Cuando me presenté en la morgue, Antoine ya llevaba tres días muerto y su cuerpo conservado en el refrigerador, esperando a ser identificado por alguien de su familia. A la policía le costó un poco dar conmigo pues no hacía mucho que me había mudado a un piso algo más espacioso, soleado y más cercano a mi lugar de trabajo.
Era él, no cabía la menor duda. Pero cuando replegaron la sábana, que cubría su cuerpo desnudo, hasta la altura de la cintura, observé que tenía una gran laceración en su hombro derecho, donde había tenido ese horrible tatuaje que, por cierto, había desaparecido. Según me contó el auxiliar que me mostró el cadáver, el forense le había extirpado la piel de esa zona porque Antoine le había vendido su tatuaje a un coleccionista excéntrico y muy rico.
Al poco, me llamaron de una notaría, aliviados por haber podido dar conmigo, para anunciarme que era la beneficiaria de un testamento.
El testador, Antoine Bisonó-Chevalier, en plenas facultades mentales, nombraba como beneficiaria a su esposa, doña Paola Messeguer Viñales, a quien le correspondía, en concepto de herencia, doscientos cincuenta mil euros, sujetos, eso sí, a la retención fiscal correspondiente. Aun así, un buen pellizco.
¿De dónde había sacado Antoine esa cantidad de dinero? Quizá ese coleccionista se la había pagado por su tatuaje si, como me había dicho el auxiliar del forense, era un hombre muy rico. Pero un cuarto de millón de euros era una cantidad desorbitada. A no ser que ese hombre creyera en el poder que se le atribuía a ese dichoso Bacá. La policía me había dicho que ese hombre, que se identificó como Roberto Ballesteros, un afamado hombre de negocios barcelonés, se había definido como amigo de Antoine. ¿Un rico empresario amigo de Antoine? Eso no me cuadraba. Pensé que quizá debería hacerle una visita. A ver qué podía contarme.
Estuve dudando largo tiempo sobre la conveniencia de presentarme en el domicilio de Ballesteros en calidad de viuda de Antoine. ¿Con qué pretexto? ¿Preguntarle sobre el tatuaje que le habían extirpado? ¿El motivo por el cual le había pagado una pequeña fortuna?
Andaba cavilando en torno a esa posibilidad cuando, en la sección de necrológicas del periódico, me sorprendió una esquela: la de Roberto Ballesteros Sarmiento, fallecido a la edad de sesenta y dos años. Mi visita se había ido al traste, pero mi curiosidad no. Busqué todo lo referente a ese individuo coleccionista de obras de arte y artilugios extraños. Nada relevante, excepto que, al no tener herederos, su fortuna pasaba a una fundación que él mismo había creado y que sus obras de arte habían sido cedidas al ayuntamiento de la ciudad, que pronto espera poder montar una exposición de alguna de sus colecciones menos conocidas.
Cada día, sin excepción, leía el periódico en busca de alguna noticia relativa a esa posible exposición. ¿Expondrían la colección de tatuajes de la que había tenido noticias por la prensa?
Tuvieron que pasar unos cuantos meses, pero, por fin, llegó la noticia que había estado esperando: el museo de ciencias naturales de la ciudad inauguraba una exposición de tatuajes de piel humana procedentes de la colección particular del filántropo, mecenas y amante del arte Roberto Ballesteros, una colección excepcionalmente original, a la par que misteriosa, rezaba el anuncio.
Me las ingenié para poder asistir a la inauguración de esa exposición singular. Aunque me daba un poco de reparo, sentía curiosidad por ver de nuevo aquel horrible tatuaje, esta vez expuesto en un museo.
La colección era más amplia de lo que esperaba. ¿Cómo aquel coleccionista podía haberse hecho con tal cantidad de retazos de piel humana tatuada? Me obligué a no pensar que se trataba de epidermis humanas, que solo eran dibujos, algunos realmente impresionantes, de todos los tamaños y colores. Debían haber más de cincuenta, pero no daba con el que buscaba. Por fin lo encontré. Estaba en un rincón y junto al cuadro que lo contenía había una leyenda explicativa de su significado, que era el que yo ya conocía. No lo había visto antes porque lo ocultaba un grupo curiosos que lo observaban con detalle. Cuando se hubieron marchado, me acerqué con cuidado, como si temiera que saliera del cuadro y se me lanzara encima. ¡Me trajo tan malos recuerdos! Estaba, pues, absorta contemplando aquel engendro y pensando en el pobre Antoine cuando me pareció que se había movido e incluso había abierto ligeramente sus fauces. Instintivamente pegué un salto hacia atrás, tropezando con un individuo que, sin haberme percatado, estaba situado justo detrás de mí, contemplando el mismo cuadro. Me disculpé, azorada por el traspiés y avergonzada por mi ridícula reacción. Pero, contrariamente a lo que podía pensar, me sorprendió diciéndome, en voz baja: “lo ha visto ¿verdad?”
Julián Cifuentes era abogado y amigo íntimo de Roberto Ballesteros. Sabía quién era yo y adivinaba mi interés por esa exposición. Su amigo y ex propietario de la colección le había hablado de Antoine y le había pedido que investigara qué había de cierto con que tuviera mujer e hija. Era un hombre muy curioso y precavido y siempre quería saber con quién hacía negocios. Así había dado conmigo.
Me dijo que nuestro encuentro no era casual. Esperaba encontrarme. Suponía que un día u otro acudiría a la exposición pues, siendo yo la mujer de Antoine, no podría sustraerme a la curiosidad de ver su tatuaje expuesto al público. De ser necesario, habría acudido a diario al museo con tal de verme. Quería tratar conmigo de un asunto muy delicado y no le pareció adecuado abordarme en mi propio domicilio. Pero tampoco podía ser allí, donde cualquier extraño pudiera oírnos.
Sentados, unos minutos más tarde, en una cafetería cercana, se dispuso a contarme lo que tanto le inquietaba.
Su amigo, tras adquirir ese extraño tatuaje, empezó a comportarse de un modo extraño. No era el mismo. Hasta que un día se sinceró con él. Le contó la leyenda, o historia real, del Bacá, y cómo, desde hacía un tiempo, vivía asustado, temiendo por su vida. Le contó que la bestia que se hallaba en el tatuaje cobraba vida por la noche y que parecía querer salir del cuadro donde estaba alojada. Finalmente, intentó deshacerse de él pero no logró descolgarlo de la pared. Cada vez que lo intentaba, adquiría un peso extraordinario que incluso le impedía moverlo.
El abogado Cifuentes sospechaba que la muerte de su amigo no se había debido a una caída accidental que le había producido el traumatismo cerebral que, según el informe médico, se lo había llevado por delante. Debió caerse, de eso no había duda, pues quedaron evidencias del fuerte impacto en la mesa de mármol que había frente al cuadro. “Esa cosa debió empujarle contra la mesa con tanta brutalidad que quedaron restos de masa encefálica en la zona del impacto. Un traspiés no ocasiona un golpe de esa magnitud”, argumentó Cifuentes.
Así que ese hombre también creía que aquella “cosa”, como la había definido, tenía tal poder que era capaz de matar. Pero, aunque toda la disparatada historia acerca del Bacá fuera cierta, tanto yo como Arianna seguíamos indemnes.
Fue entonces cuando me contó todo lo que el difunto coleccionista había podido averiguar en torno al maleficio del Bacá. Su amigo estaba convencido de que la muerte de Antoine se había producido mientras llevaba a cabo un ritual para anular el poder maléfico del Bacá y que, de algún modo, lo había logrado; de ahí que no se hubiera cobrado la vida de ninguna de nosotras, excepto la del propio Antoine, como venganza. O quizá sí que le fallara el corazón durante una lucha encarnizada contra el maligno. Yo le escuchaba sin saber qué cara poner ante lo que me estaba refiriendo aquel hombre culto y aparentemente sensato. En lo único que estuve de acuerdo con él fue que donde mejor podía estar ese tatuaje era en un museo y fuera del alcance de todos los que, directa o indirectamente, habíamos estado en contacto con él.
Me despedí del abogado creyendo que ahí se acababa la historia del Bacá tatuado en la piel del pobre Antoine y que nunca más volvería a oír hablar de él. Pero me equivoqué.
Tan solo una semana más tarde, volví a tener noticias. Esta vez también era un hecho insólito. Y público. Leí en la prensa una escueta nota que decía que “un cuadro con una piel humana tatuada con un extraño símbolo, propio, según los expertos, de rituales paganos, ha desaparecido del museo de Ciencias Naturales de esta ciudad, donde estaba expuesto. No se han hallado señales de intrusismo y las cámaras de vigilancia no han revelado nada sospechoso. Se desconoce cómo ha podido ocurrir tan extraño suceso.”
Como toda aquella historia no me dejaba conciliar el sueño y hacía mucho tiempo, desde la muerte de Antoine, que quería viajar a Haití para conocer a su familia y presentarles a mi hija, que ya tenía un añito, hice las maletas y me presenté en Puerto Príncipe.
Mi suegra, a la que contactaron a través de la Embajada de España en Haití para comunicarle la muerte de su hijo, quiso saber los detalles de su fallecimiento y cómo había sido su vida desde su regreso a Barcelona tras su última visita. Los de la embajada le habían dicho que Antoine había fallecido de un paro cardiaco y él era un chico muy fuerte y sano.
Le conté todos los pormenores de nuestra relación desde que llegó con el tatuaje del Bacá y las teorías en torno a la causa de su muerte y la del coleccionista que adquirió el tatuaje. Ella, a su vez, me puso al corriente de lo que su hijo le contó y el motivo por el cual este fue a visitar a Dominique, y su posterior llamada desesperada buscando una forma de deshacerse del maleficio en el que había caído por culpa de esa hechicera. También me contó su intercesión ante esa maldita bruja para que liberara a Antoine de aquel tormento y cuál fue su recomendación.
Como mi mente fría y analítica no podía creer en toda esa sarta de estupideces ─protección, fortuna y riquezas a cambio de cobrarse la vida de personas queridas, un tatuaje que cobra vida y se rebela contra quien pretende eliminarle, un ser demoníaco que mata a quien se le antoja, y todo a partir de un símbolo, tatuado─, ni corta ni perezosa quise conocer a la tal Dominique y ver con mis propios ojos qué tipo de persona era y comprobar qué clase de poderes tenía realmente. Estaba decidida a hacerle frente sin ningún temor, a desenmascararla y echarle en cara sus malditas supersticiones y, si era necesario, denunciarla a las autoridades, aunque esta última opción me pareció una medida inútil dado el nivel de superstición reinante entre la población y la permisividad oficial ante esas prácticas.
Aquella mujer había arruinado mi vida, la de Antoine y seguramente la de muchas otras personas, valiéndose de su ascendencia sobre ellas como la gran curandera y hechicera que creían que era. Estaba dispuesta a todo con tal de vengarme de lo que consideraba una fechoría inadmisible. Mientras me dirigía a su casa, una planta baja en uno de los barrios más céntricos de la capital, iba barruntando qué le iba a decir exactamente. Cuando por fin entré en lo que era su “consultorio” y, siguiendo sus amables indicaciones, tomé asiento en un mullido sillón, rodeada de cojines, antes de que pudiera decir esta boca es mía, me quedé muda. No podía hablar. Dominique, con su mirada, me invitaba a hablar, pero no podía articular una sola palabra. Entonces adivinó lo que me ocurría y, siguiendo la trayectoria de mi mirada atónita, se giró para contemplar lo que yo había visto tras tomar asiento: un cuadro con un dibujo que representaba al Bacá, idéntico al que llevaba tatuado Antoine, lucía colgado de la pared. Y junto a ese cuadro había otros muchos muy parecidos. En unos se representaba a un toro, en otros a un gato, todo un repertorio de animales tatuados en lo que parecía piel humana. Y entonces la bruja, la hechicera, la curandera, la discípula del mismo diablo me dijo, sonriendo maliciosamente: “me pertenecen, yo los he creado y aquí es donde deben estar de vuelta, en su casa, como ha sido siempre, desde tiempos inmemoriales.”
Aun hoy, pasados dos años desde aquella horrible y amarga experiencia, cuando veo un tatuaje sigo sin poder evitar un escalofrío y miro a Arianna que, ajena a todo lo ocurrido, juega con su muñeca favorita, la que le compré en Haití antes de volver a casa y de la que no se separa ni un instante. No sé que tendrá esa muñeca de trapo que la tiene subyugada.