sábado, 25 de febrero de 2023

El indiano (versión 2.0)

 El pasado 14 de febrero, la televisión pública catalana (TV3) emitió, en su programa semanal Sense ficció, el documental titulado Negrers, la Catalunya esclavista, en el que se exponía, de forma pormenorizada, el pasado esclavista de algunos personajes catalanes que emigraron a Cuba en busca de oportunidades y volvieron enormemente enriquecidos, gracias a la mano de obra gratuita aportada por sus esclavos negros. Esos nuevos millonarios se convirtieron en grandes prohombres, mecenas y benefactores sociales muy respetados y que fueron los artífices del gran desarrollo industrial, comercial y arquitectónico de Cataluña, apoyando y financiando la construcción de edificios modernistas que hoy embellecen Barcelona capital y muchas poblaciones catalanas. Aunque el esclavismo no fue únicamente utilizado por empresarios catalanes, sino que esta práctica execrable también tuvo sus protagonistas en otras regiones españolas, ese repaso histórico me sobrecogió al descubrir el pasado esclavista de muchos personajes catalanes a los que hasta ahora respetaba enormemente por sus logros y actividades en pro del desarrollo cultural y artístico.

El caso es que este documental me recordó que algunos años antes, concretamente el 12 de noviembre de 2019, escribí un relato de ficción sobre un descendiente de un indiano y que he querido recuperar —y de paso retocar— para volverlo a publicar en este blog. Pido disculpas de esta reiteración a lo/as lectore/as que ya lo leyeron en su momento, pero no he podido evitar sacarlo de nuevo a la luz porque está basado en hechos históricos que no deben olvidarse.


Me llamo Felip Pujol y nací en Barcelona un 12 de octubre de 1950, el llamado día de la Hispanidad. En casa siempre lo celebrábamos porque, me decían, mi bisabuelo, Ramón Pujol, había hecho las américas. Le llamaban “el indiano”, como a todos los que volvían a su tierra después de haber amasado una fortuna en las colonias españolas. De él heredamos esta mansión, que mi abuelo primero y mi padre después conservaron como el primer día. Yo la heredé al fallecer mi progenitor, hace ya siete años. Sin embargo, no he podido disfrutarla, como propietario, hasta que no me he jubilado. No podía dejar mis negocios en manos de mis dos hijas hasta que no hubieran demostrado verdaderas dotes de liderazgo, cosa que no se aprende de un día para otro.

Elisa, mi mujer, falleció poco después que mi padre, por lo que el trabajo ha sido hasta hace poco mi única ocupación y consuelo. Ahora, ya liberado de penas y obligaciones, puedo dedicar mi tiempo libre a hacer lo que me plazca, y lo primero que me vino a la mente fue hurgar en el árbol genealógico familiar.

La historia de mis padres y abuelos era bien sabida y datos no me faltaron para reconstruirla en poco tiempo, no así la rama anterior a la de mi abuelo paterno. De la vida de mi bisabuelo, su padre, no había constancia más que lo que todos sabíamos. Hombre emprendedor, viajero, aventurero y mujeriego ─se decía que había tenido algún hijo bastardo fruto de un amor prohibido con una negra en Cuba. Eso ya lo indagaría más tarde—, pero solo me interesaba conocer la vida como comerciante en aquella isla caribeña y cómo amasó su fortuna. ¿Una plantación, quizá? ¿Cacao, azúcar de caña, café, tabaco? ¿Con qué comerciaba Ramón Pujol que le reportó tantos beneficios?

Lo único claro y constatable era que fue un hombre de gran reputación entre la burguesía catalana y que llegó a ocupar varios cargos municipales de relevancia. Incluso se le concedió una medalla por su filantropía.

Después de varias semanas de constante estudio de los papeles familiares y de los archivos del ayuntamiento, seguía sin obtener resultados.

Visto lo visto, como tiempo me sobra y dinero también, sea dicho de paso, y además soy una persona que no se arruga frente a los obstáculos y que cuando empieza una cosa no la deja a medias, decidí trasladarme a la isla de Cuba. Me dije que si al cabo de dos semanas no obtenía ningún resultado, entonces sí tiraría la toalla, pues seré terco, pero no insensato. Siempre he calibrado la eficiencia en todo lo que he hecho. Si algo no da el fruto esperado tras invertir el tiempo y dinero necesarios, hay que abandonarlo.

Una vez en Cuba, toda mi actividad se desarrolló en las dependencias del Archivo Nacional, en la Habana Vieja. Con la debida autorización expedida a través del Ministerio de Asuntos Exteriores, pude hacerme con abundante material de la época en que mi bisabuelo estuvo comerciando en Santiago de Cuba, entre 1880 y 1900.

Cuando casi estaba a punto de expirar el plazo que me había marcado, encontré lo que buscaba, pero nunca me imaginé lo que encontraría. Bajo el nombre de Ramón Pujol y Muntaner, figuraba una larga exposición de hechos y fechas, con la descripción de sus actividades como propietario de extensas tierras del cultivo del algodón y de cacao. Pero lo que me alarmó sobremanera fue descubrir que también fue poseedor de un gran número de esclavos negros. ¡Mi bisabuelo fue un esclavista! No me lo podía creer. ¡Mi bisabuelo traficó con esclavos durante casi veinte años! Él era uno más de la extensa lista de esclavistas catalanes. Había oído hablar de ello, pero nunca me imaginé que aconteciera en el seno de mi familia, la honorable familia Pujol. También había leído sobre famosos esclavistas españoles que luego acabaron formando parte de la élite aristocrática, como Antonio López, el Marqués de Comillas. Pero uno nunca piensa que algo tan deleznable pueda haber anidado en su propia familia y, aun menos, que haya sido el origen de todos sus bienes, pasados y presentes.

Una vez de nuevo en casa, me asaltó una terrible duda: ¿debía informar de mi hallazgo a mis hijas o sería mejor enterrar el secreto conmigo?

Contrariado como estaba, llegué a pensar en vender todas nuestras propiedades y donar el dinero resultante a los más necesitados. Pero ¿de qué vivirían mis hijas? ¿Y mis nietos? ¿Qué culpa tenían de lo que había hecho uno de sus antepasados? Y yo ¿qué culpa tenía? Otra de las preguntas que me hice fue si mi padre supo de las andanzas de su abuelo allende los mares. Mi abuelo sí debió saberlo. O no. Nació un año después de volver su padre de Cuba. Muy probablemente nunca se habló del tema en su presencia. Pero ¿nunca se lo preguntó mientras vivía? ¿Nunca le picó la curiosidad por saber qué había hecho su padre para hacerse tan rico?

En fin, quizá le dijeron lo que yo creí, que comerció con frutas y especias y ahí quedó la cosa. Y si llegó a descubrirlo, quizá prefirió correr un tupido velo y olvidarse del tema. 

***

 Acabo de encargar en el Centro de Estudios Genealógicos un documento sobre el árbol genealógico familiar. Me va a costar mucho dinero, pero vale la pena el dispendio a cambio de limpiar la imagen de mi ancestro. Ha costado mucho convencer a su director, pero finalmente ha aceptado, aunque a regañadientes. El dinero todo lo puede. Y es que no puedo permitir que un periodista metomentodo investigue mi pasado familiar, ahora que me acabo de meter en política, y arruine mi incipiente pero prometedora carrera. A estos individuos les gusta hurgar en la vida de los que progresan. Una vez disponga del documento convenientemente adaptado a mis intereses, ya me encargaré de hacerlo llegar a las manos adecuadas. No sé en qué estaría pensando cuando me planteé tirarlo todo por la borda. Hay que pensar en la familia y mirar al frente, nunca al pasado.


*Ilustración: Estatua de Antonio López, ubicada en la plaza de Barcelona que lleva el mismo nombre, hasta que fue retirada en 2018 por su pasado esclavista.


viernes, 10 de febrero de 2023

Una vida distinta

 


Odio la cara de asco con la que me miran algunos de los que pasan delante de mí. Tendrían que estar en mi lugar. Así se enterarían de lo que vale un peine. Bueno, en realidad un peine no, en todo caso una vida distinta a la suya, pues la alusión a un peine, cuyo significado mucha gente ignora, se refiere a augurios muy negativos, y no es el caso, pues yo, la verdad, no lo paso nada mal. ¡¿Qué digo?! Me lo paso cojonudamente bien. Yo sí tengo un lugar fijo y seguro donde vivir, no como muchos de esos idiotas que deambulan por ahí sin rumbo fijo, pidiendo en las esquinas y durmiendo en un banco cochambroso. Y quienes sí tienen donde ir, seguro que es un lugar de trabajo asqueroso, con un sueldo de mierda o un piso con aluminosis, con tres o cuatro niños revoltosos y maleducados, y una mujer que les hace la vida imposible. Y si les preguntara si son felices, mentirían como bellacos.

Yo hace años que dejé de ser un esclavo. No dependo de nadie ni nadie depende de mí. Trabajar para otro para que se enriquezca a mi costa no va conmigo. Y desde que tomé la decisión de liberarme, soy feliz. Amo la libertad y no hay mejor forma de disfrutarla que vivir en la calle. Sí, en la calle, lo habéis oído bien. Ah, ¿no os parece bien? Sois como la gran mayoría de pijos ignorantes. ¡Qué sabréis vosotros! ¿Acaso lo habéis probado? No se puede juzgar algo sin conocerlo. La gente tiene muchos prejuicios. No soportan a los que no son como ellos. Bueno, para ser sincero, yo tampoco les soporto a ellos, unos engreídos del tres al cuarto. Y es que la gente habla por hablar, sin tener ni puta idea de a lo que me refiero. ¿Que no os gusta mi lenguaje? No seáis hipócritas, seguro que soltáis las mismas palabrotas o peores en la intimidad, como dijo que hacía ese político del bigotito cuando hablaba en catalán. ¡Qué idiota! Ese, como todos los políticos, se cree que somos tontos. Bueno, la verdad es que la gran mayoría de los ciudadanos lo son. Yo no, me huelo la mentira a kilómetros de distancia y como no quiero ser engañado en ningún aspecto, por eso me he planteado vivir como lo hago: a mi aire y sin compromisos de ningún tipo.

Cuando veo pasar a esos trajeados, con su maletín en la mano, y con prisas, en lugar de despertar en mi conmiseración, lo que siento es desprecio. Trabajar y trabajar. ¿Para qué? ¿Para hacer frente a gastos superfluos, por no decir innecesarios? La hipoteca, el coche, los caprichos de la parienta y de los mocosos malcriados, el colegio privado, algún que otro viajecito, y así un sinfín de cosas inútiles. A mí, la vivienda me sale gratis, no necesito coche para nada, mis viajes son por el barrio y mis pies me transportan de un lugar a otro. Y como, además, no tengo mujer ni hijos, pues estoy totalmente exento de obligaciones económicas familiares. Si quisiera viajar para conocer mundo, que no es el caso, no necesitaría coche, ni barco ni avión, pues podría viajar haciendo autostop, porque supongo que todavía existe esta modalidad. Para qué gastarse un pastón en otros medios de transporte pudiendo hacerlo gratis.

Y ¿cómo me alimento?, os preguntaréis. Pues me valgo de mi astucia y savoir faire. Cuando no voy a un comedor social, que es lo que suelo hacer, sobre todo cuando hace frio, voy a un Supermercado paquistaní del barrio donde me conocen y me quedo con las piezas de fruta y verdura más maduras y en mal estado, las que nadie quiere, gratuitamente. Si lo miráis bien, les hago un favor al apartar de la vista de la clientela tales mercancías defectuosas. Son una mala imagen para la empresa, porque no sé en lo que estarán pensando esos tipos al dejar unos tomates chuchuríos, unas lechugas mustias o unas manzanas con manchas oscuras en vías de putrefacción, a la vista de la clientela. Quizá en su país eso sea normal, pero aquí no, deberían saberlo. Pero qué sabrán ellos, si son unos ignorantes. A veces también me espero a que, por la puerta de atrás y una vez cerrado el establecimiento, depositen en los contenedores los productos caducados desde hace días. Al menos en eso sí se fijan. Supongo que lo hacen porque temen que alguien los denuncie por vender productos caducados que, por cierto, si fueran nocivos para la salud, hace años que estaría muerto.

Solo en una ocasión, en la que todas esas posibilidades fallaron, tuve que salir de caza. Bueno, lo de caza no es más que un eufemismo de matar palomas para comérmelas. No pongáis esa cara. Ya veo que estáis llenos de prejuicios. Quizá no sea una práctica muy saludable, pues se dice que estas ratas voladoras pueden transmitir muchas enfermedades. Pero debo haber tenido suerte, pues nunca he enfermado, o bien ya estoy inmunizado contra todo tipo de bicho viviente, porque ni tan solo pillé la Covid. El caso es que, con tan solo unas cuantas migas de pan, en un pis pas estás rodeado de esas infelices aves. Matarlas y desplumarlas ya fue otro cantar, pero sé de una indigente a quien se le da muy bien ese quehacer, que por algo trabajó muchos años en una pollería. Así que, pensando en ella, cacé dos ejemplares para repartírnoslos, y bastante rollizos, por cierto. Las llamas purificadoras de una pequeña fogata, que la mujer suele encender de noche, hizo el resto. Y como soy un todo terreno en cuestiones gastronómicas, pues casi me resultó una cena suculenta. Y en este caso también hice una labor encomiable para el consistorio municipal, que no sabe cómo atajar la plaga de palomas que hace años asola la Ciudad Condal. Y no digamos el favor que le hice a mi compañera de la calle, que muy pocas veces come caliente. Dice que la artrosis le impide ir andando hasta el comedor social, y eso que solo está a dos manzanas. El caso es que me lo agradeció del único modo que podía y no le quise hacer un feo y acepté. El lecho que usa no es tan cómodo como el mío, pero para uno rapidito ya va bien. Supongo que ya sabéis a lo que me refiero ¿no? No seáis tan remilgados, que cuando el hambre aprieta, y no me refiero precisamente al de comer, cualquier cosa vale. Aun así, no lo volvería a hacer. Creo que me contagió algún que otro piojo, lo que me obligó a raparme al cero. Y menos mal que no me pegó ladillas, que si no...

¿Y de dónde saco la ropa?, también os preguntaréis. Pues no sabéis la cantidad de ropa y calzado que la gente tira en los contenedores y que todavía está en buen estado. Incluso hay ropa de marca. Hay que ver lo que despilfarran algunos. O les sobra el dinero o son unos consumistas empedernidos. Con tanta ropa que he acumulado, puedo cambiarme de vestuario cada día. Y en esto también colaboro con el medio ambiente, pues lo que hago es reciclar, cosa que incluso los que se autodefinen como ecologistas no saben lo que es. ¡Hipócritas!

Ya veis, pues, que vivo la vida a mi aire, sin ataduras, De dinero no voy bien ni mal, tengo el suficiente y gracias a la generosidad de algunos incautos —o debería decir almas piadosas y benefactoras— que dejan unas monedas, y algún que otro billete, en mi caja de cartón, la cual he adornado y enriquecido con un cartelito en el que tengo escrito, con una letra muy pulcra —que uno será indigente, pero no inculto, pues de niño fui a la escuela, aunque de eso haga una eternidad— un mensaje que hasta haría llorar a Putin.

El truco consiste en esconder mis piernas bajo una manta y simular que donde se supone que debería haber dos piernas ahora hay dos muñones, pues sufrí los efectos de una mina antipersona cuando estuve en Afganistán con las tropas españolas. precisamente desactivando explosivos. Y la gente se lo cree. Hay que ver lo ilusos que son algunos. Supongo que da tanta pena ver que una persona que ha sacrificado su vida en nombre de la libertad acabe en la calle sin ningún tipo de subsidio, que más de uno se siente en la obligación moral de aportar un dinerillo para paliar un poco esa injusticia y drama humano.

El único contratiempo que ese engaño es que no puedo quedarme inmóvil todo el día en la misma posición, pues las piernas se me acaban agarrotando y doliendo un montón. Solo faltaría que las acabara perdiendo de verdad, pues a veces tardan mucho en recobrar la sensibilidad. Tengo que esperar a que oscurezca y no haya apenas transeúntes ni miradas indiscretas para erguirme y volver a la bipedestación, aunque sea cojeando un buen rato hasta desentumecer y recuperar la movilidad de mis dos extremidades inferiores. Lo hago con tanta maña que hasta ahora nadie me ha descubierto. Es entonces cuando aprovecho para el avituallamiento de comida y vestimenta. Así que ya veis que lo que gano, lo gano a pulso, con esfuerzo y sacrificio.

El caso es que, como no tengo gastos y recaudo un dinerillo en donaciones —prefiero este término al de limosnas— tengo unos ahorrillos con los que he abierto una cuenta bancaria, pues, aunque no devengue interés alguno —otros ladrones, las entidades bancarias—, por lo menos estarán a salvo de manos ajenas, que por estos barrios ronda mucho mangante, en especial “el cojo” —que este sí que está tullido de verdad—, que intentó extorsionarme para evitar que divulgara mi engaño. Se ve que una noche no fui lo suficientemente precavido y descubrió mi truco, y me vio esconder mis ganancias del día en el saquito que llevo pegado a mi cuerpo para que nadie pueda tirar de él sin mi conocimiento mientras duermo. ¿No pretendía que le diera una parte a cambio de su silencio, el muy cabrón? Y es que ni siquiera en este mundo de indigentes existen los escrúpulos. Le propiné tal paliza, gracias a mi recuperada movilidad, que creo que lo dejé más tullido de lo que estaba. Aun así, tuve que poner tierra de por medio para que no diera conmigo, ni él ni nadie del gremio.

Ahora, desde que me he mudado a este nuevo barrio, alejado de la competencia, estoy mucho más tranquilo. Aquí la gente no es tan pudiente, pero no puedo quejarme. He descubierto otro Supermercado paquistaní —esa gente, al igual que los chinos, están por doquier— Además, hay ingenuos en todas partes. ¡Qué sería de esta sociedad sin la ingenuidad! Nada, no seríamos nada.

Y no creáis que no disfruto de un tiempo de ocio. Todos los fines de semana me tomo vacaciones y, si hace buen tiempo, me voy a la playa de la Barceloneta a tomar el sol o simplemente a relajarme. No sé si algún día enfermaré de algo inevitable, pero de lo que nunca padeceré es de ansiedad, el mal que asola nuestra sociedad de consumo. ¿A que os doy un poco de envidia?

No sé cuántos años viviré, pero sí sé que lo haré sin que nadie abuse de mí y sin hacer daño a nadie, si exceptuamos la somanta de palos que le arreé a aquel presunto chivato lisiado.

La vida es corta y hay que saber vivirla, caramba. Yo elegí vivir una vida distinta a la de la gran mayoría de los infelices mortales, y me va de maravilla. Os lo recomiendo. No seáis idiotas, cambiad también de vida. Me lo agradeceréis.


Este relato participa fuera de concurso en El Tintero de Oro