miércoles, 20 de enero de 2021

Las estaciones

 


El día era perfecto. Estaba seguro de que todo iría bien. Las apariencias no siempre engañan. Desde que Charles Parker había vuelto a Charleston, la vida parecía sonreírle. Cuando se licenció, juró no volver nunca más. Quería olvidar. Pero no pudo resistirse a la propuesta que había recibido tan solo unas semanas atrás. Hacer una exposición de sus obras en esta ciudad, en una de las más famosas galerías de arte del Estado, representaba una oportunidad única que no podía rechazar. Y fue un acierto. Tuvo un enorme e inesperado éxito. De ahí que decidiera quedarse y fijar de nuevo su residencia allí. Lo único que temía era encontrarse con ella. ¿Cómo reaccionaría si ello ocurría? Charleston tenía más de cien mil habitantes, lo cual hacía que un encuentro casual fuera más que improbable.

Pero el azar, siempre tan caprichoso, hizo que así sucediera. Fue un sábado al mediodía, en un Centro Comercial, seguramente el más concurrido de la ciudad. Y ahora que la había vuelto a ver, ni el mismísimo diablo podría arruinarle una segunda oportunidad. Y su casi masoquista curiosidad hizo que emprendiera un seguimiento y una investigación casi policiales.

Christine Rogers —ese era su apellido de soltera— vivía ahora en una zona residencial de Mount Pleasant, a las afueras de Charleston. Se fue a vivir allí tras casarse con el imbécil de Jeffrey Simmons, el pívot del equipo de básquet. Tenía dos hijos de corta edad. Llevaba dos años divorciada. Era profesora de Historia del Arte en la Facultad donde ambos se conocieron.

Desde que la vio, aquel memorable sábado, para Charles los días transcurrían en un constate sinvivir. Verla de nuevo le hizo revivir aquel curso en el que había logrado salir con la más guapa, adorable y deseada cheerleader de todo el Campus.

Armándose de valor, Charles la llamó por teléfono, un medio menos violento que el cara a cara, para decirle que volvía a vivir en la ciudad y que le encantaría volver a verla.

El sábado de la semana siguiente, el día de la cita, las nubes mañaneras se habían retirado para dejar paso a un sol radiante. En Carolina del Sur el otoño es muy cálido. El estanque del parque y sus alrededores se asemejaban al mismísimo Edén. Solo faltaba que su Eva le diera a probar la manzana prohibida. Pero todo a su debido tiempo. Habían quedado a las doce. Irían a comer a un restaurante del barrio histórico de la ciudad y luego... lo que surgiera. Al ex marido de Christine le tocaba estar todo el fin de semana con los niños. Tenían, pues, lo que quedaba del día para estar juntos.

Sería su primer encuentro tras casi veinte años de separación. Charles no olvidaría jamás la noche que fue a recogerla a casa de sus padres con su Ford Mustang del 66, de color rojo y de tercera mano. Christine había aceptado ser su pareja en el baile de fin de curso. Esa noche se le declararía. Él tenía veinte años, ella diecinueve.

Charles quería ahora causarle buena impresión. Ella seguía bellísima. La doble maternidad no le había pasado factura. Conservaba un cuerpo de vértigo, casi como el de una adolescente. Él, en cambio, lucía una incipiente calvicie y la falta de ejercicio le había obsequiado con una tripa que amenazaba con hacer saltar algunos botones de la camisa entallada. Esperaba que ella no se fijara en esas minucias. Aunque después de tanto tiempo ¿qué pretendía? ¿Qué cayera rendida en sus brazos? ¿Después de lo que pasó? Pero había algo a su favor. El tono de voz al hablarle por teléfono sobre sus últimos años de casada la delataron. Había sido muy infeliz y deseaba rehacer su vida. Así pues, todavía había un resquicio de esperanza. Si había accedido a esa cita era porque todavía sentía algo por él.

Eran las doce y media y Christine no llegaba. Charles había reservado una mesa a la una en punto en el Halls Chophouse. Estaba hecho un manojo de nervios. ¿Y si se había arrepentido y no acudía a la cita? ¡Tan bien que había empezado el día! Las dos. La situación estaba tomando un cariz preocupante. A las dos y media comprendió que estaba perdiendo el tiempo. Habían vuelto a aparecer las nubes y el aire amenazaba lluvia. Le pareció oír un trueno lejano. Con un suspiro de resignación, arrojó a la papelera las violetas que le había comprado —su flor favorita— y abandonó el lugar cabizbajo. «Ya tuve mi oportunidad y no la supe aprovechar. ¿Qué esperabas?» —se dijo.

Cuando arrancó el coche, un Ford también rojo, cambió de opinión. Iría a verla. Necesitaba hablar con ella. Aunque no tuviera ninguna oportunidad de recuperarla, por lo menos quería dejar las cosas claras, disculparse, cerrar aquel episodio, lo que fuera.

Conduciendo por la Interestatal camino de Mount Pleasant, tras dejar atrás Charleston, su mente voló hasta los días felices antes de su ruptura. Recordó aquella mañana de otoño cuando la conoció. Ella iba un curso por detrás de él. La había visto miles de veces, pero nunca se había atrevido a hablarle. La consideraba inalcanzable. Era sin duda la chica más guapa de la Facultad. Todos suspiraban por ella. Pero aquel día se sentó a su lado, en el césped del campus, y empezaron a hablar. Recordó aquella tarde de invierno, patinando en el pabellón municipal cogidos de la mano. Recordó la primavera siguiente, cuando iniciaron una relación y le presentó a sus padres. Y volvió a recordar aquella aciaga noche de verano cuando fueron al baile de fin de curso. En menos de un año, durante cuatro estaciones, pasó de la ilusión a la decepción, del enamoramiento alocado a la tortura del abandono. Y todo por culpa del chico más famoso, más alto y más atractivo, un guaperas con una caja de serrín por cabeza. Lo único que tenía era una buena planta y unos padres muy ricos. Y mucha labia. Con esos únicos atributos le robó la que tenía que ser su novia. Ni siquiera le dio tiempo a reaccionar. Se la arrebató literalmente de las manos y lo dejaron tirado en medio de la pista de baile. Y ella, lejos de evitarlo, se dejó seducir.

El rencor le hizo decir y hacer cosas de las que ahora Charles se arrepiente. Los celos y la rabia le nublaron la razón y le empujaron a ser cruel con ella. No volvió a dirigirle la palabra aun cuando ella lo intentó. Supo, por sus amigas, que se sentía profundamente arrepentida, que reconocía haber cometido un error. Pero él no quiso reconciliarse con ella. ¿Cómo pretendía que la perdonara después de lo que le hizo, de la humillación a la que le sometió? Cuando él terminó los estudios supo que se había prometido con aquel ladrón de novias. No hizo nada por impedirlo.

Andaba recordando todo esto cuando sonó su móvil. Lo había dejado en el asiento del copiloto. Lo tomó dubitativo y esperanzado a la vez. Cuando lo tuvo en sus manos vio que era ella quien llamaba. “Chris” aparecía en la pantalla junto a la fotografía que le hizo la noche del baile, con una violeta prendida en su cabello. Estaba preciosa. ¿Por qué tuvieron que acabar de aquel modo? Pero ahora todo volvería a ser como antes. Seguro que llamaba para disculparse. Habría tenido un contratiempo y no había podido acudir a la cita. Charles deslizó el dedo pulgar sobre la pantalla para contestar la llamada y se acercó el aparato al oído a la vez que volvía la mirada al frente.

La colisión fue brutal. El conductor del camión no tuvo tiempo de esquivarlo. Entre el amasijo de metal y plástico en el que se convirtió el Ford Mondeo, el móvil de Charles apareció intacto. Cuando uno de los bomberos lo recuperó, comprobó que había varias llamadas perdidas. Todas llevaban el nombre de Chris, pero, sin conocer el PIN de desbloqueo, no había forma de escuchar. Por lo tanto, nadie pudo comprobar que había un mensaje que decía: «Lo siento, mi ex ha vuelto antes de tiempo. Tengo que quedarme con los niños. Lamento no haberte podido avisar antes. Espero que nos veamos otro día. Tenemos mucho de qué hablar.».

 Aquella tarde de otoño un feroz aguacero descargó sobre todo el condado.


miércoles, 13 de enero de 2021

Oscuridad

 


Soy invidente de nacimiento. Prefiero este término al de ciego, que me recuerda las burlas que he tenido que soportar. 

Desde que mi madre me abandonó, fui de una casa de acogida a otra, pero nadie quiso adoptarme. El dinero que recibían esos padres ficticios les resultaba más que suficiente. Hasta que se cansaban de mi ceguera. Para qué complicarse la vida con un niño con un futuro tan negro como la oscuridad que me envolvía. Al cumplir los dieciocho años, tuve que buscarme la vida. Me dejaron tirado a mi suerte, o mejor debería decir a mi desgracia. Sobrevivía gracias a lo que recogía en un bote de hojalata, que apenas me llegaba para una comida diaria. En verano mi vida era más soportable, pero en los crudos inviernos me decía que no pasaría un año más viviendo en esas condiciones.

Hasta que una mano caritativa me llevó a una Organización benéfica. Pasé de pedir a vender cupones y a compartir piso con otros compañeros de infortunio.

Al poco conocí a Laura, invidente como yo. Nos enamoramos. Con el tiempo decidimos irnos a vivir juntos a un piso tutelado.

Llegó el día en que debíamos ir a verlo cuando terminara su turno de trabajo. Pero no se presentó. La llamé al móvil repetidas veces. Estaba desconectado.

Hasta la noche no tuve noticias suyas. La habían encontrado sin vida tirada en una cuneta. Y todo para robarla.

Ahora sigo viviendo en el piso compartido y en la oscuridad más absoluta.