Pero
el azar, siempre tan caprichoso, hizo que así sucediera. Fue un sábado al
mediodía, en un Centro Comercial, seguramente el más concurrido de la ciudad. Y
ahora que la había vuelto a ver, ni el mismísimo diablo podría arruinarle una segunda oportunidad. Y su casi masoquista
curiosidad hizo que emprendiera un seguimiento y una investigación casi
policiales.
Christine
Rogers —ese era su apellido de soltera— vivía ahora en una zona residencial de
Mount Pleasant, a las afueras de Charleston. Se fue a vivir allí tras casarse
con el imbécil de Jeffrey Simmons, el pívot del equipo de básquet. Tenía dos
hijos de corta edad. Llevaba dos años divorciada. Era profesora de Historia del
Arte en la Facultad donde ambos se conocieron.
Desde
que la vio, aquel memorable sábado, para Charles los
días transcurrían en un constate sinvivir. Verla de nuevo le hizo revivir aquel
curso en el que había logrado salir con la más guapa, adorable y deseada cheerleader de todo el Campus.
Armándose
de valor, Charles la llamó por teléfono, un medio menos violento que el cara a
cara, para decirle que volvía a vivir en la ciudad y que le encantaría volver a
verla.
El
sábado de la semana siguiente, el día de la cita, las nubes mañaneras se habían
retirado para dejar paso a un sol radiante. En Carolina del Sur el otoño es muy
cálido. El estanque del parque y sus alrededores se asemejaban al mismísimo
Edén. Solo faltaba que su Eva le diera a probar la manzana prohibida. Pero todo
a su debido tiempo. Habían quedado a las doce. Irían a comer a un restaurante
del barrio histórico de la ciudad y luego... lo que surgiera. Al ex marido de
Christine le tocaba estar todo el fin de semana con los niños. Tenían, pues, lo
que quedaba del día para estar juntos.
Sería
su primer encuentro tras casi veinte años de separación. Charles no olvidaría jamás la
noche que fue a recogerla a casa de sus padres con su Ford Mustang del 66, de
color rojo y de tercera mano. Christine había aceptado ser su pareja en el
baile de fin de curso. Esa noche se le declararía. Él tenía veinte años, ella
diecinueve.
Charles
quería ahora causarle buena impresión. Ella seguía bellísima. La doble maternidad
no le había pasado factura. Conservaba un cuerpo de vértigo, casi como el de
una adolescente. Él, en cambio, lucía una incipiente calvicie y la falta de
ejercicio le había obsequiado con una tripa que amenazaba con hacer saltar
algunos botones de la camisa entallada. Esperaba que ella no se fijara en esas minucias.
Aunque después de tanto tiempo ¿qué pretendía? ¿Qué cayera rendida en sus
brazos? ¿Después de lo que pasó? Pero había algo a su favor. El tono de voz al
hablarle por teléfono sobre sus últimos años de casada la delataron. Había
sido muy infeliz y deseaba rehacer su vida. Así pues, todavía había un
resquicio de esperanza. Si había accedido a esa cita era porque todavía sentía
algo por él.
Eran
las doce y media y Christine no llegaba. Charles había reservado una mesa a la
una en punto en el Halls Chophouse. Estaba hecho un manojo de nervios. ¿Y si se
había arrepentido y no acudía a la cita? ¡Tan bien que había empezado el día!
Las dos. La situación estaba tomando un cariz preocupante. A las dos y media
comprendió que estaba perdiendo el tiempo. Habían vuelto a aparecer las nubes y
el aire amenazaba lluvia. Le pareció oír un trueno lejano. Con un suspiro de
resignación, arrojó a la papelera las violetas que le había comprado —su flor
favorita— y abandonó el lugar cabizbajo. «Ya tuve mi oportunidad y no la supe aprovechar. ¿Qué esperabas?» —se dijo.
Cuando
arrancó el coche, un Ford también rojo, cambió de opinión. Iría a verla.
Necesitaba hablar con ella. Aunque no tuviera ninguna oportunidad de
recuperarla, por lo menos quería dejar las cosas claras, disculparse, cerrar
aquel episodio, lo que fuera.
Conduciendo
por la Interestatal camino de Mount Pleasant, tras dejar atrás Charleston, su
mente voló hasta los días felices antes de su ruptura. Recordó aquella mañana
de otoño cuando la conoció. Ella iba un curso por detrás de él. La había visto
miles de veces, pero nunca se había atrevido a hablarle. La consideraba
inalcanzable. Era sin duda la chica más guapa de la Facultad. Todos suspiraban
por ella. Pero aquel día se sentó a su lado, en el césped del campus, y
empezaron a hablar. Recordó aquella tarde de invierno, patinando en el pabellón
municipal cogidos de la mano. Recordó la primavera siguiente, cuando iniciaron
una relación y le presentó a sus padres. Y volvió a recordar aquella aciaga noche
de verano cuando fueron al baile de fin de curso. En menos de un año, durante
cuatro estaciones, pasó de la ilusión a la decepción, del enamoramiento alocado
a la tortura del abandono. Y todo por culpa del chico más famoso, más alto y
más atractivo, un guaperas con una caja de serrín por cabeza. Lo único que
tenía era una buena planta y unos padres muy ricos. Y mucha labia. Con esos
únicos atributos le robó la que tenía que ser su novia. Ni siquiera le dio
tiempo a reaccionar. Se la arrebató literalmente de las manos y lo dejaron
tirado en medio de la pista de baile. Y ella, lejos de evitarlo, se dejó
seducir.
El
rencor le hizo decir y hacer cosas de las que ahora Charles se arrepiente. Los
celos y la rabia le nublaron la razón y le empujaron a ser cruel con ella. No
volvió a dirigirle la palabra aun cuando ella lo intentó. Supo, por sus amigas,
que se sentía profundamente arrepentida, que reconocía haber cometido un error.
Pero él no quiso reconciliarse con ella. ¿Cómo pretendía que la perdonara después
de lo que le hizo, de la humillación a la que le sometió? Cuando él terminó los
estudios supo que se había prometido con aquel ladrón de novias. No hizo nada
por impedirlo.
Andaba
recordando todo esto cuando sonó su móvil. Lo había dejado en el asiento del copiloto.
Lo tomó dubitativo y esperanzado a la vez. Cuando lo tuvo en sus manos vio que
era ella quien llamaba. “Chris” aparecía en la pantalla junto a la fotografía
que le hizo la noche del baile, con una violeta prendida en su cabello. Estaba
preciosa. ¿Por qué tuvieron que acabar de aquel modo? Pero ahora todo volvería
a ser como antes. Seguro que llamaba para disculparse. Habría tenido un
contratiempo y no había podido acudir a la cita. Charles deslizó el dedo pulgar
sobre la pantalla para contestar la llamada y se acercó el aparato al oído a la
vez que volvía la mirada al frente.
La
colisión fue brutal. El conductor del camión no tuvo tiempo de esquivarlo.
Entre el amasijo de metal y plástico en el que se convirtió el Ford Mondeo, el
móvil de Charles apareció intacto. Cuando uno de los bomberos lo recuperó,
comprobó que había varias llamadas perdidas. Todas llevaban el nombre de Chris,
pero, sin conocer el PIN de desbloqueo, no había forma de escuchar. Por lo tanto, nadie pudo comprobar que había un mensaje que decía: «Lo siento, mi ex ha
vuelto antes de tiempo. Tengo que quedarme con los niños. Lamento no haberte
podido avisar antes. Espero que nos veamos otro día. Tenemos mucho de qué
hablar.».