Tomás Valiente temía por su seguridad y ese temor se había convertido en una obsesión. Por tal motivo, tenía a su disposición todos los medios necesarios para vivir relativamente tranquilo. Y digo relativamente porque es bien sabido, y Tomás era consciente de ello, que la seguridad absoluta no existe.
Como el dinero no era ningún problema para él, disponía de los sistemas más sofisticados para evitar cualquier intrusión en su hogar. La calle, sin embargo, era el punto débil, como casi para cualquier ciudadano. Su coche estaba blindado pero quedaba forzosamente desprotegido a lo largo del trayecto desde el parking de la empresa a su despacho, y viceversa, y durante los frecuentes almuerzos de trabajo a los que tenía que asistir, ocasiones éstas en las que podía quedar a merced de cualquier depredador, ya fuera un secuestrador o un asesino a sueldo. Porque ¿quién no tiene enemigos cuando es millonario y ha tenido que luchar duro para abrirse paso en el competitivo mundo de los negocios? Y como de resentidos está el mundo lleno, había contratado a dos robustos guardaespaldas que se encargaban de su protección en todo momento. Solo le abandonaban cuando cerraba la puerta de su mansión, a eso de las ocho de la tarde, para entregarse al confort de su búnker personal, vigilado por decenas de cámaras y monitores que, en caso necesario, le avisarían de cualquier injerencia.
Vivir solo era otro motivo de inseguridad, tanto física como anímica. Su terapeuta le había insinuado que todo el temor que sentía por su seguridad personal no era más que el resultado de la soledad a la que se había condenado. Era de trato difícil, muy poco sociable y nada empático, “cualidades” éstas que impedían toda posibilidad de encontrar pareja. En lugar de su media naranja, debería buscar su medio limón.
Cuando más inseguro se sentía era cuando estaba rodeado de personas que no eran de su total confianza, lo cual reducía enormemente su círculo de relaciones humanas. Pero el peor momento para Tomás era el fin de semana, que se le hacía interminable. Los escasos ejercicios al aire libre los hacía siempre acompañado de sus guardaespaldas. El servicio doméstico lo integraba un reducido y selecto grupo de profesionales que combinaban su faceta de sirvientes refinados con la de expertos en artes marciales.
De este modo discurría su deplorable y desconfiada forma de vida: encerrado entre las cuatro paredes de su casa, de su oficina o del reservado del más selecto restaurante, de lunes a viernes, y recorriendo un restringido circuito de running o viendo la televisión, los fines de semana. Siempre la misma rutina.
Su vida cambiaría de forma inesperada tras conocer a Sara Velázquez. Sara vino a sustituir a Juana, la que fuera su fiel y eficiente secretaria hasta el momento de su jubilación. La paranoia de Tomás obligó a la candidata al puesto a superar los más exigentes test psicotécnicos. Aun así, una vez contratada, se la sometió a un seguimiento constante por parte de un equipo de investigadores privados. Sara superó la prueba con creces. Al parecer, era casi tan paranoica como su nuevo jefe. Cuando salía de casa, para ir al trabajo, de compras o para cualquier otro quehacer, tomaba un taxi, pero si el trayecto era corto lo recorría al trote y siempre mirando a diestra y siniestra, como si temiera ser asaltada. Era más escurridiza que una anguila. Tal era su pericia que, en más de una ocasión, logró despistar a los experimentados sabuesos que la seguían allá donde fuera. Según el casero, había instalado más de cuatro cerrojos en la puerta blindada de su apartamento y solo la abría a quien contestara correctamente la contraseña, que solo facilitaba a unos pocos conocidos y que cambiaba con cierta frecuencia.
Tomás vio en ella a su media naranja, o medio limón, según se mirara y quien lo mirara. Era la mujer de su vida, su alma gemela. Y como ya no eran unos adolescentes -ambos habían superado la cuarentena-, tuvieron un noviazgo relámpago, contrayendo matrimonio al cabo de los seis meses que Sara estuvo a prueba en la empresa.
Fue una boda íntima como pocas, y blindada como ninguna. Los medios de seguridad que protegieron a los contrayentes durante la ceremonia, el banquete y el viaje de luna de miel solo podrían compararse a los de un presidente de Gobierno, y creo que me quedaría corto.
Pero no todo salió como cabía esperar. A la mañana siguiente de la noche de bodas, las paredes de la suite nupcial del hotel de cinco estrellas donde se alojaron aparecieron salpicadas de sangre y el cuerpo sin vida de Tomás tendido sobre la cama con un profundo y limpio corte en la garganta. Sara apareció, inconsciente, a los pies de la cama. No recordaba nada de lo ocurrido. En la mesita en la que les habían servido la cena estaba el arma del crimen: uno de los cuchillos del servicio de mesa, sin huella alguna. En las copas de champán y en su cuerpo se hallaron trazas de una benzodiazepina. Alguien la había sedado para que no viera al asesino. Nadie oyó nada.
Tomás Valiente murió sin saber por qué. Esto solo lo sabe quien acabó con su vida: la única persona en la que confiaba y quien, con tiempo y paciencia, consiguió burlar el muro infranqueable que protegía a su presa. Y yo, por supuesto.
Sara Velázquez acabó cumpliendo el juramento que le había hecho a su hermana: vengar la muerte de su marido, a quien Tomás había dejado en la miseria tras hacerse fraudulentamente con todo el paquete de acciones que ambos hermanos habían heredado. Cuando Ana Velázquez le contó el motivo del suicidio de su marido, Sara le juró que se lo haría pagar caro a su cuñado. Ella era una profesional y sabría cómo acercarse a él y desenvolverse sin levantar sospechas ni dejar pruebas. No le cobraría los altos honorarios propios de este tipo de trabajos. No hacía falta. Ya se lo cobraría cuando, a su vez, enviudara y se hiciera con la fortuna de Tomás Valiente, un hombre despreciable a quien no le faltaban enemigos que quisieran verlo muerto.
Por qué lo hizo, ya ha quedado claro; cómo lo hizo, ya os lo podéis imaginar, pues prefiero pasarlo por alto; cuándo lo hizo, en el momento en que cualquier hombre, por precavido que sea, es más vulnerable. Murió en el acto, nunca mejor dicho.
Sara hizo un trabajo impecable. Nunca sospecharon de ella. Tomó todas las precauciones posibles. Una simple cuestión de seguridad.
Y quién soy yo, os preguntaréis. Esto, sintiéndolo mucho, no os lo puedo revelar.