"El bosque" es la continuación del relato anteriormente publicado con el título "La ventana". Si queréis leerlo por primera vez o bien refrescar vuestra memoria, podéis pinchar AQUÍ
El bosque
Entré en las dependencias de la Guarda Civil
sin resuello. El guardia que estaba en la recepción levantó la cabeza y,
viéndome en tal estado de agitación, debió adivinar que traía malas noticias,
pues se irguió como si estuviera ante un superior.
—¿Qué le ocurre,
caballero?
Una pregunta tan
escueta a la que no sabía muy bien cómo responder. ¿Por dónde empezaba?
—En el bosque que hay
cerca de la cabaña donde estoy viviendo hay un cadáver que alguien enterró
anoche —le solté.
En menos de un minuto,
estaba ante el comandante del puesto, un sargento de mediana edad, explicándole
los pormenores del hallazgo.
—A ver, a ver, cálmese
y empiece por el principio —me indicó, mostrándome las palmas de sus manos,
como queriendo detener a un vehículo en marcha.
Y le relaté, de
principio a fin, cómo habían ido las cosas.
Tras mi declaración,
una patrulla me acompañó hasta el lugar de los hechos, donde un agente
inspeccionó el contenido del saco de arpillera.
—¡Mi sargento, el saco
contiene el cadáver de un hombre!
El aludido y yo miramos
hacia donde vino la voz y nos apresuramos a acercarnos hasta el lugar. Una vez
ante el cuerpo, el sargento se me encaró.
—¿Y por qué ha hecho usted
esto, si se puede saber?
—¿Co…, cómo? Yo no he
sido, se lo aseguro.
—Quiero decir que por
qué lo ha desenterrado. Debía usted habernos avisado de inmediato y habríamos
sido nosotros quienes lo hubiéramos hecho. Puede haber borrado pruebas.
Me sentí abochornado.
Tantas series televisivas que había visto sobre eso y me había comportado como
un tonto atolondrado.
El cuerpo de aquel
desgraciado no pudo ser identificado. No llevaba documento alguno ni era
alguien conocido. Sin duda sería de otra localidad. En el pueblo no se había
notificado ninguna desaparición y ese sujeto llevaba muerto poco tiempo. El
forense dictaminaría cuándo y cómo había fallecido.
Esa noche me dediqué a
anotar posibles escenarios para la novela, pendiente de conocer los detalles. Mejor
esperar e ir sobre seguro. No quería precipitarme. Lo único que pude escribir
fue la descripción de los hechos hasta la intervención de los civiles.
Por la mañana, muy
temprano, se presentó el viejo.
—Me acabo de enterar de
que ha desenterrado a un muerto en mi bosque. ¿Es eso cierto? —preguntó en un
tomo más molesto que intrigado.
—¿Su bosque?
—Sí, mi bosque, todo
eso que ve a su alrededor es mío, soy propietario de cien hectáreas de terreno
y en ellas está ese bosque en el que, al parecer, alguien enterró un cadáver
—dijo, esta vez malhumorado—. ¿Y se puede saber qué hacía usted husmeando en mi
propiedad? —añadió irritado.
—Pues yo… —No sabía
hasta qué punto contarle todo, pues el sargento me había advertido de que no
debía abrir boca, que lo más probable era que aparecerían curiosos y
periodistas ávidos por conocer los detalles. Que solo debía contar todo lo que
había declarado en su despacho ante el juez, cosa que ocurriría en las próximas
horas. Pero, caramba, el viejo tenía derecho a conocer la verdad. Así que se lo
conté todo.
—Vaya, vaya. Así que la
ventana no solo le proporcionó el frescor de la noche —dijo en tono irónico. ¿Y
no sabría identificar al sospechoso?
—En absoluto. Estaba
muy oscuro y desde la ventana al bosque habrá unos cincuenta metros.
—Sesenta y dos
—precisó.
—Bueno, pues eso
—respondí.
Y ahí terminó nuestra
charla. El viejo se despidió con un aire taciturno y se marchó, pero no en
dirección a su furgoneta, sino que se internó en el bosque y no salió hasta
pasado un buen rato.
—Quería cerciorarme de que
esos malditos picoletos no me habían dejado el terreno hecho un asco.
Veo que el hoyo sigue abierto. Si se aburre y quiere hacer ejercicio, puede
taparlo. A fin de cuentas, usted lo destapó.
—No puedo, me han dicho
que…
—Es broma, hombre.
Creía que los escritores tenían más sentido del humor. Por cierto, ¿todavía no
ha encontrado mi cuaderno?
—Es que, con todo lo
ocurrido, se me ha olvidado buscarlo.
—Bueno, ahora tengo
prisa, de lo contrario lo buscaría yo mismo. En todo caso, ya volveré. —Dicho esto, se largó, ahora sí, en su vieja
furgoneta.
Entré en la cabaña para
desayunar —el viejo había interrumpido mi ágape matutino— y entonces recordé mi
elucubración sobre la posibilidad de que hubiera un asesino en serie. El
morbo volvió a aflorar con tal intensidad que, una vez terminado mi desayuno,
me interné en el bosque en busca de posibles pruebas.
Nunca he sido una
persona intuitiva pero sí muy imaginativa. Pero en esta ocasión mi intuición —o
deseo irrefrenable— me dio la razón. Después de una hora aproximada deambulando
por el pinar, había hallado rastros de otros posibles enterramientos. Esta vez
no hice nada, excepto correr. A ese paso, me pondría físicamente en plena forma.
Lo que siguió a mi segunda declaración ante el sargento,
se ajustó perfectamente a lo que correspondería a una serie policíaca.
Esta vez se presentó un
equipo con perros rastreadores. Cuando ya oscurecía dieron por terminada la
búsqueda. El macabro resultado fue el descubrimiento de otros siete cadáveres.
La alarma se extendió
por todo el pueblo. La Guardia Civil acordonó la zona donde se había producido
los hallazgos para impedir el paso a curiosos.
Los ocho cadáveres
pertenecían a hombres de entre treinta y cuarenta años. Algunos llevaban muertos
varios meses. El último hallado, solo tres días. Todos habían sido degollados. Cuando
tuve conocimiento de ello, me estremecí al pensar que había estado plácidamente
instalado ante un bosque lleno de cadáveres.
Tras unas semanas de
intensas pesquisas, indagando las desapariciones que habían sido denunciadas
durante el último año, pudo identificarse a cada una de las víctimas. Todas
tenían algo en común: eran aficionados al senderismo y vivían solos. Toda esa
información —debo reconocerlo— caía en mis manos como agua de mayo, era un
riquísimo nutriente para mi novela, que iba avanzando a pasos agigantados.
Había información a la que no pude tener acceso porque el juez consideró
secreto de sumario. El autor material de esos asesinatos tenía que ser alguien
del lugar y no querían facilitar más datos de los indispensables.
Yo ya tenía su retrato
robot. Me imaginaba una identidad: un hombre solitario, posiblemente un psicópata,
que conocía muy bien los alrededores, que se cruzaba con esos excursionistas
con los que mantenía conversación, seguramente les indicaba cómo llegar a tal o
cual lugar e incluso se ofrecía a acompañarlos un trecho. Se ganaba su
confianza, se interesaba por sus costumbres, y cuando veía que eran presa
fácil, zas, les rajaba el cuello. Cuando anochecía, los enterraba en una zona
discreta y poco transitada, como era el bosque junto a la cabaña. ¿El móvil? Ni
idea. ¿Acaso los psicópatas necesitan un motivo para matar?
Martín, mi amigo y editor,
me enviaba continuos correos pidiendo —más bien exigiendo— novedades sobre el
estado de la novela. Para calmar su apetito, le enviaba cada dos o tres días,
nuevas páginas y le mantenía al corriente.
Ahora escribía a todas
horas, incansablemente, esperando que descubrieran al asesino. Le puse nombre,
le puse cara, pero la incógnita seguía viva. De pronto, sentí miedo, me sentí
desprotegido. ¿Cómo no había pensado en ello? ¿Y si ese asesino en serie iba a
por mí? Yo había sido el causante de aquella macabra revelación, de que lo
estuvieran buscando. Podía querer vengarse de mí. Llamé al sargento para
pedirle protección. La calidad del sonido era muy mala. Solo pude entender que
no me preocupara. ¡Qué fácil decirlo cuando no eres tú quien está en peligro!
A falta de protección
oficial, busqué en la leñera algo contundente con lo que defenderme. Hallé un
hacha y un cuchillo de grandes dimensiones, seguramente para despellejar a un
animal. Pero también di con un objeto que no buscaba: un cuaderno con tapas
azules y del tamaño de una cuartilla. Por fin había aparecido, y en las
circunstancias más inesperadas.
Algo más relajado, pero
sin demasiadas esperanzas —¿qué haría yo con el hacha y ese cuchillo ante un
tío armado?—, decidí ponerme a leer ese cuaderno tan preciado por el viejo
después de cenar. Me daba reparo entrometerme en su vida, leer asuntos probablemente
muy personales, pero, a fin de cuentas, era un desconocido y sus secretos
estarían a buen recaudo conmigo. ¿A quién le importaría saber sus reflexiones
por muy íntimas que fueran? Sería, sin lugar a dudas, una lectura interesante
o, por lo menos, entretenida. ¿Qué podría contar ese hombre?
A medida que iba
leyendo, un sudor frío me recorría la espalda. No podía creer que lo que aquel
viejo había escrito allí fuera cierto. Había anotado, uno a uno, todos los
asesinatos. Los detallaba como si de una agenda se tratara: fechas, nombres de
pila, edades, de dónde eran, a qué se dedicaban, dónde los encontró y dónde los
mató. Había acabado con sus vidas a plena luz del día, siempre en lugares
cercanos a su cabaña. Una vez cometido el crimen, metía los cuerpos en su
furgoneta y los ocultaba momentáneamente bajo una trampilla que había
practicado en la leñera. Por la noche, al amparo de la oscuridad, sin nadie que
pudiera descubrirle, los enterraba en el pinar. Había hecho un croquis con la ubicación
de los enterramientos. En total figuraban diez nombres. Así que todavía
quedaban dos cuerpos por descubrir. Se me encendió una alarma. ¿Y si…? Sacando,
pues, fuerzas de flaqueza, me aventuré a inspeccionar ese escondrijo
subterráneo por si quedaba allí algún cuerpo. Afortunadamente estaba vacío. El
alivio que sentí me animó a volver a mi labor escritora.
Mientras tecleaba
frenéticamente —si aparecía el viejo de un momento a otro, no podría acabar de
relatar mi último descubrimiento—, el corazón me latía desbocado. Casi me
dolían las yemas de los dedos de tanto aporrear las teclas. Serían las cuatro
de la madrugada cuando terminé de escribir. Estaba agotado, no podía mantener
los ojos abiertos. Necesitaba descansar. Por la mañana, temprano, volvería al
cuartel para hacer entrega de ese macabro cuaderno.
Me desperté cuando
empezaba a clarear. Había dormido vestido. Me incorporé y fui a la cocina a
tomarme el resto del café que había sobrado de la noche anterior. Estaba frío,
pero no quise perder ni un minuto en calentarlo. Antes de salir, fui a por el
cuaderno, que había dejado junto al portátil. No había cuaderno ni portátil.
Habían desaparecido. Los busqué por todas partes, hasta en los lugares más
inverosímiles, lo que uno hace cuando ya no sabe dónde buscar. Alguien llamó
suavemente a la puerta. Al abrir, allí estaba él, plantado frente a mí,
sonriente. Y con el cuaderno en una mano.
—¿No dijo que si lo
encontraba me lo diría? ¿O no lo dijo?
—Sí, sí, lo dije, pero
es que…
—¿Es que qué? —su tono
de voz ya no era el de siempre. Parecía otra persona.
—Pues que lo encontré
justamente ayer —miento muy mal.
—Ya veo. ¿Y no lo habrá
leído, por casualidad?
—Yo…, lo siento…
No tuve tiempo de
añadir nada más. De su espalda sacó el hacha que había encontrado en la leñera
—la reconocí por la forma y color de la empuñadura— y se abalanzó sobre mí.
Tuve el suficiente reflejo para volverme y entrar en la cabaña en busca del
cuchillo que había dejado en la mesilla de noche, pero tampoco estaba. Oí una
carcajada a mis espaldas. Me volví.
—¿Buscas esto, chico?
—dijo, mostrándome el cuchillo. Estaba perdido.
La lucha duró tan solo unos
segundos. El viejo tenía una fuerza impropia para su edad. El hachazo en la
cabeza acabó con mi escasa resistencia.
Cuando volví en mí,
todo estaba oscuro. Poco a poco, mis ojos se acostumbraron a la oscuridad.
Estaba, sin duda, bajo la trampilla de la leñera y él debía estar esperando a
que oscureciera para arrastrarme hasta el bosque y deshacerse de mí. Debió
creer que estaba muerto. Notaba el típico sabor y olor a sangre, de la que
estaba empapado. Me palpé la cabeza donde me había propinado el hachazo y no
grité de milagro. Me dolía a horrores. Tenía una buena brecha. Cuando se abrió
la trampilla, fingí estar muerto. Mientras me arrastraba,
contemplé el cielo estrellado, pensando que sería la última vez que lo vería. Entretanto,
el viejo iba murmurando.
—Te creías muy listo,
¿verdad? Pero no te habrá servido de nada escribir todo eso en tu novelita.
Debo reconocer que escribes muy bien. El capítulo que acababas de escribir es
buenísimo. Hasta a mí me ha puesto los pelos de punta, ja, ja, ja. Pero nadie
lo leerá. He quemado tu maldito manuscrito y el ordenador ha quedado hecho
añicos. Nadie te echará a faltar. Les diré a todos que has vuelto a casa, pues
ya no tenías nada que hacer aquí. Nadie sabe lo que estabas escribiendo. Solo
tu editor. Y si este aparece por aquí preguntando por ti, te aseguro que no lo
contará. Nadie sospechará de mí, un pobre viejo enfermo de Alzheimer, ni tan
solo los picoletos. Nadie encontrará tu cuerpo. No voy a ser tan imbécil
de enterrarte en el mismo bosque donde enterré a los otros. Malditos idiotas.
Se creían que eran los dueños de la montaña, que podían ir donde quisieran, sin
respetar nada ni a nadie.
Aquí dejé de oír sus
palabras, pues la oscuridad volvió a cernirse sobre mí.
Un frenazo brusco me
devolvió la consciencia y unos gritos me alertaron. Estaba en la parte trasera
de la furgoneta. ¿Qué estaba ocurriendo? De pronto se abrió el portón trasero
del vehículo y vi la cara del sargento mirándome aliviado. Lo último que oí
antes de volverme a desvanecer fue:
—¿Está
usted bien?
Estuve en el hospital una semana y vivo gracias
a Martín, aunque por los pelos. Bueno y gracias a mi previsión. El viejo había
destruido mi manuscrito en papel y mi portátil mientras yo dormía, pero
ignoraba que antes de acostarme había enviado la última parte escrita a mi
editor por correo electrónico y, por si no le daba tiempo a leerlo, le envié
también un correo a su cuenta personal explicándole mi descubrimiento. Según me contó, por desgracia no pudo leerlo hasta por la tarde, a la vuelta del
trabajo, pues se había dejado el móvil privado en casa. Por poco no le da un
patatús cuando leyó mi mensaje. Mientras el viejo me mantenía todavía en la
leñera, creyéndome muerto, se puso en contacto con la Guardia Civil del pueblo
y les relató lo que yo le había contado. Cuando mi asesino frustrado me
trasladaba a otro emplazamiento —todavía no ha confesado cuál— lo interceptaron
dos coches patrulla.
Han encontrado los dos cuerpos que faltaba por
descubrir gracias a las anotaciones de su puño y letra. Su hija no puede creer
que aquel hombre tan bondadoso escondiera en su interior un monstruo de tal
calibre, o en el que se había convertido desde que su cerebro empezó a dañarse.
El juicio todavía
tardará unos meses en celebrarse. Tendré que asistir como testigo y parte
afectada. No sé si podré mirar a la cara a ese viejo loco. Solo con pensarlo
siento un terrible desasosiego.
Pero estoy feliz. La
próxima semana saldrá a la venta “La ventana”. Espero que sea todo un éxito. Y
Rebeca me ha propuesto volver a vivir juntos.