lunes, 27 de junio de 2016

Cuestión de seguridad



Tomás Valiente temía por su seguridad y ese temor se había convertido en una obsesión. Por tal motivo, tenía a su disposición todos los medios necesarios para vivir relativamente tranquilo. Y digo relativamente porque es bien sabido, y Tomás era consciente de ello, que la seguridad absoluta no existe.

Como el dinero no era ningún problema para él, disponía de los sistemas más sofisticados para evitar cualquier intrusión en su hogar. La calle, sin embargo, era el punto débil, como casi para cualquier ciudadano. Su coche estaba blindado pero quedaba forzosamente desprotegido a lo largo del trayecto desde el parking de la empresa a su despacho, y viceversa, y durante los frecuentes almuerzos de trabajo a los que tenía que asistir, ocasiones éstas en las que podía quedar a merced de cualquier depredador, ya fuera un secuestrador o un asesino a sueldo. Porque ¿quién no tiene enemigos cuando es millonario y ha tenido que luchar duro para abrirse paso en el competitivo mundo de los negocios? Y como de resentidos está el mundo lleno, había contratado a dos robustos guardaespaldas que se encargaban de su protección en todo momento. Solo le abandonaban cuando cerraba la puerta de su mansión, a eso de las ocho de la tarde, para entregarse al confort de su búnker personal, vigilado por decenas de cámaras y monitores que, en caso necesario, le avisarían de cualquier injerencia.

Vivir solo era otro motivo de inseguridad, tanto física como anímica. Su terapeuta le había insinuado que todo el temor que sentía por su seguridad personal no era más que el resultado de la soledad a la que se había condenado. Era de trato difícil, muy poco sociable y nada empático, “cualidades” éstas que impedían toda posibilidad de encontrar pareja. En lugar de su media naranja, debería buscar su medio limón.

Cuando más inseguro se sentía era cuando estaba rodeado de personas que no eran de su total confianza, lo cual reducía enormemente su círculo de relaciones humanas. Pero el peor momento para Tomás era el fin de semana, que se le hacía interminable. Los escasos ejercicios al aire libre los hacía siempre acompañado de sus guardaespaldas. El servicio doméstico lo integraba un reducido y selecto grupo de profesionales que combinaban su faceta de sirvientes refinados con la de expertos en artes marciales.

De este modo discurría su deplorable y desconfiada forma de vida: encerrado entre las cuatro paredes de su casa, de su oficina o del reservado del más selecto restaurante, de lunes a viernes, y recorriendo un restringido circuito de running o viendo la televisión, los fines de semana. Siempre la misma rutina.

Su vida cambiaría de forma inesperada tras conocer a Sara Velázquez. Sara vino a sustituir a Juana, la que fuera su fiel y eficiente secretaria hasta el momento de su jubilación. La paranoia de Tomás obligó a la candidata al puesto a superar los más exigentes test psicotécnicos. Aun así, una vez contratada, se la sometió a un seguimiento constante por parte de un equipo de investigadores privados. Sara superó la prueba con creces. Al parecer, era casi tan paranoica como su nuevo jefe. Cuando salía de casa, para ir al trabajo, de compras o para cualquier otro quehacer, tomaba un taxi, pero si el trayecto era corto lo recorría al trote y siempre mirando a diestra y siniestra, como si temiera ser asaltada. Era más escurridiza que una anguila. Tal era su pericia que, en más de una ocasión, logró despistar a los experimentados sabuesos que la seguían allá donde fuera. Según el casero, había instalado más de cuatro cerrojos en la puerta blindada de su apartamento y solo la abría a quien contestara correctamente la contraseña, que solo facilitaba a unos pocos conocidos y que cambiaba con cierta frecuencia.

Tomás vio en ella a su media naranja, o medio limón, según se mirara y quien lo mirara. Era la mujer de su vida, su alma gemela. Y como ya no eran unos adolescentes -ambos habían superado la cuarentena-, tuvieron un noviazgo relámpago, contrayendo matrimonio al cabo de los seis meses que Sara estuvo a prueba en la empresa.

Fue una boda íntima como pocas, y blindada como ninguna. Los medios de seguridad que protegieron a los contrayentes durante la ceremonia, el banquete y el viaje de luna de miel solo podrían compararse a los de un presidente de Gobierno, y creo que me quedaría corto.

Pero no todo salió como cabía esperar. A la mañana siguiente de la noche de bodas, las paredes de la suite nupcial del hotel de cinco estrellas donde se alojaron aparecieron salpicadas de sangre y el cuerpo sin vida de Tomás tendido sobre la cama con un profundo y limpio corte en la garganta. Sara apareció, inconsciente, a los pies de la cama. No recordaba nada de lo ocurrido. En la mesita en la que les habían servido la cena estaba el arma del crimen: uno de los cuchillos del servicio de mesa, sin huella alguna. En las copas de champán y en su cuerpo se hallaron trazas de una benzodiazepina. Alguien la había sedado para que no viera al asesino. Nadie oyó nada.

Tomás Valiente murió sin saber por qué. Esto solo lo sabe quien acabó con su vida: la única persona en la que confiaba y quien, con tiempo y paciencia, consiguió burlar el muro infranqueable que protegía a su presa. Y yo, por supuesto.

Sara Velázquez acabó cumpliendo el juramento que le había hecho a su hermana: vengar la muerte de su marido, a quien Tomás había dejado en la miseria tras hacerse fraudulentamente con todo el paquete de acciones que ambos hermanos habían heredado. Cuando Ana Velázquez le contó el motivo del suicidio de su marido, Sara le juró que se lo haría pagar caro a su cuñado. Ella era una profesional y sabría cómo acercarse a él y desenvolverse sin levantar sospechas ni dejar pruebas. No le cobraría los altos honorarios propios de este tipo de trabajos. No hacía falta. Ya se lo cobraría cuando, a su vez, enviudara y se hiciera con la fortuna de Tomás Valiente, un hombre despreciable a quien no le faltaban enemigos que quisieran verlo muerto.

Por qué lo hizo, ya ha quedado claro; cómo lo hizo, ya os lo podéis imaginar, pues prefiero pasarlo por alto; cuándo lo hizo, en el momento en que cualquier hombre, por precavido que sea, es más vulnerable. Murió en el acto, nunca mejor dicho.

Sara hizo un trabajo impecable. Nunca sospecharon de ella. Tomó todas las precauciones posibles. Una simple cuestión de seguridad.

Y quién soy yo, os preguntaréis. Esto, sintiéndolo mucho, no os lo puedo revelar.
 
 
 

 

viernes, 10 de junio de 2016

La verdad está ahí fuera



Tras veintiún años de viaje espacial, la nanocraft XT-230, se ha posado por fin sobre la blanda superficie del KOI-1950.06, el único exoplaneta perteneciente al sistema Alfa Centauri presuntamente habitable. Con ello se ven cumplidas las previsiones hechas muchos años atrás por Stephen Hawking quien, apoyado por el magnate ruso Yuri Milner y el empresario millonario, Mark Zuckerberg, anunció lo que se consideró una iniciativa revolucionaria: lanzar una nave espacial robótica del tamaño de un sello de correos, capaz de alcanzar un 20% de la velocidad de la luz y recorrer los 4,37 años luz de distancia que separa la tierra de Alfa Centauri en solo veinte años. Y todo gracias a un revolucionario sistema de impulsión por rayos o velas de luz. El famoso científico solo se equivocó en su previsión en un año. Aun así, estaría feliz de haber podido ver cumplido su proyecto, al que bautizó como Breakthrouhg Starshot. El multimillonario ruso tampoco está para verlo pues este proyecto ha requerido más de treinta años de esfuerzos técnicos y económicos. Solo el fundador de aquella red social que obtuvo tanto éxito entre los jóvenes y los no tan jóvenes, está presente en la gran sala presidida por una gigantesca pantalla que emite las imágenes desde el KOI-1950.06 con solo unos minutos de desfase.

Nadie se atreve a respirar. Todos los ojos y oídos están pendientes de la pantalla, siguiendo las instantáneas que la nano-cámara registra y emite. Si se descubriera vida extraterrestre, sería el hito más extraordinario de la historia de la humanidad. Se acabarían las habladurías, el derroche de imaginación, las teorías ocultistas y conspiratorias de algunos ufólogos, se acabarían los expedientes X. Por fin se confirmaría que no estamos solos.

La impaciencia empieza a apoderarse de los técnicos que llevan ya tres días sin apenas dormir para no perderse el acontecimiento del milenio: la comprobación de la existencia de vida inteligente en otro planeta. Pero cuando el desánimo se ha instalado ya en la mente de los sesudos científicos de la NASA, algo, a lo lejos, casi fuera del alcance de la cámara, hace su aparición. Al principio es solo una sombra que, a medida que se aproxima al objetivo, revela una silueta humanoide. Alta y voluminosa. Se desplaza muy lentamente. Tiene cuatro extremidades, dos superiores y dos inferiores, exactamente igual que un ser humano. Todavía no hay luz suficiente para verle bien. Poco a poco se hace más visible. De pronto, algo agita la nanocraft. ¿Será el viento? El sonido parece confirmarlo. Las rachas de aire provocan que la diminuta nave robótica se desplace y gire cual hoja barrida por el viento otoñal. Ello dificulta una visión nítida del humanoide y de su entorno.

Una vez más, la respiración de la audiencia se detiene al unísono. La ventisca parece haber amainado y lo que parece unas piernas cubiertas por un material extraño –resulta imposible saber si se trata de un recubrimiento natural, semejante a nuestra piel, o parte de su vestimenta- ocupa toda la pantalla. El individuo se ha detenido ante la diminuta nave. A continuación, algo semejante a una mano cubre el visor. De pronto todo son imágenes distorsionadas e interferencias. La imagen se torna en blanco y negro, repleta de franjas horizontales y nieve. Luego la oscuridad. ¿Qué habrá ocurrido? Todos esperan que se restablezca la imagen de un momento a otro. Y así es, pero nadie puede interpretar lo que ven sus ojos puesto que apenas hay luz.
 
 
 
Menkgwink, ha salido hoy de su hogar un poco más tarde de lo habitual. Últimamente, el cansancio hace mella en su cuerpo. Es la segunda vez que llegará tarde al trabajo en los últimos seis días. Si sigue así, le despedirán. Trata de acelerar el paso pero su sobrepeso le impide ir más ligero. Tendrá que ponerse a dieta, ya que esta caminata diaria no parece surtir el efecto deseado.

Es tan tarde que los soles ya brillan en el horizonte. Nunca se cansará de observar esa bella imagen. En esta época del año, los tres soles están alineados. Señal de buena suerte. Algo bueno le ocurrirá. Tendrá que estar atento. Quizá se encuentre con un tesoro y se haga por fin rico, jaja.

Cuando lleva un buen rato caminando, una racha de viento inunda el parque haciendo revolotear la hojarasca. Ve cómo las hojas muertas levantan el vuelo y se arremolinan a su alrededor para luego volver a posarse en el suelo polvoriento. Es entonces cuando repara en algo. Entre las hojas hay algo brillante. Se detiene para observarlo. Es un objeto cuadrado, del tamaño de uno de esos chips de la antigüedad, esos que revolucionaron el campo de la electrónica. Recuerda haber visto uno en una revista de historia de la ciencia. De serlo, sería una obra de museo y valdría una fortuna. ¿De dónde puede haber salido?

Tras comprobar que no hay nadie a su alrededor, se agacha y recoge ese extraño objeto del suelo. Es tan pequeño que casi se le escapa de los dedos. Lo mira de cerca, le da la vuelta y vuelve a observarlo detenidamente. No, no es uno de esos chips del pasado. No tiene ni idea de lo que es pero seguro que no tiene ningún valor. Será un residuo urbano. Las auto-naves de hoy en día solo hacen que ensuciar el entorno y este parque cada vez está más descuidado. Pero él es un ciudadano modélico y no soporta que la gente no sea respetuosa con el medio ambiente. Así que se dirige a uno de esos contenedores para materiales metálicos con la intención de deshacerse de aquel objeto. Pero ¿y si fuera tóxico o radiactivo? –se pregunta. Entonces mejor será tirarlo inmediatamente en uno de los contendores trituradores y descontaminantes. Recuerda haber visto uno en este mismo parque y a él se dirige. Antes de arrojarlo, sin embargo, vuelve a examinar el diminuto y extraño artefacto, por una cara y por la opuesta. Finalmente, encogiéndose de hombros, lo acaba lanzando al contenedor. Aunque toda esta operación le haya retrasado todavía más en su camino hacia el trabajo, está satisfecho por haber hecho su buena obra del día: conservar el medio ambiente. Puede servirle de excusa para que su jefe no le reprenda. Quién sabe si incluso le dan el premio mensual al trabajador más comprometido con la conservación del medio ambiente. Ya decía él que hoy podía ser su día de suerte.
 
 
 
Los técnicos de la NASA llevan ya varios días esperando a que se restablezca la imagen que recibían de la nano-cámara implantada en el nanocraft XT-230. Si no lo logran, nunca sabrán hasta qué punto los habitantes de KOI-1950.06 son gente de inteligencia superior a la de los terrícolas. Lo último que trasmitió la nave fueron unos chirridos espantosos que casi taladran el tímpano a los intrigados observadores terrestres.
 
 

martes, 7 de junio de 2016

Un nuevo amanecer



Mucho tiempo ha tenido Wifredo para revisar lo que ha sido su vida. Desde muy joven ha guerreado en mil y una batallas, cercenando miembros, cortando cuellos, abatiendo enemigos a golpe de espada y manchándose las manos de sangre en nombre de su amo y señor. Si existe un Dios, no cree que sea tan misericordioso como dicen y le perdone todos estos actos, llenos de odio y de barbarie. Cómo un hombre de bien, un amoroso padre de familia puede llegar a ser tan despiadado con aquellos que dicen ser sus enemigos. Quizá se merezca el calvario por el que está pasando.

Cuando despierta ha perdido la cuenta del tiempo que lleva recluido. Si no fuera por las muescas que ha ido dejando con sus propias manos en el grueso y mohoso muro, no acertaría a calcular que son ya tres los años que vive enclaustrado en ese lúgubre calabozo. Resulta increíble comprobar cómo el ser humano puede adaptarse a las condiciones más extremas. Al menos él, porque otro quizá ya hubiera perecido. Desde que cesaron las torturas, se habituó a vivir como un animal que solo espera que le echen de comer todos los días.

Hoy el carcelero tampoco le ha pasado la escudilla por la trampilla. La poca agua que le queda ya empieza a heder. Cuando pega su cuerpo a los barrotes para pedir comida comprueba que la puerta cede y se abre sin oponer resistencia. El eco de su afónica voz, sin más respuesta que su propio lamento, le hace comprender que en aquel presidio ya no hay más preso que él. Parece como si lo hubieran abandonado a su suerte.

Sigilosamente sale de su hasta entonces vigilado encierro y deambula, como alma en pena, por los oscuros y largos pasillos. Con tiento. No fuera a darse de bruces con algún soldado. Sigue temiendo a la muerte, aunque en más de una ocasión la haya deseado.

Siguiendo un tenue haz de luz, da con una salida. Es el patio de armas. Su visión le retrotrae a su condición de comandante recién capturado y sometido al escarnio y al horror. Todos sus hombres pasados por las armas ante sus ojos. A él le perdonaron momentáneamente la vida. Solo pudo contar treinta latigazos. Hasta que perdió el conocimiento. Ya es viejo. Tiene cuarenta años y ya no soporta el dolor como antes. Luego, el olor a orines y vómitos le devolvieron la consciencia. Sus compañeros de celda, de distintos orígenes y edades, fueron desapareciendo poco a poco. Hasta que solo quedó él, único superviviente de los diez que vivían hacinados como cerdos en una porquera. Y ahora es libre.

¿Dónde está todo el mundo? ¿Acaso han abandonado el castillo y se han olvidado de él? Del todo imposible. Si alguien abandona una fortaleza es porque la deja a merced del enemigo y el camino de huida queda sembrado de cadáveres. Y allí no hay nadie, ni señal alguna de lucha.

Llega a pensar que se trata de una de sus muchas pesadillas. Pero en ésta no siente desasosiego, ni dolor, ni temor, ni pena. No siente nada, solo extrañeza y confusión. ¿Será una trampa? ¿Será una ilusión?

Mira a su alrededor. Todo está extrañamente en silencio. Todo es quietud. Ni un trino de pájaro, ni una hoja mecida por el viento. Observa las montañas que rodean el recinto amurallado. En lo más alto ve un resplandor. Puede ser una llamada. O una advertencia. Y allí se dirige.

De camino a la cima, atraviesa un tupido bosque de coníferas cuyo ápice, apuntando a las oscuras nubes, se balancea, ahora sí, por acción del viento que cada vez sopla con más fuerza. Un viento que, al barrer el follaje, parece susurrarle algo.

El viejo guerrero, agotado después del esfuerzo realizado por un cuerpo que se ha vaciado de energía, no soporta por más tiempo tanta tensión y se desploma al pie de un gran abeto de hojas plateadas.

Mientras su cuerpo yace sobre el punzante manto de agujas secas, aparece, entre brumas, Bernardo, el que fuera su segundo al mando. Debe estar delirando. Este le cuenta que no ha sido un ejército quien provocó la huida de los habitantes del castillo, sino la peste que, implacable, diezmó la población en pocos meses. Quemaron a los muertos, enterraron sus enseres y cuerpos calcinados extramuros y acabaron huyendo, dejando atrás solo el polvo del camino y el miedo.

―¿Y quién descorrió el cerrojo de la que ha sido mi celda durante estos años? ¿Quién se apiadó de mí aunque me abandonara a mi suerte? –le inquiere, acongojado, sin saber si está hablando con un vivo o con un espectro.
―Nadie, mi señor. La puerta sigue cerrada pero en vuestro estado no hay puertas ni cerrojos que se os resistan.
―¿Queréis decir que mi cuerpo ha atravesado aquellos gruesos barrotes sin darme cuenta de ello? Qué es esta locura de la que me estáis hablando –le replica, incrédulo.
―¿No me creéis? ¿Acaso no me veis, ante vos, tras haber sido ajusticiado?.
―Debo estar soñando o sois una aparición. Seáis quien seáis, ¿qué queréis de mí?
―Mostraros el camino hacia la luz, mi señor.
―No os entiendo. Hablad más claro.
―De la oscuridad en la que habéis acabado morando no es fácil salir. Alguien debía ayudaros y yo he sido elegido como vuestro guía.
―¿Vos mi guía? Acaso queréis decir que estoy…
―Sí, mi señor. Lleváis tiempo muerto. La peste acabó con vos. Pero ahora habéis vuelto a la vida.

Al oír esto, el otrora victorioso comandante del ejército de su señor, el Rey Gustavo, siente como si su cuerpo levitara. Siente una gran paz. El cansancio ha desaparecido. Se levanta, ligero y con renovadas energías. Cuando emprende la marcha junto a su malogrado ayudante de campo, observa, a lo lejos, una luz blanca y deslumbrante, la misma que debió ver desde el patio de armas.

Cuando llega al final de una larga senda, voces y caras amigas le están esperando. En primer lugar forman sus hombres, que le reciben con una gran sonrisa y una pequeña reverencia mientras se apartan para dejarle paso. Luego sus amigos y familiares. Y por fin las caras más queridas: las de su amada esposa e hijos, que fueron salvajemente masacrados en la última contienda.

El hombre se siente, al fin, libre, en paz y feliz. Para el gran guerrero este ha sido un nuevo amanecer, el mejor de todos.