pozo en el que me encontraba.
Pero lo que contenía
esa nota era una especie de diario escrito por el difunto Eduardo, en el que
contaba sus peripecias. Tenía razón cuando me dijo que lo que le había traído
al Centro era una experiencia muy parecida a la mía.
Fue en un viaje del
Imserso. De camino a Alicante, paramos en un área de servicio a pie de
autopista. Entre nosotros viajaba un viejo que apenas se relacionaba con el
grupo. Era un tipo solitario y huraño. Llegué a preguntarme qué hacía allí si
no le gustaba la compañía. El caso es que, al entrar al restaurante, dejé al
resto del grupo en la cafetería para ir a los lavabos. Al cabo de
aproximadamente un cuarto de hora, cuando ya nos disponíamos a volver al
autocar, el chofer echó en falta al anciano. Le buscaron por todo el
restaurante hasta llegar a los servicios, donde lo encontraron muerto a
cuchilladas. Tras llamar a la policía, un coche patrulla de la Guardia Civil se
personó en el lugar y, tras interrogar a todo el personal presente, me
detuvieron como culpable de asesinato. Al parecer, algunas personas dijeron que
me habían visto salir de los lavabos poco después de que él entrara. Quiénes me
señalaron, nunca lo he sabido, como tampoco sabré jamás quién me puso el dinero
y el cuchillo con restos de sangre de la víctima en mi bolsa de mano, un
cuchillo que debían haber limpiado porque no se hallaron restos de ADN, ni del
fallecido ni mío. Lo que sí supe por los medios es que el muerto era un juez
retirado que había condenado años atrás a cuarenta años de prisión al hijo de
un influyente magnate de la comunicación. El joven, desafortunadamente, murió cosido
a navajazos en la cárcel.
Las pruebas que me
incriminaron fueron circunstanciales y totalmente falsas. Lo que deduje es que
fue una revancha. El padre del chico apuñalado quiso vengarse del ex juez
haciéndole lo mismo que le hicieron a su hijo. Por culpa de mis antecedentes
delictivos como camello —a lo que ya no me dedicaba en ese momento— me
utilizaron como chivo expiatorio y así caso resuelto. Por eso, ante una posible
pena de cárcel de más de veinte años, mi abogado me recomendó que aceptara un trato:
que aceptara declararme mentalmente incapacitado por efecto de mi drogodependencia
y solo pasaría unos pocos años en el psiquiátrico. Un psiquiatra, traído por mi
abogado, confirmó mi estado psicológico alterado.
Llegado a este punto,
dejé de leer. ¿Era casualidad que su abogado le recomendara lo mismo que a mí? No
podía ser Gervasio. El pobre Eduardo no podría pagar a un abogado de prestigio
como él. Seguí leyendo.
He intentado
inútilmente contactar con el abogado, pero no hay forma. No quiere saber nada
de mí, me ha dicho Juan, quien ha hecho de intermediario, pues el abogado no ha
querido nunca ponerse al teléfono.
«Eduardo, no ves que
ese hombre tiene asuntos mucho más urgentes que atender. A ti te atendió como
un favor, como abogado de oficio, pero ahora tiene mucho trabajo con gente muy
importante. Ten paciencia; cuando esté más tranquilo ya te llamará. Es un
hombre de palabra»—me dijo la última vez que le llamó de mi parte.
Pero no le creo. He sabido que ese Gervasio Mendieta es un delincuente, creo
que tuvo algo que ver en todo este asunto y ahora se lava las manos.
¡Gervasio! Así que
estaba en lo cierto. Ese tipo era un malnacido. Me había metido allí esperando que
me pudriera. Mientras, se tiraba a mi mujer, el cabrón, motivo más que suficiente
para que no deseara verme en la calle.
Cada día me encuentro
peor y nadie me hace caso. No tengo ganas de comer, ni siquiera de asearme.
Parezco un muerto viviente y creo que es fruto de la medicación. Hace días que
ya no me la tomo. Como Juan me tiene confianza, me la entrega y se marcha sin
comprobarlo. Pero si descubren que voy escondiendo las pastillas, se las
cargará. Me sabe mal que una persona tan buena y amable conmigo se vea en esa
situación por mi culpa. Esta noche se lo confesaré. Espero que me entienda y
guarde mi secreto. Necesito estar lo más lúcido posible para hacer frente a
esta maldita situación. Si mejoro, me podrán dar el alta.
Hoy he conocido a uno
nuevo. Es ese tipo al que también le endilgaron un asesinato que no ha
cometido. Lo leí en la prensa. He hablado con él, pero no he tenido ocasión de
contárselo todo. Mañana le diré lo que sé de su abogado. Juntos podemos
elaborar un plan.
A veces creo que no sé
lo que estoy diciendo. No vamos a salir de aquí ninguno de los dos. Somos
víctimas de los mismos verdugos. Si le cuento todo esto de repente me creerá
loco de verdad. Tengo que procurar que sospeche de que algo no va bien aquí
dentro. Para empezar, le enviaré un anónimo advirtiéndole de lo que me contó
Juan. Tiene que saber que el maldito abogado y su mujer están liados. Incluso
sospecho que ella también está en el ajo. Luego, cuando tengamos más confianza,
ya le contaré el resto.
Así que había sido él el autor
de ese anónimo. No me lo podía creer. Mi peor pesadilla se hacía realidad. Ya
no sabía en quién confiar. Seguro que Juan, ese celador tan amable, estaba a
sueldo de Gervasio o de quien sea. Ahora sí que me sentía más atrapado que
nunca. Temía acabar como Eduardo.
Por esa razón decidí empezar a escribir un diario, para que quedara constancia de la verdad en caso
de que me pasara algo malo. Utilizaría el mismo escondrijo que usó Eduardo para ocultarlo.
Entendí por qué me
encontraba tan mal. Ahora sí que estaba seguro de que era obra de lo que me daban.
Seguiría los pasos de mi antecesor, pero sin confesárselo a Juan ni a nadie. De
momento, preferí tenerlo de mi parte.
Por mucho que me
esforzaba en mostrarme normal, no lograba convencer a mi terapeuta. Hasta dudé de
él. Quizá estaba sufriendo un cuadro paranoico. ¿Acaso todo el mundo estaba conchabado contra mí? ¡¿Qué había hecho yo para merecerme esto?! No era nadie. Si había sido un hombre con recursos, había caído tan bajo que nadie me querría echar
un cable. Me había dedicado a negocios turbios, fuera de la ley, pero eso no era tan grave como para que me lo hicieran pagar de esa forma. Solo esperaba que
algún día alguien sacara todos esos trapos sucios a la luz y que, aunque yo ya
no estuviera, los culpables de mi desgracia y la de Eduardo, pagaran por ello.
Ayer no podía levantarme
de la cama. Sentía vértigos. A duras penas pude llegar hasta el comedor
para el desayuno y para el almuerzo. No cené, las náuseas me lo impidieron. Por la noche volvía a estar tirado sobre la cama, dando, en vano, vueltas al
asunto. No podía confiar mis sospechas a nadie. Juan había sido quien encontró muerto
a Eduardo. Seguramente fue él quien lo ahorcó siguiendo instrucciones y quién
sabe si había más celadores implicados.
Por la tarde, en la
visita a mi psiquiatra no pude más y le solté todo lo que pensaba,
aunque con ello perdiera toda posibilidad de salir de allí. Tuve una crisis
de ansiedad y le reproché que me estaba dando una medicación que no era más
que veneno. Le tiré encima las pastillas que hacía algunas noches simulaba tomarme.
No entendía cómo Juan, si estaba metido en esa trama, no se hubiera cerciorado de
ello. Quizá confiaba en mí como en Eduardo.
El caso es que el
psiquiatra, cuando recogió los medicamentos que le lancé a la cara,
los miró y le noté un gesto de desconcierto, que disimuló de
inmediato. Lo único que me dijo es que debía tratarse de un error y que lo
aclararía con Juan.
Temí que Juan
viniera esa noche a saldar cuentas conmigo por haberle mostrado a mi terapeuta
que no me tomaba la medicación y que él no se aseguró de ello, como era su deber.
Eran ya las once, hora de tener la luz apagada, cuando seguía anotándolo todo en mi libreta mientras estaba pendiente de cualquier
ruido en el pasillo.
De pronto oí que alguien se acercaba. Seguro que era Juan. Por
si acaso, apagué la luz, escondí el diario bajo la almohada y fingí estar dormido.
*****
Me equivoqué. No era Juan quien entró en mi
habitación. Lo reconocí por la estatura y complexión que se recortaba sobre la
luz del pasillo. Era mi terapeuta. Se acercó sigilosamente. Me temí lo peor,
sobre todo cuando me pareció ver que llevaba algo en la mano. Cuando se inclinó
sobre mí estuve a punto de gritar, pero el pinchazo en el cuello me dejó
paralizado. En dos segundos perdí la consciencia.
Esta mañana ha venido a
verme y me lo ha contado. Me inyectó un potente antipsicótico para que perdiera la consciencia y poderme sacar de allí con la excusa de que
había sufrido una hipoglucemia a causa de mi desnutrición. Estaba a salvo en el
hospital en el que prestaba sus servicios por las mañanas.
Cuando descubrió que
Juan me había cambiado la medicación por otra con una elevada toxicidad a la
dosis que me administraba, le despidió fulminantemente. No le denunció a la
policía para preservar el buen nombre de la institución psiquiátrica. Me
aseguró que, tan pronto regresara al Centro, elaboraría un informe favorable para
poder darme el alta. Aun así, yo seguía enrocado en mi recelo, seguía sin
fiarme de él. A fin de cuentas, en un hospital es mucho más fácil simular una
muerte accidental. Podía sentirse descubierto y querer librarse de mí de forma
mucho más aséptica.
Pero no estaba en lo
cierto.
Me estoy vistiendo con ropa de calle. Me han notificado que ya puedo marcharme. En unos instantes me entregarán el alta y seré, por
fin, libre. Todavía no sé qué voy a hacer. Tengo muchas incógnitas que despejar
y no sé por dónde empezar. Creo que lo primero que haré será contratar los
servicios de un buen detective para que me ayude a ensamblar este rompecabezas
y poner a todos los implicados en este perverso montaje a disposición de las
autoridades. Mi psiquiatra me ha dado un nombre. Él es el único amigo que he
hecho aquí dentro. Lástima que no haya tenido ocasión de hacer amistad con Eduardo
y ayudarle a salir libre como yo.
Ahora que lo pienso,
¿qué habrá sido de mi diario?